Ava

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Capítulo 13

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Efímeros destellos colmaban aquel grácil ambiente con el resplandor que escapaba de las antorchas apañadas por el fuego. Asemejadas a un toldo de alfarería con aceite y viendo aquella temida incandescencia a través del vidrio resquebrajado, la hermosa señorita se asustó, caminó hacia atrás, ayudó a Agustina a tomar asiento en una de las sillas y, consternada, contempló como Oscar iba a la habitación, cogía un hacha y con rabia se aproximaba al ventanal.

—¡Aléjense de mi granja! Malditos cobardes. ¿¡Quién se creen que son!? —vociferó dando un fuerte ademán con aquella herramienta de corte—. ¡Les abriré la cabeza si entran y tocan a mi familia!

—Oh, cariño… —suspiró Natalia corriendo a su lado.

Los enviados del párroco ya había rodeado la casa con horquillas, machetes y las ardientes lumbreras de fuego. Todo señalaba que Cirilo había informado a Trinidad sobre lo ocurrido allí en lo alto de la biblioteca y, como sabía que ese tema no podría fugarse de entre sus dedos, había perseguido a Ava hasta la estancia donde vivía junto a sus seres queridos.

En esta ocasión, la joven estaba acompañada de sus padres y de su amiga de la niñez. Nadie allí presente sabía aún cuales eran las pretensiones del vil hombre y de la adinerada mujer que, seguramente, los había enviado. En su mente paseaban las palabras que ellos habían expresado al desearle la muerte, entonces, llenándose de valentía, soltó la mano de su amiga, se acercó a otra de las ventanas y les gritó al ver la imagen del desconsiderado dirigente religioso.

—¿¡Por qué haces esto!? —lo interrogó—. ¡Mi familia no te ha hecho nada, ni siquiera yo!

—Eres una enviada del mal, has nacido a causa de la desolación… La penumbra acompaña vuestro paso, Ava. ¡Ni Dios ha de aceptarte! —comentó el cura—. Trinidad está muy enojada con eso que oíste, y yo también. ¡No permitiremos que tu calumnia siga dando yerro en Cartagena!

En ese instante uno de los hombres reventó la cerradura de la puerta principal, entró a la sala y empujó a Natalia al suelo. Alzó un machete sobre la afligida mujer cuando Oscar lo sorprendió por detrás, le incrustó el hacha de costado contra la oreja derecha y lo vio caer sin vida. La escena era terrible, pero sin detenerse el hombre de la familia dio media vuelta, avanzó hasta la puerta, la cerró y empujó uno de los anaqueles para bloquearla.

—Prepárense para caer. ¡Esta noche conocerán la consecuencia del pecado! —los amenazó Cirilo ya distanciándose de la ventana mientras allí en el interior de la casa, los cuatro se juntaban en medio de la sala y empezaban a oír el tumulto de vidrios y postigos rotos.

Con la cerrazón de las horas tardías la llama de las antorchas se veía cada vez con mejor nitidez y, percibiendo los hoscos perfumes del humo, Oscar supo que debía actuar cuanto antes. Así que fue de ventana en ventana tratando de bloquearlas con los estantes que había en derredor. El hombre demostraba intrepidez aunque por dentro, en realidad, estaba muy atemorizado frente a lo que estaban experimentando.

La granja estaba ubicada a las afueras del condado, largos trechos de monte rodeaban aquella edificación y sin vecinos cercanos a la redonda nadie podría acudir en socorro mientras los brutos trabajadores golpeaban las paredes y gritaban.

—¿¡Que haremos!? —cuestionó Natalia—. Necesitamos ocultarnos, cariño —le habló a su esposo.

—Que Dios se compadezca de nosotros… —murmuró el hombre viendo un resplandor amarillento en el techo de paja—. ¡Quemarán la casa! ¡Corran! —gritó cogiendo a su mujer e hija de la mano y yendo lo más deprisa posible al cuarto de la joven.

Agustina los siguió, fue la última en entrar y, cerrando la puerta vio también como más y más antorchas caían sobre la paja seca e incluso, algunas que atravesaban los huecos de las ventanas y aterrizaban sobre el suelo de madera.

—¡Oh, padres! Esto es mi culpa… —dijo Ava—. Lo siento mucho…

—No, mi niña. ¡Nunca más digas eso! —la retó Oscar—. ¿Lo prometes? Esto no es tu culpa, los responsables son Cirilo y Trinidad. ¿Me juras que no cargarás con culpa ajena? ¡Dímelo, por favor!

—Sí, padre… Lo prometo —respondió con temor en su mirada—. ¿Pero qué haremos ahora?

—Tenemos que huir –indicó Agustina—. ¿¡Pero cómo!?

—Yo sé cómo —Oscar se acercó a la ventana, movió el pesado mueble que acababa de colocar allí y les habló—. Saldré de aquí por la puerta principal y los distraeré ¡Ustedes salgan de aquí corriendo! —No, cariño. ¡No te abandonaremos! —replicó su cónyuge.

—¡Natalia, por favor! Cierra la maldita boca y escúchame —le gritó con fuerza—. Cuando yo salga por la puerta, ustedes abren la ventana y se fugan, ¿entendido?

—Oh, padre. —Ava le dio un abrazo—. Te amo…

—Y yo a ti, mi niña amada —atinó a contestarle con un beso en la frente—. Adiós.

Oscar salió de la habitación, corrió entre el fuego que empezaba a propagarse por la sala, empujó el anaquel que había puesto para estorbar en la entrada y, abriendo la puerta, recibió al primer hombre con el hacha en la mano. Mientras, allí, en la habitación, Ava se encargaba de deslizar los postigos y de ayudar a Agustina a saltar al exterior. Cuando trataba de ayudar a su madre una columna se desplomó aterrizando sin más sobre las piernas de Natalia.

—¡Madre! ¡Madre! —gritó con dolor—. Dame tu mano, te ayudaré a salir —dijo conmocionada mientras le cogía la mano y trataba de elevar la pesada columna.

—No, mi niña, es muy pesada. ¡Pero vete! ¡Vete ahora, querida! —le indicó viendo como las llamaradas llegaban a la habitación.

—¡No te dejaré madre! Te amo… Eres lo único que tengo, no imaginas cuánto te amo —clamó cediendo a las lágrimas—. Por favor, ayúdame a levantarte —siguió diciendo sin siquiera poder deslizar la gruesa viga de madera—. ¡Madre!

—Mi niña, ya vete… —Natalia extendió sus brazos, le dio un abrazo con todas las fuerzas que aún tenía, y observando sus ojos verdes con atención se despidió—. Por lo que más quieras en esta vida. ¡Vete de aquí y sé feliz! No fui yo quien te tuvo en el vientre, pero no existen palabras que decirte el amor que siento por ti… ¡Estoy orgullosa de ti, mi niña!

—No, madre… Por favor… por favor, madre, te lo suplico. — Se echó en su regazo.

—Nunca te abandonaré, Ava, siempre estaré a tu lado —terminó por decir cuando una nueva viga astillada cayó al suelo y más fuego empezó a propagarse por el cuarto.

Sin más opciones, la dama se levantó, dio un último vistazo a su madre y saltó por la ventana donde Agustina la estaba esperando. Los hombres, afortunadamente, no estaban en aquel lateral de la residencia y, corriendo en dirección a los árboles más cercanos, las jóvenes se tomaron de la mano, avanzaron por detrás de los arbustos, oyeron como el techo pajoso y las paredes de la morada se derrumbaban. Finalmente, por uno de los costados, la señorita presenció como todo lo que amaba perecía en aquella tragedia; Oscar caía muerto al suelo ante el ataque de los hombres, la casa se incendiaba por completo con su madre dentro, los animales del corral corrían en todas las direcciones e incluso, Araél se fugaba del establo que también empezaba a arder.

Sacudida por infinidad de emociones, Ava corrió al establo, revisó que ningún caballo estuviese allí atrapado, cogió el arco de tiro que había guardado en un rincón y lo aseguró en su espalda. En ese instante Agustina divisó un carro de madera al inicio de la calle. Sin más, ambas señoritas avanzaron con sigilo hasta el trasporte, se subieron y le dieron un fustazo al corcel para que huya mientras el padre Cirilo y los hombres se sorprendían al verlas escapar.

Su corazón latía sin detenerse; el mundo que conocía terminaba, finalmente, por desmembrarse en una infausta actuación del destino. Le era imposible descubrir los pensamientos que parecían apuñalarla por dentro, pero ante las pocas esperanzas de sobrevivir, guiaba a aquel corcel de riendas engarzadas al carruaje.

El camino se hacía estrepitoso con el cimbrón de las maderas, y con los saltos que daban las ruedas con cada piedra en la larga calleja. Las sombras nocturnas le dificultaban la visión a ambas, y, rogaban que el caballo llegase cuanto antes a la casa de los vecinos. De repente dos hombres montados a caballo emergieron al lateral del carro.

Las manos de Ava temblaban sin detenerse, Agustina gritaba, el corcel trataba de apurarse y los dos viles hombres golpeaban el carro con machetes. Los minutos parecían hacerse eternos en ese extenso trayecto por aquellos campos salvajes en la inmensidad de la noche.

—Sostén las cuerdas Agustina. ¡Sostenlas! —le ordenó a su amiga al pasarle las sogas de mando.

Así, se liberó de aquella tarea y, cogiendo el arco y una sola flecha que había alcanzado a rescatar, trató de posicionarse para darle un certero golpe en el pecho a aquel detestable hombre. Su cuerpo cayó sobre la tierra de la calle, pero como se había quedado sin flechas, Ava no podía enfrentarse al otro trabajador que ahora se les acercaba por el costado con una antorcha. El hombre reventó una carga de aceite detrás del carro, lo que provocó, sin más, que una de las ruedas se rompiera, el caballo se desestabilizara y el coche se fuera sobre el margen de la calzada hasta dar un tumbo.

Ava y Agustina parecían volar dentro de aquel armazón de madera astillada. Cuando se detuvo la dama de cabello ambarino sintió como las heridas le sangraban y abrió sus párpados, se percató de que estaban boca abajo en el suelo, vio cómo su amiga Agustina estaba desmayada con un trozo de hierro atravesándole la pierna y, sin poder hacer nada al respecto, oyó como el aceite se derramaba cerca del fuego. El humo también le imposibilitaba la visión y, tras varios actos fallidos por intentar despertar a su querida compañera de la infancia, no tuvo más que arrastrarse por el suelo y salir de allí dentro. En el momento en el que el caballo se fugaba al bosque aquel hombre que las perseguía la sujetó por el cuello.

—Maldito engendro. ¡Ven que te llevaré a la fuerza con Cirilo! —exclamó viendo como ella trataba de resistirse—. ¡Ya basta! — gritó dándole una patada en su abdomen.

—Suéltame. ¡Suéltame, por favor! —Él la tomó del cabello y, arrastrándola, se preparó para regresar a la granja—. ¡Suéltame! —volvió a exclamar Ava y a los pocos segundos vio un trozo punzante de la madera que acababa de explotar.

No dudó en cogerlo y en asestarlo en el tobillo de su perseguidor que se agachó y cayó arrodillado. De esta manera tuvo tiempo de pararse, empujarlo y dejarlo inconsciente al caer sobre una piedra en la calleja. Ya en soledad, Ava suspiró, volvió a presenciar el trágico entorno, oyó el chasquido del fuego en la carreta, se lamentó por Agustina y, sabiendo en las profundidades de su ser que era el momento indicado para fugarse, huyó en dirección al bosque, corrió entre la ramada de los árboles, entre las rocas, sobre los pequeños estanques de agua, sobre troncos caídos, sobre las resbaladizas capas de muscíneas y entre los altos pastizales sin adivinar jamás que por delante un hendido barranco aguardaba por ella.

Sus piernas cedieron a la presión de la bajada y rodando sin parar por aquella ladeada colina, la dama fue golpeando su cuerpo hasta llegar a la parte inferior y quedó tendida en el suelo. Oyó los ecos del más recóndito silencio, se asfixió por el peso de las oscuras sombras, sintió los rasponazos en su rostro y, finalmente, se arrodilló entre la hiedra a los pies del barranco. Aún no podía respirar con tranquilidad, el cuerpo ya no le respondía y luego de unos breves instantes, levantó su semblante, le suplicó piedad a la vida, sollozó y miró las heridas en sus manos. Al perder la vista en el frondoso horizonte de aquel campo silvestre, advirtió, bajo la bruma oscura de aquel lugar, la silueta de un hombre que poco a poco se acercaba a ella. Él se arrodilló, le acarició la mejilla y con pesadumbre en su alma, guardó la imagen de la joven en el reflejo de sus claros ojos cenicientos.

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