Ava

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Capítulo 40

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Con pesadumbre la señorita oyó la realidad que podría haber acaecido sobre Idrís y las mujeres que también viajaban en la nave durante aquel lamentable día. La historia al fin estaba cerrando las ventanas de algo muy grande que había surgido y, sabiendo que su vida recién estaba comenzando y su viaje recién se estaba marcando en el camino de lo eterno, Ava prestó atención a lo que Abbas le confesaba.

—Esto, de verdad, es importante, Ava, y es que, de acuerdo a las costumbres del Islam, una viuda debe ser aceptada en matrimonio ante la pérdida del marido. Aquí la sociedad no permitirá tu soltería y, siendo yo el único hermano de Idrís, estoy obligado a contraer matrimonio contigo, aun así, a pesar de rechazarlo, otro hombre podría adjudicarse ese derecho. ¡Los hombres hablan de eso en la medina! —le explicó—. Incluso tú sabes que amo a Sofía… Es ella la única mujer que quiero en verdad, si tu deseas, puedes convertirte en mi segunda esposa. ¡Pero sé que no aceptarás!

—Claro que no, no lo haré, Abbas. ¡No!

—Ya lo sé, Ava, no te preocupes. Yo te entiendo. —El caballero Ássad se puso de pie y siguió hablando—. Por eso mismo creo haberte hallado una salida. Y es que mañana partirá de aquí una caravana viajera, si quieres puedes unirte a ellos, llegar al norte de África y tomar un buque hacia donde desees o, simplemente, andar tras la intuición. No sé qué decirte, Ava. ¡Mushkila! ¡Mushkila! Pero no irás con las manos vacías, yo te daré un inmenso costal de oro. Vayas donde vayas serás una gran adinerada. ¡Tendrás un incalculable tesoro en tus manos!

—Maktub… — suspiró poniéndose de pie—. No te preocupes Abbas, ya lo sabía. Tarde o temprano mi camino iba a ser en soledad.

Con el paso de las horas, organizaron la aventura por el desierto, Abbas buscó el oro que le daría a la muchacha y, estimando el venidero viaje en caravana, decidieron pasar la noche en tranquilidad y proseguir al día siguiente. No había tiempo que perder, los hombres de la medina pronto empezarían a reclamar su derecho ante la bella joven de rizos ambarinos.

Las horas de la alborada dieron anclaje en la hermoseada ciudad de Fez, los inciensos perfumados ya empezaban a impregnar las callejuelas del laberíntico lugar. En el interior de la vivienda, Ava se vestía con ropas cómodas, se maquillaba frente a un espejo de pared, se perfumaba, pensaba en la vida y, luego de haber comunicado el mensaje a sus seres queridos, ya se preparaba para marcharse donde fuera que la llevase la vida.

Abbas estaba concretando el asunto con la caravana en las afueras de la ciudadela. Mientras adornaba sus manos con joyas, Ava suspiró, cerró sus párpados con sentimiento y, tras echar un último vistazo a la ciudad desde la cima del balcón, dio media vuelta y se topó con Leylak.

—Fue lindo conocerte, Ava… Te extrañaré mucho. —Y yo a ti —respondió dándole un abrazo—. Nunca te olvidaré, Leylak. Hiciste mi vida especial durante un par de años.

—Oh, Ava… —La joven rompió en llanto y le dio un fuerte abrazo—. Siempre estarás en mis oraciones, fi aman Allah.

—Mezian… —Ava se contuvo con un nudo en la garganta, siguió avanzando, bajó las escaleras y, ya en la sala principal, se detuvo unos instantes.

La alfombra era suave y aquella mañana Mercedes, antes de despedirse, había perfumado cada rincón de la gran vivienda. Sin embargo, para la joven Ava una etapa finalizaba en su vida, eran momentos duros de afrontar y, cogiendo un pequeño saco de tela con algunos elementos personales, avanzó algunos pasos hacia la puerta exterior. Sabía que Sofía la estaba observando detrás del cortinaje en silencio, se volvió a detener, dejó el costal en el suelo, la miró y sostuvo el silencio.

—¿Ya te irás? —preguntó Sofía con la voz quebrada.

—Sí —respondió sintiendo aquel nudo en la garganta que la asfixiaba.

—Ya sé que nos despedimos hace un rato… ¿Pero podría darte un último abrazo?

—Sí… —volvió a responder sin voz.

—Oh, hermana —clamó Sofía corriendo a su lado para apretujarla con sus brazos—. ¿Volveremos a encontrarnos algún día, verdad?

—Eso quisiera, Sofía… Eso quisiera.

—Hemos pasado tantos momentos… Hemos atravesado tantas historias. ¡Pero esto no debe ser una despedida! Por favor, Ava, quiero verte en algún futuro.

—Lo haremos —dijo ella—. Y ese día —agregó tratando de formar una sonrisa ante la rigidez que el llanto le provocaba—. Me enseñarás lo lindo que es mi sobrino, ¿te parece?

—Será una promesa.

—Gracias, hermana. Te quiero.

—Y yo a ti —terminó por decir Sofía mientras Ava se inclinaba, cogía el saco y lo veía a Abbas ingresar.

—Aquí fuera de la casa está el hombre que dirige la caravana. Él te guiará junto a ella —le habló—. Incluso, él te dará el botín del que te hablé.

—Gracias, Abbas. —Ava se arrimó a él, le dio un abrazo, lo miró a los ojos y, dando media vuelta caminó hasta la puerta de salida.

—¿Ava? —la detuvo.

—¿Sí, Abbas? —preguntó ella mirando aún al frente.

—Perdón.

Los días avanzaron, la caravana salió de Fez, cruzó el árido desierto, descansó en un caravasar y siguió viaje al norte donde, en una de las noches, Ava se inmiscuyó en silencio, hurtó un camello, cogió sus posesiones, amarró un costal a cada lado del jorobado animal y se marchó bajo los resplandores del éter, decidió ir donde su intuición le dictara.

La criatura caminaba y caminaba, los días se hacían más y más largos, y atisbando constantemente los bellos horizontes que alcanzaba divisar desde el desierto, durante los últimos suspiros de aquella hechizada noche por fin llegó a sus oídos la canción del mar. A corta distancia, detrás de las colinas arenosas, la imagen del océano se espejó en sus ojos.

El éxodo había tardado varios días, y, en la soledad de una fría noche, la dama montó lentamente aquel camello hasta que se bajó de él, cogió el costal de valiosos tesoros, retiró la correa a la criatura y lo dejó en libertad. Entonces, volvió a fijar la vista en la lejanía, oyó el sonido de las olas del mar y, avanzando con un enorme crujir de sentimientos en su ser, se arrimó más y más a la costa a medida que arrastraba aquel sacón de oro.

En el momento en el que llegó a la orilla del mar, mientras todavía las estrellas de la noche resplandecían cual espejo en la planicie del océano. No dudó en sonreír, descalzarse y mojar sus tobillos en el agua.

El camello terminó por desaparecer en la lejanía y, oyendo nada más que la sinfonía de las aguas, Ava observó su propio reflejo, avanzó un par de pasos más hasta mojarse las rodillas, alzó sus brazos hacia arriba para poder apreciar los mimos de la ventisca. En una inspirada soflama, separó sus labios y le habló a la vida.

—Aquí estoy… —suspiró—. Fue largo el viaje… ¿no es así? Ni siquiera yo puedo creerlo… Pero aquí estoy. Preparada. Lista para lo nuevo. ¿Qué vendrá ahora? ¿Qué nuevas marcas quedarán en mi historia? Y es verdad… —se dijo a sí misma—. Sufrí mucho, sufrí demasiado y me costó mantenerme en pie. Pero vuelvo a repetirlo y es que ¡aquí estoy! ¿Feliz? ¡Sí! Muy feliz… Feliz de haber conocido personas tan maravillosas… feliz de haber superado tantas pruebas… feliz de ser quien soy ¡Oh, si me habrá costado! Noches enteras de insomnio, noches eternas de llanto, pero la vida me enseñó, y hermosos recuerdos llevaré para siempre. Pequeños tesoros que día a día iré guardando en mi alma… Pues en fin… pude descubrir lo que soy realmente, pude entender mi propia imagen en este mundo y lo que sé, además, es que siempre, pase lo que pase, seré Ava.

Tras expresar aquellas sentidas palabras, la dama dio media vuelta, cogió el costal de oro, lo arrastró con dificultad hasta las aguas y alzándolo lentamente, lo vació allí dentro del mar hasta que a los pocos segundos dicho sacón de tela salió volando por los aires.

Ava respiró con profundidad, se sacó también las joyas que llevaba en sus manos y en su cuello y arrojó todo a las aguas. Así, le sonrió a la vida y, desenvolviendo el collar de madera que llevaba su nombre inscripto, se lo colocó, lo acarició y alzó nuevamente sus brazos para permitir que la sinfonía del viento volviera a cantarle al oído. De pronto, una sombra apareció al costado de la playa.

Con su corazón paralizado, Ava corrió hasta ella pues descubrió entre las sombras errabundas de aquella pronta alborada, la imagen blancuzca de Araél caminando al borde de la playa. Un grito se le escapó de entre sus labios y, yendo hacia él, no tardó en abrazarlo, en oírlo relinchar y en romper en llanto al comprobar con sus propios ojos que su amado corcel había sobrevivido al naufragio.

Parecía que iba a desmoronarse de emoción y, abrazándole la cabeza, Ava lloró, lo acarició y vio su propio reflejo en los ojos negros del animal. Al montarlo, sintió como su respiración se enlazaba con la de él, Araél comenzó a galopar al margen de las aguas mientras los rizos de la joven se zarandeaban con el viento, el oleaje los salpicaba y un eco en su ser la guiaba a pura esencia sin imaginar jamás que detrás de la magia que le deparaba, el sol pronto saldría por el Oeste y se ocultaría en el Este.

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