Ava

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Capítulo 16

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Las terminaciones oscuras de aquellos reservados vestidos se arrastraban en el suelo de las arcaicas ruinas a medida que ellos corrían en sus profundos pasajes llenos de misterio. Acababan de escapar de manera sorprendente disfrazados con aquel ropaje que los cubría desde la cabeza hasta los pies, Ava y Cristóbal habían logrado atravesar el largo trayecto del centro urbano.

Sus piernas y sus brazos temblaban por lo que estaban haciendo y sin siquiera haber podido contemplar la belleza que habitaba en los andurriales de Fez, ellos había caminado lo más deprisa posible. El distrito de la ciudad era una auténtica beldad. Como si todo se tratase de un gran sacrificio ornamentado para el Dios del Islam, los rincones del término se identificaban por la extraordinaria variedad de adornos, colores y aromas. El gentío caminaba de lado a lado, algunas aves volaban, los toldos se impregnaban con los diversos inciensos, algunos músicos alegraban las calles, una boda se festejaba al final de una larga calle, los velos danzaban por el aire, los aceites perfumados se abrían en exhibición, los religiosos caminaban al templo, muchos otros daban una de las cinco oraciones (alt) del día allí arrodillados en sus respectivas alfombras y algunos niños correteaban. Ellos dejaban todo eso en el olvido a medida que marchaban por los estrechos caminos, al interior de las abandonadas edificaciones.

El sol empujaba sus fuertes refulgencias en lo vasto del sector y, acompañando cada paso con diversidad de temas por acotar, él y ella trataban de entretenerse con el paso del tiempo mientras algo en su interior, les decía que Idrís y su ejército de seguidores debería estar buscándolos por toda Fez. Ya algunas horas habían pasado desde aquella demencial decisión y, como no podían regresar, lo único que les quedaba por hacer era seguir luchando, apresurar la marcha y llegar cuanto antes al supuesto navío español allí en las riberas norteñas de África.

—Y así fue como llegué… —le contó ella—. Nunca imaginé que viviría en estas tierras tan diferentes, es increíble.

—Y por suerte ya regresarás a España. ¡Los musulmanes son lo peor que existe! —añadió Cristóbal—. La Iglesia debería eliminarlos a todos.

—Yo no creo que sea así, son gente muy buena… A mí jamás me trataron mal. Simplemente me estoy escapando porque quiero vengar la muerte de mis padres.

—Claro, Ava, tienes razón. ¡Pero España padeció mucho tiempo por culpa de esos invasores! La sangre de nuestro pueblo se vertió a causa del Islam.

—Sus enseñanzas creen mucho en el amor y el respeto. —¿¡Cómo!? ¿De qué lado estás? Si tan buenos son, ¿por qué masacran nuestra tierra? —preguntó mientras atravesaban un nuevo compartimiento en las antiguas ruinas.

—Desde el comienzo de la humanidad siempre existió esta clase de revueltas. ¡No es nada inusual! —se defendió—. Claro que respeto y amo España, pero allí nadie es inocente Cristóbal. ¡La santidad se extinguió ya hace siglos!

—Como quieras entonces… —murmuró enfadado—. Créete entonces tu propio cuento. —El hombre siguió caminando, saltaron juntos una columna derribada y prosiguieron con el viaje—. ¿Y a que te dedicabas tú en España?

—Yo vendía dulces de frambuesas… Eran deliciosos —recordó—. Y mis padres eran granjeros, cultivaban la tierra, ¿y tú?

—Yo amaba cazar mudéjares al sur. ¡Odio a los malditos musulmanes! —exclamó mientras Ava fruncía el ceño, inclinaba su cabeza y seguía caminando—. Por eso me trajeron aquí, y en el camino se toparon con esa mujer… Mer… Merce… ¡Mercedes! Por eso fue un error, pero no importa. ¡Al fin escapé y todo gracias a ti! Ahora solo nos queda pisar nuevamente nuestras hermosas y fértiles tierras.

Fue cuestión de tiempo para que el sol cayera en las brumosas lejanías. Las arenas del desierto cercano ya empezaban a elevarse con la brisa tardía que erraba durante aquellas horas crepusculares. Decidieron, así, que lo mejor sería detenerse y descansar, ambos fugitivos se posicionaron al lado de un alto y solitario árbol, cogieron un pequeño recipiente de agua que habían hurtado durante la travesía por el centro urbano y bebieron algunos sorbos, humedecieron sus bocas, y, sintiendo el frío nocturno de aquel desierto, no tuvieron más que recostarse sobre el suelo arenoso y tratar de descansar.

Ava estaba arrepentida de haber hecho aquello, pues en un impulso de emociones había cedido a las promesas del hombre y al deseo de regresar a sus tierras sin siquiera pensar en las duras consecuencias o en el dolor que podría causarle a Idrís. Se sentía como una joven tonta, pero ya no podía regresar, solo le bastaba aguantar y ver cuáles serían las próximas eventualidades que el destino le presentaría.

Cerró sus párpados y a los pocos minutos su mente se rindió al sueño, estaba cansada luego de caminar y caminar. Aún faltaba un largo recorrido para llegar al norte y entre más tardaran, más probabilidades existían de ser descubiertos. Los burkas quizás ya estaban enterrados en la arena amarillenta del desierto, así que, reposando durante las horas noctívagas al descubierto de cualquier aventurero, se resignaron a dormir hasta el amanecer.

Las aves volaban en la oscuridad y algunos animales no perdían la oportunidad de cazar mientras ellos descansaban. Era más de media noche y el silencio se apoderaba de aquel desierto, los ojos de Ava se abrieron y distinguieron a pocos metros a Cristóbal orinando al costado del árbol. El dormitado hombre estaba de espalda, sostenía su miembro con ambas manos y terminaba ya de orinar aquel turbio líquido. La joven dio media vuelta, refunfuñó por lo bajo, suspiró y apretó sus puños.

—¿No podrías orinar más lejos? Maldición.

—Ya cállate, mujer, cierra la boca. —Cerró sus pantalones, se recostó en el suelo y siguió durmiendo—. Duérmete de una vez… —le susurró sin imaginar que a los próximos segundos un grito irrumpiría en aquel calmado desierto.

—¡Yalah! Yalah ¡Yalah! —oyeron en la lejanía como si alguien estuviese dando órdenes—. Yalah.

—Nos descubrieron. ¡Vienen por nosotros! —gritó Cristóbal poniéndose de pie—. Corre, Ava. ¡Corre!

Aquello se trataba en verdad de vida o muerte, las consecuencias de aquel acto sería terrible para ambos si llegaban a capturarlos, así que, poniéndose de pie, la dama miró a su derredor y vislumbró como en la lejanía un grupo de hombres se acercaba a toda velocidad.

Con pavor, los dos comenzaron a escapar en dirección a lo desconocido. Era difícil avanzar en la oscuridad de la noche, sus pies se hundían en la arena, pero daban todo de sí para huir lo más rápido posible. En efecto, uno de los hombres saltó sobre ella, la empujó al suelo y la dejó allí tendida mientras otros dos musulmanes golpeaban a Cristóbal en el estómago y lo obligaban a arrodillarse.

Siendo partícipe de una lúcida pesadilla, Ava abrió sus ojos y vio como Abbas se aproximaba con una corva de mano y en un santiamén, elevaba su brazo hacia arriba y al bajarlo con fuerza decapitaba al tonto hombre de un solo golpe. La cabeza de Cristóbal se incrustó en la arena amarillenta, la sangre se derramó. Su cuñado se arrimó iracundo, ella se estremeció y lo escuchó vociferar.

—¡Mujer absurda! —gritó Abbas—, has deshonrado a mi hermano. ¡Has ultrajado a la familia! Mushkila, mushkila… Mereces la muerte, eres la deshonra que describió el profeta. ¡Alá te condena! Wada’an… —finalizó alzando su brazo mientras ella elevaba sus manos y lo detenía.

—¡Alto! Detente, Abbas… —le suplicó—. Alá juzgará tu error. Ese hombre me secuestró, me trajo aquí a la fuerza. ¡Trató de convertirme en su esclava! Pero tú —añadió besando sus pies—. Tú me has rescatado, Alá te dio guía para que salves a la esposa de tu hermano. ¡Masha›Allah!

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