Ava

Ava


Capítulo 2

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Capítulo 2

Espejismo tardío

Su párpado izquierdo estaba cerrado mientras la atrevida señorita de cabello ambarino y tez pálida fijaba su vista en la vieja coraza de una calabaza hueca. Sus brazos estaban tensados de lado a lado en tanto practicaba con orgullo tiro de arco. La hermosa joven tenía ya diecinueve años de edad y era residente en la ciudad de Cartagena, al sureste de España, y se preparaba, en efecto, para liberar la cuerda e incrustar una de sus últimas flechas en medio de aquel vetusto calabacín.

Ava era una jovencita de precioso aspecto físico, ella se identificaba por un cuerpo esbelto y delgado, grandes ojos verdes, rizos amarillentos, pecas en derredor de su nariz, labios finos, mejillas bien demarcadas y estatura considerable. En cuanto a su conducta, la señorita confiaba en sí misma, resuelta en las labores de la granja donde vivía, cándida, curiosa frente a la vida y orgullosa de sus pensares alternativos. Pues Ava no era similar a las otras chicas de Cartagena y, mientras ellas solían caminar por la ciudadela con sus largos vestidos, asistir a las escuelas cristianas y coquetear con apuestos varones del término, ella escogía andar a caballo, preparar galletas, aprender tiro de arco y, como trabajo principal, comerciar dulce de frambuesa en los distintos puestos mercantiles del distrito o en casas de familia.

La calabaza estalló cuando la flecha se adentró y quebró su estructura por la mitad. El perfume del campo danzaba por el ambiente y, sintiendo satisfacción personal tras haber destruido aquel viejo cascote anaranjado, la señorita, de apellido Eiriz, mordisqueó su labio inferior, bajó el arco, esbozó una mueca en su semblante, acomodó las terminaciones de su vestido algo desgastado. Caminando hacia adelante, cogió las flechas, las guardó y llevó sus preciados artefactos a un antiguo arcón en el jardín. Al dar media vuelta respiró aliviada y caminó en dirección a la morada donde vivía junto a sus padres.

Trascurría ya el año 1329, la sociedad todavía se mantenía bajo los mismos pensamientos y circunstancias del vivir. El tema principal siempre era el constante enfrentamiento que existía entre el Emirato de Granada y la sociedad norteña de España. De todos modos, en esta ocasión lo importante era que allí en las proximidades de Cartagena, en una humilde alquería de trabajo, la señorita de ojos verdes convivía junto a sus padres: Oscar y Natalia.

Eran gente trabajadora y buena en verdad, pues la pareja de granjeros se había conocido ya hacía bastantes años en las regiones cercanas y habían decidido que lo mejor sería vivir en aquel sitio, se atribuían la obligación de cuidar a Ava desde la niñez, de mantener el estado de la granja, de ayudar a los vecinos y de dar todo de sí para formar un próspero futuro. Tanto él como ella tenían más de cincuenta años de edad, Oscar se caracterizaba por su piel mestiza, los ojos amarronados, el cabello castaño y el cuerpo delgado, mientras que Natalia tenía el cabello largo rojizo, los ojos grisáceos, la piel blancuzca y los labios gruesos.

Dando denuedo al relato, la joven señorita concluyó con su práctica de tiro de arco y, tras guardar los elementos, acomodó sus atavíos y caminó de regreso a la residencia de techo pajoso y paredes enladrilladas, en tanto la música de la naturaleza paseaba por sus oídos, finalmente, se topó con Natalia.

—Madre… ¿Todo está bien por aquí? —preguntó dándole un beso en la mejilla derecha.

—Sí, querida, tu padre recién se marchó a la casa de los Cabrerizo —respondió cerrando un último frasco de dulce—, andan reparando un silo o algo así me comentó.

—Oh, cielos… ¿Y sabes si llevó a Araél consigo? Estaba por montarlo e ir a la ciudad, quería vender los frascos en el mercado.

—No te preocupes, Ava, lo vinieron a buscar y se fue con ellos —atinó a decir—. Araél quedó atado en el árbol de siempre.

—Entonces no tardaré en ir… —comentó la joven—. ¿Cuántos frascos son? Ayer cuando los enumeré eran veintitrés. —Recordó mientras los cargaba en un costal.

—Pues ahora serán veintidós —añadió riendo—. La señora de los Cabrerizo ama tu dulce, lo siento, cariño. —Volvió a reír—. ¿Te abrigarás bien, verdad?

—Sí, madre, no te preocupes —contestó cerrando el saco de carga—. ¿Qué dices? ¿Lloverá?

—No lo creo, cariño, quizás mañana… De todos modos ten cuidado. ¡Te lo suplico por la Santa Virgen!

—Gracias, madre… Hasta luego. —Ava cogió el costal y dando media vuelta marchó al exterior de la antigua cabañuela en tanto Natalia elevaba su mano y la saludaba.

—Adiós, tesoro mío.

Ya afuera de la casa, se arrimó al árbol verde, acarició el hocico del noble corcel y mientras la brisa sacudía su cabello hacia atrás, Ava subió a la criatura dando un salto, miró al frente, sonrió y, sabiendo que una nueva aventura se preparaba para emerger en un sinfín de sorpresas, suspiró al viento, mimó las orejas de Araél, cogió con firmeza las sirgas de mando y acomodó el costal por detrás. Sintiendo los toques de la gran estrella amarillenta que se desplazaba por las alturas, emprendió aquel recorrido hacia la renacida ciudad de Cartagena.

Orientada con las propias directivas de su ser, Ava vagaba cual céfiro invernal en las amplias callejuelas del sector urbano en tanto su compañero de largas patas resoplaba cada varios metros de distancia. En gracia de la buenaventura acababa de vender once dulces de frambuesa y feliz ante aquel hecho, Ava seguía deambulando entre los distintivos arquitectónicos de la disputada villa.

El sonar de las patas del caballo contra la calzada adoquinada, el gentío caminando, los hombres farfullando en las esquinas, los carteles meciéndose, algunos perros ladrando, una mujer afilando cuchillos en la acera, un vendedor de velas de cera al costado de la plazuela, una pajarilla cantando, una pareja discutiendo, una moza lavando ropa en un viejo balde, un gato maullando encima del cerco, dos guardias españoles platicando, un niño correteando en las terrazas, un caballo relinchando, los frasquillos de dulce golpeándose entre sí, una anciana ofreciendo trueque a cambio de leche de cabra, un mudéjar arrastrando barricas en la calle, el zarandeo de los árboles y un adorno colgante de viento era todo lo que Ava alcanzaba a percatar con sus oídos al tiempo que marchaba por la ciudad. Ella siempre solía recorrer las disimiles estaciones del lugar con el único fin de comerciar aquella deliciosa mermelada de frambuesa que preparaba en la granja. Al sur de España era difícil conseguir aquel fruto, pero, teniendo los contactos necesarios, la joven se proporcionaba aquel producto para realizar sus ricos dulces.

Con aquel dinerillo Ava solía procurar sostén en la granja. Ella se sentía en deuda con Oscar y Natalia y, luchando frente a la sociedad machista de aquel periodo, la dama lograba vencer barrera tras barrera. Aun así, los tiempos nunca dejaban de ser complicados debido al constante giro político que se tomaba en la región. Pues todavía se estaba lidiando con los vestigios del al-Ándalus, cuya denominación hacía referencia al territorio de la península ibérica y de la Septimania bajo poder musulmán durante la Edad Media, a partir de los primeros años del siglo VIII. Pues era verdad que, tras la conquista musulmana de la península del sur, al-Ándalus se había integrado a la provincia norteafricana del Califato Omeya. Luego se convirtió en el Emirato de Córdoba y, posteriormente, en el Califato de Córdoba independiente del Califato Abasí. Con la disolución del Califato de Córdoba, el territorio se dividió en los primeros reinos de taifas, periodo al que sucedió la época de los almorávides, los segundos reinos de taifas, la etapa de los almohades y los terceros reinos de taifas. En ello y con el constante avance de la Reconquista iniciada por los cristianos de las montañas del norte peninsular, el título de al-Ándalus se fue adecuando al menguante territorio bajo dominación musulmana, cuyas fronteras fueron progresivamente empujadas hacia el sur. En ese entonces, el Reino Nazarí sobrevivía ante las ya mencionadas ofensas cristianas en una consolidable fortaleza en Granada.

Aquello era parte de la interminable historia que acaecía en los vastos territorios del continente, pero en esta precisa ocasión en la que Ava deambulaba con su fiel corcel por las calles de la ciudad tras vender once de sus ricas mermeladas, aconteció, en una sorpresa del destino, que dos guardias españoles y cuatro hombres mudéjares iniciaron una pequeña revuelta al centro de la plazuela. De un minuto a otro los caballeros comenzaron a discutir y luego a reñir lo que hizo que en cuestión de segundos, Araél se asustara y esprintara de manera repentina por una de las calzadas que ascendía a través del campo a las altas breñas del monte.

Las patas del caballo no se detenían, iban cada vez más rápido. Era la primera vez que Ava se sentía inepta ante una situación y, sucumbiendo a la impotencia que aquello le provocaba en las hendiduras de su ser, no pudo controlar al animal a medida que escapaba de la ciudad mientras los tontos seguían saboteando la paz de aquella tarde. Las sombra de una blanca nube la acompañó durante un breve trayecto hasta que el corcel salió del alcance, saltó por encima de unos arbustos, fue por otro camino y siguió corriendo más y más mientras la atemorizada muchacha gritaba por ayuda. En un halo salvador de la vida, un apuesto joven de cabello largo hasta los hombros se apareció en un caballo negro, se acercó a la joven, cogió las sirgas de mando, empujó el caballo contra el matorral y logró detenerlo al tiempo que la joven Eiriz saltaba al envés de la bestia oscura.

—¡Oh, por Dios! —exclamó el apuesto joven—. ¿Qué le sucedió al caballo? —preguntó desconcertado.

—No lo sé —dijo ella bajando del corcel negro—. Unos hombres discutieron allí en la ciudad y se espantó ¡Fue horrible! No sabía cómo controlarlo.

—Lo importante es que estás bien —agregó con firme voz, en tanto descendía y la ayudaba a tomar asiento en una de las piedras planas—. ¿Pero que hace una muchacha como tú sola con tal animal?

—Es que yo vendo dulces de frambuesa… y estaba comerciándolos como siempre en el pueblo cuando todo sucedió… Pero gracias, estaré eternamente en deuda.

—No te preocupes, era mi deber rescatar a una dama en apuros —dijo riendo—. Pero disculpa mi torpeza —acotó el guapo joven de cabello largo, ojos almendrados, brazos fornidos y buen aspecto físico—. Mi nombre es Jesús… Jesús Esparza. ¿Y tú?

—Ava Eiriz… Un gusto conocerte.

—El gusto es mío. —Se inclinó, tomó su mamo y le besó los nudillos—. Fue un honor rescatarte, Ava.

—Por favor, no me hagas sonrojar —le pidió con una sonrisa—. ¿Y tú eres de aquí, de Cartagena?

—Claro que sí, mi padre tiene una importante finca el norte de la ciudad. Él es Lorenzo Esparza ¿Lo conoces?

—Nunca oí de él… —respondió la joven.

—¿Y tú, Ava? ¿Vives aquí?

—Pues… Pues sí. Estamos en una granja alejada. También vivo con mis padres. —Se puso de pie, sacudió su vestido y caminó de regreso al caballo—. Todo está bien —le dijo con delicadeza al animal—, pronto llegaremos a casa, no te preocupes, amiguito.

—Si quieres puedo acompañarte… Sería un honor escoltarte —comentó el muchacho de veintidós años de edad.

—No será necesario, sé cuidarme sola. Gracias de todos modos, Jesús. —La joven abrió el costal que estaba aún sobre el corcel, cogió uno de los frascos y lo arrojó sobre las manos de él—. Esto es por tu ayuda —dijo con una sonrisa—. Anhelo en verdad que te guste.

—¡Oh, por Dios! Gracias, Ava, seguramente estará delicioso.

—Adiós Jesús. —La señorita montó a Araél, le volteó la mirada, dibujó una mueca en su rostro y sujetando las riendas del caballo comenzó a marchar.

—Hasta luego, Ava… Quizás algún día el destino nos reencuentre —ultimó mientras la brisa sacudía su cabello castaño.

—Capaz… —susurró en voz baja en tanto avanzaba con una brillantez peculiar en su mirada.

La ventisca paseaba por los campos y ella ya estaba a escasos minutos de dar arribo a la vieja propiedad. El sol continuaba vertiendo su luminosidad en los páramos de la tierra y con una peculiar sensación en su interior, Ava meditaba en todo lo que recién le había acaecido.

Bajó del elevado animal, tocó suelo firme, percibió los aromas campestres del lugar, sujetó el saco de tela donde llevaba las diez mermeladas restantes y direccionó su paso hasta la morada de paredes enladrilladas. Abrió la puerta, caminó hacia adentro, echó su rubio cabello hacia atrás, saludó a su madre que estaba en la cocina, fue a su cuarto y se topó con la imagen de Agustina, su amiga de la infancia.

Agustina era conocida de la familia, ella vivía en un hogar cercano junto a su abuela enferma. Tenía la misma edad que Ava y ambas se conocían desde corta edad, razón por la cual compartían infinidad de experiencias, recuerdos y momentos que jamás podrían quitar de sus mentes. El tiempo las había unido de manera considerable. En esta oportunidad Ava ingresó a la habitación, la saludó, le dio un abrazo y, sentándose a su lado en la cama, sonrío y se liberó a la plática.

—¿Todo sigue bien, Agustina?

—Sí… Esta mañana el vecino nos ayudó y reparó las goteras en la casa ¡Cada vez que llueve allí dentro se nos forma un lago! —exclamó riendo.

—¿Y tu abuela?

—Está un poco mejor, ella nunca recuperará su memoria, pero ya he aprendido a controlarla. ¡Todavía piensa que está casada y que vive en Madrid! Pero aunque sea es feliz —comentó Agustina mientras acariciaba su cabello ondulado—. ¿Y tú, Ava?

—¡No imaginas lo que me sucedió hoy! —prorrumpió abrazando uno de los almohadones de color negro que estaban sobre

su cama—. ¿Recuerdas que te dije que iba a ir a la ciudad a vender los dulces?

—Sí. ¡Dime! ¿Qué ocurrió?

—Pues, estaba caminando con Araél y unos mudéjares empezaron a discutir con guardias en la plaza, y entonces el caballo se atemorizó y corrió a una velocidad increíble. ¡Me asusté mucho en verdad! Ni siquiera podía amansarlo —le relató—. Me llevó por el monte, por unos caminos muy alejados.

—Cielos… Pudiste haber caído. —Interrumpió Agustina cubriendo su boca con la puntilla de los dedos.

—Pude incluso haber muerto. ¡Pero un joven me rescató!

—¿¡Un muchacho!? —gritó.

—Más bajo, Agustina… —La calmó—. Mi madre te escuchará. Pero sí, un hermoso muchacho, su nombre es Jesús.

—¿Jesús? ¿Y cómo es él?

—Apuesto.

—Pero dime más tonta… su apariencia.

—Alto. Cabello castaño hasta los hombros. Ojos color almendra. Mentón cuadrado. Brazos grandes y una voz, Agustina… una voz grave que no imaginas.

—Santo Dios. ¿Y qué sucedió luego?

—Nada… El me ayudó, conversamos un poco y luego partí de regreso —explicó con nostalgia—. Me contó también que vive con sus padres en una finca al norte de Cartagena.

—Tú sí que tienes suerte… —Agustina se puso de pie, caminó a uno de los rincones, cogió un vaso con agua que había dejado allí hace un par de minutillos, tomó un sorbo, humedeció sus labios y siguió conversando—. ¿Qué edad tenía?

—Pues… creo que alrededor de…

—¡Ava! —Natalia entró a la habitación dando un portazo—. ¡Ava! Sucedió algo horrible.

—¿¡Que ocurre, mamá!? —inquirió con desconcierto.

—¡Es Oscar! —gritó—. El asno de tu padre se cayó en la casa de los Cabrerizo tratando de reparar ese granero del diablo. ¡Yo se lo advertí! Ahora viene para acá, está muy golpeado.

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