Aurora

Aurora


Libro cuarto

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El «yo» lo quiere todo. Parece que el hombre no se mueve más que para poseer. Al menos, sustentan esta hipótesis todos los idiomas que consideran que toda acción pasada conduce a una posesión («Yo he hablado, luchado, vencido», quiere decir «yo estoy en posesión de mi palabra, de mi lucha, de mi victoria»). ¡Qué ansioso resulta el ser humano, al no dejar que le arrebaten el pasado, al pretender conservarlo siempre!

282

El peligro de la belleza. Esa mujer es guapa e inteligente. Pero ¡cuánto más inteligente habría llegado a ser si no hubiese sido guapa!

283

La paz del hogar y la paz del alma. Nuestro estado de ánimo habitual depende del estado de ánimo que sabemos infundir en quienes nos rodean.

284

Presentar lo nuevo como antiguo. A muchos les molesta que les comuniquen una noticia. Y es que captan la importancia que da la noticia al primero que se entera de ella.

285

¿Dónde acaba el «yo»? La mayor parte de la gente toma bajo su protección aquello que sabe, como si el saberlo le diera un derecho de propiedad sobre ello. El ansia de acaparar que muestran los instintos personales, no tiene límites. Los grandes hombres hablan como si tuvieran detrás de ellos el tiempo entero y fueran la cabeza de un cuerpo gigantesco; y las mujeres sencillas consideran como un mérito propio la belleza de sus hijos, de su ropa, de su perro, de su médico, de la ciudad donde han nacido; pero no se atreven a decir: «Yo soy todo esto». Chi non ha, non é, como dicen los italianos.

286

Los animales domésticos. ¿Hay algo más repugnante que el sentimentalismo hacia las plantas y los animales, por parte de sujetos que, desde su nacimiento, han causado estragos en el mundo vegetal y animal, como si fueran sus más feroces enemigos, y que acaban pretendiendo que les quieran tiernamente sus debilitadas y mutiladas víctimas? Ante cosas de esta naturaleza, es preciso que el hombre sea serio, si se trata de un individuo que piensa.

287

Dos amigos. Eran amigos, pero han dejado de serlo. Han roto su amistad por dos motivos: primero, porque uno de ellos creía que el otro le comprendía mal; segundo, porque el otro creía que su amigo le conocía demasiado bien. Pero los dos se engañaban, porque ninguno se conocía lo suficientemente a sí mismo.

288

La comedia de los hombres nobles. Aquellos que fracasan en la familiaridad noble y cordial tratan de hacer ver la nobleza de su carácter por medio de la reserva, la severidad y un cierto desprecio hacia las familiaridades, como si su sentimiento violento de confianza se avergonzara de manifestarse.

289

Con quiénes no se puede hablar mal de una virtud. Es de mal gusto criticar la valentía delante de cobardes, pues se corre el riesgo de ser despreciado. De igual forma, los hombres despiadados se irritan cuando se dice algo contra la compasión.

290

Una forma de derroche. Tratándose de individuos irritables e impulsivos, las primeras palabras y los primeros actos no indican nada de su verdadero carácter, pues están inspirados por las circunstancias y, en cierto modo, reproducen el sentido de dichas circunstancias. Ahora bien, una vez dichas estas palabras y realizados estos actos, las palabras y los actos propios de su carácter que vienen después, frecuentemente, tienen que malgastarse y sacrificarse a atenuar y a reparar lo anterior.

291

La presunción. La presunción es un orgullo fingido y simulado, cuando precisamente lo característico del orgullo es no poder ni querer fingir, simular ni aparentar nada. En este sentido, la presunción es la hipocresía de la incapacidad de fingir, lo cual es muy difícil de hacer, por lo que no se logra la mayoría de las veces. Si admitimos que, como sucede por lo general, el presuntuoso se traiciona a sí mismo, este resulta chasqueado de tres modos: lo miramos mal porque ha pretendido engañarnos, le desvalorizamos porque ha intentado mostrarse superior a nosotros, y, por último, nos burlamos de él porque ha fracasado en ambos propósitos. En consecuencia, todo lo que se diga para desaconsejar la presunción es poco.

292

Un tipo de error. Al oír hablar a alguien, a veces basta escuchar su forma de pronunciar una consonante (como la erre, por ejemplo), para que dudemos de la sinceridad de su expresión. No estamos habituados a ese sonido y nos tenemos que esforzar para reproducirlo. Esta es la razón de que nos resulte fingido. Pero esto es un burdo error, y lo mismo sucede con el estilo de un escritor que tiene hábitos distintos a los de todo el mundo. Para él, esa forma de expresarse resulta natural, y lo que él considera ficticio en su expresión, por haber cedido alguna vez a la moda y al buen gusto, será lo que gustará y lo que le acreditará.

293

El exceso de agradecimiento. Una dosis mínima de más de agradecimiento y de compasión, hace sufrir tanto como un vicio. Por mucha independencia y voluntad que pongamos, empezaremos a no tener la conciencia tranquila.

294

Los santos. No hay individuos más sensuales que quienes huyen de la mujer y se ven obligados a mortificar su cuerpo.

295

Servir con sagacidad. Uno de los aspectos más difíciles del arte de servir consiste en servir a un individuo que, teniendo una ambición incontrolada y siendo un egoísta en todo, no quiere que se le tenga por tal (esta es, precisamente, una de las manifestaciones de su ambición), y exige que todo se haga según su voluntad y su capricho, pero siempre de un modo que parezca que es él quien se sacrifica y que no quiere nada para sí.

296

El duelo. Alguien decía que consideraba una ventaja poder provocar un duelo, cuando sentía una necesidad imperiosa de batirse, pues siempre había a su alrededor individuos valientes. El duelo es la única forma honrosa de suicidio que nos queda. La pena es que constituye un medio poco directo y no siempre seguro.

297

Algo nefasto. Se echa a perder a un joven con toda seguridad cuando se le enseña a apreciar más a los que piensan como él que a los que piensan lo contrario.

298

El culto a los héroes y sus fanáticos. El fanático de un ideal, al ser un hombre de carne y hueso, suele tener razón cuando niega, y negando es terrible. Conoce lo que niega tanto, como a sí mismo, por la sencilla razón de que viene de ello, de que lo ha considerado como su casa, y de que teme interiormente tener que regresar, por lo que trata de hacerse imposible la vuelta a base de negarlo. Pero cuando afirma algo, entorna los ojos y empieza a idealizar (con frecuencia sin otra finalidad que la de hacer daño a quienes siguen en la casa que él ha abandonado).

Puede que su forma de afirmar resulte artística, pero, no obstante, habrá en ella algo de desleal. Quien idealiza a una persona la sitúa a una distancia tal que ya no puede verla con precisión, y entonces interpreta como hermoso aquello que percibe, esto es, su simetría, sus líneas desdibujadas, su falta de precisión. Como quiere adorar ese ideal que flota en la lejana altura, ha de construir un templo para rendirle culto y para protegerle del profano vulgo. Allí lleva todos los objetos venerables y santificados que tiene para que su encanto dé más relieve al ideal y este crezca o se divinice progresivamente con semejante alimento. Por último, logrará perfilar a su dios; aunque, ¡ay!, siempre existe alguien que sabe lo sucedido (me refiero a su conciencia intelectual), y alguien que protesta inconscientemente: el propio ser divinizado, que, a consecuencia del culto, de los panegíricos y del incienso, se hace tan insoportable, que revela del modo más claro y lastimoso que no tiene nada de divino y que sus cualidades son demasiado humanas. Entonces no le queda al fanático más que una alternativa: la de dejar pacientemente que le maltraten a él y a sus semejantes, interpretando también esta desgracia «a la mayor gloria de Dios», como una forma más de autoengaño y de mentira noble; tomará partido contra sí mismo, e interpretará el hecho de verse maltratado en términos de martirio, lo que consumará su presunción. En torno a Napoleón, por ejemplo, había hombres de esta clase, y tal vez fue él quien sembró en el alma de este siglo esa adoración romántica del genio y del héroe, que resulta tan ajena al espíritu racionalista de la centuria anterior. Byron no se avergonzó de decir que se consideraba «un gusano al lado de semejante hombre». (Quien dio con las fórmulas para expresar una prosternación así, fue Tomás Carlyle, aquel viejo gruñón, embrollado y presuntuoso que dedicó su vida a la inútil tarea de volver románticos a los ingleses).

299

El heroísmo aparente. El hecho de lanzarse en medio del enemigo puede ser un signo de cobardía.

300

Benevolencia para con los aduladores. Una muestra definitiva de prudencia por parte de los ambiciosos insaciables, consiste en ocultar el desprecio al ser humano que nos inspiran los aduladores, mostrándose, por el contrario, benévolos con estos, como un dios que no pudiera ser malévolo.

301

Todo un carácter. «Lo que digo, lo hago»: esta forma de pensar parece revelar todo un carácter. ¡Cuántos actos realizamos, no por lo que tienen de racionales, sino porque, cuando se nos ocurrieron, excitaron de un modo u otro nuestra ambición o nuestra vanidad, y esto nos hizo ejecutarlos ciegamente! De esta forma aumentan en nosotros la fe en nuestro carácter y tranquilizan nuestra conciencia, incrementando, en consecuencia, nuestra fuerza; mientras que la elección de lo más racional fomenta un cierto escepticismo respecto a nosotros mismos, lo que constituye un elemento de debilidad.

302

Una, dos y tres veces cierto. Los hombres están constantemente mintiendo, pero luego no se acuerdan de que han mentido ni creen que lo hayan hecho.

303

Pasatiempo del que conoce a los hombres. Creo que me conoce y se considera sutil e importante cuando se comporta de una forma u otra conmigo. Procuraré no desengañarle, pues no me lo perdonaría; mientras que ahora me quiere mucho, porque le proporciono un sentimiento de superioridad consciente. Otro individuo teme que crea que le conozco, lo que le hace sentirse inferior. Por eso se comporta de una forma brusca e inconsecuente conmigo y trata de engañarme respecto a su persona, para volver a situarse por encima de mí.

304

Los destructores del mundo. Hay quien no es capaz de hacer algo, y termina diciendo rabioso: «¡Ojalá no queden del mundo ni los cimientos!». Esta forma tan odiosa de pensar es el colmo de la envidia, que razona así: «Como yo no puedo conseguir tal cosa, que el mundo entero no posea nada, que deje de existir».

305

Avaricia. Cuando compramos algo, nuestra avaricia es mayor cuanto más bajo es el precio del objeto en cuestión. ¿Se deberá esto a que las pequeñas diferencias de precio aguzan los ojos de la avaricia?

306

Ideal griego. ¿Qué admiraban los griegos de Ulises? Ante todo, su arte para mentir y para tomar represalias de una forma astuta y terrible; en segundo lugar, saber estar a la altura de las circunstancias; parecer, llegado el caso, más noble que el que más, saber qué era lo que se esperaba de él; ser heroicamente terco; hacer uso de cualquier medio; tener ingenio —el ingenio de Ulises causaba admiración a los dioses, que sonreían cuando pensaban en él—. Todo esto forma parte del ideal griego. Lo curioso es que no se percibiera totalmente la contradicción que existe entre ser y parecer, y que, en consecuencia, no se le diera importancia a esta diferencia. ¿Ha habido alguna vez mejores comediantes?

307

Facta! Si facta, ficta! El historiador no tiene que considerar los acontecimientos tal como se han producido, sino como él cree que sucedieron, pues así es como ejercen un efecto. Lo mismo ocurre con los presuntos héroes. Lo que llamamos historia universal no es más que la exposición de opiniones presuntas sobre hechos también presuntos, que, a su vez, han generado opiniones y hechos cuya realidad se esfuma de inmediato, no obrando más que como un vapor. Es un constante producir fantasmas entre las espesas nubes de una realidad impenetrable. Todos los historiadores cuentan cosas que no han sucedido más que en su imaginación.

308

Es distinguido no saber comerciar. Vender el mérito propio lo más caro posible, e incluso hacer usura con él, como profesor, funcionario o artista, convierte el talento o el genio en una mercancía. Hay que procurar no ser habilidoso con el saber.

309

Miedo y amor. El miedo ha hecho que progrese el conocimiento general de los hombres más que el amor, ya que el miedo nos hace intuir qué es el que tenemos delante, qué sabe, qué quiere y qué puede. Si nos equivocamos en esto, correremos un gran peligro o nos causaríamos un mal. El amor, por el contrario, nos inclina íntimamente a ver en el prójimo hermosas cualidades y a elevarle todo lo posible; para él sería un placer y una ventaja engañarse en este aspecto; por eso no lo hace.

310

Los bonachones. Los individuos bonachones han adquirido esta forma de ser por el temor constante que inspiraban a sus antepasados los excesos ajenos: atenuaban las cosas, trataban de tranquilizar a los demás, pedían perdón, prevenían, distraían, adulaban, prodigaban miramientos, se humillaban, disimulaban su dolor y su despecho, leían en los rasgos de la cara, y acabaron transmitiendo todo ese mecanismo sutil y bien ajustado a sus hijos y nietos. Estos han tenido la suerte de no vivir ya en una situación de constante temor, pero siguen tocando el mismo instrumento.

311

Lo que llaman alma. Lo que llaman alma es el conjunto de movimientos internos que le resultan fáciles al hombre y que, en consecuencia, realiza de buen grado y con gracia. Se dice que un hombre no tiene alma cuando da muestras de que los movimientos del alma le resultan duros y penosos.

312

Los olvidadizos. En las explosiones de la pasión y en los delirios del ensueño y de la locura, el hombre reconoce su historia primitiva y la de la humanidad; reconoce la animalidad y sus gestos salvajes; su memoria se retrotrae a un pasado muy lejano, mientras que su estado civilizado se ha desarrollado, por el contrario, a partir del olvido de estas experiencias primitivas, es decir, en relación inversa con esa memoria. El individuo que, al ser un olvidadizo de un tipo superior, se mantiene constantemente lejos de estas cosas, no comprende a los hombres, individuos engendrados, en cierto modo, por los dioses y traídos al mundo por la razón.

313

La amistad que ya no deseamos. Deseamos más bien tener como enemigo al amigo cuyas esperanzas no podemos satisfacer.

314

En la asamblea de pensadores. En medio del océano del devenir, nosotros, aventureros y aves viajeras, nos despertamos en un islote no mayor que una barquichuela, y miramos por un momento en torno nuestro con toda la prisa y la ansiedad posibles, ya que un golpe de viento puede arrastrarnos en cualquier instante o una ola puede barrernos del islote, sin dejar el menor rastro de nosotros. Pero ahí, en ese reducido espacio, encontramos a otras aves viajeras y oímos hablar de otras más antiguas, y de este modo disfrutamos de un delicioso minuto de conocimiento y de adivinación, gorjeando juntos y agitando alegremente las alas, mientras que nuestro espíritu vaga por el océano, con no menos orgullo que el propio océano.

315

El desprendimiento. Ceder algo que nos pertenece, renunciar a un derecho agrada cuando es señal de grandes riquezas. En este terreno es donde hay que situar la generosidad.

316

Las sectas débiles. Las sectas que disminuyen en número se esfuerzan en captar adeptos inteligentes para suplir con la calidad lo que les falta en cuanto a la cantidad. Esto constituye un peligro para la inteligencia, digno de tenerse en cuenta.

317

El juicio realizado de noche. El que reflexiona sobre el trabajo que ha llevado a cabo durante el día o durante toda su vida cuando ha llegado al final y se encuentra cansado, por lo general, se entrega a consideraciones melancólicas; pero esto no hay que atribuirlo al día ni a la vida, sino al cansancio. En medio del trabajo fecundo no solemos detenemos a juzgar la vida, y menos aun cuando estamos disfrutando; pero si por ventura nos paramos a hacerlo, no damos la razón al que espera el descanso del séptimo día para encontrarlo todo bueno; ha dejado pasar el mejor momento.

318

No os fieis de los sistemáticos. Los sistemáticos representan una comedia: al tener que rellenar su sistema y redondear el horizonte a su alrededor, tienen que presentar sus cualidades débiles igual que las fuertes: quieren aparentar de una forma completa y uniforme que son caracteres vigorosos.

319

La hospitalidad. La costumbre de ser hospitalario ha de ser explicada como un intento de neutralizar la hostilidad del extraño. Desde el momento en que este deja de ser visto como un enemigo, disminuye la hospitalidad; florece mientras florecen los recelos.

320

El clima. Un clima muy variable e incierto hace que los hombres desconfíen entre sí y que estén ansiosos de innovaciones, por el hecho de que tienen que cambiar sus hábitos. Por eso a los déspotas les gustan los países con un clima uniforme.

321

Los peligros de la inocencia. Los individuos inocentes son siempre víctimas, pues su inocencia les impide distinguir entre el término medio y la exageración y, en ocasiones, ser precavidos respecto a ellos mismos. De este modo, las mujeres jóvenes que son inocentes, es decir, ignorantes, se habitúan a disfrutar con frecuencia de los placeres del matrimonio y los echan en falta cuando sus maridos caen enfermos o envejecen prematuramente; y, como su candidez y su confianza les llevan a pensar que dichas relaciones frecuentes son la regla y constituyen un derecho, terminan creándose una necesidad que las expone más tarde a fuertes tentaciones y a algo peor.

Pero si adoptamos un punto de vista más general y elevado, todo el que ama a alguien o algo sin conocerlos se convierte en víctima de algo que no amaría si pudiera conocerlo. En todos aquellos casos en los que se requiere experiencia, precaución y una actuación prudente, el inocente sufre cruelmente, pues se ve obligado a apurar el veneno que las cosas ocultan. Observemos cómo actúan los príncipes, las iglesias, las sectas, los partidos, las corporaciones: ¿No utilizan como cebo a un inocente en los casos más difíciles y apurados, como se valió Ulises del inocente Neoptolemo para quitarle su arco y sus flechas al viejo y enfermo ermitaño de Lemnos?

Con su desprecio del mundo, el cristianismo convirtió la ignorancia en virtud cristiana, tal vez porque el resultado más frecuente de la ignorancia sea el pecado, el dolor de haberlo cometido y la desesperación, virtud esta que conduce al cielo dando un rodeo por los alrededores del infierno, pues la promesa de una segunda inocencia sólo se cumple cuando se abren los sombríos propileos de la salvación cristiana. ¡He aquí una de las más bellas invenciones del cristianismo!

322

Vivir en lo posible sin médico. Un enfermo sobrelleva mejor su enfermedad cuando le asiste un médico que cuando trata de curarse por sí sólo. En el primer caso, no tiene más que cumplir escrupulosamente las prescripciones facultativas; en el segundo, observa más concienzudamente aquello a lo que se refieren dichas prescripciones, es decir, su salud; aprecia más síntomas, se priva de más cosas y se impone más obligaciones de las que le privaría e impondría el médico. Todas las reglas producen este mismo efecto; nos apartan del fin que hay detrás de la regla y nos lo hacen más ligero. Pero la apatía de la humanidad hubiera llegado al desquiciamiento y a la destrucción si se hubiera abandonado total y sinceramente en manos de ese médico suyo que es la divinidad, de acuerdo con la frase «según la voluntad de Dios».

323

Oscurecen el cielo. ¿Sabéis cómo se vengan los tímidos que actúan socialmente como si les hubieran quitado sus miembros, las almas humildes (a la manera cristiana), que se deslizan furtivamente por todo el mundo, los que están siempre juzgando, aunque no se les dé nunca la razón, los borrachos de toda especie para quienes la mañana constituye lo peor del día, los enfermos, los achacosos y abatidos que no tienen la valentía de curarse? Sus venganzas son pequeñas y mezquinas; el número de estas personas y el de sus actos de venganza es incalculable; toda la atmósfera está constantemente surcada por las flechas y flechillas que lanza su malignidad, hasta el punto de que el cielo y el sol de la vida quedan oscurecidos, no sólo para ellos, sino también para nosotros, para todos, lo cual es peor que si estuvieran constantemente arañándonos la piel y el corazón. ¿No negamos muchas veces el sol y la tierra simplemente porque hace mucho tiempo que no los hemos visto? Por consiguiente, la soledad. Y a causa de esto también, la soledad.

324

Filosofía de comediantes. Los grandes actores se sienten felices ilusionándose con la idea de que los personajes históricos que representan tuvieron realmente el mismo estado de ánimo en que se encuentran ellos cuando los representan. Pero en esto cometen un grave error, pues su facultad imitativa y adivinatoria, que tratan de hacer creer que es una lúcida capacidad, vale sólo para explicar los gestos, el tono de voz, las miradas y, en general, todo lo externo, lo que quiere decir que captan la sombra del alma de un héroe, de un estadista, de un guerrero, de un envidioso, de un desesperado, llegando muy cerca del alma, pero que no penetran en el espíritu del personaje que representan. Sería, verdaderamente, un gran descubrimiento que bastara un actor perspicaz, en vez del pensador, del científico y del especialista, para esclarecer la esencia misma de cualquier estado moral.

Cuando oigamos formular semejantes pretensiones, no olvidemos nunca que un actor no es más que un mono ideal y que, como mono, no es capaz ni siquiera de creer en la esencia y en lo esencial. Para él, todo se convierte en papel a representar, entonación, gesticulación, escena, bastidores y público.

325

Vivir aislado y con fe. Para llegar a ser el profeta y el taumaturgo de una época —lo mismo hoy que siempre—, hay que vivir aislado, con pocos conocimientos, algunas ideas y mucha presunción.

De este modo acabamos creyendo que la humanidad no puede prescindir de nosotros, cuando lo absolutamente claro es que nosotros no podemos vivir sin ella. En cuanto se apodera de nosotros esta creencia, surge la fe. Para terminar, daré un consejo destinado a quien lo necesite (el que dio a Wesley su maestro espiritual, Baehler): «Predica la fe hasta que la encuentres; entonces la predicarás porque la tienes».

326

Conocer nuestras circunstancias. Podemos calcular nuestras fuerzas, pero no nuestra fuerza. No sólo son las circunstancias las que nos la muestran y nos la ocultan sucesivamente, sino que también esas circunstancias la aumentan o la disminuyen. Debemos considerarnos como un elemento variable, cuya capacidad productiva puede alcanzar su grado más elevado, en circunstancias favorables. Hay, pues, que reflexionar sobre las circunstancias y observarlas con la mayor dedicación.

327

Una fábula. Ningún filósofo ni poeta alguno ha descubierto aún al donjuán del conocimiento. No ama las cosas que descubre, pero tiene ingenio y voluptuosidad, y disfruta con las conquistas y las intrigas del conocimiento, al que persigue hasta las estrellas más altas y lejanas, hasta que, al final, ya no le queda por conquistar más que el aspecto totalmente doloroso del conocimiento, como el borracho que termina bebiendo amargo ajenjo. Por eso acaba deseando el infierno, cuyo conocimiento es el último que le seduce, aunque quizá le desengañaría también, como el resto de las cosas que ha conocido. Entonces no le quedaría otro recurso que detenerse durante toda la eternidad, clavado en la decepción y convertido él mismo en convidado de piedra, deseando una cena del conocimiento en la que ya no podrá participar, pues no habrá cosa alguna que pueda servir de manjar a un hambriento semejante.

328

Lo que dejan vislumbrar las teorías idealistas. Los hombres con sentido práctico son los que con mayor seguridad sustentan teorías idealistas, pues tales individuos necesitan para su reputación la aureola de dichas teorías. Se apoderan instintivamente de ellas sin caer en la hipocresía, del mismo modo que un inglés no es hipócrita al practicar el cristianismo y santificar el domingo. Por el contrario, a los caracteres contemplativos, que tienen que evitar todo tipo de improvisación y que temen que se les tenga por exaltados, sólo les satisfacen las duras teorías realistas, las cuales se apoderan de ellos en virtud de la misma necesidad instintiva y sin que ello suponga merma alguna de su sinceridad.

329

Los calumniadores de la serenidad. Los hombres a los que la vida ha herido profundamente, desconfían de la serenidad, como si fuera siempre algo pueril y revelase una sinrazón digna de compasión y de lástima, a la manera del sentimiento que nos produce el niño que está a punto de morir y acaricia sus juguetes por última vez. Los hombres así ven tumbas ocultas debajo de las rosas; los placeres, el bullicio y la música les parecen las ilusiones voluntarias de un enfermo irrecuperable que tratara de seguir aturdiéndose durante un minuto más, con la embriaguez de la vida. Pero este juicio respecto a la serenidad no es otra cosa que el reflejo de esta sobre el fondo oscuro del cansancio y de la enfermedad; se trata de algo conmovedor, insensato, que incita a la compasión; algo pueril, que procede de esa segunda confianza que sigue a la vejez y que antecede a la muerte.

330

No basta aún. No basta demostrar algo; hay que convencer a los hombres de ello o elevarlos hasta ello. Por esto el iniciado debe aprender a decir su sabiduría, y a veces de forma que suene a locura.

331

Derecho y límite. El ascetismo es la forma verdadera de pensar para quienes tienen que destruir sus instintos carnales, porque esos instintos son bestias feroces. ¡Pero sólo para ellos!

332

El estilo ampuloso. El artista que no logra proyectar sus sentimientos sublimes en una obra para aliviarse de ellos, sino que, por el contrario, quiere hacer ostentación de sus sentimientos elevados, se vuelve hinchado, y su estilo resulta ampuloso.

333

Humanidad. No consideramos a los animales como seres morales. (Pero ¿creéis que los animales nos tienen a nosotros por seres morales?). Un animal que sabía hablar, dijo: «El humanitarismo es un prejuicio del que los animales, afortunadamente, nos vemos libres».

334

El individuo caritativo. El individuo caritativo satisface una necesidad anímica al hacer el bien. Cuanto mayor sea esta necesidad, menos se pone en el lugar de aquel a quien ayuda y que le sirve para satisfacer dicha necesidad; en algunos casos, hasta resulta duro y ofensivo. La beneficencia y la caridad judaicas tienen esta reputación: se sabe que son un poco más violentas que las del resto de los pueblos.

335

¿Por qué se considera que el amor es amor? Hemos de ser sinceros con nosotros mismos y conocernos bien para ejercer con los demás esa benévola simulación que se llama amor y bondad.

336

¿De qué somos capaces? Un padre al que un hijo suyo malo y rebelde le había estado atormentando durante todo el día, lo mató al llegar la noche, y dijo al resto de la familia, con un suspiro de alivio: «¡Por fin vamos a poder dormir tranquilos!». ¿Sabemos adónde nos pueden llevar las circunstancias?

337

Lo «natural». Ser «natural», por lo menos en sus defectos, es quizá el único elogio que cabe dirigir a un artista que es afectado, comediante y ficticio en todo lo demás. Por eso, un individuo así dará siempre rienda suelta únicamente a sus defectos.

338

Compensación de conciencia. Un individuo puede ser la conciencia de otro, y esto es importante, sobre todo si el segundo carece de conciencia.

339

Transformación de los deberes. Cuando deja de ser difícil el cumplimiento de los deberes, cuando se transforman, tras una larga práctica de los mismos, en inclinaciones agradables y en necesidades, los derechos de los demás a los que se refieren tales deberes, varían también, esto es, se convierten en ocasiones de que experimentemos sentimientos agradables. Desde ese momento el otro, es decir, el que ostenta los derechos, se convierte, en virtud de esos mismos derechos, en alguien digno de ser amado (en lugar de ser alguien solamente variable y terrible, como antes). De este modo, cuando reconocemos y ampliamos el ámbito de su poder, lo que buscamos es nuestro placer. Cuando los quietistas dejaron de sentir el peso de su cristianismo y se limitaron a gozar de Dios, su lema fue: «¡Todo por la gloria de Dios!». Hicieran lo que hicieran en este aspecto, ya no se trataba de un sacrificio, sino que equivalía a decir «¡Todo por nuestro deleite!». Exigir, como hace Kant, que el saber sea siempre algo incómodo, es pedir que no forme parte nunca de los hábitos y de las costumbres. Esta exigencia tiene algo de crueldad ascética.

340

La evidencia está en contra del historiador. Está totalmente demostrado que los hombres salen del vientre de su madre, a pesar de lo cual los niños se hacen mayores y los vemos junto a su madre; de este modo, hacen que las hipótesis de su crecimiento resulte absurda; tiene la evidencia en contra.

341

Ventajas de la ignorancia. Alguien ha dicho que, siendo niño, despreció tanto los caprichos y las coqueterías del temperamento melancólico, que, hasta la mitad de su vida, ignoró cuál era su temperamento, temperamento que era precisamente melancólico. Por esta razón, manifestó que esta era la mejor de las ignorancias posibles.

342

No confundir. ¡Sí! Examina una cosa, mirándola por todos lados, y por eso creéis que es un auténtico investigador del conocimiento. Pero lo único que pretende es rebajar el precio^ porque quiere comprarla.

343

Lo que se tiene por moral. No queréis sentiros nunca descontentos de vosotros mismos, ni sufrir nunca por vuestra causa, y llamáis a esto vuestra inclinación moral. Pues bien: otro puede decir que eso es una cobardía vuestra. Pero hay una cosa segura, y es que no daréis nunca la vuelta al mundo (al mundo que sois vosotros), y que seguiréis siendo un azar, un grano de arena en otro grano de arena. ¿Creéis que los que pensamos de otra manera, nos exponemos por pura temeridad al viaje a través de nuestra propia nada, a través de nuestros pantanos y de nuestras montañas nevadas, que hemos elegido voluntariamente el dolor y la náusea, como los anacoretas estilistas?

344

Sagacidad en el desprecio. Si, como se ha dicho, Homero dormitaba algunas veces, demostraba con ello ser más prudente que todos los artistas de la ambición que se mantienen despiertos. Hay que dejar que tomen aliento los admiradores, convirtiéndose de vez en cuando en censores, pues no hay quien soporte la bondad ininterrumpida, brillante y siempre en vela; un maestro así, lejos de ser un bienhechor, se convierte en un verdugo, a quien odiamos mientras le tenemos delante.

345

Nuestra felicidad no es un argumento ni a favor ni en contra. Muchos hombres no son capaces más que de una felicidad mínima; no es un argumento contra su sabiduría el que esta no pueda suministrarles más felicidad, como tampoco constituye un argumento contra la medicina la existencia de enfermos incurables y de enfermos crónicos. Aunque cabe desear que cada cual acierte en la concepción de la existencia que puede reportarle su grado más elevado de felicidad, ello no garantiza que su vida no le resulte lamentable y poco envidiable.

346

Enemigos de las mujeres. «La mujer es nuestro enemigo». Quien como hombre habla así a los hombres está movido por el instinto indómito que no sólo se odia a sí mismo, sino que odia también a sus medios.

347

La escuela del orador. Cuando se guarda silencio durante un año, se olvida uno de charlar y se aprende a hacer uso de la palabra. Los pitagóricos fueron los mejores hombres de Estado de su época.

348

El sentimiento de poder. Hay que saber distinguir claramente: quien quiere adquirir el sentimiento de poder se aprovecha de todos los medios y no desprecia nada que pueda alimentar dicho sentimiento. Pero el que lo posee, ha adquirido un gusto muy difícil y delicado; es raro que encuentre algo que le satisfaga.

349

No es tan importante. Cuando asistimos a una defunción, nos asalta generalmente una idea que un falso sentido de las conveniencias nos hace que la sofoquemos en nuestro interior pensamos que el acto de morir tiene menos importancia de lo que habitualmente se cree, y que el moribundo ha perdido quizá en el transcurso de su vida cosas más importantes que la que va a perder en ese momento. En tal caso, el fin no es realmente el objetivo.

350

La mejor forma de prometer. Cuando se promete algo, no es la palabra quien promete, sino lo que queda sin expresar detrás de las palabras. Las palabras debilitan a veces la promesa, al descargar y hacer uso de una fuerza que forma parte de la fuerza que promete. Haced que os den la mano poniendo un dedo en los labios en señal de silencio, y tendréis una garantía mayor de la promesa que os formulan.

351

Lo que generalmente se ignora. En la conversación cabe observar que uno tiende un lazo para que otro caiga con él, no por crueldad, como podría pensarse, sino por el placer que le suministra su sagacidad. Otros preparan la frase ingeniosa para que otro la formule, o bien enlazan los hilos para que se forme un nudo, no por benevolencia, como podría pensarse, sino por malignidad y por desprecio hacia quienes tienen poca inteligencia.

352

El centro. La sensación de que se es el centro del mundo, surge con mucha intensidad cuando nos avergonzamos de pronto; entonces nos sentimos como ensordecidos en medio de una rompiente y como cegados por un ojo enorme que mira a todos lados y que llega al fondo de nuestro ser.

353

Libertad oratoria. «Hay que decir la verdad, aunque el mundo entero estalle en mil pedazos»; así dijo el gran Fichte con su gran elocuencia. Muy bien, pero antes habría que poseer esa verdad. Pero lo que él pretende es que cada uno exponga su opinión, aunque se produzca una confusión total. Y esto resulta, por lo menos, discutible.

354

El valor de sufrir. Tal como somos realmente los hombres, podemos soportar cierta dosis de molestia, y nuestro estómago está habituado a estas comidas indigestas. Sin ellas, quizá encontraríamos soso el festín de la vida, y sin la buena disposición a sufrir nos veríamos forzados a dejar escapar muchas alegrías.

355

Admirador. Quien admira hasta el punto de crucificar a todo el que no comparte su admiración, debe ser considerado como un verdugo dentro de su partido, y no le deben dar la mano ni los de su propio partido.

356

Efecto de la felicidad. El primer efecto de la felicidad es el sentimiento de poder. Este efecto quiere manifestarse ante nosotros mismos, ante otros hombres o ante representaciones o seres imaginarios. Las formas más habituales que tiene de manifestarse son: hacer regalos, burlarse y destruir; las tres cosas responden a un mismo instinto fundamental.

357

La moral de las moscas pegajosas. Los moralistas que no aman el conocimiento y que no disfrutan más que haciendo daño, ofrecen el mismo espíritu y el mismo aburrimiento que las ciudades pequeñas. Su placer, tan cruel como lamentable, consiste en observar los dedos del vecino con objeto de acercarle de pronto una aguja para que se pinche. Presentan algo de la malignidad de los niños que no saben divertirse más que acosando y maltratando a algún ser vivo o muerto.

358

Las razones y su sinrazón. Sientes aversión hacia él y ofreces múltiples razones para justificar dicha aversión. Sin embargo, yo creo más en tu aversión que en tus razones. Guardas las apariencias ante ti mismo presentándote y presentándome como si fuera una deducción lógica algo que se hace instintivamente.

359

Aprobar una cosa. Se aprueba el matrimonio, primero, porque aún no se le conoce; luego, porque se ha habituado uno a él; y, por último, porque lo hemos contraído. Así pasa en casi todos los casos. Y, sin embargo, nada de esto prueba el valor del matrimonio.

360

Los no utilitarios. «El poder, del que se dicen muchas cosas malas, vale más que la impotencia, a la que no suceden más que cosas buenas». Así pensaban los griegos; lo que quiere decir que estos consideraban que el sentimiento de poder es superior a toda clase de utilidad y de buen nombre.

361

Parecer feo. La templanza se considera a sí misma bella, pero no puede hacer nada para que los intemperantes la consideren burda e insípida y, en consecuencia, fea.

362

Diferentes formas de odiar. Hay individuos que no empiezan a odiar hasta que no se sienten débiles y cansados; en caso contrario, se muestran equitativos y poseídos de sentimientos superiores. Otros empiezan a odiar cuando vislumbran la posibilidad de vengarse; en caso contrario, se guardan de sentirse airados en público y en privado, y prescinden de ello cuando se les presenta la ocasión.

363

Los hombres del azar. Todo descubrimiento se debe principalmente al azar, pero la mayoría de los hombres no dan con ese azar.

364

La elección de ambiente social. Hemos de evitar el vivir entre individuos ante los que no podamos ni callar dignamente ni dar a conocer nuestros pensamientos más elevados, de forma que no podemos hacer otra cosa que manifestar nuestras quejas y necesidades y la historia de nuestras miserias. De este modo, estamos descontentos de nosotros mismos y del ambiente que nos rodea, y a los males que nos llevan a quejarnos añadimos el despecho que nos inspira el hecho de encontrarnos en la situación de quien está siempre quejándose. Por el contrario, conviene vivir en un ambiente donde resulte vergonzoso hablar de uno mismo y donde no se dé la necesidad de hacerlo. Pero ¿quién piensa en estas cosas?, ¿quién piensa en elegir en este terreno? Hablamos de nuestro destino, nos inclinamos y suspiramos diciendo: «¡Soy un Atlas desgraciado!».

365

La vanidad. La vanidad es el miedo a parecer original; en consecuencia, implica falta de orgullo, pero no falta de originalidad.

366

Las desgracias del criminal. El criminal cuyo delito ha sido descubierto no sufre a causa de su crimen, sino por la vergüenza y el despecho que le suscita la necedad que ha cometido, o bien la privación del elemento al que está acostumbrado. Hay que ser sumamente sagaz para poder distinguir entre estos dos casos. Todo el que conoce una cárcel o un correccional se admira de lo raro que es encontrar arrepentimientos sinceros. Lo más frecuente es la nostalgia del crimen, del perverso y adorado crimen.

367

Parecer siempre feliz. Cuando la filosofía era cuestión de emulación pública, en la Grecia del siglo III, había algunos filósofos que se sentían felices pensando en la envidia que debía suscitar su felicidad en los que vivían de acuerdo con otros principios y desconfiaban de que estos fueran los adecuados. Los primeros creían refutar a estos filósofos con la manifestación pública de su felicidad mejor que con cualquier otro argumento, y pensaban que, con esta finalidad, bastaba con que parecieran ser siempre felices. Ahora bien, de este modo, llegaban a la larga a ser felices de veras. Este fue el caso de los cínicos, por ejemplo.

368

Lo que hace que nos engañemos muchas veces. La moral de la fuerza nerviosa, que va creciendo, es alegre y agitada; la moral de la fuerza nerviosa que disminuye (por la noche, después del trabajo del día, o en los ancianos y en los enfermos), nos induce a la pasividad, a la calma, a la espera y a la melancolía, y a veces a las ideas negras. Según poseamos una u otra de estas morales, dejaremos de entender la que nos falta, y la interpretaremos en los demás como inmoralidad y debilidad.

369

Para elevarse por encima de su bajeza. Existen individuos orgullosos que, para cultivar el sentimiento de su dignidad y de su importancia, necesitan de otros individuos a los que puedan tratar con dureza y dominar, de hombres cuya impotencia y cobardía permiten que cualquiera se pavonee ante ellos haciendo gestos sublimes y furiosos. Tales sujetos necesitan que quienes les rodean sean muy poca cosa con la finalidad de que ellos puedan elevarse durante un instante por encima de su bajeza. Para ello, hay quien precisa de un perro, otro de un amigo, otro de una mujer, otro de un partido, y, por último, en casos excepcionales, hay quien necesita de toda una época.

370

En qué medida ama el pensador a su enemigo. No te ocultes ni te dejes de decir a ti mismo nada de lo que pueda oponerse a tus ideas. Promételo, porque esto forma parte de la honradez que hay que exigir, ante todo, al pensador. También es preciso que hagas diariamente campaña contra ti mismo. Una victoria o la conquista de un reducto no te pertenecen a ti, sino a la verdad, así como tampoco es cosa tuya la derrota.

371

El mal de la fuerza. Hay que interpretar la violencia que surge de la pasión (por ejemplo, de la ira), desde una perspectiva filosófica, como un intento de evitar el acceso de ahogo que nos amenaza. Un sinnúmero de actos de arrogancia realizados contra otras personas deriva de congestiones súbitas, por una violenta acción muscular, y tal vez haya que considerar desde este punto de vista todo el llamado mal de la fuerza. (El mal de la fuerza hiere a los demás, sin que estos comprendan que dicho mal necesita manifestarse; el mal de la debilidad quiere causar daño y contemplar las huellas del dolor).

372

En honor de los que saben. Desde el momento en que alguien, sea hombre o mujer, trate de erigirse en juez de una materia que desconoce, hay que protestar inmediatamente. El entusiasmo y la seducción que puedan suscitar en nosotros algo o alguien no son argumentos, como tampoco lo son la repugnancia y el odio.

373

Censura reveladora. La expresión «no conoce a los hombres» quiere decir, en boca de unos, «no conoce la bajeza», y, en boca de otros, «no conoce lo excepcional y conoce muy bien la bajeza».

374

El valor del sacrificio. Cuando más se discuta a los príncipes y a los Estados el derecho de sacrificar al individuo (en la forma de administrar justicia, de reclutar ejércitos, etc.), mayor será el valor del sacrificio propio.

375

Hablar con una claridad excesiva. Puede haber muchas razones para pronunciar de una forma clara y distinta las palabras: una, la falta de confianza en uno mismo que tiene el que utiliza un idioma nuevo en el que no está acostumbrado a hablar; otra, la falta de confianza en los demás, en virtud de la torpeza y de la lenta comprensión de estos. Lo mismo sucede en el terreno intelectual: muchas veces la expresión de nuestras ideas resulta demasiado insistente, demasiado penosa, porque, de no ser así, la gente no nos entendería. En consecuencia, sólo es lícito usar un estilo perfecto y ligero cuando estamos ante un auditorio perfecto.

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