Ava

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Capítulo 8

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En un miramiento de destellos literarios, el gran día por fin llegó en las bases del relato que pronto sorprendería con hechos inimaginables. La festividad estaba pronta a realizarse y, luego de su viaje a “La quinta dorada”, la señorita Ava descendió del carro que uno de los vecinos le había ofrecido para llevarla hasta el lugar. La joven, ataviada con el vestido que la costurera le acababa de reparar, estaba relumbrante en aquella noche de luna llena.

Con su silueta delgada, ella dejaba ver los detalles del hermoso ropaje color turquesa. Tenía largas mangas decaídas, un ceñidor con cordeles en la espalda y una larga falda acampanada dividida con dos secciones de lienzo. Alicia le había prestado una gargantilla con una piedra celeste y dos blancuzcas zapatillas que quedaban cubiertas con las terminaciones de aquel largo atavío. Así, Ava se destacaba por la singularidad de su belleza y por los delicados movimientos que solía usar para expresarse.

Las familias más acaudaladas de Cartagena habían acudido, ya que aquella ocasión era digna para las grandes jerarquías de la ciudad. Ingresando a la ostentosa residencia de la quinta, Ava se detuvo delante de un espejo de pared para contemplar así la delicadeza de su rostro, los bucles de su cabello y la gargantilla que decoraba su cuello. En un pausado eco, llegaba a sus oídos el bullicio de las diversas conversaciones y la música que armonizaban los instrumentistas contratados. Dio un giro y entró a la sala principal donde se podía ver a las damas y a los caballeros pasear de un rincón a otro, en una de las esquinas doña Trinidad mostraba uno de sus últimos cuadros adquiridos del arte bizantino.

Se sentía extraña en aquel lugar, no conocía a nadie para conversar y no sabía cómo comportarse durante el tiempo que todavía quedaba. Era evidente que la magia de la vida no bailoteaba en aquellos escondrijos y, yéndose a uno de los pasillos laterales, la señorita suspiró, aceptó un bocadillo, siguió mirando a la nada misma, prestó atención a la música que resonaba y se alegró cuando divisó a la joven Sofía que se acercaba.

—¡Qué gran sorpresa! —exclamó la muchacha—. Qué bueno encontrarte aquí.

—Gracias, Sofía… La verdad es que no podía rechazar la invitación.

—¡Hermoso tu vestido! —exclamó viendo aquella tela—. Pero ven, te presentaré a los invitados —comentó—. Jazmín aún no ha llegado, ¿vienes? —preguntó extendiendo la mano.

—Claro que sí, gracias.

Ambas jóvenes comenzaron a caminar en aquel amplio salón. A medida que recorrían el lujoso sitio iluminado por ostentosos candelabros iban saludando al gentío presente y a quienes recién daban arribo hasta que Sofía le estrujó la mano con una sonrisa.

—¡Allí está mi padre! ¿¡Quieres conocerlo!?

—Claro, sería un honor —respondió la muchacha mientras las dos caminaban al lateral de una pilastra y llegaban junto al hombre.

—Padre, ¿cómo estás? Quería presentarte a una buena amiga — dijo mientras el señor Esparza se daba media vuelta y se asombraba al verlas—. Ella es Ava Eiriz, vive aquí en la ciudad… Y él… él es mi padre Lorenzo Esparza. Dueño de este gran patrimonio —los presentó mientras Ava recordaba a aquel hombre que había visto hace algunas noches en el cobertizo bajo la tormenta, abusando de una esclava negra. Ava se echó hacia atrás, vio los ojos sorprendidos de Lorenzo y tratando de disimular la situación lo saludó.

—Encantada de conocerlo —dijo en tanto él se inclinaba y le basaba los nudillos.

—El placer es mío —respondió el hombre con tensión mientras le suplicaba con la mirada que todo quedara en el olvido.

—Bueno, entonces ven, Ava. —Sofía la cogió de la mano—. Te presentaré al resto de los invitados.

A pura complicidad, ambos decidieron guardar silencio y continuar como si nada hubiese ocurrido aquella noche de borrasca. Tratando de evitar que más problemas se sumaran en sus vidas, los dos personajes nublaron sus recuerdos. Ella lo había descubierto en aquel acto vergonzante. Él había sido apuntado en la cabeza con arco y flecha y obligado a huir bajo las centellas.

De todos modos, lo interesante era que ahora los dos decidían ignorar aquel hecho, Ava era presentada como amiga de la familia gracias al sostén que Sofía le brindaba, pero, al mismo tiempo, por dentro, su cabeza estallaba al haber descubierto que aquel vil hombre, era en verdad Lorenzo Esparza, padre de Jesús.

Lo que menos deseaba era entorpecer la situación y bordeando la realidad con la hipocresía, la dama continuó platicando con ciertos invitados. También iba descubriendo, a medida que caminaba, distintas personalidades de la ciudad. Entre ellos estaba, incluso, el Padre Cirilo quien, al verla, no dudó en darle un cortés saludo y en preguntarle por el bienestar de su padre, Ava simplemente sonrió, le fijó la mirada y siguió caminando.

Mientras los músicos daban armonía al ambiente, la servidumbre atendía a los asistentes, las dos jóvenes platicaban en una de las esquinas, doña Trinidad continuaba mostrando sus valiosas obras de arte a las mujeres presentes, nuevos bocadillos se traían y Lorenzo hablaba con algunos importantes cabecillas de familia, Jazmín llegaba a la reunión.

Las tres bellas jóvenes hablaron sin preocupación de los temas que habían quedado pendientes aquella tempestuosa tarde de té. Ava, Sofía y Jazmín platicaban con agrado en una ronda de cómodos sillones al exterior de la galería principal. Allí la brisa circulaba con infinidad de aromas salvajes e iluminadas con la tenue luz de las antorchas ubicadas a la intemperie, las señoritas estaban inmersas en la tranquilidad mientras las horas noctívagas se desperdigaban y el joven Esparza al fin daba arribo a la celebración.

Las terminaciones de su largo ropaje rozaban las escaleras de aquel patio secundario a medida que se deslizaba por las escalerillas de ingreso, sus dedos bailoteaban en el aire al ritmo de la orquesta, Ava dio por terminada una conversación al ver que la señora Trinidad se acercaba por los pasillos exteriores, no había dudado en dar una inocente excusa para esquivar la situación. Por ello, la joven volvió a entrar a la sala principal; allí, los congregados caminaban de un lado a otro, la música resonaba con mayor fuerza, la llamita ardiente de los candeleros no se agitaba con el viento, los servidores ofrecían bocadillos y bebida, don Lorenzo platicaba con importantes patronos y algunos invitados coqueteaban entre ellos.

Se sentía sola en aquel inusual lugar y, pensando que lo mejor sería distanciarse, suspiró, acomodó los cordeles de su vestido y, mientras nadie la miraba y cruzaba por detrás de unas antiguas pilastras en dirección a una de las portezuelas secundarias, una mano la sujetó del brazo y la empujó para atrás. Percibió como el mentón de un hombre se le asentaba en el hombro izquierdo, trató de ver de quién se trataba cuando otra mano la tomó por la derecha, le mimó el cuello, le acarició el cabello y resoplando por detrás de su cabeza le habló.

—No pude evitar perderme en tu perfume cuando entré a esta sala —dijo oliendo los rizos de su cabello—. Gracias por venir, Ava, estás hermosa.

—¡Jesús! —clamó dando media vuelta—. La gente podría vernos —añadió en tanto él le cogía las muñecas.

—¿Por qué las mujeres siempre son tan precavidas? —se preguntó acorralándola contra la pared—. Les encanta fingir su eterno desinterés… ¿Por qué no admiten que también las atrae aquel juzgado placer? —volvió a preguntar bajo la sombra de aquella columna labrada—. Tus ojos no podrán engañarme… —murmuró besando su cuello.

—Ya, Jesús —susurró ella apartándolo con delicadeza—. Por favor, aquí no.

—Entonces ven… —El joven la cogió con cuidado de la mano derecha, caminaron por el viejo pasaje, dieron paso bajo el arco de la puerta y marcharon al jardín.

—¿Dónde me llevas? —inquirió Ava ante la luminosidad de las estrellas errantes.

—Pronto lo descubrirás.

El arcaico arcón astral se abría en aquella noche desperdigando sus infinitos dibujos en lo amplio del campo sideral, donde incontable cantidad de constelaciones y quimeras del universo navegaban a lo inexorable de los altos rincones. La magia nunca terminaba su flujo en los inalcanzables bríos del éter y andando ante su ostensible vislumbre, ambos jóvenes se detuvieron en medio de aquel jardín, se miraron a los ojos y, aislados en medio de aquellas pintarrajeadas sombras, Jesús alzó su mano y le acarició la mejilla.

Aquel escenario era en verdad singular. Estaban de pie sobre un fino manto de césped, rodeados de tres grandes árboles, una fuente de agua cristalina con enredaderas en su estructura, y nacientes lisonjas entre la hierba. En las aguas danzantes de la fuente se espejaba la obra refulgente de los cielos. En aquel bello parque, él y ella oían el derrame del agua, encandilados con las luces flotantes, percibiendo las fragancias naturales del rocío nocturno.

—Bonito jardín —acotó con timidez.

—“La quinta dorada” es perfecta, sus tierras son de gran fortaleza —añadió Jesús—. ¿Y qué estuviste haciendo antes de que llegue? —curioseó.

—Pues… Me recibió tu hermana, luego me presentó a los invitados y… ¡Y hasta conocí a tu padre! —recordó con un nudo en la garganta—. Luego llegó Jazmín y las tres conversamos por aquí en el jardín.

—Yo tuve un contratiempo, justo antes de venir rompí uno de mis zapatos —dijo riendo—. Pero ya todo está bien… Gracias por venir, Ava. —El joven se movió y asentó los hombros en la corteza de un árbol— ¿Así que conociste a mi padre?

—Claro, Sofía me lo presentó… Parece ser un buen hombre —masculló.

—A primera vista suele intimidar, pero en el fondo es realmente bueno. A veces suele hacer tonterías, sin embargo, como padre, ha sido el mejor —ratificó mientras arrancaba una hojita de las ramas—. Y ya basta de hablar de esto. ¿Cómo estás tú, Ava? ¿Qué me quieres contar?

—No tengo mucho para decir —aclaró tratando de buscar un tema de interés—. ¡Es increíble que siempre me quede sin voz cuando preguntan esto!

—Me sucede lo mismo —comentó con una sonrisa—. ¿Y el otro día cómo llegaste después de la tormenta?

—Oh, cielos. ¡Fue genial esa noche! Nunca lo olvidaré Jesús —añoró con alegría—. Los dos llegamos empapados a la granja, y después que te fuiste entré a mi hogar y mi madre estaba limpiando el piso, justo la ventana se había abierto y el agua entraba. —Rio—. Ella me ayudó a secar y luego traté de dormir, aunque debo admitir que me fue imposible después de aquello.

—¿Aquello?

—Sí… aquello —atinó a responder—. La sorpresa que tú me diste bajo la lluvia. ¿O ya lo has olvidado?

—¿Cómo podría olvidar eso? —preguntó— ¿No fue hermoso?

—Pues… pues sí. —Suspiró con sus mejillas sonrojadas—. Nunca antes había besado a nadie, y me alegra que tú hayas sido el primero.

—Y el último… —murmuró y volvía a rozarle los labios—. Quiero tenerte para siempre, Ava. No te conozco hace mucho tiempo, pero el día en el que te vi sentí algo increíble —le confesó mientras ella se liberaba, lo abrazaba y volvían a besarse—. Dicen que el amor de un hombre es difícil de ganar, pero apuesto a que tú lo lograste desde el primer día.

—Entonces vivamos por siempre en aquel primer día… Esa será mi suplica eterna —ultimó bajo el coro de los cielos en un inolvidable apretujón de brazos, sin imaginar jamás que allí a pocos metros de distancia, doña Trinidad los espiaba en secreto.

Sin más por hacer y enardecida de cólera, la señora salió de allí a paso rápido, gritó en sus adentros, se mordió el labio inferior y, planeando una nueva treta, ingresó a la sala de fiesta y se perdió entre la muchedumbre. En soledad, Jesús y Ava siguieron platicando.

Sus espaldas estaban apoyadas en la áspera corteza y, contemplando el vuelo de una delicada luciérnaga, los ojos de Ava se encendieron al ver como Jesús le estrechaba la mano. Sus dedos se cruzaron y, en la paz de aquel bello escenario nocturno, ella suspiró, parpadeó y le asentó la cabeza en el hombro.

—En las noches solía escapar de mi habitación e ir al bosque… Sentarme allí y pensar, y cantar.

—Y soñar… —murmuró él.

—También soñar… Pero recuerdo que al principio trataba de escapar de mis pesadillas, luchaba por huir de aquella soledad que me afligía —confesó con añoranza—. Y así me fugaba al bosque, tratando de hallar consuelo, pero solo lograba encontrarme cada vez más sola. Noche tras noche huía del temor, lloraba en el vacío de las sombras hasta que cierto día me empecé a reconocer a mí misma —dijo tras un suspiro—. Comencé a acostumbrarme, a percibir las criaturas nocturnas que marchaban a mi derredor, a ver las plantas, los mismos árboles de siempre, el arroyo, las luces del cielo y la sinfonía de la naturaleza. Fue ahí, Jesús, que me percaté de que existen realidades mucho más importantes, que en verdad hay sensaciones dentro nuestro que no logramos descubrir hasta toparnos con ellas en soledad. Tal vez… tal vez, simplemente, creemos seguir el camino que nos fue destinado, pero también podemos decidir sobre él, ¿no lo piensas?

—Pues… En cierta manera creo que es así, somos el resultado de la vida que llevamos en el pasado, somos la respuesta de las propias penumbras que afrontamos —comentó el joven—. Y dime, Ava… ¿Qué más crees que…

—¡Jesús! ¡Jesús! —los interrumpió Trinidad—. Ven de inmediato, Jazmín tropezó y cayó, está muy herida ¡Ven ahora Jesús! —volvió a gritar su madre en tanto el muchacho daba un brinco y corría dentro de la vivienda.

De inmediato, la señorita Eiriz se puso de pie, sacudió su vestido con delicadeza y caminó en dirección al sendero de piedra que conducía a la vieja residencia. Trinidad se le acercó por detrás y la cogió del hombro.

—¿¡Que haces aquí, muchacha!? —inquirió dándole una bofetada—. Jesús está yendo a salvar a una joven que realmente vale. ¡Ya deja de intervenir en asuntos que no te corresponden! —clamó entre las sombras de aquel solitario lugar.

—Con todo respeto, señora, ¿¡Que le sucede!? —respondió acomodando los rizos de su cabello—. ¿Cómo se atreve? No soy su hija.

—¿Acaso osas responderme? —preguntó Trinidad—. Ni siquiera estabas invitada a esta mugrosa celebración, pero nunca más olvidarás este día. Te enseñaré a no meterte con mi familia y mucho menos con mi hijo —la amenazó mientras dos hombres aparecían al lateral del sendero junto al Padre Cirilo.

—El diablo siempre dejará su escoria aquí en la tierra para ensuciar a nuestros buenos hermanos en la fe —habló el cura en tanto los dos hombres la cogían de los brazos.

—¿¡Que está sucediendo!? —se alarmó Ava tratando de resistirse—. Por favor. ¿Qué les ocurre?

—Sabes muy bien… —murmuró la señora—. Yo los vi —ultimó para luego ver como los fuertes jóvenes la arrastraban fuera del jardín, le arrancaban el vestido con cuchillos y, totalmente desnuda, la empujaban al fango de la prestigiosa finca.

Ava estaba humillada en aquel escalofriante lugar, su desnudo cuerpo estaba cubierto de barro y viendo por delante como desgarraban su ropaje en trozos pequeños, trató de levantarse cuando el cura tomó una de las varillas de castigo y le golpeó las nalgas.

—Vergüenza. Vergüenza —mencionó el párroco mientras ella volvía a caer—. Vergüenza, por nuestro Señor. Vergüenza. —Ya basta por favor —suplicó rompiendo en llanto.

—Vergüenza. Vergüenza. Vergüenza —volvió a decir dándole con la fusta—. Vergüenza.

—Ya átenla —indicó Trinidad a los dos peones de labranza.

Sin más, los dos muchachos le hundieron la cara en el fango, la levantaron con fuerza y en una carreta de madera que estaba al lateral, le amarraron las muñequillas a ambos extremos, quedando con sus brazos abiertos en la parte trasera de aquel vetusto trasporte. La joven estaba atada a las maderas de aquel carro en desuso y sentía el peso de sus piernas que colgaban, a continuación desanudaron las sirgas que sostenían al caballo que Trinidad había mandado a colocar recientemente y golpeándole las patas, le indicaron que empiece a caminar arrastrando consigo la vieja carreta de madera desvencijada y a la joven atada a ella.

Los tobillos de Ava empezaron a raspar sobre el camino rocoso a medida que el corcel avanzaba, alejándose fuera de aquel lugar, la dama no puedo más que ceder a la humillación, romper en llanto y ver como se distanciaba la imagen de Trinidad y del Padre Cirilo, quienes ahora extendían su mano y la despedían con una sonrisa a medida que las ruedas del carro seguían virando.

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