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Capítulo 16

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—¡No! ¡Demonio, engendro del infierno, no puedes hacer eso!

El grito de Índigo resonó por toda la enorme cueva y desencadenó una oleada de ecos que gritaron y entrechocaron en la penumbra. La Dama Ancestral giró la cabeza y dedicó a Índigo una mirada indiferente… y una tremenda fuerza hizo perder el equilibrio a la muchacha y la lanzó hacia atrás. Índigo chocó contra la pared y cayó al suelo, con el cuerpo dolorido y una neblina roja que le nublaba el cerebro. Abrió la boca, pero no había aire en sus pulmones para volver a gritar ni lanzar el menor sonido; no pudo hacer otra cosa que permanecer tumbada sobre el duro suelo, intentando recuperar el control de sus sentidos mientras contemplaba cómo se desarrollaba una horrible escena que nada podía hacer para evitar.

Inuss sollozaba con voz aguda. La joven giró torpemente y realizó un frenético intento de vadear de vuelta a la orilla, pero, antes de que pudiera dar dos pasos, la Dama Ancestral arrojó a un lado la máscara y, mientras ésta chocaba contra el agua con un sordo chapoteo, agarró a Inuss por los cabellos. El gimoteo se convirtió en un alarido de desesperación; Inuss luchó pero fue arrastrada inexorablemente y levantada en el aire hasta que sus pies quedaron fuera del agua. Sus ojos, desorbitados ahora, se encontraron con la implacable mirada de la diosa… y de improviso dejó de debatirse. En unos segundos, la voluntad de resistir la abandonó, y, con la boca entreabierta, quedó colgando de las manos de la negra figura mientras sus gritos se apagaban.

Los ojos de la Dama Ancestral llamearon, y una única palabra brotó de sus labios:

Obedece.

Inuss permaneció inmóvil durante un instante; luego un ligero temblor le recorrió el cuerpo, y sus ojos se vidriaron mientras la inteligencia, la conciencia y la vida la abandonaban. Fue sencillo, rápido, devastador. La Dama Ancestral abrió las manos, y el cuerpo de Inuss cayó al agua. Se produjo un chapoteo y el centelleo del agua y, durante unos segundos después de apagarse todo sonido, el silencio fue completo. El cuerpo de Inuss quedó flotando a menos de un metro del bote. Sus cabellos y la túnica cubierta de cintas se arremolinaban alrededor de ella como tiras multicolores de algas acuáticas. Un suave oleaje en forma de amplios círculos rodeaba el cuerpo, y los ojos contemplaban tranquilamente el techo de la cueva; la expresión del rostro era de una total y obscena placidez.

La Dama Ancestral no le dedicó ni una mirada. Sus ojos se posaron en Shalune, y la inhumana mirada paralizó a la sacerdotisa.

—Shalune —llamó—. Ven a mí. Ven.

Tumbada todavía junto a la pared de la caverna, Índigo observaba la escena en un estado de paralizada y silenciosa impotencia. Había presenciado la atrocidad del asesinato de Inuss —no se lo podía llamar de otra forma— aturdida por la conmoción y el dolor, pero su cerebro, debatiéndose aún bajo los efectos del violento ataque de la Dama Ancestral, era incapaz de aceptar que aquello hubiera sucedido de verdad. Aturdida física y mentalmente, se había convencido de que se trataba de una pesadilla absurda, y no conseguía separar la pesadilla de la dura realidad.

Sin oponer resistencia, sin comprender, Índigo contempló cómo Shalune se ponía en marcha. Los ojos de la gruesa sacerdotisa estaban llenos de terror, pero su rostro seguía mostrando la misma expresión de horrible adoración. Sabía lo que le aguardaba, pero nada en el mundo la habría convencido de desafiar a su diosa. Había aceptado su destino como algo correcto y justo, y, aunque quizá no iba de buena gana, iba sin discutir y sin un murmullo de protesta. En algún lugar de su interior, Índigo empezó a gritar en silencio: «¡Shalune! ¡Shalune, no! ¡Es una mentira, un fraude, no vayas hasta ella!». Pero, sin saber cómo, su protesta parecía carecer de significado. Gritar con su voz física, o incluso intentar ponerse en pie, no serviría de nada; carecía de tal poder. Todo esto no sucedía, no era real. No podía serlo.

Como si percibiera los pensamientos de Índigo, Shalune se volvió para mirarla. Una expresión de inefable tristeza y dulzura había transformado las ásperas y toscas facciones, como si le hubieran quitado años y hubiera vuelto a ser una criatura inocente, libre, sin pecado. No existía ni una pizca de inteligencia en las negras simas de sus ojos.

Todavía incapaz de comprender, Índigo contempló cómo la mujer penetraba en el lago. Shalune vadeó hasta el bote, sin prestar atención al cadáver flotante de Inuss, y se detuvo junto a la borda. El agua le llegaba hasta el pecho; levantó los ojos hacia la Dama Ancestral pero no dijo nada.

—Shalune, ¿eres mi sierva? —inquirió la figura, bajando la mirada.

La voz de Shalune era apenas reconocible; también aquí la indefensa criatura había tomado el control.

—Lo soy, señora.

—¿Me has agraviado?

Se produjo una pausa. Luego Shalune murmuró:

—Os…, os he agraviado.

—Dime cuál es el castigo a tal pecado, Shalune —exigió la delgada figura meneando la cabeza.

La segunda pausa fue más larga que la primera. Shalune parecía debatirse consigo misma, luchando por no hablar. Pero las palabras brotaron al fin.

—El castigo es… la muerte.

Obedece —ordenó la Dama Ancestral con suavidad. Shalune bajó la cabeza sobre el pecho; de nuevo se produjo un instante de total inmovilidad, seguido de un débil estremecimiento. Índigo vio cómo el cuerpo de la sacerdotisa se hundía sin vida en el agua con un silencioso chapoteo, pero no significó nada para ella. Las aguas del lago se apaciguaron; el silencio lo envolvió todo otra vez.

—¿Comprendes ahora un poco más, Índigo? —inquirió la Dama Ancestral con voz indiferente.

Allí, en el negro lago junto a Inuss, las manos entrelazadas sobre el pecho como en un gesto piadoso, el cuerpo de Shalune subía y bajaba, subía y bajaba, al compás del ligero oleaje. Con los ojos fijos en los cadáveres, Índigo contestó al cabo con una voz que incluso a ella misma le sonó curiosamente despreocupada y soñadora.

—Tienen un aspecto tan…, tan tranquilo…

—¿Tranquilo? —El tono de la Dama Ancestral mostraba un cierto matiz despectivo que abrió una pequeña grieta en la barrera que Índigo había erigido a su alrededor—. No, no lo veo así. No tienen más que la recompensa que han merecido, ni más ni menos. —Se volvió unos centímetros y miró en dirección al extremo más lejano del lago, invisible en la oscuridad—. Ahora pueden marcharse —dijo, e hizo un gesto despreocupado con una mano.

Una nueva ola llegó hasta la orilla del lago, y los dos cuerpos empezaron a moverse. Despacio, pero inexorablemente, sin una fuerza visible que los impulsara, giraron hasta quedar en perfecta alineación y empezaron a alejarse; pasaron junto al bote y, dejándolo atrás, penetraron en las regiones más profundas del lago. Una corriente invisible los atrapó, y giraron sobre sí mismos de improviso al dar con un remolino; en seguida ganaron velocidad y, el uno al lado del otro, se alejaron flotando en la oscuridad para desaparecer en dirección a la lejana e invisible orilla.

El bote se balanceó ligeramente al volverse de nuevo la Dama Ancestral. Recogió el remo que había dejado sobre el bote, y sus ojos, con su brillante corona blanca, se clavaron en Índigo.

—Bien —dijo—, ¿qué he de hacer contigo?

Índigo parpadeó y frunció el entrecejo. Por un instante su cerebro continuó forcejeando entre el estado de semitrance en el que se lo había encerrado y la sacudida de ir despertando a la realidad. Por fin el muro se resquebrajó y cayó. El sueño se desvaneció, y todo el impacto de lo sucedido la zarandeó como un maremoto.

—¡Oh, no…! —La voz resultó apenas audible, pero llevaba con ella las semillas de la más violenta cólera que jamás hubiera sentido—. ¡Oh, no…! ¡Maldito demonio, monstruosidad asesina! —Toda ella empezó a temblar; no podía controlarse, ni lo intentó. Y de repente toda la furia contenida en su interior se desató en un grito agudo—:

¡Eran criaturas inocentes, no habían cometido ningún crimen!

El rostro cadavérico de la Dama Ancestral era implacable.

—¿Quién eres tú, que te consideras en condiciones de decidir quién es inocente? —inquirió con indiferencia—. No eres mejor que aquéllos a quienes pretendes defender. Todos sois mis sirvientes, y al final todos vosotros venís a mí.

—¿A un

demonio? —escupió Índigo—. ¡No lo creo, señora! Y ya te digo ahora que no soy un sirviente tuyo, y jamás lo seré.

—Eso dijiste antes, Índigo, y te equivocas ahora, igual que te equivocaste entonces —replicó la Dama Ancestral con una sonrisa cansada—. ¿No has aprendido esa lección todavía, oráculo mío?

Los ojos ribeteados de plata centellearon un momento, y, cuando la figura pronunció la palabra «oráculo», el cerebro de Índigo pareció retorcerse sobre sí mismo.

Oscuridad y silencio, el empalagoso olor del incienso. Alguien que respira; un ininterrumpido zumbido de voces. Una figura que se mueve en la penumbra, desesperada y terriblemente familiar. Y una voz en el interior de su cabeza anunció: «Estoy aquí…».

Volvía a ser el sueño en forma de trance, el sueño en el que la habían sumido durante la ceremonia de la Noche de los Antepasados. En aquel momento había quedado borrado de su memoria, pero ahora regresaba con terrible claridad y recordaba todo lo que la voz surgida de la oscuridad le había dicho.

—¡No! —sacudió la cabeza con fuerza para arrojar las imágenes fuera de sí—. ¡No soy tu oráculo!

—Sí que lo eres. Yo te he convertido en él; yo te escogí, y he hablado a través de ti.

—¡No a requerimiento mío! —exclamó Índigo, enfurecida.

—¿Crees tú que no? —dijo la Dama Ancestral—. En ese caso, da la impresión de que no te conoces a ti misma. Una lástima. Pensaba que habrías aprendido a ser más sensata durante todos estos años de andar errante, pero parece que el antiguo defecto sigue ahí.

A punto de refutar la afirmación con fiereza, Índigo se interrumpió bruscamente y adoptó una expresión tensa.

—¿Qué quieres decir? —exigió—. ¿Qué defecto?

—La tendencia a engañarte a ti misma, entre otros. —La mujer encogió los estrechos hombros—. Viniste aquí en busca de un demonio, pero ni siquiera sabes su nombre o su naturaleza. Ahora otra cosa te ha desviado de tu búsqueda, y esa otra cosa te ha conducido hasta mí. Era inevitable. —Levantó los ojos—. Me pregunto, ¿reconocerás a tu demonio cuando lo encuentres… o quizá debería decir «cuando él te encuentre a ti»? Porque, si no es así, me parece que todas tus valerosas palabras te servirán de muy poco, pues te convertirás en mi esclava tal y como les ha sucedido a tus infortunadas compañeras.

—¡Oh, no! —Índigo le dedicó una lúgubre sonrisa—. Has cometido un error. No puedes matarme. Para bien o para mal, carezco de la capacidad de morir… y, si fueras lo que afirmas ser, lo sabrías tan bien como yo.

—¿Quién habla de morir? —La Dama Ancestral enarcó ligeramente las cejas—. No es necesario morir para servirme. —Se interrumpió con expresión repentinamente pensativa—. Aunque lo que me pregunto es: ¿cuál será la diferencia entre ser incapaz de morir y tener prohibido morir?

—¡No malgastes tus adivinanzas conmigo, señora! El poder de la Madre Tierra es el único al que obedezco y es ella quien decreta mi destino, no tú.

—¡Ah! —repuso la figura—; pero, si sirves a la Madre Tierra, Índigo, entonces también me sirves a mí. ¿No te das cuenta? ¿Estás tan empeñada en seguir la ruta equivocada que todavía no puedes reconocer la verdad cuando ésta se presenta ante ti?

—Conozco la verdad —respondió Índigo con una nota de ferocidad en la voz.

—No lo creo.

La Dama Ancestral volvió la cabeza para contemplar la negra superficie del lago, y su mirada se deslizó despacio hacia la borrosa línea oscura que se había tragado a Shalune e Inuss.

—No maté a tus amigas —continuó—. Me limité a reclamar lo que ya habían perdido. No quito la vida, Índigo; no es mi estilo y es algo que no me interesa. Su asesino fue el demonio que has venido a buscar.

Índigo se quedó mirándola con fijeza. Interiormente, intentó recuperar la cólera que la había empujado… pero ésta ya no estaba allí. La furia había desaparecido sin que se diera cuenta, como un ratero que se escabulle lejos de su víctima, y en su lugar, sutil todavía pero reforzándose con cada momento que pasaba, percibía una sensación de aguda incertidumbre y consternación.

—No intentes engañarme con tus simulaciones —dijo con brusquedad, poniéndose a la defensiva de improviso—. Sé lo que eres.

La negra figura sacudió la cabeza y profirió un sonido que podría haberse interpretado por un suspiro.

—Sigues persistiendo en tu error… —musitó cansina; entonces sus terribles ojos se clavaron en el rostro de Índigo—. No soy tu demonio. Pero sé qué es tu demonio. Y no creo que seas capaz de vencerlo.

El sudor perlaba la frente de la muchacha, pero, antes de que sus labios pudieran formar una protesta, la figura siguió:

—El demonio ha obtenido ya una victoria. La suerte estaba echada cuando tus amigas aceptaron su destino.

—¿Qué quieres decir? —Índigo le devolvió la mirada.

—Sólo que si hubieras sabido el nombre del demonio, es posible que tus compañeras no hubieran muerto. —Volvió a encogerse de hombros con indiferencia—. No importa, sin embargo. Habrían acabado viniendo a mí de todos modos, con el tiempo.

—¿Me estás diciendo que yo podría haberlas salvado?

—A lo mejor sí, a lo mejor no.

—¡Esto es una vil mentira! —gritó Índigo, apretando los dientes—. ¿Qué podría haber hecho yo? Tú las mataste, y yo no podía detenerte.

—Piensa lo que quieras —suspiró la Dama Ancestral—. A mí no me afecta. —Sujetó con más fuerza el largo remo y, con un gesto casi apático, lo pasó por encima de la popa del bote. Luego, sin volver a mirar a Índigo, le dio la espalda. El agua chapoteó ligeramente, y el bote empezó a moverse.

Índigo sintió que la garganta le ardía como si hubiera tragado pedazos de cristal.

—¿Adónde vas? —preguntó.

La Dama Ancestral se detuvo y la miró por encima del hombro.

—A cumplir con mi trabajo. A patrullar mi reino. ¿Qué más tenemos que decirnos?

—¿Piensas dejarme aquí en esta orilla?

—Eres libre de marcharte o de quedarte, según desees. —El movimiento del bote cesó, y la figura se inclinó sobre el remo, contemplando a Índigo de soslayo con total indiferencia—. Cualquiera que sea tu elección, no tengo la menor duda de que aquello que buscas te encontrará en su momento.

Dicho esto, volvió a girarse, y el espeso manto de sus cabellos se balanceó al ritmo del movimiento del remo. El bote llevaba recorridos unos diez metros o más, y la gruesa cortina de oscuridad empezaba a envolverlo, cuando Índigo gritó con voz tensa:

—¡Espera!

El remo dejó de propulsar la embarcación, que aminoró la marcha. Unos gélidos puntitos de luz brillaron en la penumbra cuando la Dama Ancestral se volvió para mirarla por encima del hombro.

—Dices que mi demonio me encontrará llegado el momento —dijo Índigo—, sin importar lo que yo haga.

Recibió un asentimiento de cabeza por toda respuesta.

—No siento el menor deseo de esperarlo. Pienso ir en su busca. ¿Cómo crees que es mejor que lo haga?

Se produjo un largo silencio mientras la Dama Ancestral parecía meditar su respuesta. Por fin dijo:

—Podrías venir conmigo, Índigo. Es decir, si tienes el valor para hacerlo.

—Creo, señora, que soy lo bastante valiente —respondió Índigo con mordacidad.

—Puede que lo seas. —Los negros labios dibujaron una mueca lánguida—. Aunque lo que puedes encontrar si escoges viajar en mi compañía quizá te pondrá a prueba más allá de los límites de tu resistencia.

Pese a que dijo esto con la misma fría indiferencia que impregnaba todas sus palabras, Índigo comprendió que le lanzaba un claro desafío. Sintió el furioso impulso de decir que no y negarse a ser manipulada, pero se interrumpió, recordando lo que la había impulsado a hablar en un principio. Sabía que a lo mejor cometía un error que le costaría caro, pero debía seguir su intuición, y las enigmáticas palabras burlonas de la Dama Ancestral eran un acicate adicional.

Había más en todo aquello que tan sólo la cuestión del demonio. Estaba Fenran, y las dudas que la visión del lago había dejado en su cerebro. Tenía que enfrentarse a la pregunta que la obsesionaba. No podía dejarla sin resolver, y sólo la Dama Ancestral podía facilitarle la respuesta. Si daba media vuelta ahora y volvía sobre sus pasos por la catacumba, Pozo arriba, dejando el viaje inconcluso y su misión sin cumplir, ya no volvería a tener un momento de paz. Si esta criatura insensible se ofrecía a mostrarle el camino, debía aceptar, y enfrentarse al desafío.

—Muy bien, señora —dijo al cabo—, acepto tu invitación. Confirma tu aseveración si puedes. Llévame contigo. No tengo miedo.

—Como quieras —respondió la Dama Ancestral con una inclinación de cabeza—. A mí no me importa.

—Parece que hay muy pocas cosas que te importen o interesen —replicó Índigo con ironía—. Por lo que supongo que tampoco te importará si mi valor triunfa o fracasa; y si no puedo esperar tu ayuda, al menos no tengo por qué esperar que me pongas impedimentos.

—Claro —contestó la figura, encogiéndose de hombros por tercera vez.

Giró las muñecas, moviendo el remo, y, con un ligero balanceo, el bote volvió a deslizarse en dirección a la orilla. La proa chocó con la roca con un ruido anormalmente sonoro, y la Dama Ancestral le tendió la mano. Índigo se acercó, sujetó los dedos que se le ofrecían y saltó sobre la borda. Durante un instante los ojos de ambas se encontraron, y la negra dama la contempló con fría apreciación.

—Bien, bien —dijo—. Ahora veremos…

Soltó la mano de Índigo para retomar el remo. La embarcación giró despacio; luego, sin que apenas se moviera la superficie del agua, el bote se alejó de la vacía orilla para perderse en la oscuridad.

En la cima del farallón,

Grimya y Uluye habían firmado una especie de tregua. Durante horas la loba había estado vagando por la ciudadela y la orilla del lago, incapaz de descansar, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera Índigo y los peligros a los que podría estar enfrentándose. En varias ocasiones, un repentino remolino en el lago la había hecho correr hasta la orilla para escudriñar las aguas iluminadas tan sólo por la luz de las estrellas. Desde un punto de vista racional, no podía decir qué había esperado descubrir, pero la esperanza era un poderoso acicate. Pero nada pudo ver en ninguna de dichas ocasiones, y retornó a su inquieto pasear arriba y abajo, insatisfecha y triste, hasta que al fin, comprendiendo que así no conseguiría nada, ascendió por el largo zigzag de escaleras hasta la parte superior del farallón.

El enorme brasero seguía encendido, la cazoleta resplandecía sombría, y el aire estaba cargado con el olor a incienso. Uluye se encontraba sentada en el esculpido trono del oráculo, los hombros encorvados de tal manera que le daban el aspecto de un insecto o ave de presa gigante, los ojos taciturnos y ardiendo de indignación clavados más allá del lago, en el bosque. Volvió la cabeza al oír el arañar de las zarpas de

Grimya sobre las losas de la plaza, y apretó los labios con fuerza hasta que formaron una fina línea. No habló, pero hizo intención de alzarse del asiento y apretó el puño en un gesto amenazador.

Grimya echó las orejas hacia atrás y le mostró los dientes; Uluye se detuvo.

—Me que… daré —anunció la loba con voz gutural, entremezcladas las palabras con un gruñido que surgía de las profundidades de su garganta—. Si intentas echarrrme, ¡te morderé!

Uluye volvió a dejarse caer en el trono y se giró de modo de dar la espalda al animal.

—Quédate o vete, como prefieras —repuso con frialdad—. Aunque no sé si me importa de qué te servirá.

Grimya hundió la cabeza y, sin dejar de mostrar los dientes, recorrió el perímetro del templo hasta un punto desde el que podía ver la losa que cubría el Pozo, al tiempo que mantenía la mayor distancia posible entre ella y la sacerdotisa. Intentando no prestar atención al olor a incienso, se acomodó en el suelo, el hocico sobre las patas delanteras, mientras la luz del brasero se reflejaba en sus ojos otorgándoles un feroz tono rojizo. Uluye regresó a su meditabunda postura, con la mirada fija en el bosque, e inmóviles y en silencio las dos aguardaron.

Empezaba a clarear cuando el barullo de voces agitadas a lo lejos sacó a

Grimya de una inquieta duermevela; alzó bruscamente la cabeza y se encontró con que Uluye reaccionaba también con un sobresalto. La sacerdotisa se puso en pie de un salto y corrió al borde del zigurat, y la loba la siguió al punto.

Cada vez había más luz, y allá abajo, en la semiclaridad de las primeras horas del día, la loba vio que un grupo de gente se acercaba al farallón desde el sendero que rodeaba el lago. De improviso Uluye dio media vuelta y se dirigió a la escalera. En el momento en que llegaba al primer peldaño,

Grimya le gritó:

—¿Qué? ¿Qué sucede?

No recibió respuesta, pero Uluye se detuvo el tiempo suficiente para mirar atrás, y la loba, pudo ver su rostro por un instante antes de que desapareciera escalera abajo. Tenía una expresión dura y asesina.

Grimya corrió tras ella al momento y llegó al principio de la escalera a tiempo de ver a Uluye saltar los últimos tres peldaños y correr por la repisa en dirección al siguiente tramo. Las figuras del fondo resultaban más nítidas ahora, las lejanas voces más comprensibles;

Grimya oyó pronunciar el nombre de Uluye, seguido de lo que podría haber sido un grito sofocado de dolor.

Volvió la cabeza en dirección a la gran losa que señalaba la entrada al Pozo. No servía de nada continuar la vela. Índigo no regresaría por allí; era imposible. Lo mejor sería regresar a la orilla del lago y averiguar qué noticias traía el grupo de búsqueda, con la esperanza de que pudieran servir para solucionar su propio dilema.

Reprimiendo un gemido de inquietud, incertidumbre y miedo,

Grimya regresó a la escalera y descendió en pos de Uluye.

—Los encontramos en el pueblo de Hoto. —La sacerdotisa de rostro duro y mediana edad que había dirigido la búsqueda en dirección norte contempló a los dos cautivos del grupo con una mezcla de piedad y desprecio.

Tiam yacía inconsciente en el suelo. Había intentado resistirse y lo habían derribado con un garrote de madera que colgaba ahora del cinturón de la sacerdotisa; una mancha cárdena empezaba a extenderse por un lado de su rostro, y tenía un ojo hinchado. Yima estaba sentada junto a él, los cabellos revueltos y las ropas rotas y manchadas. Se cubría el rostro con las manos y se balanceaba adelante y atrás presa de violenta pero silenciosa aflicción.

Uluye la contempló unos instantes y enseguida desvió la mirada.

—¿Les había dado asilo Hoto? —inquirió.

—Él dice que no. Dice que no sabía que eran fugitivos o que Yima tuviera que ver con nosotras. Es posible quesea cierto… Desde luego, el muchacho no pertenece a su poblado…, pero lo más probable es que le pagaran bien para que les diera refugio y que ahora mienta para salvar el pellejo.

—Entonces él y su familia sufrirán las consecuencias. —La voz de Uluye sonaba llena de indiferencia, pero había algo en su tono que insinuaba terribles emociones bajo un control despiadado—. ¿Cómo los encontrasteis?

—Habíamos registrado todo el pueblo y estábamos a punto de marcharnos cuando se nos acercó una mujer sin que estuviera enterado Hoto y nos dijo dónde podríamos encontrarlos.

—Me alegro de oír que todavía hay quien conoce su deber. Nos ocuparemos de que se la recompense adecuadamente por su diligencia.

—Tiene una hija joven, y abriga ambiciones para ella —dijo la sacerdotisa de mediana edad; la expresión de su rostro daba a entender su opinión de que la delación había sido más una cuestión de interés que de deber, pero Uluye se limitó a encogerse de hombros.

—La Dama Ancestral decidirá lo que es apropiado —repuso; luego volvió a mirar a los prisioneros—. Ahora, en cuanto a

éstos

Como si la violenta intensidad de la mirada de Uluye hubiera atravesado su privada aflicción, Yima dejó súbitamente de balancearse. Apartó las manos del rostro y, muy despacio, levantó la cabeza, mostrando unos ojos enrojecidos y unas mejillas surcadas de lágrimas.

—Madre… —Había una angustiosa súplica en la voz, y la segunda sílaba se quebró en un sollozo.

—¡Silencio! —gritó Uluye, rabiosa—. ¡Ya no eres digna de dirigirme la palabra!

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