Ava

Ava


Capítulo 5

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Capítulo 5

Vistazo en la oscuridad

Todo fue en cuestión de breves segundos, Jesús bajó al primer piso de la mansión y se sorprendió al hallar a la hermosa señorita Eiriz acompañada de su propia hermana en los sofás de la sala. Con evidente asombro porque no comprendía lo que sucedía, Jesús se aproximó a saludar a la peculiar invitada.

Una extraña brillantez se forjó dentro de él en tanto tomaba su mano y le daba la bienvenida con un beso en medio de sus dedos. La joven se sonrojó y, tratando de disimular la realidad de aquel hecho, correspondió con el saludo y volvió a tomar asiento en el cómodo sillón.

—Ava… Como te comenté recién él es mi hermano Jesús — explicó percibiendo una energía singular entre ambos—. Y tú, oh, hermano querido, ella es Ava, una amiga que conocí recientemente en la iglesia.

—Sí —contestó Jesús—. Suelo verla en ocasiones mientras monta su caballo. Un placer volver a verte.

—Gracias —respondió con timidez—. Entonces… ¿Son hermanos verdad?

—Sí, somos Esparza… Nuestros padres son Lorenzo y Trinidad —confesó la muchacha—. ¿Y tus padres, Ava?

—Se llaman Oscar y Natalia. Nuestro apellido es Eiriz —añadió—. Gracias por preguntar.

—¿Y hacia dónde estabas yendo, hermanito?

—Pues, Lorenzo me está esperando en la ciudad. Ayer el establo de “La quinta dorada” se incendió y murieron dos caballos… Veremos a quién contratar para comenzar las reparaciones. Debemos hablar también con el capataz.

—¿La quinta dorada? —preguntó Ava.

—Así se llama una de nuestras estancias —respondió el joven—. Por ejemplo, aquí donde estamos ahora se llama “El penúltimo sueño”.

—Lindo nombre… —susurró—. Mi granja no tiene título, pero somos felices de todos modos —bromeó entre risas—. Pero debo admitir que esta finca es hermosa.

—Gracias, pero si me disculpan, ya se me está haciendo tarde. —Jesús echó su cabello hacia atrás, saludó a las dos mujeres y caminó hasta la puerta—. Adiós Sofía, adiós Ava.

—Hasta luego, Jesús, que tengas un lindo viaje —concluyó ella mientras el muchacho se perdía tras la portezuela principal.

Una de las mujeres de la servidumbre les alcanzó dos pequeños vasos con jugo recién exprimido de naranja como Ava había aceptado hace escasos minutos y, probando el exquisito sabor de aquellos frutos anaranjados, las dos amigas prosiguieron con el diálogo conociéndose poco a poco mientras la suave brisa del exterior ingresaba por el tragaluz.

Ambas tenían mucho por conversar, Sofía era una persona agradable y entablaba toda clase de temas, Ava le daba casi toda la atención que podía (siendo que también meditaba en la asombrosa aparición de Jesús como hijo de la familia).

Los minutos daban escalinata en el eterno bailoteo del tiempo y, estando aún sentadas, terminaron el jugo, luego, se pusieron de pie y partieron a las afueras de la edificación donde la luz del sol las acompañaba en su apaciguado paseo por el verde jardín. Sus vestidos rozaban el césped a medida que avanzaban en las inmediaciones de aquel parque sitiado por grandes árboles, arbustos florales, enredaderas y plantas traídas directamente del noroeste de España. Así pues, ambas señoritas gozaban de la armoniosa caminata mientras una de las nubes errabundas que se suspendía desde lo alto cubría la estrella ambarina.

Bajo el amparo de aquel nimbo de sombra, ellas se detuvieron, se sentaron en una de las bancas de madera, resoplaron, acomodaron las mangas de sus vestidos y, apreciando el verde paisaje que las rodeaba, siguieron platicando. En una sorpresa del destino, oyeron como se aproximaba una mujer de donairoso ropaje. En ello, Sofía giró su cabeza y viendo aquella señora de erguida postura, identificó que claramente era su madre Trinidad.

Doña Trinidad cargaba con orgullo el apellido de la familia. Ella era jactanciosa en cuanto al patrimonio que sostenía junto a su esposo Lorenzo y a sus dos bellos hijos. Finalmente, la mujer se aproximó a la banca donde estaban descansando las dos muchachas e irrumpió con el dialogo El prestigio correspondía, evidentemente, a la familia Esparza y siendo también reconocidos ante la conveniencia de la iglesia y el derredor cristiano que habitaba en la antigua ciudad de Cartagena, eran consagrados en un buen sostén económico junto a algunas otras familias poderosas de la región.

—Sofía —comentó observándolas allí sentadas—. ¿Nueva invitada? —preguntó mirando a la joven desconocida.

—Sí, madre… Ella es Ava, la conocí en estos días.

—Buen día, señora. —La señorita se puso de pie e, inclinándose con sutileza la saludó—. Muy linda su casa.

—¿Linda? —preguntó Trinidad—. Aún la estamos terminando, por donde camino veo imperfecciones… ¿Dónde vivirás entonces, hija de Dios?

—Madre… —susurró Sofía echándole una mirada de advertencia.

—Solo comentaba, señora, pero me pareció muy bello, en verdad —respondió tomando asiento nuevamente.

—¿Entonces, a qué has venido? ¿Eres amiga de mi hija en verdad o eres de las muchas que están a su lado por conveniencia? —volvió a interrogarla al tiempo que Sofía se ponía de pie e interrumpía la conversación.

—Ya nos estábamos yendo, madre… —Tomó a su amiga de la mano y caminaron algunos pasos hacia la residencia—. Nos veremos pronto.

—De acuerdo, hija, pero dime ¿sabes algo de Jesús?

—Fue con Lorenzo a ver la “La quinta dorada”. Tal vez regresen más tarde —ultimó ya entrando a la antigua mansión—. Oh, Ava, disculpa por favor a mi madre —comentó ya cuando estuvieron solas—. Suele ser indiscreta y muy desconfiada. Pero es buena, solo que en ciertas ocasiones le falta tacto —dijo tratando de reír para franquear la situación.

—Pero, Sofía, no hay problema. No te preocupes, aunque ya debo irme, debo ir a mi casa… Todavía tengo un largo viaje por recorrer.

—¿Tu caballo quedó aquí en la entrada, verdad?

—Sí, lo dejé allí entre unos árboles —contestó la embelesada dama—. Y gracias, fue hermoso venir a visitarte.

—Gracias a ti, Ava… Y puedes venir cuando gustes —añadió mientras cruzaban la puerta principal—. Si quieres, te invito a venir la próxima semana. ¿Te gustaría? Dime que sí, te lo suplico.

—Trataré de no fallarte, gracias nuevamente.

—Adiós, Ava ¡Y saluda a tus padres por mí aunque no los conozca! —exclamó ya despidiéndose de la nueva amiga que acababa de forjar—. Y recuerda… la próxima semana esperaré por ti.

La señorita Eiriz esbozó un último saludo a la distancia, desanudó la sirga que sujetaba a Araél en uno de los troncos, lo montó y, lista para partir, dio un vistazo al gran patrimonio de la familia Esparza, sacudió las riendas de mando, cruzó el arco de ingreso y, despidiéndose en sus pensamientos de la prestigiosa quinta, cabalgó con mayor ímpetu hacia los caminos que llevaban al centro urbano.

Aquella mañana había sido positiva ya que, en efecto, había logrado vender cierta cantidad de frascos entre los vecinos del condado, visitar a Sofía, descubrir que aquella era también la residencia de Jesús, platicar con ellos, marcharse, comerciar tres dulces más en la plazuela y regresar a la granja de sus queridos padres.

La vaca más grande se había escapado del corral y Oscar la hincaba con un palo y le gritaba con áspera voz para que entrase nuevamente al aprisco vallado. La gorda criatura lanzó dos patadas al aire y, luego, ingresó al viejo corral, mientras el señor Eiriz bloqueaba la puertecilla e insultaba a la vaca, se dio vuelta y se topó con su querida hija montando a Araél.

—¡Mi niña querida! ¿Cómo te encuentras? —le preguntó Oscar.

—Muy bien, padre, ¿y tú? —bajó de un salto y le dio un beso en la mejilla—. ¿Te has recuperado?

—Sí, querida… Estoy mucho mejor, así que no dudé en levantarme y venir a arrear esta vaca del demonio que sigue escapándose cada vez que puede.

—Tendremos entonces que arreglar las cercas, capaz mañana —acotó con una sonrisa—. Iré adentro, nos vemos en un rato.

—Tu madre salió, Ava —dijo él—. Fue a la casa de los Cabrerizo a buscar unos rábanos que nos estaban debiendo. ¡Natalia es una justiciera! —clamó quejumbroso—. Pero ve a la casa, recién vino Agustina a saludarte.

—Ay, padre… Te quiero tanto. —Ava volvió a darle un beso en la mejilla y partió a la morada de techo pajoso.

Según lo que el hombre acababa de contarle, su madre había partido a la casa de los vecinos en busca de provisiones, y su añorada amiga Agustina había llegado hacía tan solo minutos para saludarla y conversar como era costumbre entre ellas. Así fue que la joven dejó el corcel bajo el cuidado de su padre, remojó sus labios, se tocó la ceja derecha e ingresó a la vivienda donde su amiga la recibió con un apretujón de brazos.

Ambas amigas se abrazaron tras aquel reencuentro, se sentaron a comer una sabrosa manzana roja, cepillaron sus cabellos y se comenzaron a contar las distintas vivencias que habían experimentado durante aquellos últimos días. El fruto crujía a medida que ellas lo mordían, cuando terminaron arrojaron el corazón de la manzana por la ventana (del mismo modo en que lo hacían en la infancia sin que Natalia las disciplinara) cerraron la cortina, se sentaron en la cama del cuarto y continuaron con el diálogo.

Sus voces se entremezclaban con la música proveniente del exterior; los pájaros cantaban, las copas de los árboles se mecían, las vacas mugían y el viento sonaba al pasar por el cerrojo de la puerta.

—¡Santo Dios! —prorrumpió Agustina—. ¿Entonces Jesús y Sofía son hermanos?

—Así como lo escuchas… Es increíble, lo sé. ¡Yo no lo podía creer!

—Gran casualidad del destino —dijo ella—. ¿Irás la próxima semana verdad? No puedes perder esta oportunidad.

—¿Qué oportunidad, Agustina?

—Pues… pues me confesaste que amas a Jesús, y que su hermana es buena contigo.

—No te confundas —se defendió alzando los ojos—. Jesús me agrada, simplemente tuvo actos muy bondadosos cuando más lo necesitaba. Pero hasta ahí llega el asunto, no me adelantaré a nada. —Como digas, pero tú sabes perfectamente lo que sientes —le mencionó hincándole el dedo índice por encima de los senos—.

En lo más profundo de tu ser lo sabes. ¡No niegues la verdad, Ava! —No niego nada —retrucó—. Pero ya cambiemos de asunto, vamos, dime ¿es verdad que te caíste en la calzada frente al ayuntamiento?

—¡Santo Dios! —volvió a exclamar—. Fue horrible, pero como sabes, nadie me conoce aquí en este pueblo ¡Ni siquiera saben de mi existencia en Cartagena! Así que todo pasó muy desapercibido —recordó entre risas—. Me tropecé con una de las farolas del mercado.

—Yo moriría de vergüenza —comentó, dándole un golpe en su hombro—. Mi madre ya debe estar por llegar, ¿quieres acompañarme a buscar unas verduras a la huerta?

—Claro que sí, pero nada te salvará de mis preguntas. ¡Todavía debes revelar cómo fue el encuentro a orillas del mar! —gritó con emoción mientras Ava daba media vuelta, sujetaba con fuerza uno de los cojines y se lo estrellaba en la cara.

Las horas vespertinas dieron desalojo a las penúltimas refulgencias diurnas de aquel periodo y luego de haber cosechado las frescas verduras, platicado sobre el tema pendiente, dar bienvenida a Natalia, cenar algunos bocaditos de ensalada partieron a dormir bajo la paz silenciosa del campo. Sin embargo, mientras un grillo cantaba y un búho inspeccionaba el suelo desde lo alto de un árbol de ramas decaídas, Ava salió de su cuarto dejando a Agustina totalmente dormida, caminó a hurtadillas por uno de los pasillos y salió de la vivienda con la única intensión de respirar aire puro y pasear ante los vistazos del éter.

Esquivó una de las ánforas de agua y, desplazándose entre las sombras de la noche, comenzó a pensar en todo lo que sucedía en su vida. Probablemente ya era tarde para andar deambulando por allí, pero marcando su paso en aquellos territorios campestres, la señorita gozaba de la paz que reinaba en aquellas horas de sosiego.

Sus padres y su amiga descansaban en el interior de la residencia, pero ella, al no poder conciliar el sueño, merodeaba en las cercanías del monte.

Las criaturas allí presentes cooperaban con el peculiar sonido del grillo negro y componían infinidad de interpretaciones silvestres durante aquellos lapsos noctívagos, los oídos de Ava lograban percibir las muchas sinfonías que rebotaban en los escondrijos del bosque. Allí, a las afueras de Cartagena, se extendía un amplio predio salvaje y, yendo por los disfrazados rincones, la dama cedía a la curiosidad para vislumbrar su derredor, bordear un brote de tréboles verdes, pisar una ramilla reseca, agacharse para cruzar bajo un árbol mediano, brincar sobre una de las brazadas del rio colindante y mordisquear lo que parecía ser una vaya agreste. Todo marchaba con normalidad, sus pies estaban algo cansados, por lo que decidió que ya era momento de detenerse, Ava tomó asiento en la arrugada corteza de un viejo tronco caído y, percibiendo el vaho que se generaba con el pequeño cauce de agua que yacía al lateral, abrió los compartimientos de su ser y permitió que el canto imbuya con emoción.

De esta manera, la señorita separó sus labios y con energía peculiar entonó las melodías que desbordaban desde su alma. Así ella interpretaba la vanguardia de aquel ambiente en tanto su voz regalaba canción en aquel bosque. Con sus muñequillas apoyadas en la corteza del tronco, con sus pies acariciando la hierba, con su cabello que se impregnaba con los perfumes de las plantas florales y con su pasión al descubierto, la dama disfrutaba de aquellos risueños momentos.

La situación cambió al ver pasar una rara sombra por delante. Allí detrás de los árboles la silueta de una persona se deslizó a gran velocidad y, advirtiendo que algo extraño estaba por ocurrir,

Ava calló, se puso de pie y volvió a sorprenderse cuando la sombra se movió dejando expuesta la figura de un hombre musulmán.

Ambos se detuvieron y se miraron a los ojos, algo dentro de ella vibró hasta que oyó a hombres de la milicia y a perros de caza a la distancia. Así pues, el mudéjar dio media vuelta, la ignoró y siguió corriendo sin prever que, por detrás, uno de los presa canaria lo había visto. Lo atacó, lo derribó dándole una fuerte mordida y aguardó a que los demás perros y soldados españoles asesinaran a dicho adversario frente a los heridos ojos de la bella joven.

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