Ava

Ava


Capítulo 23

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Capítulo 23

Brisa marina

Hendiendo la realidad de los hechos actantes, Ava acababa de ser invitada por su propio esposo a avanzar al margen del balcón, presentarse ante los asistentes y declarar la verdad de aquellas cicatrices que la marcaban desde hacía bastante tiempo. Como resultado, en una impactante revelación, la señorita denunció a Trinidad y a Cirilo como viles asesinos ante todos los congregados de la noche. El asombro no tardó en llegarles y, dando claramente aquella celebración por finalizada, la gente comenzó a dispersarse, a pesar del tumulto que se generó, la ávida mujer y el párroco se marcharon lo antes posible y huyeron lejos del gran patrimonio.

Por fin, Ava había manifestado y puesto bajo luz cada una de las mentiras que ellos habían forjado desde tiempos remotos. Desde la cima de aquella glorieta vio como las renombradas familias de Cartagena salían atónitas y se marchaban agradecidas por la invitación, dejó caer sus brazos, suspiró tratando de relajarse y sintió la caricia de Idrís en su espalda. Luego él bajó por las escaleras y buscó a su hermano Abbas para concluir con aquella inolvidable reunión. Entonces, Ava dio media vuelta, miró a Leylak y le dio un abrazo. —Gracias… Fue difícil, pero ya todo ha terminado. Una nueva etapa comenzará a partir de ahora. Fi-sabi-lilla —le comentó Ava—. La justicia les llega todos.

—Jazak Allah khair, pero, Ava… Aún nada está sellado, lamento pensar esto, pero para mí este es el comienzo del fin. Que los ángeles de Alá engarcen mi boca y la arrojen al mar, pero vendrán nuevos nubarrones sobre ti.

—Ya no soy una niña, no soy esa joven atemorizada de antes… Gracias, Leylak, pero esta vez estaré preparada —dijo mientras terminaba aquel abrazo.

La ventisca entraba en aquella gran sala por las ventanas. El valioso cortinaje se zarandeaba en todas las direcciones posibles, ya con el gentío disminuyendo, la fila de elegantes carruajes se iba formando fuera de “Maktub” a medida que las familias de Cartagena regresaban a sus respectivos hogares. Los revoltosos bríos de aquel evento todavía se percibían en el aire y sin importale más nada, Ava se retiró el velo, caminó por los pasillos de la gran morada, suspiró, vio a Sahira y a Haala bajar a otra de las salas, ya que estaban acomodando el desorden, se acarició la gargantilla de oro, salió por una de las puertas secundarias y, corriendo hasta una de las torres del virgen vergel montañoso, se dirigió a la puerta de acceso, allí una joven la sorprendió por detrás.

En pocas palabras, mientras las servidoras y los hermanos Ássad se ocupaban del tumulto que había quedado allí dentro y de garantizar la salida de las carrozas, la joven de cabello ambarino no pudo tolerar más la presión que pendía sobre su cabeza y se fugó a la soledad del jardín, trató de entrar a una de las hermoseadas torres de estilo marroquí que ornamentaban el parque silvestre cuando, de sorpresa, Sofía se le presentó con desconcierto.

—¡Ava! Oh, por Dios, Ava… —Sofía contempló su rostro y, quedándose completamente quieta, esperó a ver cómo la joven se desmoronaba emocionalmente y corría a abrazarla.

—¡Sofía! No imaginas cuanto te extrañé —clamó temblando como una hoja otoñal—. Siento haber desaparecido, pero ya escuchaste lo que sucedió… Estuve todo este tiempo en África sin poder regresar. ¡Oh, Sofía, te quiero tanto!

—Ni siquiera sé que decirte, esto es demasiado, ¡Ava! —gritó ya separándose—. ¿Es eso verdad? ¿Somos hermanas?

—Sí —afirmó cogiéndole las manos—. Somos hermanas, lo descubrí ese mismo día que fui a tu casa, pero luego Cirilo y Trinidad me atacaron.

—Oh, santo cielos… ¡No imaginas cuanto lloré por tu muerte! Aún no puedo creerlo. No sé ni por dónde empezar. —La joven dio media vuelta miró al cielo y prosiguió—. Cuando terminamos de escucharte mi padre Lorenzo rompió en llanto y se fue. ¡Él no sabía nada!

—Lo sé, Sofía, no te preocupes… Aquí los únicos culpables fueron tu madre y el cura. Lo importante es que todo salió a la luz. ¡Pero dime, por favor! ¿Qué fue de tu vida durante todos estos años?

—No ocurrió nada trascendental… —confesó—. Yo sigo igual que siempre, leyendo, tejiendo y visitando algún que otro lugar. Mis padres no han hecho nada importante, pero mi hermano… Lo siento, Ava, pero luego de tu muerte Jesús estaba irrecuperable, nunca imaginé que un hombre podría amar tanto, pero al poco tiempo la crisis azotó nuestra familia y él aceptó casarse con Jazmín. Incluso ella ahora está embarazada. Pero al aliarnos con sus padres mi familia pudo construir “El ariete de hierro”, una nueva hacienda. ¿Y tú, Ava? ¿Qué te sucedió?

—Pues… Cuando escapé de la granja me encontré con Idrís… Él me cuidó y me llevó a Fez donde a los pocos meses nos unimos en matrimonio. Ellos me enseñaron las costumbres y las creencias del Islam. Por suerte pude adaptarme y fue hace poco cuando decidí, junto a él, regresar aquí a Cartagena y enfrentar la verdad. ¡Necesitaba hacerlo! No podía permitir que continuaran engañando a todos.

—Hiciste bien… —Sofía extendió sus brazos y le dio otro abrazo—. Desde el primer día sentí algo especial por ti, y es que éramos hermanas, algo dentro de mí lo decía… Oh, Ava, somos hermanas. A partir de ahora todo cambiará.

—Solo pude acostumbrarme al dolor. —La dama le correspondió con aquel abrazo, respiró con profundidad, cerró sus ojos y siguió—. De todos modos, a pesar de lo que me sucedió sabía que había ganado algo muy valioso, y eso eras tú… tú y Jesús; los hermanos que siempre quise.

—Tenemos mucho de que conversar, Ava… Y tú ahora estás casada, pero vendré. Mañana o pasado vendré a visitarte y seguiremos platicando. ¡Nunca más volveremos a separarnos, jamás! — exclamó con tesón—. Mi padre debe estar muy mal, iré a consolarlo. Y a partir de ahora… a partir de ahora le declararé la guerra a mi madre, Trinidad pagará por lo que hizo a esa mudéjar, a ti, y a tus padres en la granja —culminó, caminando de regreso a una de las carrozas mientras Ava extendía su mano y la saludaba con emoción.

Finalmente, Sofía partió sola, ya toda su familia se había ido de aquel patrimonio. Evidentemente estaba desconcertada frente a todo lo que acababa de oír durante esas mismas horas noctívagas y más aún su padre Lorenzo, quien había descubierto, luego de tantos años, que una hermosa hija había sido concebida entre los escondrijos del bosque y que su vil esposa había querido, en un arrebato, hacerla desaparecer hasta ese momento en el que el destino se les reía en una espontánea jugarreta de la vida.

Los minutos seguían desperdigándose en lo incierto y nadie lograba quitar aquellas imágenes de su cabeza. Lo ocurrido en la fiesta iría de boca en boca por todo el distrito, lo que se había revelado había causado asombro a todos los asistentes. En la cima de la torre, Ava cantaba en soledad, en tanto las refulgencias del éter se reflejaban en sus verdes iris.

La magia deambulaba en cada esquina de aquel maravilloso jardín a los pies de las colinas frondosas. En armonía las sinfonías siderales acompañaban las luces del nirvana que se propagaban ante el albor de las constelaciones y, oyendo sus propios pensamientos en lo alto de la edificación, la señorita de rizos amarillentos continuó cantando con serenidad a medida que el tiempo parecía no avanzar. Su dulce voz daba eco entre las pilastras encorvadas de la torrecilla, su fino ropaje de seda danzaba con los impulsos del viento y, siendo testigo de los hechizos luminosos que se manifestaban en el cielo, permaneció en paz tratando de resumir todo lo que había sucedido hasta que Idrís apareció a los pies de la elevada construcción.

El caballero Ássad marchó por el césped, acomodó su ropaje holgado, y se arrimó a la edificación e irrumpió en el silencio de aquella noche embebida de nigromancias.

—Hace mucho tiempo no te oía cantar… —susurró él—, Ayuni… Eres la gracia que me dio Alá. La dama que me da sustento en la vida, shukran jazeelan —clamó mirando su silueta desde allí abajo.

—Canto para darle paz a mi mente… Para regalarle pequeños segundos de tranquilidad. Tal vez si canto, pueda callar las penumbras que hay en mí.

—Oh, habibi, todo ocurrió según lo planeado. ¿Te encuentras bien?

—Aiwa — respondió sin siquiera inclinar su semblante—. Tengo la vista fija en el horizonte. Tengo miedo de que el destino quiera jugar conmigo otra vez. Leylak me dijo que este sería el comienzo del fin, ¿tú también lo crees así, habib?

—Maktub, está escrito… Solo Alá conoce nuestro camino, él traza y borra nuestra senda según sus intenciones. A él le debemos todo. —Idrís alzó sus manos, se arrimó al borde de la torre y vociferó—. Oh, amada mía, mies de mi eterna felicidad, aljibe brotado del desierto, luciérnaga de noche sombría… Ven conmigo a descansar, mañana la magia diurna nos despertará con regocijo.

—Lo haré, habib… Pronto iré a dormir a tu lado, pero si me permites… —añadió observando los bordes de las colinas frondosas desde allí arriba—. Si le das el noble permiso a tu querida ghazala, si le das la grata autorización de salir por unos minutos a pasear en soledad, ella será muy feliz… Oh, amado mío, latente espíritu de mi corazón, ¿me das la oportunidad de ir a pasear bajo la calidez de la noche? Tengo mucho por meditar. Y no os preocupéis, cariño mío, Alá me cubrirá con su fanal luminoso para ir y venir a salvo.

—Hazlo, querida mía… Hoy haremos una excepción, tu alma necesita reencontrarse —culminó el caballero Ássad con plena confianza en su esposa mientras se despedía, daba media vuelta, regresaba al ostentoso palacete y la dejaba nuevamente sola allí en la cima.

Teniendo el aval de su fiel esposo, Ava aguardó un par de minutillos, bajó, percibió los aromas silvestres que impregnaban el ambiente, se colocó el velo cubriéndose el cabello y caminó hasta la caballeriza del patrimonio, se detuvo delante de un trabajador y le indicó que debía llevarla a cierto sector de Cartagena. De este modo, el muchacho cogió las sirgas del carruaje, amarró los dos corceles por delante y esperó a que la señorita Ássad subiese, así, emprendió viaje a las inmediaciones colindantes del centro urbano.

El trayecto se hizo lento y, vislumbrando los pasajes de la ciudad a través de la pequeña ventanilla que estaba ubicada al interior del refinado armazón, la dama iba advirtiendo los detalles de Cartagena: las farolas de aceite ardiente, los toldos de venta, la guardia cristiana en ciertas esquinas, las ornamentos en hierro corroídas por los céfiros salados y las pocas personas que todavía estaban despiertas. Casi que no había nubes grises aquella noche en lo alto del cosmos y, viendo el espejismo de las estrellas en sus propios adornos de oro, Ava acarició su cabello, ajustó su velo, rozó la diadema marroquí que suspendía con sutileza entre sus ojos y le indicó al trabajador que se detuviera al margen del camino, descendió del carro y le solicitó que regresara al patrimonio. Al ver como el carruaje se distanciaba hasta extraviarse por el camino, la embelesada joven dio media vuelta, respiró con profundidad y, sintiendo aquel peculiar aroma, avanzó varios pasos hasta subir a un pequeño montículo de tierra y quedar de pie frente a la inmensidad del océano.

Ava había marchado desde el dominio de los hermanos Ássad hasta la ribera de olas batientes. Al llegar, finalmente, a la playa que daba sobre el tumultuoso mar de Cartagena, se despidió del carruaje y caminó en vasta soledad, se dirigió con emoción hasta donde sus pies se hundían entre las arenas.

Las pequeñas gotitas del mar alcanzaban a elevarse y a salpicarle el rostro mientras la brisa salada zarandeaba las terminaciones de su delicado atavío. El tiempo simulaba detenerse a su alrededor y, llegando al borde de las aguas, la dama se descalzó, sintió la arena entre los dedos de sus pies, caminó hacia adelante y mojó sus tobillos. Dejándose llevar por la esencia de su ser, gritó al viento, se retiró el velo y elevándolo con ambas manos lo sostuvo mientras sus extremos se sacudían de un lado a otro. Aquella escena era en verdad digna de recordar, así, contemplando los límites del éter, allí, sobre los horizontes del océano, cerró sus párpados y navegó en su auténtico mundo de ensueños. Inesperadamente, un resoplido le acarició el cuello.

Percibiendo que algo le aguardaba por detrás, bajó sus muñequillas, soltó el velo al viento y, al girar quedó pasmada al ver la imagen de su caballo Araél y a Jesús montado en él. Su corcel blancuzco acababa de aparecer luego de cinco años de ausencia y, sintiendo un increíble halo de esperanza, extendió sus manos, le acarició la cabeza, tembló y, al ver sus esféricos ojos negros sonrió con alegría. Sus últimos recuerdos de él eran cuando corría al bosque tratando de huir de las ardientes llamas del establo, luego de tanto tiempo, en un escenario teatral, Ava acarició su nariz y se emocionó cuando vio al joven Jesús.

—Oh, Jesús… Es Araél, lo trajiste hasta aquí, hubiera creído que estaba muerto. —Suspiró viendo también como Jesús descendía del animal y se acercaba a ella—. ¿Podrás perdonarme? —inquirió ya sintiendo el peso de sus ojos amarronados.

—Lo encontré a las pocas semanas aquí en las orillas del mar… Parecía, en ese entonces, que él esperaba por ti. No tuve más que cuidarlo —le contó—. ¡Oh, Ava! —exclamó cogiendo sus manos—. No imaginarías cuanto lloré por ti, cuanto sufrí, cuanto grité… Mi mundo entero se desplomó, ya nada tenía sentido. Habías sido mi cómplice en la vida. Pero ahora regresas de un día para el otro y cuentas todo esto, revelas todo lo que te hizo mi madre. ¿Por qué la vida fue tan cruel? Y terminamos sabiendo ahora que también somos hermanos, dime, Ava, ¿por qué no me lo dijiste antes?

—Es que… Jesús yo no… No podía Jesús, me sentía mal — dijo sin poder respirar—. Era demasiado para mí, ni siquiera podía asumirlo yo misma. Por favor compréndeme.

—¿Eras tú la del velo verde allí detrás del árbol en el cementerio, no es así? —preguntó él—. Ya habías regresado, me viste allí tendido sufriendo y ni siquiera quisiste hablarme. Deseaste mucho más que tu venganza sea perfecta antes que ir y buscarme.

—Jesús… ¿¡Que me estás diciendo!? ¿Acaso no escuchaste todo lo que me sucedió? —inquirió—. ¿Crees que fue fácil descubrir que Lorenzo es mi padre y que mi madre fue devorada por perros, crees que es fácil ver morir a quienes me cuidaron desde la niñez por culpa de dos asesinos? ¿Incluso crees que fue fácil para mí ser llevada a Fez y vivir cinco años en ese lugar aprendiendo sus costumbres? No entiendo lo que me dices, ya no sé quién eres.

—Soy yo, soy el mismo Jesús que conociste aquel día en el campo —indicó cogiéndola por los hombros—. Y ese es mi problema, te amo… Pero ya estoy casado con Jazmín, estoy esperando un hijo que ya lleva siete meses en su vientre y también descubro ahora que somos hermanos. ¿Qué más pretende de mí la vida? La verdad llegó demasiado tarde y la vida nos engañó, pero siempre estarás en mi corazón. —El muchacho dio media vuelta y caminó sobre las aguas del mar—. Araél es tuyo, llévatelo de regreso… Y pronto hablaremos cuando mi madre pague por todo lo que hizo, haré justicia por ti.

—Detente… —susurró ella viéndolo de espaldas—. ¿Puedo pedirte algo más?

—Dime…

—¿Me dejas darte un abrazo? —preguntó conteniendo las lágrimas.

—Puedes —contestó mientras ella se aproximaba por detrás, le cruzaba los brazos alrededor de la espalda y lo apretujaba.

El silencio se apoderó de ambos y, allí, al margen costero del mar, abrazados, Ava suspiró con nostalgia, sintió el calor de su abdomen, y, recostando su cabeza bajo los hombros de él, lo sostuvo durante algunos minutos más, en tanto la danza de su cabello oscuro le obstruía la vista hasta que, al fin, él siguió, separó sus manos y, tratando de no mirarla para no caer en la pena, avanzó al margen del mar hasta que las luces de las estrellas no fueron suficientes para alumbrarle el camino.

Sin más, Jesús se desvió bajo las efímeras sombras de la noche, dejando a la hermosa señorita en desconsuelo. Ella lloró, cayó arrodillada sobre las aguas, vio su propio reflejo en el mar y, al sentir por detrás los pasos de Araél, se puso de pie, acarició sus orejas, lo montó, se imaginó como en el pasado y permitió que sus emociones afloraran. Llenándose de valentía, cabalgó con todas las fuerzas posibles en lo extenso de la costa.

Las patas del caballo se iban marcando en la arena mojada y, paseando al igual que los espejismos de los astros, la dama y el fiel corcel se volvían a enlazar en aquella fuerte energía que los unía desde épocas remotas. Al mismo tiempo, algo dentro de sí le declaraba entre incógnitas que pronto habría un nuevo desenlace en la historia.

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