Ava

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Capítulo 20

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Cartagena era un territorio de abundante diversidad. En detalle, las sierras litorales de dicho término apiñaban una de las bases silvestres de mayor amenidad de la Península Ibérica. En la zona podían hallarse tanto especies españolas como africanas. La presencia natural era, de verdad, sorprendente, por lo que también se destacaba la presencia del ciprés de Cartagena, una conífera que solo crecía en el norte de África, la isla de Malta y allí en los parajes salvajes del distrito. Entre ellos, cabía mencionar otras clases vírgenes como la siempreviva de Cartagena, el rabogato del Mar Menor, la zamarrilla holgada, la manzanilla de Escombreras, el garbancillo, la varica de San José y la jara de Cartagena.

En cuanto a las criaturas vivientes, casi siempre lograban divisarse distintas criaturas como el zorro, el halcón peregrino, el búho real, el flamenco, el conejo, el águila real y el águila perdicera, la tortuga mora, el tejón, la garduña, el gato montés, el murciélago grande de herradura, la gineta e incluso, eran frecuentes los jabalíes. Dando atención al campo marino, en las aguas del Mar Menor, se vislumbraban varias criaturillas como las medusas y otras más habituales, como el caballito de mar, la anguila, el langostino, la estrella de mar o el pez fartet.

En pocas palabras aquel término era un regalo a los ojos de sus afortunados residentes. Viajando durante este nuevo día, Ava, Leylak y Haala iban en el interior de un donairoso carruaje sobre la calzada del centro urbano. Ya habían trascurrido varios días desde la mudanza inicial y, por eso, bajo autorización del cabecilla de familia, las tres mujeres visitaban, por primera vez, la zona central. La dama de cabello ambarino les iba enseñando y mostrando cada una de las edificaciones importantes que ellas desconocían, como el ayuntamiento, el cuartel militar, la casa del bibliotecario, el mercado (que en comparación a la medina daba angustia) y hasta la iglesia. Ambas mujeres de origen marroquí se escandalizaban con ciertas costumbres que allí se practicaban y citaban las frases del Corán cada media cuadra. Cuando pasaban frente a la sagrada ermita Ava le indicó al hombre que iba delante dirigiendo a los caballos que se detuviera.

—La casa de los cristianos… —se espantó Haala—. ¡ Haram, haram! Que Alá se apiade de sus almas pecaminosas. La-ilaha-il Allah.

—No, Haala —la detuvo Ava—. Ten paz, salam. Es la iglesia del pueblo, y el párroco que hay aquí, es ese hombre del que les hablé. ¿Lo recuerdan? —preguntó entre susurros.

—¿Cirilo? —indagó Leylak acariciando su cabello ondulado—. Ese hombre es el demonio del infierno. ¿Y qué harás aquí? —terminó de decir cuando un estornudo la hizo echarse para atrás.

—Alhamdulillah — comentó Haala.

—Alhamdulillah —añadió Ava según la costumbre cuando alguien estornudaba—. Pero no se espanten, solo bajaré y entraré al lugar, debo hacer algo. Y ustedes tienen que acompañarme, estaré envuelta en paños y con el velo cubriendo mi rostro, serán mis traductoras. Nadie debe verme y mucho menos escuchar mi voz.

—¡Que Alá se apiade de nosotras!

Fue de esta manera como ellas descendieron del elegante trasporte y, captando la atención de la atónita muchedumbre por sus ropajes, dieron un giro y avanzaron por las escalerillas de la iglesia. La mudanza de aquella millonaria familia era noticia en toda Cartagena. El gentío anhelaba la aprobación de los extranjeros y se rendía ante la gracia de los recién llegados. Así, Ava entró cubierta de velos en la intimidad de aquel monumento y pudo ver a su lado a muchas mujeres que en el pasado solían ignorarla, pero que, en ese momento, se inclinaban con gentileza, dejando al descubierto la hipocresía que allí regía.

Con un sustento de vívidos recuerdos, la joven recordó las ocasiones en las que había sido ultrajada por la opinión ajena e incluso, la vez en que el párroco la había humillado por su débil posición económica. De todos modos, ingresó por el pasillo central de la iglesia, Leylak a su derecha, Haala a su izquierda.

Caminaron hasta el sector delantero donde los halos que atravesaban el vitral pigmentado lo adornaban con su luz y, sintiendo la tibieza de aquellas líneas refulgentes, se detuvieron y Haala rezó en silencio el perdón de su Dios. Al presenciar como el Padre Cirilo se aproximaba por uno de los laterales, Ava elevó su semblante, trató de resguardar el rencor que sentía hacia él y rememoró el ataque que él había realizado sobre la granja de sus queridos padres, cerró sus párpados, respiró calmada durante algunos segundillos y, al percibir como se arrimaba más y más, hizo una simple seña a Leylak, ella se acercó para escucharla y comunicar el mensaje. Pues era lógico que nadie allí presente podría verla o escuchar su voz.

—Bienvenidas a Cartagena… —suspiró Cirilo con gallardía al alzar sus manos—. Dios se complace en aceptar gente como ustedes en nuestra comunidad. Su jerarquía es bien recibida. —A continuación, la joven se arrimó a Ava y oyó lo que ella le susurraba por lo bajo.

—Salam aleikum… Subhana-Allah — exhortó la joven—. También estamos contentas de venir acá, una fértil tierra donde no se priva a nadie de adorar a Dios. ¿No es verdad? —citó.

—Aquí en la ciudad todos son bienvenidos… Mi iglesia es un hospedaje para los desamparados, y para los agraciados como ustedes —indicó el cura mientras algunas mujeres de la alta sociedad lo escuchaban desde diversos puntos.

—Pues… —Leylak se arrimó nuevamente a la bella dama cubierta y la escuchó hablar—. Nosotras adoramos al único Dios verdadero: Alá. Ya-Allah… Pero nos alegramos al saber que su Iglesia acepta a los visitantes afligidos. —Ava hizo otra seña con la mano, Leylak se acercó, oyó y repitió—. Ahora si nos disculpa, debemos continuar, sin embargo, he de imaginar que necesita diezmo, ¿verdad?

—¡Oh! Sería un honor recibirlo, nunca lo solicitamos a nuestros devotos pero si ustedes se complacen en dárnoslo, ¡seremos muy felices! —añadió Cirilo con alegría mientras la joven mensajera escuchaba otra vez los murmullos de Ava.

—Claro que sí. Insha’Allah… Y por esa misma razón, lo invitamos a usted y a todas las mujeres aquí presentes a asistir, la próxima semana, a la gran fiesta que celebraremos en el Patrimonio “Maktub”, a los pies de las verdes colinas. Allí usted recibirá un gran diezmo, y también escogeremos una familia para enlazar pacto económico. ¡Que Alá los acompañe en su día! ¡Están todos invitados a la honorable festividad! Radi Allah anhum, alhamdulilah.

El párroco dibujó una sonrisa en su semblante, las señoras se emocionaron y, viendo como la gran mujer Ássad y sus dos compañeras se marchaban, comenzaron de inmediato a platicar sobre los vestidos y joyas que cargarían aquella noche. La apariencia que dieran durante la festividad sería importante, pues de eso dependería si Idrís aceptaba o no la alianza financiera, aun así, era ya a las afueras de la iglesia donde un pequeño sacramental se mantenía hace varios años.

Ava caminó con prisa hasta el mencionado cementerio, todavía estaba nerviosa por el reencuentro que acababa de sostener y, dándole las gracias a Leylak y Haala por la compañía que le daban, siguió caminando hasta llegar a las puertas abiertas del campo santo. Su velo parecía flotar con la ventisca e incluso, sintió el aroma penumbroso de aquel lugar, sacudió sus muñequillas y oyó el sonar de los adornos en oro que cargaba. Deambulando entre los altos árboles del sector, vio a Alicia, su antigua amiga costurera que con lentitud marchaba fuera del lugar con una canasta, dos gatos dentro del cesto, un ramillete de flores en la otra mano y un vestido oscurecido.

—Rápido. Haala, Leylak. Busquen a esa mujer antes que se marche e invítenla a la fiesta. No le hablen de mí —les solicitó. Ella vio cómo iban por detrás, la detenían ya fuera del cementerio y le hablaban. Yalah, yalah, yalah.

Cuando quedó sola, dio media vuelta, inclinó su mirada y, sabiendo que aquella era justo una fecha importante, empezó a buscar las tumbas donde debía estar el nombre de sus padres e incluso, su propio sepulcro. Justo ese día, se cumplía un nuevo aniversario de la tragedia. Solo ella sabía esa cruda realidad y, entendiendo que Alicia estaba allí seguramente para visitarlas y dejar flores, no dudó en caminar entre los senderos del luctuoso sacramental. En una áspera sorpresa del destino, a medida que caminaba tras un árbol, vio cómo, a corta distancia, Jesús se inclinaba delante de una lápida curva, dejaba un nuevo ramillete de flores marchitas y recitaba algunas palabrillas.

Pasmada, Ava no podía creer lo que sus ojos verdes estaban vislumbrando a través del velo. Su primer e insuperable amor se arrodillaba frente a la lápida embustera donde se anunciaba la falsedad de su muerte. Temblando en su interior, no pudo evitar quedarse detrás del árbol en secreto y oír las soflamas que él estimaba al viento.

—Oh, Ava… Aún lo recuerdo como si fuera ayer —dijo él apretando las flores—. Me prometiste que jamás olvidarías mi amor, que jamás olvidarías lo que siento por ti. Y ese es el problema, un día desapareciste, la vida te llevó de mí y aún estoy acá. ¡Tratando de oír tu voz otra vez, tratando de ver tu hermoso rostro aunque sea unos segundos! La vida me llevó también por otro camino… Pero te sigo amando, Ava, y lo haré aún después de la muerte… Mi corazón será tuyo hasta el día que el sol salga por el Oeste y se oculte en el Este. Te amo, Ava… Y es que todavía estoy aquí, trayéndote flores marchitas, al igual que mi alma, pero por favor, te lo suplico amada mía, nunca… nunca olvides que te quiero. Es y será por siempre tu promesa… no olvides que te quiero —finalizó ya poniéndose de pie para luego dejar aquellas ramitas, sacudir su hermoso cabello largo, rozar su barba y contemplarla detrás del árbol.

En sus ojos amarronados se reflejó la imagen de aquella mujer cubierta de paños y, percibiendo algo peculiar, el joven suspiró, bajó su mirada y no pudo más que dar un giro y marcharse de allí en silencio. Ava no pudo evitar resquebrajarse en el llanto, al ver como Jesús se alejaba, corrió hasta la tumba, se dejó caer y recogió aquellas flores con cuidado.

Él no había cambiado, lo recordaba igual solo que ahora tenía un poco de barba y estaba tan bello como siempre, entre las lágrimas una endeble sonrisa se forjó en su semblante y, sosteniendo el ramillete entre sus dedos, bajó la mirada, contempló sus propio nombre en la tumba, apretujó los pétalos resecos y se puso de pie, los soltó al aire y, viendo cómo se elevaban en una clara danza volátil, abrió sus brazos y sintió el empuje del viento.

—Fue mi promesa y nunca lo olvidaré…

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