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Capítulo 13

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La noche anterior a la ceremonia de iniciación, la ciudadela y el bosque se vieron sacudidos por una tormenta colosal.

Grimya había intuido su llegada desde pasado el mediodía y se había mostrado inquieta y nerviosa, y aquellas sacerdotisas capaces de pronosticar el tiempo aseguraron que la tormenta sería anormalmente violenta incluso para lo habitual en la Isla Tenebrosa.

Uluye se mostraba desagradablemente satisfecha con la predicción, pues lo consideraba un presagio excelente, y a la puesta del sol, mientras las nubes se acumulaban y el cielo pasaba de un tono bronce oscuro al negro púrpura de un tremendo cardenal, reunió a una camarilla de las mujeres más ancianas y las condujo a la plazoleta para entonar un himno de alabanza a la Dama Ancestral en tanto se celebraba el acostumbrado recorrido nocturno del lago.

Grimya, que lo observaba todo muy nerviosa desde el saliente situado frente a los aposentos de Índigo, escuchó cómo su canción se elevaba con horripilante claridad bajo un telón de fondo de total quietud y silencio. Dio un brinco cuando la primera llamarada triple de un relámpago rasgó el firmamento. El trueno que lo siguió ahogó por completo las voces de las mujeres y, mientras se iba apagando, los cielos se abrieron y la lluvia empezó a caer como un torrente. Las antorchas encendidas en la plazoleta llamearon violentamente durante unos segundos intentando resistirse al ataque y se apagaron; un nuevo relámpago mostró a las mujeres corriendo a toda prisa de regreso al zigurat, con los brazos cruzados por encima de las cabezas para protegerse del terrible ataque mientras el aguacero las golpeaba con la fuerza de una catarata. Ascendieron a trompicones la escalera, traicionera ya en aquellos momentos a causa de la cantidad de agua que resbalaba por ella, y corrieron a buscar refugio en sus respectivas cuevas, los cabellos empapados y las vestiduras pegadas al cuerpo.

La última en subir fue Uluye, pero, en lugar de regresar a sus aposentos, siguió adelante hasta llegar al último tramo de escalera que conducía al templo descubierto situado encima de la ciudadela. La mujer pasó junto a

Grimya, sin siquiera dedicarle una mirada, y a la loba le pareció como si estuviera en trance. Miraba directamente al frente, sin parpadear a pesar de que la lluvia le corría a raudales por el rostro; sus labios exhibían una sonrisa triunfante, sin el menor rastro de naturalidad o humor, y andaba con un aire de absoluta determinación, sin advertir nada de lo que la rodeaba.

Los relámpagos se seguían ahora los unos a los otros de forma casi continua, y los truenos eran un constante retumbar vociferante que hacía vibrar todo el farallón.

Grimya se escabulló de nuevo al interior de la cueva, deseando que Índigo estuviera aquí con ella y no pasando esta última noche, la noche de la luna negra, en vela con Yima y Shalune. Desde la noche en que había seguido a la sacerdotisa al bosque y presenciado su encuentro con Tiam,

Grimya había querido hablar con Índigo y contarle lo que había visto, pero sencillamente no había tenido oportunidad de hacerlo. En estos últimos días anteriores a la ceremonia de iniciación, pareció como si el oráculo, al igual que Yima, ya no pudiera disponer libremente de su tiempo.

Durante varias horas cada día, Índigo y Shalune recibían instrucciones de Uluye sobre los deberes de las valedoras; luego se realizaban largos y aburridos ensayos de la ceremonia misma y de la procesión que la precedería, y más tarde, a últimas horas de la noche, breves ceremonias durante las cuales, según informaba Índigo, ella y Shalune debían permanecer sentadas en silencio mientras Uluye preparaba a su hija según el ritual para la prueba que la aguardaba.

Las pocas horas libres que le quedaban a Índigo eran apenas suficientes para cubrir las necesidades básicas de comer y dormir, y así pues, una vez más,

Grimya se vio obligada a contener el impulso de contar su historia y a no preguntar —como ansiaba hacer— si no podían ayudar la Yima de alguna forma. Todavía esperaba tener la oportunidad de realizar su petición, pero las oportunidades para hacerlo disminuían con cada nuevo día; por si esto fuera poco, se veía obligada a admitir que no se le ocurría ninguna forma en la que se pudiera ayudar ahora a la muchacha. La suerte estaba echada; Índigo no podía cambiar las cosas aunque estuviera dispuesta a intentarlo, y Yima parecía discretamente resignada y tan obediente como siempre. Eso desconcertaba a

Grimya, que había esperado muestras de resistencia, o como mínimo alguna señal de amarga pena, en el último momento. En cambio, parecía como si Uluye hubiera impuesto su autoridad de forma tan contundente sobre su hija que cualquier destello de rebeldía en Yima se había esfumado para siempre.

Grimya pasó una noche muy triste en la cueva. La tormenta continuó hora tras hora, hasta dar la impresión de no ir a cesar jamás, y durmió a ratos, despertada con frecuencia por los truenos que resonaban alrededor del farallón. En una ocasión, arrancada con un sobresalto de una inquieta duermevela por un violento estampido doble directamente encima de ella, vio que Índigo había regresado y, vestida todavía, se introducía en la cama, pero la muchacha estaba demasiado agotada para siquiera saludarla, y, desconsolada, la loba volvió a bajar la cabeza e intentó dormirse otra vez.

Con la llegada del amanecer, no obstante, la tormenta amainó por fin, y esta vez cuando

Grimya abrió los ojos se encontró, en lugar del incesante centellear del relámpago contra la negra noche, con los primeros rayos del sol alzándose por encima de las copas de los árboles. Se levantó, desentumeció los músculos y se sacudió desde el hocico hasta la cola. Índigo seguía dormida, y la loba se dirigió en silencio a la entrada de la cueva, se abrió paso por entre la cortina y salió a la repisa.

La mañana era clara, fresca y silenciosa después del estrépito de toda una noche de tormenta. En la plazoleta situada a los pies del farallón, brillaban algunos charcos aislados, pero casi toda la lluvia torrencial caída se había evaporado ya bajo los primeros rayos del sol. El lago estaba a rebosar, la superficie agitada bajo la brisa y reluciente en la brillante luz; dos mujeres estaban agachadas en la orilla, llenando cántaros con agua para lavarse, pero la mayoría de los habitantes de la ciudadela todavía no se habían despertado.

Podría haber resultado una escena pacífica, casi idílica; sin embargo, mientras miraba abajo desde el saliente,

Grimya percibió algo siniestro y opresivo oculto bajo la aparente tranquilidad: la sensación de que una influencia sutil pero ineludible se extendía para corromper todo lo que la rodeaba. Se cernía; ésa era la palabra. Se cernía sobre ellas y aguardaba. Recordó el extraño comportamiento de Uluye al estallar la tormenta, y levantó la cabeza en dirección al lugar donde la cima truncada del zigurat resultaba visible. El templo descubierto no quedaba dentro de su campo de visión, pero una fina columna de humo se alzaba por encima de la impresionante pared, y la intuición dijo a

Grimya que la Suma Sacerdotisa seguía allí, que había estado allí toda la noche.

Sus agudos oídos captaron un sonido a su espalda y, al volverse, descubrió que Índigo estaba despierta y sentada en el lecho.

Grimya… —La voz de la muchacha sonaba cansada—. ¿Es de día ya?

—Sssí. —La loba pasó por debajo de la cortina y se acercó a la cama—. No debes de haber dormido más que unas pocas horas. Re… regresaste muy tarde anoche.

—Estoy bien —respondió Índigo con una sonrisa fatigada, frotándose los ojos con los puños para despertarse por completo—. ¿Ha venido ya Shalune?

—No. ¿Tendría que haberlo hecho?

—Dijo que vendría temprano. Hemos de pasar el día con Yima, realizando los últimos preparativos para la noche.

—¿Con Yi… ma?

—Grimya hundió el rabo entre las piernas—. Pero yo pensé que hoy podríamos estar juntas.

—Lo sé; también yo lo esperaba. —Índigo extendió la mano y le revolvió el pelaje de la mejilla—. Lo siento, cariño. Mañana todo habrá terminado.

Grimya estuvo a punto de decirle: «¡Pero no será así!», pero en el último momento se contuvo. Había algo raro en Índigo, algo con lo que la loba no se había encontrado antes y que no comprendía. La joven parecía preocupada, distante. En cierta forma era comprensible, pensó

Grimya, pues estaba agotada y los últimos días sin duda habían resultado desconcertantes; pero la loba no podía librarse de la convicción de que el distanciamiento era deliberado, de que le ocultaba alguna emoción o intención que no deseaba que viera. Y

Grimya estaba segura de que, sucediera lo que sucediera en la ceremonia de iniciación, la noche de hoy no iba ser el final de todo ello.

Índigo había saltado ya de la cama y estaba agachada junto al hogar, sirviéndose una copa de agua de una jarra. El agua estaba rancia e hizo una mueca al percibir su sabor, pero vació la copa, la dejó a un lado y luego vertió más agua en un cuenco y empezó a lavarse la cara.

Grimya la observó inquieta. Pensó en Uluye sola en el templo situado sobre sus cabezas. Pensó en la furtiva visita de Shalune al bosque para encontrarse con Tiam. Pensó en Yima y en la otra participante desconocida: «ella», ninguna otra identidad, sólo «ella». Algo no iba bien; lo sabía con la misma certeza con que sabía que el sol salía cada mañana. Y, al igual que el olor a cazadores en el viento,

Grimya olfateaba peligro.

Habló tan de improviso que Índigo dio un respingo.

—Índigo, he tomado una decisión. Cuando va… vayas a la ce… remonia esta noche, cuando bajes por este Pozo, iré contigo.

Grimya, no puedes. —Índigo parpadeó nerviosa—. Ya lo sabes.

—Yo no… no lo sssé. No quie… quiero que vayas allí sola.

—No estaré sola. Shalune y Yima estarán conmigo. No hay nada que temer, de verdad que no.

Pero sí lo había. El hocico de

Grimya se estremeció.

—¡Índigo, por favor, essscúchame! Hay algo que no me gusta en esto, algo malo. ¡No sssé lo que es, pero tengo una terrible sensación sobre ello! Sha… lune…

—Shalune no tiene la menor intención de hacerme daño. —Malinterpretando lo que

Grimya había estado a punto de decir, Índigo la interrumpió antes de que pudiera explicarse. Entonces, viendo la lastimera mirada de la loba, su voz se suavizó y, volviéndose hacia ella, le sujetó el hocico con dulzura entre ambas manos—: Dulce

Grimya, es muy sencillo. No

puedes venir conmigo. Uluye no lo permitirá, y no estoy en situación de discutir con ella. Comprendo tus temores, y me conmueve tu preocupación, pero te lo digo con sinceridad: no creo que vaya a correr ningún peligro. —Arrugó el entrecejo de improviso, y por un instante su expresión se volvió retraída—. No sé por qué estoy tan segura de eso. No tiene sentido a la vista de todo lo que hemos dicho y todo lo que sospechamos sobre la Dama Ancestral. Pero sin saber por qué, estoy segura,

Grimya. Totalmente.

Grimya comprendió que esto era algo por completo diferente. Preocupada por sus propias dudas, había olvidado lo que había en el fondo de toda esta cuestión: no Shalune, ni Yima o Tiam, sino la Dama Ancestral… o lo que fuera que habitaba allá abajo en el mundo desconocido del fondo del Pozo y hablaba en nombre de la Dama Ancestral. Era aquí, según cualquier razonamiento normal, donde se encontraba el peligro, si es que existía un peligro, pues éste era el demonio al que los había conducido la piedra-imán de Índigo.

Pese a ello, no estaba convencida. Fuera cual fuera el peligro que pudiera significar la Dama Ancestral, la loba tenía el presentimiento de que Índigo estaba a punto de enfrentarse con una amenaza mayor, una sobre la que el demonio no ejercía ninguna influencia. Pero ¿cómo podía explicar tal sensación a la muchacha? No tenía pruebas, ni fundamentos; sólo el instinto. Y, en el actual estado de ánimo de Índigo, eso no sería suficiente.

Índigo seguía acariciándole el hocico, pero distraída, la mente puesta en otras cosas.

Grimya se soltó, retrocedió un paso y realizó una última tentativa.

—Por favor, Índigo —dijo con voz gutural—. Ten… tengo que decirte lo que pienso. Hay algo que tú no sabes, algo sobre Yima. Tiene…

—¿Índigo?

La llamada provenía del exterior de la cueva.

Grimya calló al momento, e Índigo levantó la cabeza con rapidez. La cortina se abrió unos centímetros, y el rostro de Shalune apareció en la abertura.

—¡Ah, estás despierta! —Realizó su acostumbrada reverencia ritual, y luego entró—. Estupendo. Hemos de prepararnos. En estos momentos están disponiendo las ropas de Yima y pronto será hora de vestirse para la vigilia.

Grimya, repitió, en silencio y con desaliento:

«¿Vigilia?».

«Ya te lo dije: Shalune y yo hemos de permanecer con ella todo el día», comunicó Índigo.

«Hemos de despedirnos por el momento».

—No habrás comido nada, ¿no? —inquirió Shalune, antes de que

Grimya pudiera contestar.

—Nada —confirmó la muchacha—. Bebí un poco de agua, pero tengo entendido que esto está permitido.

—Sí, sí, desde luego. —Shalune parecía nerviosa, como si algo la hubiera excitado o asustado.

Grimya intentó que sus miradas se encontraran, pero los ojos de la gruesa sacerdotisa la esquivaron, no podía estar segura si consciente o inconscientemente.

«Índigo…». Volvió a intentar proyectar sus pensamientos mientras su mente empezaba a llenarse de inquietud. Pero Índigo o no la oyó o estaba demasiado distraída con Shalune para responder. Tenía otras ideas en la cabeza: cuestiones domésticas, los pequeños menesteres del día que se iniciaba. Deslizó los pies en el interior de unas sandalias trenzadas, se echó un delgado chal de algodón sobre los hombros y siguió a la gruesa sacerdotisa a la entrada de la cueva. Sólo al llegar al umbral se volvió y se inclinó para acariciar la cabeza de

Grimya.

—Ten paciencia, querida. Inuss te traerá comida y se ocupara de que estés bien. Yo regresaré mañana.

Había sido idea de Shalune que se eligiera a Inuss para ocuparse de la loba en ausencia de Índigo. Uluye había aceptado prescindir de la joven sacerdotisa en la ceremonia a celebrar en la cima del farallón, e Índigo se sentía secretamente aliviada al saber que habría alguien allí para impedir a

Grimya, si era necesario, que la siguiera al templo. En cualquier otra circunstancia, no habría querido dejar atrás a su amiga, y se reconocía culpable de engañar a

Grimya al decirle que Uluye no le habría permitido ir. Se podría haber convencido a Uluye; chantajeado incluso si Índigo hubiera estado decidida. Pero Índigo no había querido persuadirla. Esta vez quería enfrentarse sola al demonio.

—Te veré mañana por la mañana —repitió besando la coronilla de la loba. Y, para tranquilizar su conciencia a la vez que tranquilizaba a

Grimya, añadió en silencio:

«No te atormentes, y no te preocupes por mí. No me sucederá nada».

Grimya no pudo responder. Carecía del vocabulario necesario para expresar sus temores, y simplemente no había tiempo para buscar otra forma de explicarse. Lamió el rostro de Índigo a modo de despedida y contempló luego con desaliento cómo las dos mujeres abandonaban la cueva. El sordo rumor de sus pisadas se fue perdiendo mientras recorrían el saliente, y la loba se quedó sola.

La impresionante voz de una única trompa hendió el silencio nocturno, lo que provocó un estrépito de chillidos y chirridos en los habitantes del bosque. Esta vez no se trataba del agudo y estridente sonido de las trompetas de bienvenida de las sacerdotisas, sino de una única nota profunda y siniestra que hizo palpitar el aire y vibró por todo el zigurat.

Grimya, que mantenía su desdichada vigilia solitaria en la cueva del oráculo, se puso en pie de un salto con un gañido de sorpresa y permaneció inmóvil y temblando mientras los ecos de la trompa se desvanecían poco a poco como un trueno que se perdiera en la distancia. Ésta era la señal que Índigo le había dicho que esperase, la señal de que la ceremonia de iniciación estaba a punto de empezar. La loba se dirigió a la entrada de la cueva. Una parte de ella no deseaba presenciar el paso de la procesión; otra parte, no obstante, se veía implacablemente atraída a hacerlo, como una hoja atrapada en un río impetuoso, y su influencia era la más poderosa de las dos. Apartó la cortina con el hocico, dio un paso al exterior para colocarse en el saliente y miró abajo. Se veían luces, apenas unos temblorosos puntitos de luz, varios niveles por debajo de adonde ella se encontraba, y, elevándose en el inmóvil aire húmedo de la noche, le llegó el sonido de voces entonando un coro que recordaba a un canto fúnebre.

Grimya permaneció quieta, observando, y por fin, a medida que la procesión iba llegando al nivel donde ella se encontraba y empezaba a moverse en su dirección, pudo verlo todo con claridad.

Uluye se encontraba al frente de la comitiva de mujeres. Iba ataviada con una túnica oscura que bajo la débil luz de las estrellas parecía casi negra, y sobre la cabeza llevaba una corona alta, blanquecina, que resaltaba aún más su rostro. Tras ella avanzaban dos mujeres con antorchas, y detrás de éstas…

Grimya se encogió asustada al distinguir una figura que parecía sacada de una pesadilla: la cabeza enorme y grotescamente deformada, los ojos grandes y pálidos mirando al frente sin ver mientras andaba. Pero la lógica no tardó en volver a abrirse paso bruscamente, y comprendió que lo que veía no era un auténtico rostro, sino una máscara de tamaño cuatro o cinco veces mayor que una cabeza humana y tallada para representar a una criatura que no era ni humana ni animal, ni ave ni pez, pero que contenía elementos de todos éstos y algo más. La máscara caía sobre los hombros de su portadora, orlada de cintas multicolores que brillaban a la luz de las antorchas, formando una extravagante capa que descendía casi hasta el suelo. Retazos de una sencilla túnica blanca asomaban por debajo de las cintas, y unos diminutos pies desnudos, pintados con sigilos y adornados con ajorcas, se movían por debajo del borde de la túnica siguiendo a Uluye algo vacilantes.

Grimya retrocedió un poco al interior de la cueva al acercarse la procesión. Yima —pues la figura oculta bajo la horrible máscara no podía ser otra que la de la candidata— iba seguida por sus dos valedoras, y, aunque la apariencia de éstas era menos grotesca, apenas si se las podía reconocer como Índigo y Shalune. Ambas llevaban velos de un material fino y translúcido, decorado con innumerables tallas de hueso y madera que tintineaban al andar. Las túnicas eran oscuras como la de Uluye; los rostros, apenas visibles bajo los velos, estaban blanqueados con ceniza de madera, y los ojos, rodeados por un círculo dibujado con carbón. Tras ellas seguían otras dos mujeres con antorchas, y luego, como la cola de un cometa siguiendo a su brillante núcleo, todo el resto de las sacerdotisas del culto, de dos en dos, sus expresiones una extraña mezcla de solemnidad y embeleso.

Grimya, el hocico apenas sobresaliendo por entre la cortina, contempló con los ojos muy abiertos cómo la silenciosa fila de mujeres pasaba junto a ella. Ni una sola le dedicó una mirada —dudó que ninguna de las celebrantes fuera consciente siquiera de su presencia en medio de las sombras— y, cuando la última pareja hubo pasado y seguido en dirección al último tramo de escalera y al templo situado en la cima, la loba se estremeció como si un viento gélido hubiera venido de otra dimensión para helarle los huesos a través de la capa de pelo y carne que los cubría.

Allá arriba, la enorme trompa volvió a sonar, un lúgubre clarín triunfal que fue sorprendentemente contestado por los agudos sones de las ya familiares trompetas. Yima y sus acompañantes debían de haber llegado al templo…

Grimya volvió a escabullirse al interior de la cueva con el rabo entre las patas. Un gañido borboteó en su garganta, pero lo reprimió. No quería ver nada más, no quería oír nada más, no quería pensar en lo que sucedía en la cima del farallón. Todo lo que deseaba era que la noche terminara e Índigo regresara sana y salva al mundo.

El humo se elevaba en una gruesa columna del enorme tazón del brasero, amarillo como el azufre a la luz de las antorchas. Los tambores, que habían iniciado un tamborileo sordo cuando la cabeza de la comitiva penetró en rectángulo del templo, iban subiendo ahora de volumen hasta alcanzar la intensidad del trueno en la lejanía, en los cuatro extremos de la plaza las hileras de mujeres allí concentradas empezaron a balancearse a su hipnótico compás. Sus cuerpos brillaban de sudor; sus faldas revoloteaban en un caleidoscopio de brillantes colores, mientras la ondulante masa oscura de sus cabellos arrojaba sombras espantosas y casi bestiales sobre sus rostros. Por encima de las cabezas de sus seguidores, situada junto al brasero y envuelta en humo, Uluye contemplaba el espectáculo como una diosa primitiva y bárbara, los brazos tendidos como para abarcar y abrazar toda la salvaje escena que la rodeaba. Sus ojos refulgían de júbilo mientras contemplaba el vertiginoso pandemónium del rito; bebía de las energías de aquella muchedumbre que se balanceaba y golpeaba los pies, alimentándose de ella, absorbiendo fuerza de ella y concentrándola con la terrible intensidad de una lente de diamante.

Bajo la parpadeante luz parecía casi tan inhumana como la fantasmagórica figura enmascarada de Yima, que permanecía a sus pies en el centro de la plaza de piedra y arenisca. Índigo y Shalune se encontraban ahora una a cada lado de la candidata, cada una con una mano posada sobre uno de sus hombros para indicar que ésta estaba a su cargo y que ellas, sus valedoras, eran también declaradas guardianas.

Índigo se sentía mareada por los efectos embriagadores de los tambores, los ondulantes movimientos a su alrededor, la danzarina luz de las antorchas, las nubes de incienso que se elevaban del brasero y le escocían en ojos y nariz; había jurado permanecer aparte de todo esto, no hacer otra cosa que desempeñar el papel que le habían asignado, pero le era imposible controlar la primitiva excitación que se alzaba en su interior a medida que el ritual llegaba a su punto culminante. La civilización había desaparecido. Esto era pura energía irracional, y ella formaba parte de ello; fluía por sus venas, tamborileaba en sus huesos, penetraba hasta lo más profundo de su alma. Sentía cómo Yima temblaba bajo su contacto, sentía cómo su propio cuerpo se estremecía en tanto la corriente de expectación crecía y crecía…

Súbitamente, Uluye alzó los brazos en dirección al cielo y lanzó un alarido que podría haber despertado a un muerto. Los tambores enmudecieron. Los ecos de la voz de Uluye se apagaron, y por un momento —debieron de ser simples segundos, pero a Índigo le pareció casi media vida— se produjo el silencio. Uluye sonreía; era el mismo rictus salvaje que Índigo había visto en otra ocasión, como si una sonriente calavera pelada estuviera a punto de abrirse paso al exterior a través de la piel del rostro de la Suma Sacerdotisa.

Con un dramático ademán, Uluye se agachó ante el brasero, y cuando volvió a levantarse, empuñaba lo que parecía un gigantesco martillo de piedra. Un alarido ululante brotó de las gargantas de las mujeres; las trompas unieron su estrépito al estruendo general, y Uluye se alzó en toda su estatura, balanceó el martillo por encima de la cabeza, y lo estrelló contra el suelo de la plataforma sobre la que se encontraba el brasero. El estampido de la piedra al golpear contra la piedra retumbó en los oídos de Índigo, y un gran fragor respondió desde las profundidades del farallón. La plaza sobre la que se encontraba se estremeció; entonces se produjo un nuevo ruido, un ruido chirriante y áspero, la voz quejosa de viejos mecanismos que volvían a la vida entre el rechinar de engranajes, y a los pies del pedestal, entre el brasero y el trono del oráculo, empezó a moverse una sección del suelo. Como si una mano gigantesca la hubiera empujado desde abajo, una de las losas de piedra se alzó sobre su base, se balanceó y luego se desplomó hacia adelante y cayó con un estruendo que volvió a sacudir el suelo y envió una nube de fino polvo a reunirse con la perfumada columna de humo.

Una exclamación de temor recorrió a las allí reunidas. Cuando el polvo desapareció, Índigo vio el abierto rectángulo negro que la piedra había dejado al descubierto, y, allí donde la luz de las antorchas apenas si llegaba, distinguió los primeros peldaños desiguales de un tramo de escalera que descendía en espiral perdiéndose en la oscuridad. El Pozo estaba abierto.

Uluye levantó la cabeza. El martillo colgaba todavía de sus manos, y, aunque su peso debía de ser extraordinario, lo sostenía como si fuera una pluma. Volvió a sonreír; el rictus volvió a aparecer.

—Ve, candidata. —Su voz resonó por encima de las cabezas de las reunidas—. Desciende desde este mundo y sal de él, y encamínate a los dominios de la Dama Ancestral. El momento de la prueba ha llegado.

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