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Capítulo 16

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Yima empezó a incorporarse, vacilante.

—Pero, madre, por favor, si tan sólo me…

—¡He dicho

silencio!

El brazo de Uluye se balanceó y descendió con tanta rapidez que la muchacha no pudo esquivar el golpe, y volvió a caer sobre la arena, donde permaneció sollozando con amargura. Uluye la contempló con una mirada enfurecida, casi demente.

—¡No tengo ninguna hija! —exclamó, apretando los dientes con fuerza. Las venas y músculos del cuello se le contrajeron con violencia—. ¡La blasfema criatura traicionera que tengo ante mí no es hija mía!

Se dio la vuelta bruscamente, y las sacerdotisas más próximas a ella dieron un paso atrás ante la expresión pintada en su rostro.

—Llevadlos a la ciudadela y ponedles vigilancia —espetó—. No les deis ni agua ni comida. Regresaré al templo y llevaré a cabo las ceremonias pertinentes para que la Dama Ancestral me dé a conocer su voluntad. Ella decretará su destino; la han ofendido, y será ella quien decida qué castigo imponer.

Obedeciendo su orden, dos de las sacerdotisas se adelantaron para levantar a Yima, mientras que otras dos se inclinaban para recoger el cuerpo inconsciente de Tiam. Pero, antes de que pudieran hacerse cargo de los dos jóvenes, se escuchó un repentino borboteo y agitación en el agua del lago. Las mujeres se irguieron con exclamaciones de asombro. Uluye, que se alejaba ya, giró en redondo, consternada, y todos los presentes pudieron ver el remolino formado cerca del centro del lago. Las aguas se alzaron, centelleando bajo la pálida luz matinal. Enormes ondulaciones empezaron a extenderse en círculo, creando olas, y de improviso un bulto surgió de entre el remolino y flotó hasta la orilla como vomitado por el lago.

Otras dos sacerdotisas corrieron hacia la orilla del lago, seguidas por muchas otras, pero Uluye permaneció inmóvil, contemplando con expresión rígida el objeto que se acercaba. El bulto llegó a la orilla y quedó varado, balanceándose con suavidad en los bajíos donde la arena descendía para encontrarse con el agua. Una de las mujeres se agachó… y el alarido de horror que surgió de su garganta rasgó violentamente el aire mientras retrocedía, cubriéndose el rostro con las manos.

El resto de las mujeres corrió a la orilla en tropel, y el vocerío organizado al ver por sí mismas el objeto pareció sacar a Uluye de su parálisis. Alcanzó la orilla del agua en siete largas zancadas, y los gritos y exhortaciones de las mujeres se apagaron cuando ella se abrió paso a codazos para mirar.

Con los brazos entrelazados y los cabellos entremezclados, Shalune e Inuss yacían en la arenosa orilla a menos de diez centímetros del agua. La máscara de Inuss había desaparecido y su rostro vuelto al cielo aparecía desnudo; el semblante de Shalune, por su parte, era un grotesco conjunto moteado allí donde el agua había emborronado las cenizas y el carbón con los que lo habían pintado. Los ojos de ambas, abiertos pero ciegos, contemplaban a su Suma Sacerdotisa con la misma estúpida mirada atónita de un pez muerto.

Una de las mujeres empezó a llorar; pena, dolor y miedo se mezclaban en su voz doliente. Muy despacio, Uluye empezó a retroceder, mientras las demás mujeres se apresuraban a apartarse para dejarle un pasillo. Alguien zarandeó por los hombros a la mujer que lloraba, y los sollozos se convirtieron en violentos hipos. Ningún otro sonido rompía el silencio.

Cuando se encontraba ya a unos cinco pasos de la orilla y de su macabro presente, los ojos de Uluye volvieron súbitamente a la realidad.

—Haced sonar los tambores —ordenó con voz mortalmente fría—. Quiero que todos los habitantes de todos los pueblos cercanos estén aquí cuando el sol se alce.

A pesar de su conmocionado estado, la sacerdotisa de rostro severo pareció estupefacta ante la orden.

—¿Qué piensas hacer, Uluye? —inquirió inquieta.

—La Dama Ancestral ha dado a conocer su voluntad —respondió ella sin alterar su terrible expresión—. Ha expulsado a Shalune y a Inuss de su reino y nos las ha devuelto para que se conviertan en

hushu. Así pues, ha decretado el castigo apropiado para todos los que blasfeman contra su nombre e intentan desafiarla.

Uluye dio la espalda al lago, y sus siguientes palabras fueron pronunciadas con ritualista formalidad.

—Hay que convocar a la gente para que presencie los ritos adecuados a la ocasión. Empezaremos las ceremonias de purificación. Haremos ofrendas a la Dama Ancestral, y aplacaremos a los espíritus que la sirven según las costumbres sagradas. Al ponerse el sol la pecadora Yima y su amante morirán… y convocaremos a aquellos espíritus que no han merecido el favor de la Dama Ancestral para que se lleven sus cuerpos y devoren sus almas, de modo que también ellos se conviertan en

hushu a su vez.

Yima se encontraba agachada sobre Tiam, intentando en vano despertarlo, pero, cuando Uluye pronunció la terrible sentencia, la muchacha se quedó inmóvil; luego, despacio, muy despacio, levantó la cabeza y clavó la mirada en la rígida figura de su madre con anonadada incredulidad.

—Madre…, madre, no…

Uluye la miró por encima del hombro, sin decir una palabra.

—No puedes… —Yima empezó a incorporarse; temblaba violentamente, y la consternación había dejado su rostro blanco como el papel—. Madre…, madre, por favor, soy tu hija. No puedes…

—Haced callar a esa muchacha —repuso Uluye con indiferencia—, y, si no quiere callar, cortadle la lengua. No tengo nada más que decir. La señora me ha comunicado sus órdenes, y se hará justicia en su nombre. —Agitó una mano en dirección al zigurat con gesto autoritario—. Haced sonar los tambores e iniciad los preparativos.

—¡No! —gritó Yima—. ¡Madre, no, no!

Pero Uluye cruzaba ya a grandes zancadas la plaza en dirección a la escalera. Las mujeres la siguieron con la mirada, algunas con expresión entristecida, algunas con admiración, pero todas ellas asombradas por la implacable naturaleza de su líder.

Sólo

Grimya, que había contemplado la escena desde las sombras de una roca cerca de la base del farallón, vio el rostro de la Suma Sacerdotisa al pasar junto a ella; vio la dura expresión de sus facciones, el amargo llamear de la cólera en sus ojos… y las lágrimas que corrían impotentes por sus mejillas como fríos diamantes.

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