Ava

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Capítulo 1

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Capítulo 1

España desafiaba períodos importantes en su historia. Un perpetuo juego de poder se llevaba a cabo ante las diversas formaciones políticas que, desde hace mucho tiempo, se había colocado por encima de aquellos vastos territorios. El vigor de la sociedad chamuscaba frente a la decisión de sus reconocidos líderes. Y allí, en un término al sureste de España, en la ciudad de Cartagena, ubicada junto al mar mediterráneo, se comenzaba a ocupar una fuerza impulsiva contra los vestigios del aún formidable Reino Nazarí.

En pocas palabras, la historia de dicho condado incumbía con la gracia de cierta información que correspondía al año 227 a. C., en el que general cartaginés Asdrúbal el Bello funda la ciudad de Qart Hadasht (conocida también como Nueva Cartago), luego de derrotar al íbero Orisón, aseverando así el control de los ricos yacimientos minerales del Sureste. De este modo, Qart Hadasht se convertiría en la capital del reino cartaginés fundado por Aníbal en Hispania. Con el tiempo, el general romano Escipión tomó Cartagena en el año 209 a. C., siendo posesión romana desde entonces con el nombre de Carthago Nova, y una de las ciudades romanas más importantes de Hispania. Así pues, en el año 297, el emperador Diocleciano constituyó la provincia romana cartaginense, segregada de la tarraconense, instituyendo la capital en la ciudadela de Cartagena.

A pesar del ataque recibido hacia el año 425, por cierto grupo de vándalos que buscaban paso en una larga trayectoria al norte de África, la ciudad debió restablecerse de dicho saqueo. Por ello, en 461, el emperador Mayoriano reunió en la ciudad, una flota de cuarenta y cinco barcos con el único deseo de invadir y recobrar el reino vándalo al borde superior de África. Como resultado, la batalla de Cartagena se pagó con una gran derrota de la armada romana que fue totalmente destruida. El tiempo siguió avanzando y tras la caída del Imperio romano de Occidente y el establecimiento de los reinos germanos en España, hacia el periodo del 550, Cartagena fue conquistada por el emperador bizantino Justiniano I.

Hacia el año 622, los visigodos hurtaron y asolaron por completo la ciudad, causando una profunda decadencia. Durante la dominación árabe, Cartagena experimentó una cierta recuperación y contó con una mezquita y una alcazaba fortificada, siendo conocida en esa época con el nombre de Qartayannat al-Halfa.

Bajo la dominación árabe, la ciudad brotó en un injerto de costumbres, pensamientos y cambios culturales que llevaron a la sociedad entera a modificar sus propias creencias. De igual manera las décadas avanzaban con rapidez y, para el año 1243, Ibn Hud alDawla pactó, en el tratado de Alcaraz, la capitulación de la taifa de Murcia como un protectorado castellano. El arráez de Cartagena no reconoció la capitulación, y el alistado Alfonso usurpó, finalmente, la plaza en 1245. La conquista puso a Cartagena fuera del régimen de protectorado y recibió el Fuero de Córdoba. Luego, se restauró la diócesis de Cartagena y se creó la Orden de Santa María de España para la defensa naval de la Corona de Castilla, estableciendo así su sede principal en Cartagena.

Trascurría el año 1310 y, en ansias de incorporarse al prominente reino de Valencia, Cartagena aún resistía bajo las directivas patrias de los comandantes españoles que constantemente luchaban contra las influencias del perdurable Emirato de Granada y contra las ideas impregnadas en la Península Ibérica. En verdad existían infinidad de detalles por contar acerca de dicho estructurado político. Allí, a las afueras de Cartagena, durante los primeros meses del año 1310, un grupo de mudéjares vivía y cultivaba las tierras limitantes de un frondoso bosque. Siendo residentes de aquel incierto paradero, los hombres y mujeres se encargaban de labrar el suelo. Ellos convivían en una pequeña morería en la lejanía de la ciudad.

La palabra mudéjar, ( domesticado) se usaba para designar a los musulmanes que habían decidido permanecer en territorio conquistado por los cristianos. Condicionados a una social humilde, eran campesinos enfocados al regadío o artesanos especializados con oficios como albañilería y labores textiles. Su convivencia y tolerancia para con la sociedad cristiana de España era dura en realidad y, teniendo que sobrevivir ante los métodos más descabellados, estaban ya acostumbrados a dar todo de sí para el trabajo.

Conociendo la gran faceta de los mudéjares, cabía mencionar que mientras algunos varones labraban la tierra allí a las afueras de Cartagena, cierta mujer de rizos ambarinos llamada Imâd, paseaba con su pequeña bebé de tan solo tres semanas entre los árboles del bello ambiente. Algunas pajarillas cantaban desde lo alto de las ramadas, la brisa zarandeaba los pétalos rojizos que se desprendían de las distintas plantas silvestres y hasta se oía, a la distancia, el frágil sonar de los torrentes de agua que se deslizaban en un rápido cruce por la zona de boscaje. La mujer sentía dolor en sus pezones mientras amamantaba a la bebé de tez pálida y, sabiendo que pronto debía regresar a la morería de madera y preparar algunos panecillos de trigo con tiras de cebolla y una pasta de viejos garbanzos, suspiró, acarició la mano de su bebé, sonrío y siguió caminando en tanto una de las mujeres del asentamiento se aparecía por detrás y comenzaban a platicar.

El aroma descascarillado de algunas semillitas llegaba a su nariz. Aquella mañana los cielos se habían cubierto con el impenetrable manto de grises nubes y habían soltado en la zona, grandes cantidades de agua; todavía el suelo estaba mojado, la hierba brillaba, las aves secaban su plumaje, los animalillos se hidrataban gracias a algunos estanques naturales y las damas mudéjares tiraban el agua que se había acumulado encima de las barricas de labrantío.

Con desteñidos ropajes que llegaban hasta sus tobillos y viejos velos que cubrían su cabellera ellas seguían secando los barriles donde luego depositaban la cosecha y, estando a escasos metros de distancia, Imâd oscilaba lentamente tras tomar asiento en una de las rocas. Con sus manos abrigaba al infante que dormitaba al mismo tiempo que observaba a su esposo arrimarse.

— ¡Ahlan! —La saludó con una sonrisa— Ayuni… ¿Cómo te encuentras esta mañana?

—Habib… Estoy bien. Y ella ya comenzó a sonreír —acotó observando el semblante de la bebé—. ¿Han podido acomodar los cultivos? La lluvia debió zanjar la tierra.

—Con los hombres arreglamos todo… —dijo él—. Oh Imâd, cuan bella eres, ¡Alhamdulilah! —exclamó en agradecimiento a Dios—. Esta mañana Afta me contó que enviarán una carta desde Imrat arnmah, pronto el reino tendrá más apoyo.

—Pero será difícil… Los cristianos han avanzado mucho — añadió acariciando su mejilla.

—Debemos confiar. El destino nos guiará Imâd… el destino nos dará una salida —correspondió él besando la mano izquierda de la recién nacida.

—¡Insha›Allah! Que así sea, habib.

La pareja sonrío. Él contempló las iris color almendra de su amada. Ella advirtió los ojos pardos de su hombre. Él se puso de pie y ella siguió oscilando, mientras su bebé viajaba al inexorable paraje de los sueños cuando el eco de los pájaros cantores dio anclaje en sus oídos. Ya su amado se retiraba y, permaneciendo en la soledad de aquel bosque, Imâd resopló, presenció las sombras que deambulaban en el boscaje, se inclinó hacia atrás, se encandiló con una de las líneas del sol que cruzaban desde lo alto de la fronda y, cerrando sus párpados en paz, se sintió feliz de tener todo aquello que realmente anhelaba: el amor de su marido y la salud de su niña.

Sus pendientes de oro vacilaron en la suspensión una vez que decidió levantarse y avanzar por las soterradas esquinas del antiguo vergel. La refulgencia del sol le mimaba el regazo y, permitiendo que los minutos se acoplaran en lo inadmisible del tiempo, la señora de origen musulmán acomodó su falda colorida y pensó que ya era momento de ir al albergue y preparar los panecillos para su esposo. Su rostro estaba pintarrajeado con diminutas pecas alrededor de la nariz y, al llegar ya a la compartida morada, la dama recostó al infante en un confortable cojín púrpura y buscó dos cebollas.

Las otras mujeres también preparaban alimentos y atendían las necesidades de sus pequeños niños. En aquella morería todas cooperaban entre sí y, dando sus mayores esfuerzos a favor del grupo mudéjar entero, ellas dedicaban su día a las distintas labores y por sobre todo a la adoración de su Dios.

—La, la, la —negó una de ellas—. Yo recuerdo muy bien la receta… mi madre me enseñó muy bien cómo hacer esta ensalada —dijo señalando un trozo de alcaparra—. ¡Por el profeta que digo la verdad!

—Yo afirmo lo contrario… seguro estás muy equivocada. —¡Ya por favor! —Las detuvo Imâd— Salaam… Tengan paz.

—Arderán en el mármol si continúan así —acotó otra de las mujeres a la distancia—. Den gracias de que no estamos en Fez, allí se respetan las enseñanzas del profeta. ¡Salaam!

—¡Los niños se despertarán! Min fadlak, cállense. —Una de las señoras de mayor edad se apareció en escena y las calmó—. ¿Y tú que estás haciendo, Imâd?

—Unos panecillos para mi zauy. No tenemos mucho pero saldrá delicioso. ¿Podrías ver si mi ibnah se encuentra bien? —preguntó mientras la mujer se arrimaba al cojín y vislumbraba a la hermosa bebé, en la lejanía, se oyó el alarido de uno de los niños.

De inmediato, las mujeres salieron de la vieja morería de madera y corrieron al parque exterior en tanto Imâd y las otras madres tomaban a sus bebés en brazos. El grito del niño era atronador y, sabiendo que algo malo había ocurrido, no pudieron más que asustarse y pensar en lo peor.

Los hombres todavía trabajaban en el campo, pero, al parecer, también acababan de oír aquel fuerte clamor y pronto se aproximarían. Sin embargo, en el preciso instante en el que las señoras salieron, contemplaron a uno de los jóvenes varones correr con sangre en sus manos, segundos después gritó con toda la fuerza que sus pulmones le permitieron.

—¡Alkilab! ¡Alkilab! —vociferó con temor— ¡Vienen los perros! ¡Alkilab! Y cazadores también… ¡Alssayadin! —prorrumpió con desesperación mientras agitaba sus manos ensangrentadas y se comenzaba a oír en la lejanía el ladrido de los perros de cetrería.

El mensaje era claro. En pocas palabras, el niño les confesaba con pavor que un grupo de ávidos cazadores españoles se aproximaba a través del bosque con el infortunio de llevar consigo varios perros de ataque. En aquella época solía ser utilizada la raza presa canaria, mejor conocidos como dogo canario. Así, estas criaturas se consideraban una raza de gran tamaño, originaria de las Islas Canarias. Eran bestias desconfiadas y, generalmente, se identificaban por tener gruesas patas, incisivos colmillos, largas uñas y pelaje que podía ser negro, rojo cervato, cervato, o pelaje atigrado, rojo atigrado e incluso cervato plateado.

El niño corrió a los brazos de su madre, mientras Imâd y las otras residentes se preparaban para huir. Pues era en efecto que los cristianos daban oposición a los grupos musulmanes restantes y a pesar de estar desligados de cierta manera del Reino Nazarí, la contradicción social siempre prevalecía, aunque en esta ocasión, el destino parecía indicarles que nada bueno se avecinaba. Ellas aún no comprendían la razón que impulsaba a aquellos furtivos atacantes a inmiscuirse en sus tierras de arada y esgrimir, incluso con el devastador toque de sus fornidos perros. Actuando con celeridad algunas de ellas sucumbieron ante la eminente amenaza y, sabiendo que quedaba poco tiempo para escapar, abrigaron a sus bebés con las primeras mantas que encontraron y se fugaron entre los escondrijos del matorral silvestre.

La ventisca zarandeaba la ramada de los árboles y, cruzando allí sobre los charquillos de agua estancada, los pastos verdes, las ramillas resecas, los troncos caídos, las piedrezuelas resbaladizas, las capas finas de mucinas y los montículos de tierra oscura, Imâd y cuatro mujeres más corrían a toda la velocidad que sus piernas les permitían, en tanto oían por detrás el clamor de las mudéjares y de algunos de sus esposos que habían sido acorralados por los dogos canarios que los despedazarían mordisco a mordisco. La muerte arengaba sobre aquel nuevo día y, en una auténtica jugarreta del destino, el desafuero del incauto poderío cristiano los atollaba en la perdición del desamparo.

Mientras tanto, la dama de rizos ambarinos y las mujeres que la acompañaban llegaron frente a una muralla de altos cipreses verdes. No tardaron en adentrarse entre aquellos árboles y seguir hacia adelante cuando, en un golpeteo de emociones, oyeron el ladrido de más perros que se arrimaban por el lateral izquierdo. Seguramente debían estar cerca, todo parecía ser obra de una ilusión noctívaga cuando por detrás uno de los presa canario brincó, sujetó a una de las mujeres y en un santiamén arrancó su carne y la del bebé que llevaba en brazos.

La imagen fue devastadora a los ojos de ellas y, temiendo lo peor, dieron media vuelta y siguieron corriendo para terminar descubriendo que estaban acorraladas a orillas de un ancho efluvio de agua. Un río surcaba el territorio y, al encontrarse entre el abrupto torrente y las bestias que se arrimaban paso a paso, no tuvieron más opción que romper en llanto y buscar, por más doloroso que pareciera, la manera de evitarles sufrimiento a sus pequeños bebés.

Aquello era en verdad impensado, el amor de una madre podría sobrellevar cualquier barrera, pero estando ante tal situación, quizá los límites del accionar las llevaran a cometer, en afán del delirio, lo que fuera necesario para no ver a sus propios niños ser despellejados por aquellas viles criaturas entrenadas para cazar. Enloquecidas porque sabían que esos perros eran carniceros adiestrados, tres de ellas se inclinaron al margen del río y, cerrando sus párpados, hundieron lentamente a los infantes.

Algo dentro suyo les indicaba que una muerte bajo las aguas sería mejor que perecer entre los colmillos de los perros y, presenciando el hecho, Imâd no pudo aguardar más, sucumbió al estallido de emociones y gritando de pena, se arrodilló en la línea del torrente, humedeció sus rodillas con el rocío de la hierba y sosteniendo a su beba temblando, le dio un beso en su entrecejo, acarició su diminuta mano y, sabiendo que el momento había llegado, trató de sumergirla hasta que un alarido llegó al ambiente. Los presa canaria acababan de descubrirlas y, atacando sin previo aviso, tomaron a dos de ellas del cuello. Los segundos se acortaban y, en un extraviado adalid de pensamientos, Imâd se llenó de valentía, hundió a la beba y se sorprendió al ver como un grueso trozo de corteza aparecía flotando sobre el agua. Sus manos se movieron a toda prisa, levantaron a la niña, cogieron el mendrugo de madera y, colocando a la infante allí arriba, arrancó un par de raíces y amarró a su niña sobre la barcaza improvisada. Sintiendo el soplido de más perros a la distancia, se inclinó aún más, la besó, mimó sus blancuzcos pies, trató de esbozar una sonrisa en su semblante, secó sus lágrimas y, desenredando de su manga un collar que hacía pocas horas había hecho con un trocillo de madera tallada, lo colocó en derredor del cuello de la beba y permitió, en un derrame de aflicción, que su hija se marchara a la deriva en aquel ancho efluvio natural, mientras un susurro escapaba de entre sus labios segundos antes de ser atacada por los dogo de pelaje cervato.

—Masha’Allah —clamó soltando la corteza—, tu viaje será grande… Beslama, Ava…

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