Ava

Ava


Capítulo 14

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Capítulo 14

Velos de oro

Un velo oscuro con finos hilvanes de oro se deslizó por el aire entre los movimientos de incienso perfumado en aquella sala de la residencia. Con un libro del Corán en la mano derecha ella siguió caminando, cruzó debajo de algunos paños colgantes, oyó el sonido cascabelero de las pulseras en su otra mano, suspiró con alivio y, caminando en dirección a uno de los balcones, Ava se arrimó a la barandilla, sonrió, asentó el libro a un costado para percibir las fragancias urbanas que llegaban hasta allí, al extender su mirada advirtió la inmensidad de aquella ciudad.

La vasta región de Fez estaba por delante. Aquel prominente distrito de Marruecos era en verdad inmensurable; las altas edificaciones, las callejuelas laberínticas, los cuencos pedregosos con tintura, las ruinas al horizonte, el pasaje religioso y los muchos toldos que decoraban aquellas hermosas calles embebidas de colores, música y olores.

—¡En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso! Alabado sea Dios, Señor del Universo, el Clemente, el Misericordioso, Soberano del día de juicio. A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda. Dirígenos por la vía recta, la vía de los que Tú has agraciado, no de los que han incurrido en la ira ni de los extraviados… —recitó la joven asentando la mano en aquel libro sagrado—. Al-hamdu li-l-lâh.

Ava cerró sus párpados, pensó en las palabras que acababa de declamar, oyó la sinfonía del cálido viento que manaba desde las alturas y desde los límites de la ciudad, cogió nuevamente aquel sagrado libro, ingresó a la sala, tomó asiento sobre la alfombra amarillenta del suelo y, deteniéndose por un instante, mordisqueó su labio inferior, abrió el libro y continuó leyéndolo.

El Corán no era el único libro existente, el Islam también reconocía otras revelaciones de Alá en tres obras escritas anteriores a él: el Zabu de David, la Torá confiada a Moisés y el Infil de Jesús. Aun así, en cuanto a creencias, el lazo de unión entre Mahoma y los musulmanes era la fe en la palabra de Dios, revelada también a Mahoma y comprendida en el Corán.

En cuanto a su origen, el Islam afirmaba que aquel libro había sido revelado por Alá a través del ángel Gabriel a partir del año 610 d. C. Así pues, Mahoma siguió recibiendo mensajes de Dios a través de Jibril durante toda su vida. Estas revelaciones ocurrieron de varias maneras, en las cuales ciertas veces Gabriel tomaba forma humana y le hablaba como a un hombre, como un ser especial, dotado de alas. En otras ocasiones oía un sonar de campanas y cuando la música desaparecía, recordaba perfectamente todo, como si estuviera sellado en su memoria. El Corán estaba escrito en árabe y este era una copia del original que estaba asentado en el cielo.

La dama de rizos ambarinos se puso de pie al cabo de un rato, volvió a cerrar aquel sacro libro, lo dejó apoyado en una de las mesillas bajas y, caminó hasta un espejo y observó allí su hermoso semblante: sus ojos bien marcados por el maquillaje negro, sus labios pintados y la delicada cadenita que le decoraba la frente. Sus dedos también estaban repletos de anillos valiosos y, contemplando cada uno de ellos los acarició, recordó las ocasiones en las que su marido se los había regalado y con una alegre mueca en su mejilla, continuó embelleciéndose mientras la ventisca ingresaba por los hoyos labrados de la pared y el inmenso arco que daba acceso a la glorieta.

Ya era el año 1332, Ava tenía veintidós años de edad y vivía hace más de tres en la agraciada región de Fez. Su amado esposo era Idrís Ássad, un apuesto hombre de treinta años de edad, cabello castaño, ojos cenicientos, buena estatura física e ilustre en aquel término al sur de Marruecos por la inmensa fortaleza económica que llevaba desde corta edad. Idrís había viajado hacía tiempo a la región de Granada para tratar, junto a algunos dirigentes benimerines, los inminentes asuntos que desembocarían en las primeras afrentas ante la batalla de Teba. En cierta expedición al Este, alejado ya de la cuestión bélica, el guapo caballero Ássad se topó con la joven dama que huía por el bosque tras presenciar la muerte de su familia y la destrucción de su hogar. A primera vista, Idrís la rescató de aquel profundo dolor que la afligía, la ayudó a recuperarse y con una propuesta de amor eterno la llevó a las esplendorosas tierras de Fez donde al poco tiempo se enlazaron en matrimonio, en unión según las enseñanzas de Alá. Con las mayores riquezas que podría imaginar, él y ella vivían como auténticos monarcas en aquel dorado sumidero de acaudaladas fortunas.

El Corán establecía también que el matrimonio debía vivir en armonía y unidad, como centro de la estructura de la familia divina. Aquella alianza era un contrato legal en el que se daba unión tanto al hombre como a la mujer. El respeto mutuo, el amor y la generosidad eran una de las pilastras más importantes para el matrimonio islámico. En la cual también, la fidelidad se consideraba de mucho más valor. El hombre era en general el jefe de familia, sin embargo, las mujeres no tenían necesariamente una posición de subordinación. Pues el Islam reconocía que las mujeres y los hombres varían dependiendo de sus puntos afanosos y de sus debilidades. Por tradición, ellos eran responsables de proveer bienes a sus familias, y ellas, responsables de cuidar el hogar y los niños.

En el Islam, la mujer tenía posición de honor, un alto grado de respeto como individuo y como elemento imprescindible en la sociedad de la que forma parte en todas sus distintas facetas. Aun así, la costumbre en concordancia con dicha creencia, daba aval a la oportunidad de tener varias esposas. Cuya realidad Idrís no aceptaba, pues él era distinto a muchos residentes en Fez. Él conocía también la cultura del continente colindante, así, el joven Ássad, de tan solo treinta años, había sido cautivado con tantas fuerzas por la personalidad y la belleza de Ava, que atesoraba desde un principio tenerla como única cónyuge.

Ava delineó con mayor precisión el párpado inferior de su ojo, en las próximas horas haría, junto a otras mujeres, la habitual reunión para depilarse y perfumar sus cuerpos, se estremeció, formó una morisqueta frente al espejo. Cuando se dio media vuelta y caminó a uno de los estantes para cambiarse de ropa oyó los pasos de su marido acercándose por el pasillo.

—Habibi… masa‘ul Jai — dijo Idrís dándole un beso en su mejilla—. ¿Qué estás haciendo aquí? Ayuni… ¡Eres tan bonita!

—Shukran jazeelan —respondió ella—. Estaba leyendo el Corán… ¿Y tú, habib, que harás ahora?

—Iré con Abbas al mercado, una de sus tiendas tiene faltante y no podemos permitirlo. ¡La, la! —le comentó acariciándole la mejilla—. Pero ya que estaré ahí. ¡Traeré oro para mi hermosa Ghzala! —Extendió sus manos y le bajó el velo de seda—. ¿Por qué te cubres? Tu cabello es tan lindo… Zwina.

—Shukran ¿Sabes que te quiero verdad? —preguntó Ava besando sus labios.

—Lo sé… Lo supe desde el primer día. ¡Tengo la mejor esposa, la zawja más bella! Masha’Allah —Idrís le dio otra caricia y dando media vuelta se despidió—. Ya debo irme, con Abbas no podemos llegar tarde. Ma’a ssalamah.

—Beslama… —Se despidió de ella con una sonrisa—. Beslama.

Idrís atravesó la inmensa mansión, se despidió de las mujeres que allí trabajaban, caminó bajo los paños colgantes, marchó al exterior de la gran residencia y comenzó a caminar por las laberínticas callejas de Fez hasta encontrarse a los pocos minutos con Abbas, su hermano de sangre. Él era su único familiar aún existente, tanto sus padres como su hermana habían muerto hacía tiempo a causa de las constantes revoluciones. Por ellos, junto a Abbas, tenían la responsabilidad de seguir sosteniendo el honorable apellido que durante tantas décadas había sostenido a la familia Ássad.

Así pues, Idrís y Abbas se encontraron delante de una tienda de fanales y cuencos de plata. Ambos hermanos tenían barba de acuerdo a las animadoras palabras del profeta y ya tras saludarse, emprendieron la caminata con sus respectivos kafiyyeh en la cabeza hacia al toldo mercantil mientras a corta distancia, la hermosa señorita de tez pálida terminaba de beber una deliciosa infusión de té de jengibre y de semillitas recién brotadas.

Ava, poco a poco, se iba acostumbrando a aquella vida que la tomaba por sorpresa. Pues era verdad que Idrís la había rescatado de la muerte y que, con amor, le concedía todos los privilegios que podía desear en aquella maravillosa tierra de Marruecos. El pasado aún la afligía, nunca podría borrar en los páramos de su mente la imagen de Oscar, Natalia y Agustina cayendo ante la muerte tras descubrir la ignominiosa realidad que atañía su origen. Desde su partida de Cartagena había perdido todo contacto con la sociedad y con las amistades que allí tenía, a veces ni se atrevía a pensar en todo lo que podría estar ocurriendo al sureste de España, pero al analizar su la actual situación, Ava podía afirmar que era feliz.

Su esposo la congraciaba con todo lo que podría anhelar, y ella lo respetaba. Sin más, oyó que las mujeres se aproximaban por el pasillo, colocó la taza en su respectivo lugar, se estremeció y las vio ingresar listas para iniciar, según la costumbre, con aquella tarea de depilarse.

Los gritos no se hicieron esperar, ella mordía una pequeña tablilla aromatizada mientras las amigas del hogar le terminaban de limpiar las piernas, Ava cerró sus ojos, sintió aquel profundo ardor. Al concluir todo a los pocos minutos, se acomodó la ropa, se acarició el cabello, ayudó a depilar a otra de las mujeres y tras finalizar se detuvieron a conversar mientras una de ellas cantaba y bailaba con lentitud.

Además de la señorita Ássad, había tres servidoras en la colorida residencia y una joven de veintiún años amiga de la familia. Nasila: una sabia mujer que ayudaba con los quehaceres. Sahira: otra ayudante. Haala: quien generalmente cocinaba y Leylak: la dama de veintiún años de edad que ahora bailaba con gracia.

—¿Cuándo harán cuernos de gacela? —les preguntó Leylak—. Los extraño demasiado.

—Pronto —respondió Haala—. Si es que nuestro señor Ássad se complace.

—¡Insha›Allah! Pero debes hacerlo antes del Ramadán. ¡Por favor! —le suplicó Leylak—. Min fadlak…

—Oh… Lo había olvidado, ¿cuándo será el Ramadán? —indagó Ava.

—Aún queda tiempo —dijo Nasila—. Esta ocasión será grande. ¡Alhamdulilah! —La mujer se puso de pie, caminó hasta una

de las mesillas y cogió la taza que Ava acababa de dejar—. Iré a limpiarla, aleikum salam.

—Yalah, yalah — agregó Haala sumándose a los movimientos danzantes de Leylak—. Oh, querida… Cantas tan zwin.

En Fez prevalecía el idioma árabe, sin embargo, como Idrís y Abbas habían residido durante un tiempo al sur de España, en el hogar él se había encargado de enseñarles aquellas expresiones y, más aún, desde el momento en que su esposa comenzó a vivir allí.

Las horas del día destellaron con su avance. Sobre la hermosa ciudad de esculturas arqueadas decayó la luz aloque del sol en sus silentes intervalos de ocaso, pintarrajeando oscuridad con cada sombra que emergía entre los andurriales del viejo término. Así fue que Ava terminó de platicar con las mujeres, contempló la belleza de Fez desde el balcón sin que la gente pudiera verla, recibió a su marido con una sonrisa, lo vio rezar nuevamente en dirección a la meca (el alt que debía hacerse cinco veces al día), cenaron juntos y conversaron. Ella se recostó en la cama de la habitación nupcial mientras él se desvestía.

En uno de sus estantes ella guardaba lo único que había logrado rescatar de su antigua vida: el collar otorgado por su madre y el arco de tiro que había llevado sujeto a su espalda durante la fragorosa noche de tragedia. Durante algunos momentos de añoranza ella solía extrañar las vivencias en la granja junto a sus padres, pero, afrontando una espontánea realidad, tendida en la cama miraba hacia arriba y meditaba en el rumbo asilado.

Con una gargantilla, un brazalete de oro y un delgado atavío de seda recién obsequiado, la dama reposaba con tranquilidad. Solo las mujeres tenían permitido adornar sus cuerpos con oro y seda, (aquello en un hombre se consideraría haram) la belleza demostraba dentro de la casa el aprecio al cuidado que su esposo le brindaba y el respeto a sus ojos por la benevolencia que ellos tenían hacia la mujer. Ava siempre debía adornarse y verse atractiva para Idrís.

La pequeña llama en las velas iluminaba la alcoba y, luego de sacarse la última prenda de vestir, el joven Ássad se arrimó al borde de la cama, asentó su mano en el vientre de Ava, le acarició el borde de los senos, suspiró, se recostó a su lado, introdujo su mano derecha por debajo del ropaje de seda, acarició sus piernas y besó sus labios.

Ella sintió como su piel se erizaba. El tenue resplandor de la luna atravesaba el fino cortinaje blancuzco que cubría los vacíos ventanales arqueados. Idrís se movió con cuidado por encima y le recorrió el cuerpo en un sinfín de besos, Ava alcanzó a sentir sus labios en el cuello, entre los senos, en su vientre, en sus partes íntimas, en las rodillas y hasta en los tobillos. El caballero gimió, se arrodilló por encima de la cama, extendió sus brazos, sujetó las frágiles muñecas de Ava y no dudó en acostarse sobre ella, le empujó la cadera hacia abajo, la rozó con su miembro y se unió a ella mientras los suspiros escapaban de su boca.

La dama sentía calor dentro de su cuerpo a medida que él se mecía con cuidado, la abrigaba entre sus piernas y le besaba el cuello. Los brazos, la espalda, las piernas y los muslos de Idrís sudaban con el paso de los minutos. Sus pieles se rozaban y, tomándola por los brazos, el caballero la sujetó, se sentó en la cama aún unido a ella y permitió que en un último zarandeo culminara aquello. Segundos después, se oyó el eco de la voz de Abbas en las habitaciones colindantes de la gran mansión.

—Idrís, Idrís, ¿me escuchas? Te necesito por aquí. —Lo llamó su hermano en voz baja. Mientras tanto él movía sus muslos para atrás, se separaba de ella, la besaba y se levantaba de la cama para buscar su ropa. Luego de colocarse las respectivas prendas salió de la habitación.

Ava quedó allí tendida sintiendo todavía una peculiar sensación de cosquilleo. Rodó por la cama, sujetó un paño, se secó, acomodó los rizos de su cabello, trató de calmarse, se puso de pie, se vistió con las sedas que su esposo le había regalado, miró la cama desordenada y, dando media vuelta en dirección al arco de salida, pensó que Abbas debía traerle un importante mensaje. Inmiscuyéndose entonces por el pasillo que daba a las afueras de la alcoba, la dama caminó en puntillas de pie, se deslizó con sigilo, guardó todo el silencio que pudo y descendió algunos escalones. Escondida detrás de la baranda, vio a ambos hermanos platicar en el primer piso y oyó la conversación con suma atención.

—Afwan, Afwan — respondió Idrís—. Lo importante es que la tienda quedó bien, un regalo de Alá.

—Claro que sí, hermano. ¡Alá nos bendice! Alhamdulilah.

—¿Y qué necesitabas decirme, Abbas?

—Oh, lo había olvidado. Sucede que ya llegaron los hombres, vienen del norte y me dijeron que capturaron a dos rehenes de España —le comentó—. Los están trayendo hacia acá, es un hombre y una mujer ¿Qué haremos?

—¿Rehenes? —se alteró Idrís—. ¡Mushkila! ¡Mushkila! Esas nunca fueron mis órdenes, solo debían investigar la zona, ¡mushkila!

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