Ava

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Capítulo 38

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Capítulo 38

Té de menta

Al lateral del camello suspendía de manera afortunada un costal con reservas para los arduos éxodos bajo el amparo del sol. Con deliciosos bocadillos de fruta y fracciones de agua de manantial las mujeres pudieron, finalmente, reponer las energías que el viaje les conllevaba. Incluso, dentro del saco había un par de vestidos limpios y velos que no dudaron en colocarse para evitar que otro grupo de musulmanes vuelva a confundirlas con extranjeras.

Las colinas arenosas eran lo único que se divisaba por delante, las horas se hacían eternas en aquellas condiciones y, sin creer todo lo que había sucedido, ambas hermanas reían, platicaban y pensaban en la pronta llegada a Fez (ya que ella recordaba la posición del sol y la ubicación de la ciudadela por los muchos aprendizajes que su marido la había otorgado).

—Eso estuvo cerca… —comentó Sofía—. No hubiera tolerado que nos vendieran como esclavas.

—Eso hubiera sido terrible —añadió Ava—. Lo importante es que estamos bien. ¡Y por fin juntas!

—Es verdad… Todavía no puedo creer todo lo que está ocurriendo. ¡En lo que se convirtió mi vida! ¿Quién lo hubiera dicho? —preguntó observando el árido paisaje reinante—. Hasta hace poco tiempo era una niña rica en Cartagena y mírame ahora, montada en un camello en Marruecos tratando de escapar de unos locos que me quieren de esclava —resumió entre risas—. ¿Acaso no es increíble?

—Lo es… Tienes toda la razón, Sofía. La vida es muy cambiante —La joven sujetó las sirgas de mano, le indicó al camello que subiera una de las colinas y continuó pensando—. ¿Sabes de qué tengo miedo?

—Dime…

—Por Idrís… Pues… esto te lo diré con mucho sentimiento, y es que también me encariñé con ese hombre. Quiero a Idrís, y es claro que también amé mucho mucho a Jesús, pero te contaré un secreto, hermana… Y es que aprendí a quererlo, y ahora no podría soportar que algo malo le pasara, necesito aferrarme a él.

—Oh, hermana… —suspiró acongojada—. Lo siento, de verdad… Rogaré para que todo salga bien.

—Gracias…

—No, no es nada. Yo te agradezco, Ava, pues sabes perfectamente que…

—¡Fez! —La interrumpió con emoción al tiempo que el camello subía a la cima del montículo arenoso—. ¡Allí están las ruinas y detrás la gran ciudad! Hemos llegado, Sofía —clamó con regocijo viendo las sombras urbanas en el horizonte—. Hemos llegado…

El perfume de los sahumerios descascarillados impregnaba los pasajes de la medina y, avanzando ya a pie por los andurriales laberínticos del emporio, las dos jóvenes iban con lentitud al margen de las tiendas viendo la infinita variedad de productos y elementos que se daban en venta o por trueque.

Ava ya conocía la magia de la medina, pero para Sofía aquello era nuevo. En cada fonda se mostraba toda clase de valiosas mercancías como costales de condimento, cuero de animales, lámparas de aceite, armaduras de guerra, joyas de oro, cuencos de madera labrada, polvos aromáticos, velos pigmentados, agua de rosas, candiles de mano, fanales, diminutas esculturas, manualidades y muchas más singularidades de la afamada medina.

Las iris verdes de Ava reflejaban la vasta quimera de aquellas desbordantes esquinas y, mientras se deslizaba entre la muchedumbre, sabía que a corta distancia hallaría un toldo de utensilios de cocina que al parecer pertenecía al marido de Mercedes. Pues necesitaban alguien que las socorriera tras el fatídico episodio durante la travesía en el océano, así que implorando que la gracia de la vida las favoreciera, enderezaron el paso, cruzaron por debajo de los arqueados edificios que tanto caracterizaban la bella Fez y llegaron a dicho asentamiento. Ava se arrimó a los utensilios de cocina, miró dentro de la tienda y descubrió con enorme felicidad que allí estaba la mujer, corrió hasta ella y la apretujó.

—Mercedes… —le susurró, contenta de que alguien, por fin, le entendiera—. Ayúdanos, por favor. ¡Extiéndenos tu mano!

—¡Ava! —expresó frunciendo el ceño—. ¿Qué te ocurrió? ¿Tú no estabas en Cartagena?

—Es una larga historia… Regresamos, pero atacaron nuestro barco y luego nos secuestraron en el desierto, recién llego aquí a la ciudad con mi hermana. ¡Ayúdanos!

—Por el profeta —se asustó—. Alhamdulilah, agradezco que entonces estés bien, masha’Alla, audhu-billah… Hablaré con mi marido cuanto antes —dijo arrimándose a un hombre que estaba por allí cerca—. Habib, habib.

—Ayuni… —respondió su esposo al verla—. ¿Qué te sucede, Mercedes?

—Oh, habib… Han llegado dos mujeres amigas, necesitan refugio en nuestra casa. Alá las quiere como invitadas, están desamparadas.

—Waja, waja. radi Allah anha. Nuestra casa es su casa —respondió la cabeza de familia mientras los ojos de Ava y Sofía brillaban de regocijo.

Con la autorización del jerarca de la familia y las sabias enseñanzas del Islam en las que se enseñaba que los invitados al hogar eran sagrados, fue cuestión de tiempo para que Mercedes las llevara hasta su bonita vivienda, les presentara la casa y les mostrara las diversas habitaciones. Platicaron durante algunos instantes y luego, les ofreció asearse, ropa limpia, algunos bocadillos dulces e incluso, un añorado té de menta que Ava no pudo evitar aceptar y beber con gusto.

El suave dejo de la menta quedó deambulando en su boca por unos minutos luego de ingerirlo. Ya en la confortable morada de la mujer, donde se vislumbraban valiosos cortinajes turquesas, ornamentos en cerámica antigua, muebles labrados, relucientes alfombras, pilastras en mármol y una sala al aire libre donde la noche se encargaba de dar luz ante las ráfagas incandescentes del nirvana, Ava y Sofía tomaron asiento en un cálido sillón y conversaron con la bondadosa mujer.

—¿Y cómo te fue en tu viaje a Cartagena? Luego debes contarme todo —le dijo con curiosidad—. Yo, aquí, te extrañé, Ava, pues a pesar de no conocernos mucho eras la única persona que podía entenderme. ¡Te debía mucho, en verdad!

—Que bien… ¿Y te sentiste mejor durante este tiempo? —inquirió.

—Sí. Pude acostumbrarme a la convivencia con mi marido, aprendí a quererlo. Al principio fue difícil, pero él siempre me demuestra mucho amor. Rabah es un gran hombre.

—Entonces te felicito —añadió Ava probando uno de los trocitos dulces—. Además, en este tiempo…

—Salam aleikum… —apareció Rabah en escena mientras las dos hermanas se cubrían la cabeza con velos—. Marhaba, Marhaba —se dirigió a ellas con cortesía—. Estuve averiguando con los hombres de la medina y tu cuñado, Ava, llegó ayer sano y salvo. Abbas está vivo y pronto vendrá aquí. ¡insha›Allah! Mientras tanto querida —dijo observando a su esposa—. Dile a la cocinera que prepare más comida, nuestras invitadas deben estar exhaustas. ¡Alá las cuidará en esta casa! Alhamdulilah.

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