Ava

Ava


Capítulo 29

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Capítulo 29

Lo siento

Marcando la silueta de sus patas en la tierra húmeda, el corcel avanzaba con lentitud por aquel bosque fértil. La naturaleza se extendía en cada rincón del bello ambiente engalanando los detalles que allí regían, Jesús y Ava paseaban durante esa misma mañana de cándidos albores en los soterrados parajes de la fronda salvaje.

Las agrupaciones de altos árboles, los sumideros de agua cristalina, los pequeños cauces, las rocas cavernosas, el panorama de los cielos, las cortezas ahuecadas, la verde vegetación, las coloridas setas, las criaturas presentes y demás características daban armonía a dicho bosque. La floresta era variada en cercanía de las sierras y, allí, los muchachos ya habían adelantado bastante el recorrido del viaje.

Así fue que llegaron, en efecto, a un claro en medio de la frondosa vegetación donde el caballero recordaba la ubicación de aquel precario chamizo en lo alto de un árbol. Pues allí solía acudir de niño junto a su hermana Sofía, pero se sorprendió al ver la choza totalmente destruida por el evidente empuje de los chubascos, miró hacia abajo, sintió añoranza y, cogiendo la mano de Ava, detuvieron el caballo, descendieron de un salto, estiraron sus extremidades con alivio, tomaron un poco de agua, respiraron, conversaron y se sacaron el calzado para poder apreciar la suavidad del césped.

Suspendido en su cuello, la señorita llevaba el collar que su madre, Imâd, le había concedido con amor y, dándole una caricia con la puntilla de sus dedos, Ava se sintió como una fugitiva de la vida. Sin embargo, también podía afirmar que se sentía feliz. Aquellos momentos eran únicos para ella, así que mientras huía a lo incierto junto al hombre que conquistaba su corazón, sonrió, terminó de comer un delicioso fruto y, sacudiendo el polvo de las extremidades de su vestido oyó a Jesús que le hablaba.

—Indudablemente la casucha donde veníamos a jugar se rompió con el paso del tiempo —afirmó mirando hacia arriba.

—No te preocupes, Jesús, podremos dormir en el suelo —dijo asentando una manta a los pies del gran árbol—. ¿Acaso no es cómodo?

—Oh, cielo… —susurró—. No es lo que quería para ti, pero prometo que pronto llegaremos a Valencia, allí todo será diferente.

—Todo lugar será maravilloso mientras esté a tu lado, Jesús —acotó ella dándole un beso—. Lo que sí… La fruta se acabará pronto, así que ve y empieza a cosechar del bosque o… o ya sabes… —murmuró mirando a su caballo oscuro.

—Oh, no. ¡Aléjate de él! —exclamó dando una palmada en las ancas al corcel para luego oírlo relinchar—. Aquí nadie se lo comerá.

—¡Al fuego rodará! Será un arrollado exquisito —volvió a comentar entre risas.

—Aquí el arrollado serás tú, Ava —refutó metiendo su dedo en la boca del animal y pasándole a la fuerza la saliva en la cara.

—¡Oh, cielos, eres un asco! —gritó echándose hacia abajo—. Lo pagarás, Jesús.

Sin nada más por perder, Ava salió corriendo de allí, arrancó un trozo de musgo y lo arrojó sobre él.

—Te lo mereces —ultimó viendo su verde cabellera. —¿¡Por qué siempre te metes con mi cabello!? Ven aquí. —Dio un salto y corrió hacia ella—. ¡Ven aquí! —gritó en tanto Ava se fugaba entre los árboles.

El muchacho estaba a escasos metros de distancia y, sabiendo que las consecuencias serías duras en verdad, brincó encima de un tronco caído, esquivó un arbusto enmarañado, se inclinó bajo una ramada de espinos y siguió adelante, cuando Ava oyó sus fuertes pasos por detrás, luchó por darse prisa, pero Jesús la capturó de un brinco, la llevó contra el suelo y tapándole la boca con la mano izquierda la dejó muda, la puso de pie y la regresó junto al gran árbol.

—Ahora le pedirás disculpas al caballo —le dijo frunciendo el ceño.

—Maldición. No.

—Vamos. ¡Hazlo! —le ordenó poniéndola al lado de la criatura.

—Está bien… —asintió ya rendida—. Lo siento.

—“Lo siento, querido animal”.

—Oh, cielos, ¡no!

—Vamos o no te soltaré —le volvió a indicar.

—Lo siento, querido animal —citó ya mientras él la liberaba, le daba un beso en la mejilla y caminaba a los pies del árbol.

—Las raíces no son muy cómodas, pero serán un lindo colchón, ¿quieres descansar, Ava? A estas horas de la tarde la brisa es perfecta —añadió recostándose sobre la capa de frescas muscíneas.

—Te acompañaré… —aceptó sonriente—. Pero eso no quiere decir que dormiré —indicó ya acercándose a su lado para recostarse sobre las raíces, cerrar los párpados mientras algunos halos del sol atravesaban la copa de los árboles y sentir como él la abrigaba con sus fuerte brazos, le respiraba por detrás y le daba cosquilleos con la barba.

No fue necesario aclarar que a los pocos segundos ambos jóvenes pagaron vía directa al mundo de los sueños y, tranquilos entre los naturales musicales del bosque, descansaron durante largos intervalos hasta que con un peculiar roce en su mejilla, Ava comenzó a despertar, sintiendo a su vez un frío toque por encima de su rostro, al abrir los ojos, quedó pasmada al descubrir un pequeño jabalí oliéndole la cara y los rizos.

La joven dio un salto, Jesús se despertó del susto y la gorda criatura salió espantada del sitio mientras la dama se ponía de pie, lo señalaba y gritaba.

—¡Jesús! ¡Jesús! Un jabalí… —dijo desconcertada—. ¡Estaba a mi lado! —Se estremeció con pavor—. Ve y cázalo.

—¿Dónde escapó? —preguntó él.

—Hacia allá —respondió señalando con su dedo índice—. Allá detrás de los árboles —ultimó viendo como el joven cogía una cuchilla y salía detrás del animal.

Al parecer tenían la cena asegurada, solo era cuestión de aguardar un par de minutillos más para descubrir cómo se resolvía aquel hecho.

Ava caminó de un rincón a otro mientras meditaba en lo que podría estar haciendo Jesús. El tiempo desperdigaba su avance y sin ningún rastro de él o de la criatura salvaje, la señorita empezaba a preocuparse. Los minutos seguían virando en el olvido de aquel peculiar día y, sin más por hacer, dio tres vueltas en derredor al árbol, se tropezó con una de las raíces, siguió caminando, tomó asiento, oyó los sonidos vagantes y, sabiendo que en cualquier momento Jesús podría aparecer en escena, se echó hacia atrás, apoyó su espalda sobre un arbusto y esperó hasta que, por fin, el crujir de las hojas del suelo le hicieron saber que estaba cerca.

Se puso de pie, se desplazó entre la fronda y descubrió la imagen del caballero, con una chuchilla ensangrentada en una mano y el cuerpo de un conejo silvestre en la otra.

—Lo siento… —dijo riendo—. No pude cazarlo, pero encontré este animalillo —volvió a decir mostrando el cuerpo de aquel conejo.

—¿No eras tú un habilidoso cazador? Sofía solía contarme que acompañabas a tu padre al bosque.

—Justamente, querida mía… —murmuró ya arrimándose al árbol donde habían decidido acampar— “Acompañaba” —recitó—. Pero ya tenemos cena, ¿qué dices?

—Espero entonces que esté sabroso —asintió con una sonrisa mientras él dejaba los artefactos en el suelo y caminaba a un pequeño afluente para lavar sus manos.

De esta manera y compartiendo hermosos momentos, Jesús y Ava prosiguieron con la aventura que estaban sobrellevando aquel inolvidable día en las honduras del monte frondoso. Allí la vida se contemplaba en cada rincón: las aves, los insectos, los mamíferos, las plantas variadas y los árboles legendarios daban armonía al gran sector.

Ellos se sentían privilegiados en verdad de poder conllevar tan preciados instantes, así, las horas tiñeron la luz de oscuridad e impregnaron la noche con su inevitable presencia. Un búho los observaba desde unas ramadas caídas mientras dormitaban sobre las raíces sobresalientes del suelo.

Las brasas del fuego se convertían en meros ademanes de humo gris a medida que se apagaban luego de dar calor a la carne de aquel conejo. Sus trozos habían estado exquisitos y, por ello, después de degustarlo, comer dos frutitas pequeñas y beber agua cristalina del antiguo recinto natural, ambos jóvenes se recostaron abrazados y descansaron bajo el amparo de las gélidas miradas del cosmos.

—¡Oh, Jesús! —exclamó ella al despertarse de un salto.

—¿Qué te sucede? —le preguntó rodeándola con sus brazos.

—Fue otra pesadilla, perdón —atinó a decir cerrando los párpados nuevamente—. Ese jabalí me traumó.

—No te preocupes… —susurró dormitando—. Yo te protegeré, te quiero mucho…

Las sombras azabaches de la noche los abrigaban y percibiendo lo agradable que era estar allí enlazados por el amor que sentían, continuaron durmiendo hasta que la voz de Lorenzo Esparza se oyó con temor en la lejanía. Se levantaron sin preámbulo y, escuchando aquel desgarrados clamor al viento, no tardaron en divisar como el hombre se acercaba galopando a toda velocidad sobre uno de los caballos de la quinta.

—¡Jesús! ¡Corre! ¡Sal de aquí ahora! —lo alarmó cruzando entre los árboles—. Los han descubierto, descubrieron la ubicación. ¡Corran! —vociferó mientras una lanza atravesaba la panza del corcel y el hombre caía sobre las rocas del suelo.

—¡Padre! —exclamó el joven arrimándose a Lorenzo para luego cogerlo de los hombros, alzarlo y arrastrarlo junto al árbol—. ¿Qué ocurre, padre? Dime… —suspiró preocupado.

—Por favor, señor Lorenzo —susurró Ava con temor—. ¿Qué sucede?

—Los hombres del musulmán descubrieron que estaban aquí en el bosque —confesó viendo uno de sus brazos quebrados ante la caída—. Vienen a llevarse a Ava. ¡Corran!

—¡De ninguna manera! —Jesús la tomó a ella del torso, la apartó y mirándola a los ojos le habló—. Yo te protegeré, saldremos de aquí. ¿Dónde está mi caballo?

—Yalah, yalah, yalah, yalah —la voz de uno de los trabajadores llegó a sus oídos mientras conversaban y a continuación se sorprendieron al distinguir como más de siete caballos emergían entre la maleza y los rodeaban.

—¡Apártense de aquí, hombres malditos! —gritó Lorenzo con rabia.

—Inna lillahi wa inna ilaihi rajiun —comentó uno de ellos que, a continuación, alzó la afilada corva que cargaba y decapitó al afamado caballero Esparza.

“De Alá somos y a Él hemos de volver” fueron las últimas palabras que oyó don Lorenzo antes de perder la cabeza frente al incisivo desliz de esa peligrosa corva. Sin ningún miramiento los musulmanes acababan de asesinarlo y, viendo ahora como rodaba su cabeza entre las raíces del suelo, Ava cayó arrodillada sin poder decir una sola palabra y Jesús se desplomó entre lágrimas al ver como moría aquel hombre que lo había cuidado como un padre durante todos los años de su vida.

La daga curva se tiñó de rojo carmesí, los hombres tomaron, por la fuerza, a los dos muchachos, los arrodillaron lado a lado frente a la inmensidad expectante de aquella noche mientras Abbas se aparecía por uno de los laterales, caminaba entre los trabajadores, observaba el cuerpo sin vida de Lorenzo, al advertir el rostro pasmado de Ava, le dirigió la palabra.

—Mujer astrosa has devastado el heraldo espiritual de nuestra familia —dijo con firmeza—. Y ustedes hombres ineptos, con Idrís especificamos que nadie debía morir. ¡Merecen ir al infierno! ¡Mushkila!

—¿¡Por qué hacen esto!? —gritó Ava aún paralizada—. ¿Por qué, Abbas? Dime —lo cuestionó poniéndose de pie.

—¿Y aún lo preguntas? —inquirió enardecido de cólera—. Nuestra familia arderá en las llamas de la justicia a causa de ti. ¡Mujer tonta!

—¡Ya cállate! —Lo detuvo Jesús mientras empujaba algunos hombres hacia atrás y se le acercaba cara a cara a Abbas—. Vuelves a decirle algo y te arrepentirás —lo amenazó.

—¿Y crees que tú me asustas? —Abbas le hizo una seña a sus seguidores para que lo sostengan de los brazos—. Solo observa — añadió arrojando a la dama al suelo para luego cogerla del cuello y darle una bofetada.

—¡Detente! —volvió a gritar Jesús—. ¡Basta!

—Por favor, Abbas, no —dijo ella—. Déjanos ir —volvió a decir al tiempo que él la alzaba con sus manos y le daba una segunda bofetada.

—¡Te lo advertí! —Sin más y colapsado por la impotencia de aquel momento, Jesús se puso de pie, golpeó a uno de los servidores y, abalanzándose sobre Abbas logró arrojarlo al suelo, darle un puñetazo y rodar contra los árboles.

Frente a la pelea, el hombre marroquí correspondió con otro puñetazo, golpeó el abdomen del joven y cogiéndolo del cabello lo empujó a los pies de Ava. Aun así, Jesús se paró cuanto antes, le hundió el mentón de un golpe, le quebró la nariz con un segundo golpe, se arrojó encima de Abbas de nuevo y trató de asestarle un tercer puñetazo. En ese inestimado quebranto del destino, el dirigente Ássad retiró una daga de su bolsillo del pantalón y con fuerza le perforó el corazón al muchacho.

A continuación, el joven de largos rizos cayó con frío al suelo, sintió como la vida empezaba a escapársele con cada respiración que daba y, al ver en el reflejo de sus ojos la imagen de Ava arrodillada ante él totalmente inmersa en el llanto, extendió su mano, le acarició el rostro y le susurró por última vez antes de perecer ante la muerte.

—Lo siento, Ava… —suspiró allí tendido en el suelo—. Seré feliz en tus recuerdos. Estaré a tu lado cada vez que mires el mar al horizonte y el viento dé mención de nuestro amor —concluyó en tanto ella lo abrazaba y se perdía para siempre en la magia de aquellos preciosos ojos amarronados.

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