Ava

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Capítulo 24

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Araél descansaba en la caballeriza de “ Maktub” mientras mascaba uno de los mejores pastizales que ofrecían a los caballos. En el interior de la vivienda, Ava descendió por las escaleras, cruzó por uno de los pasillos, saludó a Leylak, observó a su esposo y a Abbas orar sobre la alfombra, percibió el aroma de los inciensos y, cuando llegó, finalmente, a una de las salas secundarias, tomó asiento en uno de los confortables sillones y se detuvo a pensar.

Un nuevo día había iniciado y, viendo la coreografía de los pajarillos a través de los amplios ventanales, la dama trataba de meditar sobre los últimos acontecimientos de su vida mientras que con su mano derecha acariciaba la tapa del Sagrado Corán que había quedado a su lado. Las piernas aún le ardían un poco, ya que se había depilado junto a las mujeres durante las horas mismas del albor. Como había decidido descansar por algunos instantes, Ava se sentó con delicadeza, bebió un sorbo de té de menta y, resumiendo el final feliz que había tenido el día anterior, sonrió y cerró sus párpados.

Ya todos los engaños salían a la luz y Ava había podido reencontrarse y platicar con Sofía y Jesús, la joven se sentía firme ante lo ocurrido y más aún, al recuperar aquel blanco corcel que había dado por muerto. El caballero Esparza era a quien debía la vida de su querido Araél, pero tenía, antes, que superar los conflictos del presente, así que siguió meditando en la vida hasta que la voz de Haala llegó a sus oídos y la interrumpió.

—Marhaba, ¿se encuentra bien, señorita? —inquirió la habilidosa cocinera.

—Aiwa, waja, waja. Todo está perfecto, afwan. ¿Y tú, Haala?

—Muy bien, señorita, gracias al profeta esta casa está llena de luz… Pero necesito su atención —le dijo ya arrimándose por detrás—. Una joven acababa de llegar, quiere conversar con usted, ya la recibí en la sala. ¿Qué le digo?

—Iré de inmediato. ¿Cuál es su nombre?

—Soff… Sofía —respondió la mujer.

—Shukran jazeelan. Iré cuanto antes. —Ava se puso de pie y partió hacia la sala.

A medida que avanzaba paso a paso por el pasaje repleto de hermosos adornos, la joven de tez pálida intentaba imaginar las razones por la cual su hermana había decidido visitarla tan pronto y, llegando a la sala, vio a Sofía con un donairoso vestido turquesa, le dio un abrazo, la saludó y, mientras tomaban asiento entre los cojines de la colorida alfombra, comenzaron a hablar.

—¿Cómo estuvo tu noche, Ava? —le preguntó su hermana.

—Bien, salí a caminar un rato por el mar… y terminé reencontrándome con Jesús que también había ido a pensar. ¡Incluso me regresó a Araél! —exclamó con alegría—. ¿Tú, Sofía? ¿Cómo estuvo todo por allá?

—“El penúltimo sueño” ahora se trasformó en un infierno. Mi padre Lorenzo jamás regresó, se fue al campo toda la noche. El capataz me contó que estuvo llorando entre los fardos de la quinta y mi madre… Ella se encerró en al ático, ni siquiera ha abierto la puerta, le gritamos, la llamamos y hasta pateamos la pared, pero no sale de allí. Y la histérica de mi cuñada ya está planeando mudarse… Jazmín es una joven excelente, pero es lógico que quiera irse.

—Eres fuerte, Sofía… —acotó la dama.

—Las dos somos fuertes —atinó a decir—. Pero he venido por otro asunto, hermana, y es que esta mañana a Jesús le llegó una carta con un mensaje muy importante. Dijo que nos espera en la calle de las moras. ¿Podrías venir? ¿Debes pedir permiso?

—¿Un mensaje importante? —cuestionó—. Entonces iremos. Y no te preocupes por mi esposo… Idrís ahora está rezando, aparte no es tan arraigado a las costumbres como los hombres allí de Fez. —Ambas jóvenes se pusieron de pie y caminaron a la puerta de salida—. ¿Qué dices si vamos con Araél?

Percatándose del profundo déjà vu que habitaba los compartimientos de su noble espíritu, Ava montaba a su amado caballo mientras él corría con rapidez por aquella callejuela de tierra. Su hermana trataba de sujetarse por detrás para no perder el equilibrio y, oscilando a cada brinco que la criatura daba, las mujeres se aferraban aún con más fuerza en tanto vislumbraban en la lejanía los primeros árboles que indicaban la ubicación correcta. Estaban a escasos minutos de arribar donde Jesús les había indicado y, percibiendo también los golpes de la ventisca, ambas hermanas iban riendo y disfrutando el momento. Cuando por fin llegaron, se detuvieron, bajaron de un salto y se encontraron con el muchacho de cabello largo.

El joven Esparza bajó de su oscuro corcel, se acercó a ellas, las saludó con cordialidad y retirando del pequeño bolsillo de su pantalón una hoja de papel amarillento, lo desenvolvió y les comenzó a hablar.

—¿Cómo estuvo el viaje? —inquirió el apuesto muchacho.

—Muy bien, Araél es un caballo excelente —lo alagó mientras relinchaba.

—Aquí estamos, Jesús —habló Sofía—. ¿Qué sucedió? ¿Qué dice esa carta?

—Mejor léanlo con sus propios ojos —aconsejó mientras ella cogía el papel y leía en voz alta.

—“Ven después del atardecer donde Dios perdona tus pecados, acepta vuestras disculpas y conoce a tu verdadero padre”. —Leyó Sofía con desconcierto—. ¿Qué significa esto?

—Que en la iglesia de Cartagena está el verdadero padre de Jesús… —susurró Ava boquiabierta.

—Entonces… —murmuró Sofía—. Entonces nuestro padre no…

—No es Lorenzo —afirmó Jesús con seriedad—. Me fue difícil entenderlo, pero ahora todo concuerda —dijo él—. Trinidad engañó a Lorenzo, me tuvo a mí como su hijo y luego él se vengó abusando de la mudéjar… Esa es la más pura verdad.

—¿¡Pero entonces quién!? —Se alarmó Ava—. ¿Quién es tu verdadero padre?

—Tendremos que ir a la iglesia y descubrirlo —comentó alzando su rostro y viendo como el sol se ponía en los límites del horizonte—. “Ven después del atardecer donde Dios perdona tus pecados”.

—Vamos, no hay tiempo que perder. —Ava dio media vuelta, subió al caballo, esperó a que Sofía se sujetara por detrás. Una vez que él montó su corcel negro, no tardaron en coger las riendas y en emprender el galope a las profundidades de la ciudad.

Ava, Sofía y Jesús descendieron de los dos caballos, los amarraron con cuidado fuera del sagrado templo y, mirando la iglesia, suspiraron, intentaron serenarse y, al percibir cómo la luz de la inmensa estrella ambarina desaparecía tras el manto del océano, vieron como el ambiente se teñía de rojizo. A continuación se dirigieron a las escalerillas, pero la puerta estaba cerrada.

Durante el trayecto desde la calle de las moras, se habían cruzado con varias criaturas nativas de la región como zorros, conejos e incluso, un halcón, pero sin quitarle ya importancia al suceso actual, Jesús se adelantó, golpeó la puerta, aguardó un par de segundillos y, sin tolerar la curiosidad que aquello le causaba, abrió ambas portezuelas, avanzó cierta cantidad de pasos y, junto a las dos jóvenes, entró en aquel oratorio.

La oscuridad regía en el interior de la iglesia, solo se iluminaba con la tenue refulgencia que atravesaba las ventanillas de vitral pigmentado, caminando por el pasillo central, los tres jóvenes avanzaron poco a poco. El gélido aroma a encierro impregnó sus narices y, sin poder contemplar con detalle el entorno del arcaico recinto, prosiguieron con la caminata hasta que en un estallido de emociones, los tres se pasmaron al arrimarse a la plataforma de oración y advertir de manera escalofriante que, en la elevada estatua donde Jesucristo extendía su mano, el cura Cirilo se encontraba suspendido, ya sin vida, con una cuerda sujeta al cuello.

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