Ava

Ava


Capítulo 19

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Capítulo 19

Tierra bajo las uñas

La sinfonía de la vida simuló enaltecer un nuevo comienzo en los arbitrarios parajes de Cartagena, pues allí al sureste del país, la construcción del majestuoso palacete musulmán concluía con los detalles que lo convertían en el patrimonio más ostentoso de toda la ciudad. Ubicado al pie de las boscosas colinas, la edificación se alzaba en honra a la cultura marroquí. El palacio se denominaba “Maktub” (está escrito) y daba referencia a lo que Idrís Ássad creía como indicaciones lucíferas del destino.

La labor de aquella majestuosa obra llevaba ya varios meses y daba cierre en el actual periodo del año 1335; justo cuando la familia Ássad arribaba, finalmente, a la inmensurable mansión allí, al margen de los pequeños riscos montañosos. El lugar era perfecto, la naturaleza que bordeaba Cartagena pocas veces se vislumbraba en otro sitio. Sintiendo la brisa fresca que tanto extrañaba durante los cálidos meses en Fez, Ava bajó del carruaje, caminó algunos pasos y quedó boquiabierta al contemplar el nuevo sitio donde residiría junto a su esposo, las mujeres y su cuñado.

Por fin regresaba a España. Se reencontraba con aquellas energías que había dejado en el adiós luego del trágico hecho que durante largo tiempo la había sostenido en insomnio. El palacete se caracterizaba con dos grandes cúpulas esféricas, cuatro torres de arquitectura marroquí, arcos labrados a cada entrada, inmensas salas revestidas de riquezas sureñas, un impresionante vergel colmado de árboles y plantas florales, un estanque artificial con peces, innumerable cantidad de habitaciones, salones de baile, rincones específicos para el alt, un amplio lugar de cocina, varias glorietas exteriores, atrayentes ventanales con fino tallado, artefactos enjoyados en oro, alfombras únicas y una importante biblioteca repleta de libros sagrados entre tantas otras salas.

Recorrer el lugar y conocer sus hermosos sectores le llevó más de un par de horas, sin poder creer todavía el mágico lugar que Idrís le había construido simplemente para agasajarla, se acercó a él, tras concluir una de sus cinco oraciones, y le dio un beso en la mejilla. Allí en España ya todo se sentía distinto: el aroma silvestre, las temperaturas, la energía cotidiana, la gente e incluso, el temor de ser fisgoneados por la cultura presente. De todos modos, como los hermanos Ássad eran poseedores de una incalculable riqueza, la aprobación social fue inmediata. Así pues, la joven le dio un segundo beso, lo abrazó e incurrió en el diálogo mientras, en el interior de la enorme morada, Haala se ubicaba en la cocina y preparaba té de menta con algunos bocaditos de beghrir, Leylak corría entre las salas con paños colgantes y danzaba con alegría, Sahira acomodaba los alimentos en la bodega, Nasila caminaba por los pasillos contemplando los muchos tesoros y Abbas se encargaba de organizar el trasporte junto a los hombres de trabajo.

—Mi hermosa ghazala… Me hace tan feliz ver tu alegría, tu linda sonrisa convertida en miel del panal ¡Alhamdulilah! —clamó el caballero de ojos cenicientos.

—Oh, habib. La gracia es mía, soy la paz que decidiste emanar. ¡Shukran jazeelan! —Ava movió sus manos con sensualidad, hizo una mueca en sus mejillas y continuó—. ¿Ahora cuando Haala termine con el té nos contarás historias del profeta, verdad?

—A’oozu bi laahi minash shaitaani aamantu bil laahi wa rusulihee… —indicó sobre su fe en Alá y los mensajeros de la antigüedad—. Claro que sí, Ayuni.

—Mezian… Pero necesitaba preguntarte algo —dijo acariciando su hombro izquierdo—. Llegamos a España, la tierra de mi pasado. ¿Podría ir luego a visitar un lugar muy especial? Necesito ir sola, insha’Allah. Por favor, mi querido león dorado… ¿Sí?

—Waja, waja… Pero tendrás cuidado —aceptó él. —Por el profeta que lo haré. ¡Shukran! —caminaron junto a uno de los confortables sillones, ella se sentó en la alfombra, le acarició los pies y siguió hablando—. Y algo más, Idrís, amado mío… ¿Ya has hablado con Abbas sobre la fiesta?

—Sí, ghazala… No te preocupes, habibi. Como ya habíamos arreglado durante el viaje, la semana que viene haremos la gran fiesta donde invitaremos a los grandes jerarcas de Cartagena a asistir, ofreceremos una alianza económica con alguna familia esa misma noche y, cuando menos se lo esperen, tú revelarás la verdad. ¿Así lo quieres, verdad?

—Oh, habib… Shukran. ¿Y Abbas se encargará de invitarlos? —preguntó mientras algunas de las mujeres ya se arrimaba con las bandejillas de brebaje de hierbas.

—Na’am, na’am, na’am. Todo el pueblo está hablando de nosotros. ¡Quieren nuestras riquezas! —le contó—. En este momento, Ava, somos la familia más poderosa y codiciada de Cartagena ¡Todos querrán nuestra amistad!

Todas se sentaron en derredor a él. Idrís cruzó sus piernas, se acomodó y, luego de probar los deliciosos beghrir que la encargada de cocina había aderezado con amor, narró las muchas enseñanzas que el Corán y los diversos libros sagrados (inspirados por Alá) habían perdurado a favor de la humanidad creyente. Una ostentosa lámpara los iluminaba desde arriba, las tenues refulgencias del sol también atravesaban el cortinaje de las ventanas. Percibiendo al mismo tiempo la ventisca fresca que allí predominaba al margen del bosque, el caballero relató con interés las historias del pasado mientras permitía que Leylak, Sahira y su esposa, le hicieran preguntas al respecto.

—¡Eso fue increíble! —clamó la muchacha que amaba bailar—. Fue obra de Alá. ¡Fi-sabi-lillah! Y dime maestro Ássad… ¿cómo fue lo del profeta Jesús?

—Oh… Buena pregunta, Leylak —contestó él—. Las revelaciones de Dios; el misericordioso, nos dejan saber que Jesús habló aún de niño en su cuna, si bien recuerdo, dice así: “Pero ella señaló al bebé. Ellos dijeron: ‘¿Cómo podemos hablarle a alguien que es un bebé en la cuna?’ Él dijo: ‘Ciertamente yo soy un siervo de Alá: Él se me ha revelado y me ha hecho un profeta’”. ¡Masha›Allah! ¿Acaso no fue increíble?

—Claro que sí… Sí, sí, aiwa —opinó Nasila—. Alá es tan sabio… Tawak-kalto al-Allah —añadió mientras Ava miraba hacia atrás, perdía su mirada en los paños colgantes y pensaba que pronto sería el momento de ir a aquel sitio que deseaba ver, solo debía aguardar a que su querido marido concluyera con la enseñanza.

—Nosotros somos familia de Alá, él nos instruye con sus consejos, con su obra manifestada… Y como su familia, también nos protege del mal. ¡Al igual que sus ángeles! ¡Y al igual que a las criaturas del cielo, a las criaturas del agua y a las criaturas de la tierra! Alá nos ama. Inna-lillahi-wa-inna-ilaihi rajiun. Él, el majestuoso —confesó Idrís con pasión en su alma—. Alá nos hizo semejantes, nos bañó con su gracia y nos colocó en la senda. Nosotros decidimos si seguir los pasos que él dejó o ir tras la senda del mal. Los ríos de leche y miel por un lado… El mármol del infierno por otro. ¡Nosotros decidimos! Nuestra relación con Alá es personal. Y díganme… —enunció recordando—, ¿sabían que el sabio Salomón aprendió el idioma de los pájaros?

—¿Eso es verdad, maestro Idrís? —inquirió Haala—. ¿Y habló con ellos?

—Dice así: “Y Salomón fue el heredero de David. Y él dijo: ¡Oh, humanidad! ¡Quién lo iba a decir! Hemos sido enseñados en el lenguaje de los pájaros, y se nos ha dado de todas las cosas. Esto es seguramente favor evidente”.

—¡Masha›Allah! ¡Masha›Allah! —clamó Leylak—. ¡Masha›Allah! Oh, Alá, a ti te adoramos.

El joven maestro continuó largo rato ilustrando la alabanza digna a Alá. El momento de partir se hizo esperar, pero, finalmente, con su autorización, la señorita viajó en una carroza dirigida por un trabajador de Abbas. Era lógico que su esposo no le permitiera marchar en completa soledad, así que la liberó con uno de los contratados para que él la llevase en aquel ostentoso trasporte al lugar que ella deseaba.

De esta manera, los hermanos Ássad continuaron con los trabajos que aquella mudanza les significaba. Mientras tanto, avanzando en la impronta de las callejas de tierra, Ava iba distinguiendo los paisajes que durante tantos años había visto día tras día. La añoranza y el dolor se presentaban con jerarquía en las portezuelas de su latente espíritu. Como imaginaba, al llegar al terreno agreste donde solía vivir con sus padres, las emociones la desbordaron.

Descendió del carruaje, caminó hacia el frondoso bosque mientras el hombre le aseguraba que la esperaría allí. Marchó varios pasos hacia adelante, oyó el cantar de las aves, sintió el cosquilleo de las verdes hojas que rozaban su espalda, fisgoneó alrededor, distinguió un halcón peregrino en lo inexplorable del cielo, escuchó el eco del afluente de agua y siguió avanzando. Levantó su cabeza para ver el nimbo amarillento que mimaba el follaje de los árboles y, descubriendo también como su esencia despertaba, dedujo que estaba más cerca de la antigua vivienda.

Ava había decidido toparse con su pasado yendo a la granja donde había residido en los años de su infancia, así, cuando salió de entre la maleza distinguió los vestigios cenicientos de la casa. Su interior se paralizó y, sintiendo un peso en la garganta que la asfixiaba poco a poco al percatarse del abandono de aquel lugar. La morada estaba desplomada, el corral de los animales era solo cenizas, el pequeño establo yacía por el suelo, la huerta era ahora cultivo de mala hierba, el viejo silo se había corroído e incluso, los espantajos habían caído a causa del golpeteo de las borrascas.

Todo por lo que su familia se había esforzado era un simple manto de escombros. Recordando aquella pesadilla como si de ayer se tratase, la joven llegó a la casa, se arrodilló sobre la escoria grisácea y, desconsolada, observó en los recovecos de su mente, como los hombres dirigidos por el párroco Cirilo incendiaban la vivienda, como Natalia perecía por debajo de las llamas ardientes, como Oscar caía al tratar de defenderse, y como, tras la fugaz persecución en la carreta, volcaban, su amiga Agustina se quemaba viva, y ella, sin más por luchar, huía a través del bosque hasta tropezar con el joven Ássad.

Según lo que Mercedes había alcanzado a contarle al sur de Marruecos, allí, en el pueblo suspendía, tras el hosco hecho, la teoría de que un incendio accidental había destrozado la granja, matando al matrimonio Eiriz y a su propia hija quien escapaba en carreta. Supuestamente, solo los huesos de Ava se hallaban en el interior del armazón. Asentando su muerte como una realidad, Ava dio un puñetazo en el suelo, gritó encrespada de cólera al recordar todo el dolor que le habían causado. Deseaba que todos supieran la verdad; cogió las cenizas con sus manos y las apretó, hundió la tierra bajo sus uñas y, con la ventisca zarandeándole el cabello, separó sus labios y vertió los pensamientos de su ser.

—Yo les prometí… —clamó cargando aquel polvo en sus manos—. Les prometí que no llevaría el peso de la culpa… y ustedes prometieron que siempre estarían a mi lado —rememoró con una lágrima en su mejilla. —Oh, padres. ¡No imaginan cuánto los extraño! Pero juro que les traeré paz, les daré el descanso que tanto estaban esperando. Pronto… —susurró con su espíritu desgarrado mientras desenredaba de su muñequilla el collar de madera—. Pronto sabrán lo que una muerta es capaz de hacer… Ava Eiriz resucitará para ellos y, ¡oh, por los siete cielos!, que alguien me escuche. Haré que salden su deuda… El tiempo se avecina y serán juzgados con la verdad y así ustedes… así ustedes, madre… padre… podrán dormir, reír y seguir soñando hasta el día en el que vaya a visitarlos. Los extraño.

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