Ava

Ava


Capítulo 6

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Capítulo 6

Gritos en el cobertizo

Con sus ojos colmados de lágrimas huyó de regreso a la granja mientras los peligrosos perros devoraban al hombre de origen africano. La escolta española lo había perseguido a través del bosque con el único deseo de capturarlo y quitarle la vida. Al parecer, la rivalidad entre las dos culturas nunca se apaciguaría y, augurando con el paso del tiempo un deterioro de la situación, era evidente que pronto la realidad estallaría. La patria luchaba con arduas fuerzas contra el Reino Nazarí y todo lo que implicara aquella cultura; una profunda grieta la separaba del pensamiento cristiano reinante en aquellos términos europeos.

De todos modos la pasmosa historia seguía desarrollándose y decayendo con reitero en el escenario campestre, Ava abrió la puerta, entró a la sala, tembló, recordó la trágica escena allí en el bosque, se lamentó y, tomando asiento en una de las sillas de la cocina se detuvo a pensar.

Era difícil concentrarse después de enfrentar tal experiencia y contemplar como un hombre fallecía a escasos metros de distancia. Ella había marchado bajo la mirada de los búhos con el simple anhelo de esconderse entre las sombras del boscaje y cantar cual ninfa tras los velos de la noche, sin embargo, el resultado en esta ocasión fue distinto y, para tranquilizarse, bebió unos sorbos de agua, cerró sus párpados y oyó a su madre salir del cuarto y aproximarse.

—Ava, mi niña… ¿Estás bien? ¿Qué te sucede?

—Oh, madre… —susurró con pena—. No lo imaginarías — comenzó a contarle—. Fui al bosque a cantar, a sentarme algunos minutos entre los árboles.

—¿Y qué te sucedió? —preguntó Natalia tomándola de las muñecas.

—Vi una sombra que cruzó y empecé a oír el ladrido de perros… Luego un hombre se apareció delante de mí. Él estaba tratando de escapar y fue ahí cuando las bestias le saltaron y lo mataron. La milicia también se aproximó y yo salí cuanto antes del bosque, corrí lo más que pude hasta llegar a la granja. ¡Tuve mucho miedo! —exclamó rompiendo en llanto—. Pero ver a ese hombre morir me desgarró el alma —confesó mientras su madre la ayudaba a calmarse.

—Ya pasó, mi niña… —dijo dándole una palmada en la espalda—. Capaz haya sido un mudéjar… En los bosques que están por aquí cerca suelen esconderse y habitar, no es la primera vez que la guardia cristiana los ataca —comentó con un gesto particular—. A veces, querida… a veces la injusticia nos gana, ni siquiera podemos luchar por nosotros mismos. Este mundo es así, un lugar donde el dolor nunca desaparecerá y solo nos queda… solo nos queda acostumbrarnos a él. —Con una sonrisa, Natalia le tocó la punta de la nariz, le dio un abrazo y siguió hablando—. Mejor ve a dormir, querida, cuando despiertes todo estará mucho mejor. ¿Qué dices?

—Está bien, madre, como tú digas. —Ava correspondió el abrazo, se puso de pie, le dio un beso a Natalia en la mejilla, le deseó una buena noche y partió a su habitación.

Con delicadeza, la joven tomó asiento en su cama mientras oía a través de aquel silencio como el resoplido de Agustina (que estaba sobre unas mantas en el suelo) apuñalaban la armonía de aquellas horas nocturnas. Los segundos proseguían con su imparable transcurso en lo inexorable del tiempo y, recostándose con tensión, la señorita Eiriz cerró sus puños, acomodó la cabeza en la almohada, distinguió el traslucido resplandor de la luna que viraba sobre el cortinaje de la ventana, cerró sus párpados, tragó en seco, intentó concentrarse, oyó en su mente las mordidas de aquellos fuertes presa canaria, vio ahora como la sangre se vertía en la hierba y soltó un par de lágrimas, abrió sus ojos nuevamente y permitió que los fantasmas de la desazón dieran castigo en los recovecos de su ser.

Según la promesa atañida, una espontánea semana se estaba dibujando en lo amplio de la historia y confiriendo realidad a sus propios dichos, Ava ahora visitaba a Sofía de acuerdo a lo concertado anteriormente. Siendo más de media tarde, se divisaban algunas centellas al horizonte mientras las tres mujeres tomaban té en la tranquilidad del vergel.

Jazmín también estaba presente, una joven de diecinueve años de edad, piel blancuzca, cabello oscuro y labios pequeños. Ella era conocida de los Esparza y compañera de Sofía y de doña Trinidad. Las tres mujeres platicaban y disfrutaban el momento bajo el cielo que, poco a poco, se nublaba con el rápido desplazamiento de las nubes.

El céfiro las rozaba y, como sabían que tendrían poco tiempo para continuar con la agraciada reunión, las muchachas saboreaban aquella infusión en tanto algunas hojitas de los árboles se desprendían y aterrizaban por encima del mantel. El sonido de los truenos se escuchaba en un leve trasfondo, pero sin quitar atención de la escena que se estaba llevando a cabo, Ava comió un trozo de galleta, respiró y siguió dialogando.

—¿Y tú, Jazmín, siempre has vivido aquí en Cartagena? —En realidad, no —contestó—, de niña viví en la ciudad de Sevilla, luego mis padres decidieron mudarse y es ahora que estoy aquí. Tengo dos hermanos, el más grande quedó en Sevilla trabajando y el más pequeño está aquí junto a nosotros. ¿Y tú, Ava?

—Pues… Soy hija única, y siempre viví aquí a las afueras de Cartagena.

—Jazmín es buena cantante —indicó Sofía—. Es una gran artista.

—Gracias, Sofía. —La joven se alegró, bebió un sorbo del té y continuó—. El canto es mi gran habilidad… Pero dime, Sofía, ¿dónde está Jesús? No lo veo en ningún lado.

—Salió de caza —respondió la hermana—. Debe estar con mi padre allí perdido entre los matorrales —dijo riendo.

—Hace tanto que no lo veo… —murmuró Jazmín—. Quizá algún día se digne a mirarme —acotó mientras Ava mordisqueaba otro pedacillo de galleta y le fijaba la mirada—. Aunque pronto estará conmigo, lo presiento.

—¿Te gusta Jesús? —inquirió la dama de ojos verdes terminando de tragar—. No temas confesar —dijo con una carcajada tratando de disimular su rabia.

—¿¡A quién no!? Jesús es el hombre que toda chica quiere, y no te preocupes, Ava… Sofía conoce muy bien mis secretos. ¿No es así amiga? —preguntó acariciándole el cabello—. Así que ya sabes, Ava, búscate algún joven granjero por ahí donde vives—ratificó entre bromas.

—Capaz algún día te sorprenda —atinó a responder con sarcasmo, mientras doña Trinidad aparecía a la distancia.

—¡Sofía, ven aquí ahora! —gritó la mujer—. La sierva inepta manchó uno de tus vestidos mientras lo limpiaba.

—No hay problema, madre, pronto iré a ver.

—No, Sofía. ¡Ven ahora! —reiteró—. Sube a tu cuarto así puedo darle una reprimenda, o será mucho peor para ella.

—Cielos… Ahora voy. —Sofía se puso de pie, dejó la taza en el platillo y avanzó algunos pasos—. Ahora regreso, chicas, aguárdenme.

Sofía se alejó paso a paso hasta perderse bajo el arco de la puerta. Así, las dos jóvenes quedaron solas, mientras se oía el tronar de las alejadas centellas que a puro esmero iluminaban la oscuridad reinante en el horizonte. Ava volvió a iniciar la conversación sobre los temas políticos actuales y la situación actante frente a los benimerines y sus aliados granadinos, quienes lidiaban contra los castellanos y que, tras derrotarlos, habían tomado posesión de Algeciras.

Sorprendentemente, Jazmín también conocía sobre aquel asunto gracias a los refunfuños que su padre solía presentar con los amigos de la familia, sin embargo, mientras ambas parlaban la señora Trinidad se arrimó a la mesa del jardín.

—¿Todo bien por aquí, Jazmín? —inquirió la mujer.

—Sí, todo marcha perfecto —contestó—. ¿Y usted?

—Mal —afirmó ella—. Un animal apestoso comió una planta en mi jardín, quizá no lo amarraron como correspondía —mencionó fijando la vista en Ava.

—Oh, cielos, lo siento señora —se disculpó—. Iré a verlo.

—¿Y también podrías irte, verdad? —preguntó Trinidad—. La tormenta se acerca y si llueve, jovencita, tan solo imagina el aroma que tendrás montada en esa bestia, aunque quizás… ya estés acostumbrada.

—Con todo respeto, Trinidad —respondió Ava poniéndose de pie; Jazmín se incomodaba ante la situación—. Me iré de inmediato si con tantas ansias lo desea, pero solo quisiera hacerle una pregunta antes de partir. —Elevó una de sus cejas y le clavó la mirada.

—Adelante.

—Pues… ¿Usted es escritora?

—No, amo la lectura, pero no escribo —contestó la mujer con postura erguida—. ¿Por qué lo preguntas?

—Pues… Pensé que la próxima vez que ande usando tinta oscura, debería tener más cuidado, veo que sus manos están manchadas… ¿Qué paradoja, verdad? Quizás se ensució por un descuido —ultimó dando media vuelta y saliendo del lugar.

El tormentoso cielo se reflejaba en los verdes ojos de Ava que, furiosa por las palabras de doña Trinidad, desanudó las sirgas de

Araél, se subió a la montura, cogió las cuerdas de mando y, acariciando sus orejas, le indicó que comenzara a caminar.

El corcel avanzaba y ya “El penúltimo sueño” quedaba atrás en un velo nostálgico de concernidas riquezas que a viva petulancia la familia Esparza trataba de alzar frente a toda Cartagena. Los

tiempos eran complicados y el poder económico no salvaba a nadie de los infortunios de la vida, la señorita de rubio cabello siguió andando en su querido caballo blanco en tanto la paz de aquellas horas tardías la acompañaba en su plácido viaje de regreso a la morada agreste.

Como si todo se tratase de un alternativo paraje en el rincón de los sueños, la dama navegaba por aquel camino de tierra. Las huellas del animal iban dibujando la calle y con una risueña expresión en su semblante, Ava deambulaba en el largo trayecto con la esperanza de arribar pronto a su vivienda.

Aún quedaba bastante tiempo para llegar, así que, disfrutando el paisaje que se presentaba en derredor, ella seguía contemplando cada detalle de aquel furtivo edén español cuando el alarido de una mujer hizo eco en sus oídos, provenían del interior de un cobertizo cercano. A simple vista, aquel refugio parecía deshabitado, pero, como no podía pasar por alto aquel desesperado pedido de ayuda, se aproximó, brincó del caballo, aterrizando sobre una piedrezuela al lado del camino, cogió el arco y las flechas que cargaba en el lateral izquierdo de la montura y, preparándose para ingresar a dicha casucha, se acercó con sigilo, oyó los gritos de una mujer y rompió el cerrojo de la puerta desvencijada con una patada para entrar, finalmente, al lugar.

Afirmando el brazo izquierdo, sujetando la cuerda con la puntilla de sus dedos, posicionando el codo de manera adecuada y rozando el borde de su labio inferior con la punta trasera de la flecha, Ava ingresó al refugio y vio como un hombre con sus pantalones bajos hasta los tobillos trataba de manosear a una servidora de piel oscura.

Ni siquiera sabía de quien se trataba, pero identificándolo como un asqueroso rufián que se aprovechaba de la situación vulnerable de las esclavas negras, la señorita Eiriz no dudó en apuntar con su arco y en amenazarlo por detrás.

—¡Detente, maldito gorrón! —exclamó con rabia—. Aléjate ahora y déjala en paz —le ordenó mientras el hombre daba media vuelta, se espantaba al ver la flecha y, cubriendo su entrepierna, se echaba hacia atrás y caía en el suelo.

—¿¡Cómo te atreves!? —vociferó el hombre, mientras la esclava de piel oscura acomodaba sus trastos viejos y salía huyendo por la ventana—. ¿¡Acaso no sabes quién soy!?

—El desprecio de la sociedad, eso es usted —afirmó con decisión—. Los hombres como usted dan aversión. —Ava tensó aún más la cuerda del arco—. Si no quiere que mi flecha aterrice en su entrecejo mejor váyase de aquí… Escape de la tormenta —le aconsejó al tiempo que el ávido señor se ponía de pie, alzaba sus pantalones y se fugaba—. ¡Cobarde! —volvió a exclamar.

La lluvia se soltó y regó los brotes verdes que nacían en lo extenso de aquel territorio adornado por la viva naturaleza española, algunos canales de agua empezaron a zanjar la calle de tierra mientras Ava se iba del cobertizo, se subía con rapidez al envés del alto corcel, temblaba de frío, empujaba su cabello mojado hacia atrás para que los rizos no le cubrieran los ojos y emprendía firme la cabalgata ante los designios del inestable destino.

Como un panal alborotado de abejas, sus pensamientos todavía se truncaban frente a la tensión que acababa de experimentar en aquel chamizo. Aquello había representado una dura muestra de su personalidad y tras haber dado rescate a la pávida mujer, Ava podía alzar su rostro con orgullo durante el viaje bajo la borrasca atronadora. El agua se vertía sobre su cabeza, sus ojos se encandilaban con la refulgencia de los rayos, la ventisca sacudía su pesado vestido y Araél estornudaba cada cierta cantidad de pasos. No imaginaba que, más adelante, una sombra extraña emergería de repente.

Ava se detuvo en medio de la calleja y quedó boquiabierta al advertir la sombra de un apuesto caballero. Sin dudar un segundo, divisó la escena en detalle, saboreó una de las gotitas de agua que se le derramaban encima del labio y se percató de que esa efímera imagen correspondía en verdad a Jesús y a su oscuro caballo.

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