Ava

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Capítulo 7

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Los astros viraban por encima de aquel oscuro manto de nubes tempestuosas, las cándidas coreografías del éter se ocultaban detrás de las borrascas, y así la noche empezaba a doblegarse en los territorios colindantes de la ciudadela mientras Jesús y Ava se topaban. Sus errabundos espíritus volvían a tropezar en lo fantástico del vivir y, anfitriones de la noche, no tuvieron más que distinguirse entre las sombras para acercarse e irrumpir la paz de sus corazones.

El agua de lluvia se escurría por el cabello castaño del joven y el pañuelo largo que llevaba en su cuello en tanto las aves del bosque se refugiaban en sus diversos nidos construidos con lodo, palillos, paja e incluso espinos. Todavía no caía sobre ellos la inclemencia ventosa que se aparentaba en el cielo y existiendo incluso la posibilidad de que cayera pedrisco desde la opulenta nubosidad, ambos personajes sabían que los minutos les pisaban los talones.

—¡Ava! —gritó—. ¿Qué haces por aquí? Tan sola en este camino… —suspiró mientras un fuerte tronar le profanaba el aliento.

—Esta tarde visité a tu hermana… Así que estoy regresando a mi casa, pero el chubasco me ganó. ¡La lluvia fue más rápida que mi amiguito! —confesó dándole una suave palmada en la cabeza a Araél—. ¿Y tú, Jesús? ¿Qué haces por aquí?

—Salí de caza con unos amigos… Pero ahora ando buscando a mi padre, parece que la tierra se lo ha tragado a Lorenzo Esparza —comentó riendo—. Pero ven, te acompañaré hasta la granja.

—De ninguna manera, tú también debes regresar… Sé cuidarme sola, Jesús.

—Ya veo… —suspiró al distinguir los artefactos de tiro al arco que ella llevaba en el lateral de la montura—. Pero no me importa, iré detrás de ti. ¿Acaso puedes prohibírmelo?

—Me das pena, mi caballo es el más rápido de Cartagena, ni siquiera podrás acercarte.

—¿Quieres desafiarme? —preguntó el muchacho—. Tú serás la perdedora. —Extendió su mano con avidez—. ¿Aceptas mi apuesta?

—Perder no es gustoso… —ambos se estrecharon la mano con fuerza—. Yo te lo advertí.

—¡El primero en llegar a la calle de las moras gana! —gritó el caballero mientras ambos cogían las sirgas de mando de sus caballos, les daban un golpecillo con las piernas y emprendían sin más aquella estrepitosa carrera bajo la tormenta.

Las patas de los caballos se hundían con fuerza en la calle mojada. Llevando la ventaja, la joven Eiriz daba todo de sí para triunfar al final de la inusual carrera bajo la tempestad.

A cada paso que daban salpicaban más y más. Pues la lluvia desbordaba los márgenes de la calleja y todo se cubría de agua mientras que, en una fugaz demostración de agilidad, los jóvenes galopaban lado a lado con la única aspiración de cantar victoria.

Pronto, Ava o Jesús, llegaría primero a la calle de las moras, sin embargo, antes debían derrotar a su principal adversario (ellos mismos). Los caballos se tocaban, los jóvenes gritaban, esquivaban las ramas que caían desde los árboles, saltaban los cauces desviados y hasta trataban de golpearse ante el arraigado ímpetu de vencer.

La competencia se hacía eterna y, vislumbrando la meta delante, se prepararon para recorrer aquel último tramo con mayor velocidad cuando, en una inocente jugarreta, Jesús se paró sobre la montura, saltó al caballo blanco de Ava y juntos cruzaron el trayecto final. El árbol de moras quedó por detrás y siendo un empate, el corcel se detuvo, la lluvia siguió cayendo y de un salto ambos jóvenes bajaron a suelo firme.

—¡Eso fue trampa! —le gritó ella—. Yo hubiera ganado.

—No estaba estipulado en ningún lado —contestó Jesús—. Así que, triunfamos con el mismo caballo.

—Pues entonces disfrútalo —le dijo—. Esta será la última ocasión donde verás la victoria si es que estoy presente… Usted es un desdichado, Jesús Esparza.

—Y usted, señorita Ava Eiriz, es una…

—¿Soy una qué? —lo interrumpió.

—Una joven asombrada.

—¿Una joven asombrada? ¿Por qué lo dices?

—Lo sé. —ultimó el caballero mientras le cruzaba los brazos en derredor del abdomen, la empujaba contra su torso, le tomaba la cabeza con su mano derecha y la besaba sin previo aviso, en tanto la brisa tormentosa los mecía.

El tibio sabor de sus labios se fusionaba con una interminable sensación que los sacudía por dentro. Ava era una joven inexperta y en este, su primer beso, ella percibía toda clase de detalles como la humedad de su boca, la respiración de Jesús, los movimientos de su lengua y la fuerza que él hacía al empujarla con los dedos en su cabeza. Cuando se separaron, Ava sintió timidez y trató de dar media vuelta hasta que él volvió a sujetarla y la miró a los ojos.

—Detrás de un beso se esconden muchos secretos… ¿Me ayudarías a descubrirlos?

Jesús la acompañó con alegría hasta la vieja granja, allí, ella bajó del caballo, lo guardaron juntos en el pequeño establo y, en tanto las centellas alumbraban sus rostros, él le contó que en unos pocos días realizaría una fiesta, tras la reparación de “La quinta dorada” donde el fuego había destruido varios cobertizos de paja. El festejo en una de las mansiones de aquella quinta sería importante y, claramente, le hacía una grata invitación. Ava aceptó con una sonrisa y se despidieron con otro beso; Jesús montó su oscura bestia de carga y marchó hasta perderse en las sombras del territorio salvaje.

Nuevamente en soledad, la dama cerró la puerta del establo y corrió deprisa a la vivienda donde abrió la puerta, cogió uno de los candeleros que había quedado encendido, trabó la portezuela e ingresó a su habitación para descubrir a Natalia arrodillada bajo la ventana secando agua con un trapo.

—¡Madre! ¿Todo está bien?

—La ventana se abrió por el viento y la lluvia mojó el piso —le relató para luego alzar su vista y sorprenderse al verla allí de pie toda empapada—. ¡Oh, mi cielo! Te mojaste —dijo mientras se levantaba, corría a uno de los anaqueles y cogía varios paños secos—. Mi querida niña… —susurró cubriéndola con aquellas mantas.

—Gracias, madre. La tormenta fue rápida, con Araél no pudimos hacer nada —mencionó riendo—. ¿Oscar está bien?

—Tu padre cayó tendido en la cama… El cansancio lo venció, estuvo trabajando toda la tarde en el corral. Quería asegurar el techo para que las cabras no se mojaran con la tormenta. —Abrió sus brazos, la cubrió con otra manta y empezó a secar su cabello—. ¿Y tú? ¿Cómo estuviste en la casa de los Esparza?

—Bien, madre… Pero escúchame —dijo recordando—: Jesús me invitó a una fiesta que harán en unos días, necesito un vestido. ¿Crees que podamos reparar alguno?

—Mañana por la mañana iremos a la costurera, Alicia sabrá qué hacer —indicó encendiendo otra de las velas—. Pero eso será mañana, ahora, por favor, termina de secarte y ve a dormir ¡No quiero que te enfermes, mi niña! —clamó la mujer con preocupación—. Iré a prepararte un rico té.

Las horas se desperdigaron en lo inquebrantable del tiempo y con las sensaciones de aquel beso durante toda la noche en sus hendidos sueños, Ava durmió con absorta paz, mientras oía los bramidos de la tormenta y se acurrucaba entre las mantas de la cama.

Así, la alborada no tardó en emerger y en pintarrajear con un suave color aloque las primeras capas de aquel cielo oscurecido. La borrasca ya era parte del pasado y, al quedar como vestigio un simple grupo de nubes en la lejanía, las pajarillas podían volar y acoger un poco de sol en el plumaje. La vida volvía a resurgir tras los golpes de aquella noche. Y así, madre e hija viajaban en dirección al centro urbano.

Tenían que ver a la amigable costurera que modificaría uno de los ropajes de la señorita, y, por esa razón, iban hacia el pueblo sobre el caballo blanco, viendo las grandes edificaciones mientras la luminosidad del día entibiaba el ambiente. Se elevaba el sol en los límites del horizonte y, al arribar, finalmente, a la morada de la zurcidora, Ava detuvo a Araél, bajaron de un salto, lo amarraron junto a un pequeño árbol y llamaron a la puerta.

Alicia no las hizo esperar y en menos de un lapso salió de su casa, las saludó con un abrazo y las invitó a pasar. La mujer tenía toda clase de telas colgando, remendonas de madera, agujas de coser, parches amarronados, hilos negros, pequeños adornos forjados, dediles de todos tamaños, percheros doblados e infinidad de reglas métricas. La vivienda estaba en perfecta armonía con el mundo de la costura. Alicia les ofreció, con cordialidad, asiento en uno de los sofás.

La mesa, los estantes, las pequeñas sillas y los bordes de las ventanas estaban cubiertos de trapos de toda clase. Su casa era un completo desorden. Aun así, la mujer no le dio mucha importancia, les ofreció jugo a ambas invitadas y tomando descanso junto a ellas entre los artefactos que estaban encima del viejo sillón siguió conversando.

—Esos malditos gatos gritaron toda la noche en el tejado —refunfuñó la mujer de cabello enmarañado—. Vienen a buscar a una de mis gatas que está en celo. ¡Los odio! ¿Por qué no van a la casa de los otros vecinos y listo?

—¿Y cuántos gatos tienes, Alicia? —preguntó Ava—. En la última ocasión, recuerdo que eran siete —comentó con extrañeza.

—Diecisiete gatos tengo ahora… Son mi obsesión —confesó la costurera—. Mientras acariciaba a uno de ellos en el sillón.

La vivienda también estaba repleta de gatos, gatos y más gatos que dormían en todos los rincones. Ellos caminaban, saltaban y correteaban entre las telas, los anaqueles, la madera de la cocina, las ventanas y hasta deambulaban por el tejado.

—Nosotros, como mucho, tuvimos dos… Pero ya murieron — recordó Natalia—. ¿Entonces, todo marcha bien por aquí, querida amiga?

—Sí, Natalia, todo está en orden, pero vamos. ¿Qué necesitan para el vestido? —preguntó en tanto Ava recogía los atavíos que había traído y se los mostraba.

—¿Crees que podrás arreglarlo? Lo necesito en unos días, será para una gran fiesta. ¡Por favor, Alicia!

—¡Pero, niña! ¿¡Acaso no sabes con quién estás hablando!? Claro que sí, no tendré ningún problema… Tu vestido quedará como nuevo e incluso, lo dejaré mucho mejor. ¡Serás más bella que las princesas del norte!

—Es bueno poder contar con tu ayuda —dijo Natalia dando una palmada en su regazo—. Gracias, de verdad…

—No será nada amiga, pero ya basta de tanta plática… Esta noche me pondré a trabajar de lleno con este vestido —añadió poniéndose de pie para colocarlo encima de la mesa junto a las reglas métricas—. Cuéntenme de ustedes. ¿Qué es de tu vida con Oscar?

Las dos mujeres eran amigas ya desde hacía varios años y, como tenían mucho para dialogar, comenzaron a exhortar un sinfín de palabras y antiguas anécdotas de sus vidas al tiempo que allí, presenciando la escena, Ava las oía, acariciaba alguno de los gatos que por allí cruzaban, pensaba en su vestido, recordaba las lindas palabras de Jesús, rozaba sus senos con la mano, al apreciar el paisaje urbano que se advertía desde la ventana, no dudó en pararse, sentarse al borde de aquel tragaluz y testificar la cotidianidad de aquella villa costera.

Los mercaderes ambulantes pasaban ofreciendo sus diversos objetos como velas de cera, candeleros de mano, afilados cuchillos, cucharas, cuencos de madera, manecillas labradas, utensilios de cocina, pequeños espejos, tinteros, plumas de escribir, broches de hierro, cordeles resistentes e infinidad de condimentos y especias naturales traídas tanto de España como del norte de África: ramilletes de azafrán, hinojo cortado, mostaza en polvo, jengibre molido, macis, canela, cilantro molido, nuez moscada, semillas de anís, pimienta de cayena, cúrcuma, pimienta blanca, clavo de olor entre tantos otros. Así como también había comerciantes de pescado fresco, calabazas, frutas variadas, hortalizas, leche de cabra, leche de vaca e incluso, carne de ave.

Las ofertas en Cartagena eran ofrecidas tanto para la adquisición por vía de trueque en las calles o directamente en una tienda urbana o toldo a las afueras del distrito. Así pues, la encantadora señorita Eiriz contemplaba aquellos movimientos cotidianos a través del cristal del vetusto ventanal cuando por fin su madre y la sastra se despidieron.

Ava planificó acercarse durante los próximos días a retirar el ropaje, se despidió de Alicia, acarició a uno de los gatos y marchó nuevamente hacia Araél, mientras la mujer las saludaba y cerraba la chirriante portezuela. Madre e hija subieron al corcel y emprendieron el regreso a la granja. Tres palomas batieron sus alas en vuelo sobre las orejas del caballo a medida que la joven lo hacía caminar por delante de las estatuillas hasta que a continuación, sus pupilas se dilataron al contemplar como a un lateral de la calzada, doña Trinidad Esparza descendía de un elegante carruaje.

De manera inevitable los ojos de la fatua mujer se toparon con la joven y su madre. Expuesta ante la situación, Ava no pudo más que detenerse, suspirar, mimar a la criatura de cuatro patas y pensar cómo reaccionar ante el apriete en que se hallaba. Fue de este modo que movió su mano, sonrió con falsedad y saludó a la desagradable señora de importante nivel social.

—Buen día, doña Trinidad.

—Ava… Pertinaz situación —murmuró la mujer—. ¿Qué haces por aquí? ¿Has venido a conocer la ciudad?

—Vine a solucionar ciertos temas pendientes… —contestó—. Ahora si me disculpa, debo proseguir.

—Me parece perfecto, yo debo ir a la iglesia. ¿Acaso las mujeres no tenemos pecados por confesar? —inquirió con soltura.

—Claro que sí —respondió Natalia—. En este mundo abunda el pecado, es fácil saberlo cuando se habla por experiencia —indicó entre risas—. Adiós, señora.

—Que tengan un grato viaje —les deseó Trinidad—. Pero aguarden, miren lo que tengo aquí —agregó retirando una manzana roja desde el asiento del carruaje— ¿Sabes qué es? Es una manzana —indicó dando un mordisco al fruto—. Se las regalo, disfrútenla… —ultimó lanzando la manzana a las manos de la agreste mujer—. Hasta luego.

Cerrando sus puños con fuerza, Ava volvió a sujetar las riendas de mando y marchó galopando hacia los senderos que conducían al monte, mientras la señora de opulento vestido de tiros largos daba media vuelta y caminaba a las escaleras de la entrada a la iglesia.

La brisa sacudía sus cabellos e, ignorando la situación que acababan de vivir, se dirigieron con prisa al campo. Aún debían concluir con aquel día que recién estaba empezando y seguir presenciando los hechos del destino. Minuto a minuto la historia de sus vidas se iba hilvanando entre disímiles secretos y asperezas del pasado, no podían siquiera imaginar que los verdaderos conflictos todavía estaban lejos de originarse.

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