Ava

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Capítulo 31

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Un pájaro asentó sus patas al borde de la lápida grisácea mientras las hermanas arribaban al cementerio para visitar así la tumba donde reposaban sus seres queridos. En aquel camposanto yacía bajo tierra el recuerdo de las muchas personas de Cartagena que habían perecido frente a los duros designios de la muerte. Así, luego de descender del preciado corcel níveo, Ava y Sofía caminaron con delicadeza entre los pasajes de aquel antiguo sacramental.

Los días ya se había desperdigado en lo inquebrantable del tiempo y a escasos dos días de partir al puerto y navegar en un poderoso barco, ambas jóvenes decidieron que, antes de partir a la lejanía, darían un último paseo en las profundidades de aquel espacio de tristes memorias. Finalmente, Idrís había aceptado la petición de su cónyuge y Sofía marcharía junto a ellos a la gran mansión de la familia Ássad en el seno de Fez. La dama sin dudas tendría mucho por conocer y por aprender acerca de aquellas disímiles tradiciones culturales, pero necesitaba, sin dudas, despedirse de su propio pasado en las instalaciones del viejo cementerio del condado, se arrodilló entre la tumba de su padre y la de su hermano y lloró, en tanto Ava la mimaba con angustia.

—Siempre estarán en nuestra memoria… —suspiró Ava con dolor en su alma.

—Claro que sí… Lo estarán por siempre —añadió Sofía cogiendo a la vez dos ramitas de flores y colocándolas sobre los dos sepulcros—. Lorenzo y Jesús no merecían este final.

—No será un final hasta el día en que los olvidemos. —Ava cedió a las lágrimas, fijó su vista en los nombres escritos de aquellas tumbas y, sintiendo presión en su pecho trató de tranquilizarse.

—Y Jazmín ni siquiera vino a verlos —acotó con rabia—. Es claro que ella también sufrió, nunca imaginó el final que sus palabras podrían tener, pues como ya te dije, fue ella quien le contó a Idrís de la ubicación en el bosque. ¡De niñas íbamos a jugar a la choza del árbol! Y parece que la idea le cerró. ¿¡Cómo pudo ser así!? Sofía golpeó el suelo, se puso de pie y, mirando a Araél que estaba fueras del camposanto continuó—: Lo siento Ava, pero no puedo seguir aquí, tan solo de recordarlos me siento desmoronada.

—Ve, hermana, toma un poco de aire… Incluso dejé un recipiente de agua junto a la montura del caballo.

—Está bien —dijo dándole un apretón de manos—. Araél me dará compañía, tú quédate aquí. De seguro tienes mucho por decir.

—Gracias… —susurró mientras ella daba media vuelta y salía de aquel penumbroso lugar.

Tras el desliz del vestido de Sofía por la ventisca circulante algunas aves allí presentes alzaron sus alas y salieron volando. La joven realmente se lamentaba por el inesperado hecho y permitiendo que su espíritu se ateste de nostalgia y desazón, se alejó del espacio mientras oía en los cóncavos de su mente las atañidas palabras de ambos difuntos.

Nuevamente en soledad, Ava se arrodilló ante la tumba donde reposaba el gran amor de su vida y, soltando un frágil hálito de errabundas emociones, contempló los detalles de la inscripción en piedra. El hombre que tanto había amado ahora perecía bajo la oscuridad de un sombrío sarcófago y, sabiendo que sería la última ocasión en que podría ver aquella tumba, abrió su alma de par en par y soflamó con lentitud sus más preciados pensamientos.

—Oh, Jesús… ¿Acaso puedes escucharme? ¿Acaso puedes oír mi voz desde allí abajo? —preguntó ya sin poder contener aquella asfixia en su garganta—. Prometí que siempre estaría a tu lado, y tú juraste que juntos encontraríamos un rincón para vivir en este mundo. ¿Qué sucedió Jesús? ¿Cómo pudo la vida desampararnos de esa manera? Te extraño… Te extraño demasiado. —La dama inclinó su rostro, lloró y siguió hablando—: traté de ver una vida feliz… Me detuve delante de un espejo de pared y quise imaginar mi futuro contigo. Y se rompió, se cayó, se hizo añicos y me lastimó más y más. ¡Ya no encuentro salida! ¿Cómo seguiré adelante después de todo esto, como daré rumbo a mi vida? ¿¡No entiendes que ya nada tiene sentido!? Te amé mucho, a tu lado me sentía única… No existía el temor ni el dolor. Eras mi salvación, mi desahogo. ¡Pero lo seguirás siendo! ¿Acaso no dejamos marcas en nuestras memorias? Como me dijiste una vez… Tu amor estará conmigo hasta que el sol salga por el Oeste y se oculte en el Este. Sea donde fuere algún día nos encontraremos. —Ava se tomó de la cabeza, gritó con dolor y, asentando su mano derecha sobre aquella tumba se despidió—. Duerme en paz, descansa, amado mío… Oh, Jesús pronto volveremos a vernos, aunque el viaje sea largo aun así lo haremos. Quiero oír tu dulce voz cantándome al oído, oh, mi amor, las suaves palabras que me diste… Ningún compromiso puede empujarme de tu lado, estaré siempre contigo, ya no puedo dejar de amarte, más de lo que lo hago.

Embestida por la desazón del momento, la bella dama cogió uno de los ramilletes de flores que había llevado al lugar y con delicadeza dejó algunas flores sobre la lápida de él y de Lorenzo. A continuación secó sus lágrimas con la manga del vestido, dio media vuelta y caminó por uno de los pasajes internos que llevaban al sector donde también residía el recuerdo de sus padres granjeros y su amiga de la infancia.

Eran tiempos de duelo. El cambio en su vida se avecinaba y, cerrando las etapas de antaño que tanto la habían marcado en el paso de su vida, la dama se deslizó con sus muñequillas elevadas por los pasajes de dicho espacio. Lo rizos rubios de su cabello bailoteaban con la suave brisa, estaba aún lejos del sitio donde reposaba la memoria de los trabajadores agrestes, cuando, por sorpresa, Trinidad se le apareció por delante con seriedad.

—Maldita ramera. ¿¡Que haces aquí!? —gritó la mujer con un garboso sombrero en su cabeza.

—Trinidad… —suspiró al verla—. Déjame pasar.

—¿Has venido a llorar? Eres la peor pesadilla que puede existir, Ava —indicó ella—. ¿Y? ¿Ya has visto los resultados de tu venganza? —preguntó dándole una bofetada.

—¡Ya basta! No te atrevas a tocarme —la desafió.

—Pero tan solo mira, muchacha absurda. ¿Esta fue tu venganza? Luego de tu llegada todos perecieron ante la muerte… Cirilo, Lorenzo e incluso, mi niño querido. ¿¡Acaso era eso lo que querías!?

—¿Y ahora yo soy la mala de esta historia? —inquirió—. Detente Trinidad, vete de aquí. ¡Toda Cartagena descubrió lo que se oculta tras tu disfraz!

—¡Madre! —apareció Sofía en escena—. ¿Qué haces aquí?

—Vine a ver a mi esposo… A mi hijo… ¿Por qué estás con ella, Sofía? Aléjate, ven conmigo.

—No, madre. Fue demasiado daño el que causaste —mencionó acercándose al lado de Ava—. Me iré con ella a Marruecos… Zarparemos en dos días, ella es mi hermana y le daré compañía. —No, Sofía. Te lo ordeno ¡Obedece! —exclamó con impotencia dando media vuelta y caminando hacia fuera del cementerio—. Te arrepentirás si te quedas a su lado. Sé lo que digo, ven conmigo y serás feliz.

—No, madre… Ya vete —ultimó la joven.

—¿Entones esa será tu decisión? —Fue su última pregunta.

—Sí. Me iré con Ava.

—Entonces adiós. —Trinidad volvió a girar y, encolerizada, se marchó del triste lugar mientras las dos damas permanecían de pie allí entre los sepulcros.

Aquel reencuentro había sido inesperado. Sofía regresó a dar un adiós a la tumba de su padre y a la de su hermano mientras que a corta distancia, la dama de elegantes adornos en oro pulido fue hasta donde se hallaban las de Oscar, Natalia y Agustina (quien estaba bajo su propio nombre) y dejó, con pena en los compartimientos de su ser, un ramillete sobre cada uno de ellos.

Sin más, los halos del tiempo seguían atravesando la historia narrada y, como debían partir de regreso al dominio “Maktub”, Ava y Sofía salieron del antiguo camposanto, buscaron al corcel blanco, se subieron a dicho animal y, cogiendo ya las sirgas de mando, Ava se preparó para cabalgarlo y comenzar a avanzar por una de las calles de tierra que daba vía al centro urbano de la pronto añorada ciudadela española.

Ambas hermanas lucían sus hermosas cabelleras ambarinas y, recorriendo ya los senderos salvajes que llevaban a cualquier aventurera por las afueras del emporio, Araél movió sus patas sin detenerse.

Los aromas del término alcanzaban a percibirse con diversos dejos que ellas ya conocían: como la brisa salada del mar, los frutos del océano, la oferta de los mercaderes errabundos, los inciensos que flotaban por el aire, el aceite de ballena, el olor del hierro fundido, la quema de cacharros de arcilla e incluso, el estiércol de los caballos que habían caminado durante aquella mañana en las calles del distrito. Con ello, las jóvenes continuaban con su recorrido cuando, a un lateral del camino, la costurera Alicia emergió con cuatro gatos en derredor, extendió su mano y saludó a Ava.

—Sé que ayer nos despedimos durante un largo rato… Pero este será mi último adiós —gritó al otro lado de la calle—. Que tengas un hermoso viaje y una vida prominente. ¡Serás grande, Ava!

—Gracias, Alicia, también te deseo lo mejor —le respondió encima del caballo—. Nunca te olvidaré, eres una mujer única y me alegro… —añadió con una sonrisa—. Me alegró que hayas conseguido un amor —volvió a reír mientras un hombre salía corriendo por detrás de Alicia, la abrazaba y la besaba.

—Un amante de los gatos igual que yo —terminó por decir mientras Ava y Sofía se alejaban sobre el animal—. Adiós, Ava… ¡Adiós!

—Hasta luego, Alicia ¡Fue un honor conocerte! —exclamó tras aquel saludo de paso ya al extremo de la callejuela.

Las horas se inmiscuyeron con rapidez. Los días dieron contienda y, todos subieron al gran navío de vigas chirriantes, el momento de emprender aquel viaje por fin había llegado. En pocas palabras, la familia Ássad ya se había marchado del “Maktub” de acuerdo a lo establecido y ahora tras la danza de los días, subían al barco a orillas del puerto español del sur, elevaban el ancla, suplicando que la mano de Alá les diera guía durante el trayecto oceánico. Los hombres de servicio se encargaban, bajo las directivas de Abbas, de enrollar la cadena del áncora, de extender las velas y de aferrar los nudos de las vergas horizontales mientras la ventisca los empezaba a impulsar hacia adelante.

Las mujeres también estaban ansiosas, no siempre solían subir a un gran navío y emprender una aventura de esas características. Leylak sentía mareo así que estaba acompañada por las otras tres ayudantes de la familia en el camarote y trataba de serenarse mientras, fuera del navío, en la parte superior de la proa, Idrís, Ava y Sofía advertían como las gotitas de agua salpicaban el mascarón delantero a medida que la embarcación avanzaba más y más.

En un fondo del escenario, las costas españolas se iban haciendo pequeñas a simple vista, al horizonte solo se extendía un interminable manto de agua azulada, los tres personajes sentían la caricia de la brisa en sus rostros mientras veían el primer ocaso de aquella odisea.

Al borde del océano, el sol descendía de manera paulatina mientras la bruma conformaba un cortinaje anaranjado en derredor del paisaje. Así, se aproximaron a la barandilla exterior, apoyaron sus manos y, presenciando los primeros instantes de aquel viaje destinado a lo incierto, se llenaron de regocijo al ser testigos del último crepúsculo español, y del primer ocaso que los llevaría a las puertas de la legendaria África.

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