Ava

Ava


Capítulo 10

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Gatos peludos, gatos gordos, gatos bermejos, gatos negros, gatos blancuzcos, gatos atigrados y demás eran los diversos felinos que Ava alcanzaba a distinguir en cada rincón de la residencia mientras platicaba con la habilidosa costurera. Las diecisiete criaturas saltaban, comían, maullaban, se rascaban, dormían y hasta ronroneaban a medida que la señorita le contaba a Alicia todo lo que sus padres acababan de relatarle.

La joven necesitaba ser escuchada por alguien de confianza y vertió, así, sus amplios sentimientos. De manera evidente el dolor le causaba momentos incómodos y se sentía ahogada por aquellas recientes verdades que parecían cambiarle el entorno, Ava entendía que gran parte de la vida que había atravesado durante esos años solo habían funcionado para disfrazarle un terrible origen.

Tomaban una jarra de jugo y platicaba acerca de aquel tema que había sacudido a la joven en los primeros intervalos matutinos.

—Pero ellos te aman, querida, siempre lo hicieron… De no ser por Natalia y Oscar no hubieras sobrevivido allí en el bosque. ¡Eres afortunada de tenerlos! —concluyó la señora de los gatos.

—Lo sé, Alicia… Los amo, ellos son en verdad mis padres. ¡Y siempre lo serán! —exclamó—. Pero es indudable que me sorprendió. Y como te dije recién, creo que lo más doloroso fue saber mi origen. Siempre me sentí atraída por la cultura musulmana, me parece brillante su vida e incluso me encanta leer los informes e historias del al-Ándalus y del actual Reino Nazarí. ¿¡Pero como puede ser que mis padres hayan muerto comidos por perros!? No lo puedo creer. ¡Eso es terrible!

—Claro que sí. ¡La Iglesia aquí no descansa! Su único objetivo es destruir a los mudéjares, y todos sabemos que la aceptación a ellos como trabajadores del cultivo es una farsa. ¡Nunca olvidarán la invasión del pasado! Solo es una excusa del norte para no iniciar otra guerra. —La mujer abrazó a una de sus mascotas y continuó—. ¿Y ese collar te lo hizo tu madre, verdad?

—Sí —respondió—. Natalia me lo dio esta mañana, dice que me encontró con él —añadió sujetando aquel cordón—. ¿Cómo habrá sido mi madre? ¿Habrá muerto en verdad a causa de los perros? ¿Y mi padre? Quizá sobrevivieron, Alicia… Tal vez sigan con vida.

—Oh, niña… No quiero desestimar tus esperanzas, pero cuando los soldados atacan nadie logra salvarse. Y los presa canarias son terribles cazadores. Lo siento…

—No importa, el destino se encargará. —Ava se puso de pie y caminó hasta la ventana—. Ya está anocheciendo, debería regresar y hablar con ellos. Les diré cuanto los amo.

—Gracias por venir, Ava. Gracias por tu confianza.

—No fue nada, Alicia. ¡Eras la persona indicada para hablar! Confío mucho en ti —dijo dándole un apretón de brazos—. Te conozco desde niña. Te aprecio mucho, en verdad.

—Y yo a ti… Eres la hija que nunca tuve. —Se despidió mientras la joven acariciaba uno de los gatos, revisaba su aspecto frente al espejo, daba un último abrazo a la sastra y se marchaba. Araél relinchó al sentir como la dama se subía a su envés y percibiendo las indicaciones del correaje, empezó a caminar a medida que el sol se arrimaba más y más a los límites del horizonte. La brisa tardía sacudía ya los cabellos de la hermosa mujer de orígenes musulmanes. Partiendo a las inmediaciones de Cartagena, ella iba advirtiendo los majestuosos paisajes que pintarrajeaban la vida habitual de aquel mágico territorio.

El corcel trotaba obedeciendo los movimientos de su ama y, viajando por los senderos del monte, Ava meditaba en silencio las palabras que junto a Alicia expresara aquella tarde de inolvidables descubrimientos. El sonido del viento llegaba a ella a través de los altos pastizales, los arbustos silvestres y hasta los muchos ciparisos que estaban al margen del camino. Todo trascurría en perfecta concordia y, ya próxima a dar arribo a la ubicación agreste, el asombro le llegó al instante en el que alguien saltó por detrás del corcel. Usurpando las cuerdas de mando, la acorraló entre sus brazos, ella no podía dar media vuelta para ver de quién se trataba, sintió como una mano le cubría los ojos.

El caballo se detuvo y ella no lograba forcejear contra aquel hombre, él la obligó a bajar, le dio un fustazo a Araél para que corriese de regreso a la granja y le destapó los párpados, Ava quedó estupefacta al distinguir el bello rostro de Jesús.

La joven se vio reflejada en los ojos almendra de él y, sintiendo otra vez un nudo en el estómago, intentó dar media vuelta cuando él la tomó con fuerza de la cintura le respiró cerca de las mejillas y sin decir una sola palabra se quedó mirándola como si de una escultura de hielo se tratase. Ava no sabía cómo reaccionar y, sintiendo el cosquilleó de los pastizales bajo la falda de su vestido, bajó las muñequillas, cogió las manos de Jesús e irrumpió en el habla. —¿Qué sucede? ¿Por qué has venido, Jesús?

—¿Eso me lo preguntas tú? —inquirió desconcertado—. Salíde la mansión y tú ya te había ido, te fuiste sin dejar rastro… Y esta mañana me acerqué a tu casa y me recibió una de tus amigas, me dijo que habías ido con tu padre. ¿Qué te sucede?

—No es nada… —suspiró caminando unas pasos para atrás. —¿Nada? ¿No sabía que la palabra “nada” significaba “todo”? ¿Qué te pasó en la fiesta? Vamos, dime… —se acercó y la volvió a coger—. Confía en mí. ¿Te ocurrió algo que deba saber?

—No —respondió con firmeza—. Solo me sentí mareada, me dolía un poco la cabeza y quise irme. Lo siento… Pero si me disculpas, quiero volver a mi casa. —Lo empujó nuevamente, dio un giro y empezó a alejarse por el sendero—. Adiós.

Viendo aquello, Jesús se hizo para atrás, subió a su oscuro caballo e irrumpiendo el galope se aproximó por detrás, la levantó del piso con un solo brazo y, acomodándola por delante de su montura, fue, lo más rápido posible, por un camino secundario, allí, en el campo.

—¿¡Dónde me estás llevando, Jesús!? —gritó.

—Ya deja de fingir y disfruta el camino —contestó al tiempo que el caballo corría con más y más velocidad por encima de los pastizales.

Las aves sobrevolaban la ventisca con diversas acrobacias. La fragancia de los campos impregnaba el aire. Las nubes se matizaban con los colores anaranjados del eminente ocaso. El oleaje del mar se oía poco a poco a la distancia. El sol besaba los límites del horizonte. El agua se estrellaba contra algunas rocas de la ribera. El corcel corría sobre la playa. Ava sentía a Jesús detrás de ella. Las huellas quedaban sobre la arena, finalmente, la pareja bajó del alto animal.

La imagen era esplendorosa, pues la inmensa estrella descendía con lentitud en los alejados rincones del cielo y frente a las interminables aguas de aquel tempestuoso mar, ambos jóvenes se tomaron de la mano, se sentaron sobre la arena y, oyendo el silbido del viento, comenzaron con la plática.

Ella aún estaba sorprendida, no había imaginado que el muchacho se le aparecería y que la llevaría hasta los márgenes de aquel azulado océano. Así, mientras avanzaba el crepúsculo y las líneas ambarinas del sol se espejaban de modo oscilante en las aguas movientes, ellos siguieron narrándose historias de su infancia.

—Eso fue muy gracioso —acotó Ava con una sonrisa—. ¿Y luego que ocurrió?

—Ahí terminó, por suerte el asunto quedó así —contó él—. Y tú, Ava… ¿qué hacías en la ciudad?

—Fui a visitar una buena amiga, una costurera. Necesitaba verla.

—Perfecto —dijo acariciándole el cabello—. ¿Sabes? Nunca conocí una joven como tú, me encandilaste con tu magia en el primer instante en que te conocí. ¿Lo recuerdas? —preguntó entre risas—. Ibas a todo galope. Como una joven sin control.

—¡Cielos! Qué vergüenza —recordó—. Araél nunca había hecho eso, me sorprendió… Pero por suerte, alguien estaba presente para rescatarme —mencionó recostándose en su hombro—. Gracias.

—“Ava Eiriz… Un gusto conocerte” —recitó recordando aquella plática.

—“El gusto es mío… Fue un honor rescatarte, Ava” —contestó ella también rememorando el diálogo de aquel día—. “Hasta luego, Ava… Quizás algún día el destino nos reencuentre”.

—“Capaz…” —dijo Jesús con voz femenina—. ¿Ves la realidad? —preguntó—. Desde el principio te hacías la interesante.

—Ya basta, eso es pura mentira.

—¿Una mentira?

—Sí.

—¿Y si te beso? ¿También será una mentira?

—Compruébalo —respondió ella mirándolo a los ojos. A continuación Jesús la empujó contra la arena de aquella playa y la besó.

Así, sintió la humedad de sus labios mientras él le besaba el mentón, el cuello y hasta le mordía la parte inferior de la oreja derecha. La dama trató de levantarse, le cruzó los brazos alrededor del cuello y en esta ocasión ella lo besó mientras Jesús se sentaba en el suelo y la levantaba con sus brazos sentándola sobre sus piernas.

No tardó en desajustarle el vestido por la espalda y dejar su desnudez al descubierto y, tomándola suavemente por los hombros la recostó sobre la arena, la miró con seriedad, remojó sus labios y arrastrándole las manos por la espalda hacia abajo le empezó a desajustar la falda hasta advertir la palidez de sus delgadas piernas. Sin más, el joven cayó encima de ella, le besó la boca, el mentón, los senos y hasta el vientre. Mientras ella le desabrochaba la camisa, sintieron el primer golpe del agua que comenzaba a subir.

La marea del océano iba ascendiendo de manera paulatina y, sintiendo el cosquilleo de las aguas, ambos enamorados sucumbieron al deseo mientras los pezones de Ava se erizaban al percibir las caricias de él. Así pues, el caballero terminó por despojarse de sus propias prendas de vestir, se puso de pie y, sujetando los tobillos de la dama, la arrastró en dirección al mar hasta donde el golpeteo de las olas era más seguido. Allí, la envolvió con sus piernas, le tomó las muñequillas contra la arena y, le susurró al oído mientras las gotitas saladas del mar le salpicaba la espalda. La joven gimió a medida que sentía aquella extraña tibieza en sus partes íntimas mientras una rara sensación de asfixia le impedía respirar con normalidad. Los muslos de Jesús se contraían, el paso de las venas se marcaba en sus brazos y hasta arqueaba su espalda con fuerza hacia atrás. Para ella era difícil describir aquellas sensaciones que la llevaban al límite del placer y, pudiendo exhalar solamente cuando él se lo permitía, ambos jóvenes continuaron así bajo la mirada del ocaso. Finalmente, las grietas del tiempo culminaron aquel acto y, quedando tendidos en el suelo (abrazados el uno al otro y salpicados con el choque del oleaje) no pudieron más que recuperar el aliento, perderse en la mirada del otro y cerrar la ocasión con un último beso.

Caminando aún con una ligera sensación de placer en su entrepierna, la dama dio media vuelta ya cerca de la puerta, miró a Jesús mientras se alejaba de la granja en aquel formidable caballo negro, liberó un nuevo soplo de aire, formó una delicada mueca en sus mejillas, verificó que Araél estuviese ya guardado en su pequeño establo y entró a la casa.

Las vigas del piso rechinaron a pesar de la lentitud con la que se movía y, en la cocina, abrió la placa de un estante, comió un bocado de pan, respiró aliviada y vio al costado un candil de mano con una vela que ya estaba casi derretida. Así, fue a otro de los anaqueles, cogió una vela de cera nueva, la cambió por la otra que se estaba deshaciendo con el calor de la efímera llamita y, sujetando aquel diminuto candelero con dos dedos de su mano, caminó al cuarto de Natalia y Oscar para luego abrir la puerta y verlos allí dormidos.

Los dos estaban durmiendo sobre la cama e incluso se escuchaba el ronquido de Oscar mientras se veía a la mujer con una almohada cubriéndole el rostro. Así, la dama entró con delicadeza, deslizó la cortina para que la luz de la luna iluminase un poco más el ambiente y, tomando asiento al extremo de la cama, les tocó sus pies y los despertó.

—Mi niña… —susurró Natalia al despertarse.

—¡Oh, Ava! —exclamó el hombre—. ¿Estás bien? Con tu madre lo lamentamos mucho, te pedimos perdón si fuimos bruscos al decirte la verdad.

—No hablen más, por favor —les pidió ella con delicadeza—. Siento haberme ido así, comprendo lo que hicieron y estoy totalmente agradecida. ¡Siempre fueron y serán mis padres! Los amo y los amaré… Gracias —concluyó rompiendo en llanto al tiempo que ellos se sentaban en la cama y le daban un fuerte abrazo—. Los quiero mucho, son los mejores padres que podría tener.

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