Ava

Ava


Capítulo 25

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Capítulo 25

Aguerrida partida

Sus brazos y piernas colgaban con placidez bajo aquel atavío oscuro que el Padre Cirilo solía llevar diariamente. La fragancia de la muerte impregnaba el frío aire de aquel templo y los guardias cristianos de la ciudadela inspeccionaban el sitio, asombrados, para determinar los hechos de aquel evidente suicidio.

Al parecer, las graves acusaciones de Ava lo había llevado a cometer aquel acto sin siquiera poder superar la realidad que lo acongojaba mientras que, en un descuido del pasado, él se había encargado también de hacerle llegar aquella epístola a Jesús: su hijo. Las soflamas de aquel escrito habían sido claras (“Ven después del atardecer donde Dios perdona tus pecados, acepta vuestras disculpas y conoce a tu verdadero padre.”), deduciendo que Cirilo era el verdadero progenitor del muchacho de iris amarronadas, los tres jóvenes comprendieron, a medida que escapan de allí y subían a los caballos, que el cura había tomado la decisión de confesar sus pecados ante Dios y perecer con intensión frente a la muerte.

Sin más, Ava, Sofía y Jesús subieron a los dos caballos y cabalgaron deprisa hacia las inmediaciones del patrimonio “El penúltimo sueño” que estaba a corta distancia. Yendo a toda la velocidad que les permitían los caballos, los tres jóvenes aún tenían sus pieles erizadas tras descubrir la asfixiante decisión que Cirilo había cogido aquella tarde crepuscular. Les era difícil comprender la nueva realidad que enfrentaban, pero sabiendo que, por fin, estaba emergiendo a la luz cada engaño del pasado, los tres jóvenes avanzaron en su fugaz rumbo por las calles campestres que conducían al dominio Esparza mientras platicaban con curiosidad sobre aquel tema.

En efecto, Ava y Sofía eran hermanas del mismo padre (Lorenzo). Sofía y Jesús eran hermanos de la misma madre (Trinidad). Ava y Jesús dejaban de ser hermanos, ya que no compartían ningún padre. Así pues y, entendiendo con exactitud la cuestión familiar, los dos corceles arribaron a la renombrada hacienda, ellos descendieron de un salto y, tras dejarlos con calma en el verde predio, ingresaron a la casa donde se toparon a primera vista con don Lorenzo.

—Padre… —suspiró Sofía acercándose a él—. Ocurrió algo grave que debes saber.

—No estoy para eso, ahora quiero estar en paz —dijo mirando en especial a Ava—. Descubrí cosas que jamás hubiese imaginado, aún no sé ni cómo debo actuar. Les pido un poco más de tiempo, recién regreso de la quinta. Quiero ir a dormir, la noche me llama.

—No, padre —Jesús se detuvo delante de él—. Ya no hay manera de que escapemos de esto, como recién te dijo Sofía, hay algo que debes saber.

—¿¡No ven, maldición, que no tengo cara ni para mirar a Ava!? Que ahora descubro que es mi hija, y que la vil mujer que tengo como esposa le causó la perdición a todo lo que ella amaba. ¿Qué coño les sucede? —gritó el hombre—. Esto me causa mucha vergüenza.

—¿¡Que está sucediendo acá!? —Jazmín apareció en escena sujetando su vientre—. Cariño —añadió corriendo hasta Jesús—, ¿qué son todos estos gritos? —preguntó mirando a las dos muchachas. —Entonces, escúcheme bien —dijo Ava con firmeza arrimándose al semblante de Lorenzo—. Usted contrajo matrimonio con esa mujer y ahora se hará cargo. ¡Y sí! Usted es mi segundo padre, porque el padre al que más amé se llamaba Oscar, y él me cuidó desde bebé. Pero nada quita aquí, señor Lorenzo, que ambos, tanto usted como yo fuimos engañados. Y no se preocupe, no debe tener vergüenza, a mí no me ha hecho nada. ¡Pero si quiere remediar la situación que aún intenta prevalecer, deberá subirse los pantalones y ser un hombre! ¿Sabe lo que ocurrió esta tarde?

—No. No lo sabe —añadió Jesús mientras Jazmín le acariciaba la espalda—. El cura Cirilo se suicidó. Entramos a la iglesia y estaba colgado de una soga, ya sin vida. ¿¡Pero sabes porqué fuimos hasta allá!? Porque descubrimos que él es mi verdadero padre. ¡Así como lo escuchas! Trinidad te engañó, soy hijo de Cirilo —reveló el muchacho con seriedad.

—¡Por la Virgen santa! —vociferó el caballero—. Ya no toleraré esto —dijo mientras cogía una gruesa varilla de hierro forjado del hogar—. Esa mujer se irá de aquí —culminó, subiendo por las escaleras.

Enardecido por la furia que brotaba desde su interior, don Lorenzo subió las escaleras con rapidez mientras los cuatro jóvenes avanzaban por detrás, cruzando varios pasillos llegaron, finalmente, a la puerta bloqueada donde Trinidad se refugiaba.

—¡Sal de allí errada mujer! —gritó su esposo—. Eres la peor calamidad que puede existir. ¡Y así como lo escuchaste! Ya sé que me engañaste con ese cura maltrecho. ¡Eres una ramera! ¡O mejor aún, como dicen en el burdel: ¡una puta! Vamos, sal de allí.

—Ten calma, padre —Sofía lo sujetó del brazo.

—¡Pero apártate de una vez! —vociferó lanzándola al suelo—. Ven Jesús, ayúdame a voltear la puerta —dijo mientras el muchacho se aproximaba y, juntos, golpeaban aquella portezuela cual ariete de la antigüedad.

Sin más, en el tercer intento la puerta se astilló y, luego de reventarla en infinidad de pedazos, ingresaron a la habitación y vieron a Trinidad, allí, sentada en los cojines del sofá.

—¡Puta! —gritó Lorenzo dándole con el hierro en la cara—. ¡Puta!

—Padre, no —clamó Sofía viendo a Trinidad en el suelo.

—¿¡Pero quién te crees que soy!? —inquirió la ávida mujer alzándose en un santiamén—. ¡Claro que te engañé! ¿Tan burro fuiste para no saberlo antes? —le preguntó con soberbia mientras la nariz le sangraba—. ¿Cómo no voy a buscarme a otro hombre si ni siquiera sabes hacerlo en la cama? Eres un hombre idiota Lorenzo. ¡Eres el estiércol que hay en los corrales de la gente pobre! —clamó con rabia—. ¿¡Y qué me miran, maldición!? —gritó frente a todos—. Tú, Sofía, eres una tonta caprichosa que aún no encuentra marido, tú, Jesús, eres un imbécil que se deja seducir por cualquier ramera, tú, Jazmín, eres igual que yo, una puta que se embarazó de mi hijo por dinero. ¡Dinero! Y tú, Ava… Debiste ver cómo quedó el cuerpo de tu andrajosa madre mudéjar después de que los perros la despedazaron, me di el gusto de escupirle la cara, o más bien, lo que quedaba de ella —concluyó. Ava se abalanzó sobre ella y la sujetó del cabello—. Grita todo lo que quieras, nada borrará tu pasado. ¡Nada!

—¡Ya basta! —exclamó Lorenzo separándolas—. Vete de aquí, Trinidad, irás a la calle.

Ava cayó al suelo entre lágrimas, Sofía y Jesús la ayudaron a levantarse y Lorenzo cogió a la vil señora del cabello y la arrastró por las escaleras. Así, el hombre bajó al piso inferior, abrió la puerta y salió al jardín, continuó empujando a Trinidad mientras los cuatro jóvenes marchaban por detrás y contemplaban la escena.

Incluso las servidoras y capataces que trabajaban en “El penúltimo sueño” se aproximaron a husmear cómo el importante hombre de familia, terminaba de forcejear con Trinidad, la tomaba por los brazos y la lanzaba sobre la tierra de la calleja exterior. De inmediato el hombre cerró el portón y, viéndola ya del otro lado, alzó sus brazos y gritó.

—¡Es lo que mereces! Ya vete de aquí, esta es mi casa —prorrumpió Lorenzo—. No regreses jamás. ¡Jamás!

—¡Maldito cobarde! —contestó ella poniéndose de pie y golpeando las rejas—. ¡Ya caerán! Pronto caerán —juró viendo como Jesús, Ava, Sofía y Jazmín se aproximaban al lado de su cónyuge—. Me echan a la calle como un miserable animal, sin nada. Pero esto no quedará así —volvió a golpear el portón, dio media vuelta y partió hasta perderse de vista al final de la calle.

—Hemos cortado la cabeza de la serpiente… —suspiró Lorenzo—. Esta familia por fin estará en paz —les comentó bajo la oscuridad de la noche—. Quizás la vida nos empiece a cambiar.

—Que así sea, padre —añadió Sofía dándole una palmada—. Que así sea…

Tras el paso de los minutos, ingresaron a la mansión. Aún estaban desconcertados por todo lo que acababa de ocurrir durante aquel día y, por eso, tomaron asiento por algún tiempo, platicaron y, como tenía que partir de regreso al patrimonio de su esposo Ássad, la dama de ojos verdes y cabello ambarino se despidió de su hermana, le dio un beso en la mejilla a Jesús, saludó a Jazmín y salió, no tardó en encontrar al corcel blanco, lo acarició y lo montó de un salto.

Araél relinchó al instante que la sintió saltar y, percibiendo como ella le sujetaba las sirgas de mando, dio un giro y caminó con lentitud. Ava todavía estaba estresada, pues esa misma tarde había descubierto que Cirilo era el verdadero padre de Jesús, luego había visto al cura muerto bajo la elevada estatua de Cristo, y había concluido en un aguerrido enfrentamiento con Trinidad.

Ava suspiró, intentó pensar en algún otro asunto de interés, acarició las orejas del caballo y cabalgó hasta el portón de salida, respiró, percibió los perfumes noctívagos, oyó el eco de algunos animales salvajes y, sintiendo la caricia luminosa de los astros danzantes, cuando estaba cruzando el arco la voz del señor Esparza llegó a sus oídos.

—¿Ava? —La detuvo don Lorenzo como anfitrión de la silente noche.

—¿Sí? —preguntó ella mirándolo desde lo alto del corcel.

—Tu madre estaría orgullosa de ti, era una mujer hermosa… Se llamaba Imâd.

—Gracias —le contestó con un nudo en la garganta—. Es la primera vez que escucho su nombre. Que tenga una linda noche señor Lorenzo, hasta luego.

—Adiós, Ava. Dulces sueños —ultimó el caballero viéndola cabalgar con bravura hasta esfumarse entre las vagas sombras.

Poco tiempo después llegó a la heredad de estilo marroquí. “Maktub” era un predio único allí en Cartagena y ella disfrutaba de la riqueza y de la comodidad que ese palacete le brindaba. Llegó pronto, guardó a Araél en la caballeriza, se despidió de él, avanzó bajo las tenues refulgencias del éter, ingresó a la mansión, saludó a Nasila y a Haala, bostezó, bebió un sorbo de agua en la cocina y subió a su cuarto. Percatándose de que era tarde, se acostó en la cama e imaginó que Idrís estaría con la oración nocturna especial, recostó su cabeza en la almohada, acarició sus piernas y se perfumó. Vagando con la imaginación junto a las llamitas ardientes de las velas de cera, oyó como su marido caminaba hasta la habitación.

Ava había estado ausente por varias horas. No estaba bien visto en aquella cultura que la esposa volviera de manera independiente al mismo tiempo en que los búhos cazaban bajo la oscuridad y las estrellas fugaces pintarrajeaban el cielo, pero salvaguardando el hecho de que Idrís no auguraba tradición por tradición, él caminó hasta el cuarto, la observó allí tendida y, forjando una sonrisa en su semblante se arrimó, la besó y le habló.

—Ayuni… Te has ausentado, ¿qué te ocurrió? —preguntó—. Sabes que te amo, pero no puedo tolerar esto sin respuesta alguna. Uhebbuka fi Allah.

—Sucedió demasiado —le confesó—. Mi corazón se aflige, pero ya hemos atravesado grandes nubarrones. Ahora te contaré en detalle, solo te iré adelantando que esta misma tarde murió el cura cristiano y Trinidad fue expulsada de su casa.

—Oh, mi querida ghazala… Mezian. Deberás descansar. Mañana será un nuevo día.

—Gracias, eres la lumbrera de mi prado oscuro —añadió ella— . El destino seguirá escribiendo sobre nuestras vidas, masha’Allah. ¿Sabes algo, Idrís? Hoy conocí el nombre de mi madre —comentó mientras él se retiraba los atavíos y se recostaba a su lado.

—¿Sí? Waja, waja. ¿Cómo lo supiste?

—Me lo dijo Lorenzo… Él la conoció —afirmó recordando sus palabras—. Me contó que era una mujer hermosa, y que su nombre era Imâd.

—¿Imâd? Radi Allah anha… Hermoso nombre en verdad. Oh, ayuni, siempre estaré a tu lado. Siempre. Nada te desamparará.

—Shukran. Te amo, habib —resopló apoyándole la cabeza en el torso desnudo.

—También te amo, habibi…

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