Aurora

Aurora


Libro quinto

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Dos alemanes. Si comparamos a Kant y a Schopenhauer con Platón, con Spinoza, con Pascal, con Rousseau y con Goethe, en lo referente a su alma, no a sus aptitudes intelectuales, advertiremos que los dos primeros se encuentran en una posición desfavorable. Sus ideas no representan la historia de un alma apasionada, no hay en ellas una novela que se entrevea, unas crisis, unas catástrofes, unas horas de angustia. Su pensamiento no es, a la vez, la biografía involuntaria de su alma: en el caso de Kant es la de un cerebro y en el de Schopenhauer es la descripción y el reflejo de un carácter (de un carácter inmutable); y en ambos, el placer que proporciona el espejo en sí, el goce de encontrar una inteligencia de primer orden. Cuando se transparenta detrás de sus ideas, Kant se nos presenta como un hombre honrado en toda la extensión de la palabra, pero insignificante; le falta amplitud y poder; ha vivido poco, y su forma de trabajar le quita el tiempo que necesitaría para vivir. Entiéndase bien que no me refiero a vivir los acontecimientos vulgares, externos a él, sino a las vacilaciones y destinos a los que está sometida el alma más solitaria y silenciosa, cuando esa vida tiene momentos de ocio y se consume en una meditación apasionada. Schopenhauer le aventaja algo: al menos, posee una determinada fealdad violenta que le es congénita y que se revela en sus odios, en sus deseos, en su vanidad y en su desconfianza; tiene inclinaciones más feroces. Sin embargo, le faltó evolucionar, lo mismo que le sucede al conjunto de sus ideas: careció de historia.

482

Escoger las compañías. ¿Estaremos pidiendo demasiado cuando tratamos de relacionarnos con hombres dulces, agradables al gusto y nutritivos, como las castañas que se ponen a asar cuando están maduras y se retiran del fuego en el momento oportuno; con hombres que esperan poco de la vida y que prefieren aceptarla como un regalo en lugar de merecerla, como si fueran los pájaros y las abejas quienes se la hubiesen traído; con hombres que son demasiado orgullosos para sentirse alguna vez recompensados y demasiado serios en su pasión por el conocimiento y la rectitud para tener tiempo que dedicar a la gloria y para que esta les complazca? A estos hombres les llamamos filósofos, pero ellos se dan un nombre más modesto.

483

Estar harto del hombre. A: ¡Busca el conocimiento, sí, pero siempre como hombre! ¿Cómo? ¿Ser siempre espectador de la misma comedia, representar siempre un papel en ella; no poder contemplar las cosas más que con estos mismo ojos? ¡Cuántos seres debe haber, que tengan ojos más aptos para el conocimiento! ¿Qué es lo que acabará descubriendo la humanidad después de todo su conocimiento? ¡Sus órganos!, lo que tal vez equivalga a decir su imposibilidad de conocer. ¡Qué miseria y qué asco! B: Estás en un mal momento; te acosa la razón. Pero mañana te encontrarás bien y volverás de lleno al conocimiento, y, con ello, de lleno a la sinrazón, es decir, al goce que te produce todo lo humano. ¡Ven a la orilla del mar!

484

Nuestro camino. Cuando damos el paso decisivo y emprendemos el camino que es nuestro camino, se nos revela de pronto un secreto: todos los que eran nuestros amigos y familiares se habían atribuido una superioridad sobre nosotros, y ahora se sienten ofendidos. Los mejores de ellos son tolerantes y esperan pacientemente que volvamos al camino recto, el camino que ellos conocen bien. Otros se burlan y creen que somos víctimas de un ataque de locura pasajera, o denuncian con amargura a alguien que piensan que nos ha seducido. Los peores nos tienen por locos y tratan de echarnos en cara los móviles de nuestra conducta; el peor de todos nos considera su peor enemigo, a quien una larga subordinación ha llenado de venganza, y nos teme. ¿Qué habrá que hacer? Lo siguiente: inaugurar nuestro reinado concediendo previamente durante un año amnistía general a nuestros enemigos por toda clase de delitos.

485

Perspectivas lejanas. A: Pero ¿a qué viene esta soledad? B: No estoy enfadado con nadie, pero cuando estoy solo, me parece que veo mejor a mis amigos, que les veo bajo una luz más favorable que cuando estoy con ellos. Cuando más me gustaba la música y cuando tenía un sentimiento más exacto de ella, era cuando vivía alejado de la misma. Parece como si tuviera necesidad de perspectivas lejanas para pensar bien las cosas.

486

El oro y el hambre. A veces encontramos a un hombre que convierte en oro todo lo que toca. Un buen día acabará descubriendo que está a punto de morirse de hambre. Todo lo que le rodea es brillante, soberbio, ideal e inaccesible, por lo que ahora aspira a encontrar cosas que no pueda convertir en oro de ningún modo. ¡Con cuánta violencia lo desea! ¡Con el ansia de quien se está muriendo de hambre y ansia algo de comer! ¿De qué se apoderará?

487

Vergüenza. Mira ese hermoso corcel que piafa y relincha; está ansioso de correr y espera impaciente al que suele montarle. Pero ¡qué vergüenza! El jinete no puede subirse a la silla: está cansado. Esa es la vergüenza que siente el pensador cansado ante su propia filosofía.

488

Contra la prodigalidad en el amor. ¿No nos ruborizamos cuando nos sorprendemos en flagrante delito de aversión violenta? Pues lo mismo nos deberían ruborizar nuestras simpatías intensas, por lo que tienen de injustas. Más aún, hay hombres que se sienten molestos y con el corazón oprimido cuando alguien les prodiga su simpatía, quitándosela a los demás, cuando aprecian por el tono de voz que ellos son los elegidos, los preferidos. ¡Ay!, no siento gratitud alguna por este tipo de preferencias, y hasta guardo rencor a quien quiere distinguirme de ese modo; no quiero que me amen a costa de los demás. Me cuesta trabajo contenerme, y a veces se desborda mi corazón y tengo razones para ser vanidoso. A quien tiene esto no se le debe dar lo que otros tan amargamente necesitan.

489

Amistades en conflicto. A veces notamos que uno de nuestros amigos se lleva mejor con un tercero que con nosotros, que su delicadeza se resiente al tener que escoger y que su egoísmo no está a la altura de su decisión. Entonces hemos de darle facilidades para que abandone nuestra amistad e incluso ofenderle con vistas a que se distancie de nosotros. Esto es igualmente necesario cuando nuestra forma de pensar podría ser funesta para él; es preciso que nuestro afecto hacia él nos impulse a darle, cargando sobre nosotros una injusticia, la tranquilidad de conciencia que le permita alejarse de nosotros.

490

Las pequeñas verdades. Conocéis todo eso, pero nunca lo habéis visto; en consecuencia, no acepto vuestro testimonio. Habláis de «pequeñas verdades», pero os parecen pequeñas porque no las habéis pagado con vuestra sangre. ¿Creéis que son grandes porque las habéis pagado demasiado caras? ¿Tan cara pensáis que vale la sangre? ¡Qué avaros sois de vuestra sangre!

491

La razón para estar solo. A: ¿Quieres regresar al desierto? B: No estoy preparado. Tengo que esperarme a mí mismo; siempre tarda mucho en subir de nivel el agua del pozo de mi yo, y me dura más mi sed que mi paciencia. Por eso vuelvo a la soledad, para no beber en las cisternas en las que bebe todo el mundo. En medio de la multitud vivo como la mayoría y no pienso como yo pienso. Al cabo de cierto tiempo tengo la impresión de que quieren desterrarme de mí mismo y arrebatarme el alma, y empiezo a odiar y a temer a todo el mundo. Entonces necesito el desierto para volver a ser bueno.

492

Bajo el efecto de los vientos del sur. A: ¡Ya no me entiendo a mí mismo! Ayer sentía la soledad en mi interior, algo cálido, soleado y lleno de claridad. Pero hoy, en cambio todo me parece tranquilo, vasto, melancólico y sombrío como la laguna de Venecia. No deseo nada y suspiro satisfecho. Sin embargo, me indigna íntimamente esta falta de voluntad. En el lago de mi melancolía se van formando las pequeñas olas blancas y espumosas de mis dudas. B: Estás describiendo una ligera enfermedad muy agradable. El viento del norte te curará muy pronto. A: ¿Y para qué?

493

De su propio árbol. A: No me agradan las ideas de ningún pensador tanto como las mías. Bien es cierto que esto no prueba nada en favor de mis ideas, pero sería absurdo por mi parte que renuncie a unos frutos sabrosos tan sólo porque han crecido casualmente en mi árbol. Ya cometí esta locura en otros tiempos. B: A otros les pasa lo contrario, y ello tampoco quiere decir nada respecto al valor de sus ideas, ni mucho menos en contra del valor de las mismas.

494

El último argumento del valiente. «Entre esa maleza hay serpientes». Bien, entonces me meteré en ella y las mataré. «Pero puedes ser tú el que perezca antes de matarlas». ¿Y qué importancia tengo yo?

495

Nuestros maestros. Durante la juventud aceptamos a los maestros y a los líderes del momento y del ambiente en donde nos coloca el azar. Tenemos el convencimiento infundado de que en el momento presente ha de haber maestros que pueden servirnos mejor que cualquier otro y que los encontramos sin buscarlos. Al cabo del tiempo nos hace sufrir mucho este infantilismo: hemos de expiar a nuestros maestros en nosotros. Puede que entonces recorramos el mundo presente y pasado en busca de verdaderos guías, aunque quizá ya sea demasiado tarde. Y, en el mejor de los casos, descubriremos que vivían cuando éramos jóvenes y que nos equivocamos al no elegirlos.

496

El principio malo. Platón demostró admirablemente que, en toda sociedad establecida, el pensador filosófico ha de ser forzosamente considerado como la encarnación de toda maldad, pues, como crítico de las costumbres, es lo contrario de todo hombre moral, y si no logra convertirse en legislador de nuevas costumbres, su recuerdo perdurará en la memoria de los hombres con el nombre de «principio malo». Por esto podemos adivinar la reputación que hubo de sufrir Platón durante su vida en una ciudad tan liberal e innovadora como Atenas. ¿Qué tiene esto de extraño si el filósofo que, como decía el propio Platón, tenía el instinto político en el cuerpo, llevó a cabo tres intentos de reforma en Sicilia, donde parecía que iba a organizarse entonces un Estado griego mediterráneo? En ese Estado pensaba hacer Platón para los griegos lo que luego haría Mahoma para los árabes: establecer los usos y costumbres públicos y privados, y la vida diaria de cada hombre. La realización de sus ideas era posible, como luego lo fue las de Mahoma. ¿No ha quedado demostrado que ideas mucho más increíbles aún, como las del cristianismo, eran realizables? Un azar más o menos, y el mundo hubiese asistido a la platonización del sur de Europa. Si esta situación se hubiera mantenido hasta nuestros días, es probable que hoy veneráramos a Platón como el principio bueno. Pero no tuvo éxito, y por eso conserva la reputación de soñador y de utópico, y eso que los epítetos más duros desaparecieron con la antigua Atenas.

497

El ojo purificador. Habría que hablar, antes que en ningún otro caso, de genio al referirse a hombres como Platón, Spinoza o Goethe, en los que la inteligencia no aparece vinculada al carácter ni al temperamento sino de una forma muy débil, como un ser alado que se separa fácilmente de estos y que puede elevarse muy por encima de ellos. Por el contrario, quienes no consiguieron librarse nunca de su temperamento fueron precisamente los que con mayor frecuencia se adornaron con el epíteto de genios, los que supieron dar a su temperamento la expresión más espiritualizada, más general y más vasta, una expresión que, en determinadas circunstancias, puede considerarse cósmica (por ejemplo, en Schopenhauer). Estos genios no supieron volar por encima de sí mismos, sino que creyeron descubrirse o reencontrarse en todas las partes donde dirigían su vuelo. En esto radica su grandeza, pues esto puede ser grandeza. Los otros pensadores —que es a los que cabe dar con mayor exactitud el calificativo de genios— poseen el ojo puro y purificador, que no parece proceder ni de su temperamento ni de su carácter, sino que, libre de estos, y las más de las veces en amable contradicción con estos, considera el mundo como si fuera un dios y ama a ese dios. Sin embargo, este ojo tampoco les fue dado de una sola vez. Hay una preparación y un aprendizaje en el arte de ver, y quien tiene verdadera suerte encuentra a tiempo a un maestro que le enseña la visión pura.

498

No exigir. ¡No le conocéis! Es cierto que se somete fácil y espontáneamente a los hombres y a las cosas, y que es bueno con unos y con otras —lo único que pide es que le dejan tranquilo—, pero sólo a condición de que ni los hombres ni las cosas le exijan que se someta a ellos. Toda exigencia le hace ponerse orgulloso, hosco y belicoso.

499

El malo. «Sólo es malo el individuo solitario», decía Diderot, y Rousseau se dio por aludido y se sintió mortalmente ofendido; lo que significa que confesaba su forma de ser y reconocía que Diderot llevaba razón. Bien es cierto que todo instinto malo ha de imponerse a sí mismo en la sociedad y en las relaciones sociales tanto sometimiento, y ha de ponerse tantas caretas y acostarse tantas veces en el lecho de Procusto de la virtud, que cabría decir sin exageraciones que el individuo malo sufre un auténtico martirio. La soledad hace que desaparezca todo esto. El malo lo es todavía más en soledad, y el mejor —vaya esto por aquellos que van buscando el espectáculo en todas partes— lo es también con mayor perfección cuando está solo.

500

A contrapelo. Un pensador puede imponerse la obligación durante años de pensar a contrapelo, es decir, a no seguir los pensamientos que se le presentan, procedentes de su interior, sino aquellos a los que le obligan un empleo, una división establecida del tiempo o una manera arbitraria de trabajar. Pero acaba cayendo enfermo, pues esta coacción moral destruye tan radicalmente su fuerza nerviosa como podría hacerlo una vida licenciosa que se hubiese impuesto a sí mismo por obligación.

501

¡Almas mortales! La conquista más útil que se ha conseguido en el terreno del conocimiento es la de haber renunciado a la creencia en la inmortalidad del alma. Ahora la humanidad tiene derecho a esperar; ahora no necesita precipitarse ni aceptar ideas mal examinadas, como había que hacer antiguamente. Entonces, la salvación de la pobre alma inmortal dependía de sus convicciones durante una corta existencia; tenía que decidir de hoy a mañana, y el conocimiento revestía una importancia espantosa. Nosotros hemos reconquistado el valor de equivocarse, de ensayar, de adoptar conclusiones provisionales —todo lo cual tiene ya menos importancia—, y precisamente por eso los individuos y hasta las generaciones enteras pueden entrever tareas tan grandiosas que en otros tiempos hubiesen parecido locuras o una burla impía del cielo y del infierno. Tenemos el derecho a experimentar en nosotros mismos. La humanidad entera tiene ese derecho. Aún no se han realizado los mayores sacrificios en aras del conocimiento. Sospechar de ideas como las que hoy preceden a nuestros actos hubiera supuesto antes un sacrilegio y la pérdida de nuestra salvación eterna.

502

Una sola palabra para tres estados diferentes. En uno, la pasión hace que se soliviante la bestia salvaje, horrible e intolerante; otro, gracias a ella, se eleva a una altura y alcanza una amplitud y un esplendor tales que hace que parezca mezquina su existencia habitual y corriente; un tercero, cuyo carácter respira nobleza por los cuatro costados, sigue siendo noble en sus ímpetus y encarna, cuando se encuentra en ese estado, a la naturaleza salvaje y bella, a sólo un grado por debajo de la gran naturaleza serena y bella que representa habitualmente. Pero los hombres le comprenden mejor cuando le ven apasionado y le veneran más a causa de esos momentos. Le encuentran entonces un poco más cerca de ellos y se les parece más. Al contemplarle, experimentan encanto y temor, y entonces precisamente le consideran divino.

503

Amistad. Criticar la vida filosófica argumentando que con ella resultamos inútiles a nuestros amigos, es algo que no se le habría ocurrido nunca a un hombre moderno. Pertenece a la antigüedad. Efectivamente, los antiguos vivieron profunda e intensamente la idea de amistad y casi se la llevaron con ellos a la tumba. En esto nos aventajaron. Nosotros, en cambio, contamos con el amor ideal entre los sexos. Todas las grandes cosas que realizó la humanidad antigua obtuvieron su fuerza del hecho de que el hombre era amigo del hombre y que ninguna mujer podía abrigar la pretensión de ser para el hombre el objeto de amor más inmediato y elevado, ni tampoco el objeto único, como hoy predica el concepto de pasión amorosa. Puede que nuestros árboles no crezcan tan altos a causa de la hiedra y de las vides que se abrazan a ellos.

504

Conciliar. ¿Será quizá tarea de los filósofos conciliar lo que aprende el niño con lo que el hombre conoce por experiencia? ¿Será entonces la filosofía tarea de jóvenes, ya que estos se encuentran a medio camino entre la infancia y la madurez y tienen, en consecuencia, necesidades intermedias? Así parece que deba ser, si consideramos a qué edad de la vida suelen hoy crear sus concepciones los filósofos: cuando es demasiado tarde para la fe y demasiado pronto para la ciencia.

505

Los individuos prácticos. A los pensadores nos corresponde el derecho a establecer el buen gusto en todo e incluso a imponerlo si hace falta. Los individuos prácticos lo recogen de nosotros, y su dependencia de nosotros es, en este aspecto, increíblemente grande. Este es el espectáculo más ridículo que podemos presenciar, aunque ellos quieren ignorar esta dependencia y les gusta considerarnos con orgullo como personas carentes de sentido práctico, aunque llegarían incluso a despreciar su vida práctica si nosotros quisiéramos despreciarla, lo cual nos podría generar de vez en cuando un cierto deseo de venganza.

506

La necesidad de hacer lo bueno. ¿Hemos de considerar una obra del mismo modo que juzgamos la época que la ha producido? ¿No habéis observado que mientras una obra buena se encuentra expuesta al aire húmedo de su época, posee un valor mínimo porque conserva aún el olor de la plaza pública, de la oposición, de las opiniones recientes y de todo lo que se marchita de la mañana a la noche? Luego, se seca; se extingue su vida temporal, y entonces adquiere su brillo, su perfume y, si es apta para ello, la mirada serena de la eternidad.

507

Contra la tiranía de lo verdadero. Aunque fuéramos lo bastante insensatos como para considerar verdaderas todas nuestras opiniones, sin embargo, no desearíamos que fuesen las únicas. No veo la razón de que haya que desear la omnipotencia y la tiranía de la verdad; basta saber que la verdad posee una gran fuerza. Pero es preciso que pueda luchar, que tenga una oposición, y que, de cuando en cuando, podamos descansar de ella en lo que no es verdad. De lo contrario, lo verdadero se volvería aburrido, sin gracia y sin fuerza, y haría que a nosotros nos pasara lo mismo.

508

No se debe adoptar un tono patético. Lo que hacemos para sernos útiles a nosotros mismos, no debe reportarnos alabanzas morales, ni propias ni ajenas. El buen tono exige que, en estos casos, los hombres superiores eviten adoptar un tono patético y se abstengan de todo patetismo. Quien se acostumbra a este buen tono recupera la ingenuidad.

509

El tercer ojo. ¡Cómo! ¿Sigues necesitando ir al teatro? ¿Tan joven eres? Sé formal y busca la tragedia y la comedia donde mejor se representan, en el lugar donde la acción es más interesante y más interesada. Admito que no es fácil limitarse a ser espectador, pero aprende a serlo. Y en casi todas las situaciones que te parezcan difíciles y penosas encontrarás una salida hacia la alegría y un refugio, incluso cuando veas que te asaltan tus propias pasiones. Abre el ojo que empleas cuando vas al teatro, ese tercer gran ojo que mira el mundo a través de los otros dos.

510

Huir de sus propias virtudes. ¿Qué valor tiene un pensador que no sabe huir de sus propias virtudes cuando llega el momento oportuno? El pensador debe ser algo más que un ser moral.

511

La tentadora. La honradez es la gran tentadora de todos los fanáticos. Quien se acercaba a Lutero para tentarle bajo la forma del diablo o de una mujer hermosa, y contra quien se defendió de una forma tan burda, debió de ser la honradez, o quizá, en casos más raros, la verdad.

512

Valiente ante las cosas. El que, de acuerdo con su carácter, está lleno de consideraciones y de timidez para con las personas, pero muestra toda su valentía ante las cosas, teme las relaciones nuevas, y restringe las antiguas para que se confundan en la verdad su incógnito y su radicalismo.

513

Límites y belleza. ¿Buscas hombres con una bella cultura? Entonces tendrás que aceptar, como cuando buscas hermosas comarcas, perspectivas y aspectos limitados. Hay, ciertamente, hombres panorámicos, que son instructivos y admirables, pero que están desprovistos de belleza.

514

A los más fuertes. A vosotros, los espíritus más fuertes y orgullosos, no se os pide más que esto: que no nos impongáis nuevas cargas y que, ya que sois tan fuertes, toméis una parte de nuestro fardo. Pero, como queréis alzar el vuelo, ¡cuánto os gusta hacer lo contrario! Por eso tenemos que añadir vuestra carga a la nuestra, es decir, arrastrarnos por el suelo.

515

Aumento de la belleza. ¿Por qué aumenta la belleza con la civilización? Porque entre los hombres civilizados cada vez se dan con menos frecuencia las tres cosas que ocasionan la fealdad: primera, las pasiones, en sus más salvajes manifestaciones; segunda, el esfuerzo físico llevado hasta el extremo; tercera, la necesidad de inspirar miedo con nuestro aspecto, necesidad que, en los estadios inferiores y menos seguros de la civilización, es tan grande y tan frecuente que determina incluso las actitudes y las ceremonias, convirtiendo la fealdad en un deber.

516

No meter nuestro demonio en el prójimo. Aceptamos de momento que lo que constituye al hombre bueno es la benevolencia y los beneficios, pero no dejemos de añadir: «a condición de que empiece por ser benévolo consigo mismo y por hacerse beneficios a sí mismo», pues de lo contrario huirá de sí mismo, se detestará y se hará daño, con lo que no será un hombre bueno. En tal caso, no hará más que salvarse de sí mismo en los demás: que estos se cuiden de que no les pase nada malo, a pesar de todo el bien que aquel parece desearles. Pero esto precisamente, es decir, huir de nuestro yo y odiarle, vivir en los demás y para los demás, es lo que se ha venido considerando hasta hoy —con tanta sinrazón como seguridad— no egoísta, y, en consecuencia, bueno.

517

Inducir a amarse. A quien se odia a sí mismo hay que tenerle miedo, ya que podemos ser víctimas de su cólera y de su venganza. Procuremos, pues, inducirle a que se ame a sí mismo.

518

Resignación. ¿Qué es la resignación? Es la situación más cómoda en la que se encuentra un enfermo a quien sus dolores le han perturbado lo suficiente para descubrirla, y al que esa perturbación le ha dejado cansado, lo que le ha hecho dar con la resignación.

519

Engañarse. «Desde el momento en que quieras hacer algo, has de cerrar las puertas a la duda», decía un hombre de acción. «¿Y no temes engañarte?», preguntaba un contemplativo.

520

La eterna ceremonia fúnebre. Si prestamos atención a la historia en general, podríamos creer que oímos una oración fúnebre continua; siempre se ha estado enterrando, y se sigue enterrando aún, lo más querido: pensamientos y esperanzas, mientras que se recibe, en cambio, orgullo, gloria del mundo; es decir, la pompa del discurso necrológico. Así es como lo arreglamos todo, y el que pronuncia la oración fúnebre es el mayor bienhechor público.

521

Vanidad excepcional. Ese hombre tiene una elevada cualidad, que le sirve de consuelo; sus ojos miran con desprecio lo restante de su ser… y casi todo él es eso restante. Pero el hombre en cuestión descansa de sí mismo cuando se refugia en esa especie de santuario; hasta el camino que sube hasta él le parece compuesto por anchos y cómodos escalones. ¡Qué crueles sois, cuando pretendéis llamarle vanidoso por eso!

522

La sabiduría sin oídos. Oír diariamente lo que dicen de nosotros y tratar de descubrir incluso lo que piensan de nosotros, es algo que termina aniquilando hasta al individuo más fuerte. Si los otros nos dejan vivir, es para tener diariamente razón contra nosotros. No nos soportarían, si fuéramos nosotros quienes tuviésemos razón contra ellos, y menos aún si pretendiéramos tener razón. En suma, hagamos este sacrificio en aras de la buena armonía general; no escuchemos cuando hablen de nosotros, cuando nos alaben o nos critiquen; y ni siquiera pensemos en ello.

523

Preguntas insidiosas. Cuando un hombre deja entrever algo, permitiendo que se haga visible, podemos preguntar: ¿qué trata de ocultar, de dónde quiere distraer nuestra mirada, a qué prejuicio intenta recurrir, hasta dónde alcanza la sutileza de su disimulo, y en qué medida se equivoca al actuar así?

524

Celos de los solitarios. Entre los caracteres sociables y los caracteres solitarios se da esta diferencia (suponiendo que ambos son inteligentes): los primeros se satisfacen o casi se satisfacen con una cosa, cualquiera que sea, y en cuanto descubren en su espíritu una ocurrencia afortunada y comunicable relativa a ese tema, esto les reconcilia hasta con el diablo. Los solitarios, en cambio, sienten un placer callado ante las cosas, o bien estas les producen un dolor silencioso; detestan exponer de una forma ingeniosa y brillante sus problemas íntimos, del mismo modo que rechazan que la mujer a quien aman se ponga un vestido muy llamativo: entonces la miran con melancolía, como si sospecharan que trata de gustar a otros. Estos son los celos que tienen respecto a la inteligencia todos los pensadores solitarios y todos los soñadores apasionados.

525

Los efectos de las alabanzas. Cuando les alaban mucho, unos se avergüenzan y otros se ponen impertinentes.

526

No querer servir de símbolo. Compadezco a los príncipes, porque no les está permitido anularse de vez en cuando en sociedad, y por eso no pueden conocer a los hombres más que en una postura incómoda y en un estado de disimulo constante; la obligación continua de representar algo acaba convirtiéndoles en solemnes nulidades. Lo mismo les pasa a todos los que tienen el deber de ser un símbolo.

527

Los hombres ocultos. ¿No os habéis encontrado aún con uno de esos hombres que contienen su encantador corazón, que lo oprimen, y que prefieren guardar silencio a perder la vergüenza de la proporción y la medida? ¿Y no habéis tropezado tampoco con uno de esos hombres molestos y muchas veces bonachones, que quieren pasar desapercibidos, que borran las huellas que dejan en la arena, y que llegan incluso a engañarse y a engañar, con tal de permanecer ocultos?

528

Abstinencia rara. Muchas veces constituye una muestra de humanitarismo que no carece de importancia el no querer juzgar a alguien y negarse a hacer consideraciones sobre él.

529

Cómo adquieren brillo los hombres y los pueblos. ¡De cuántos actos muy individuales nos abstenemos sólo porque, antes de realizarlos, tememos que sean mal interpretados o nos asalta la duda de que puedan serlo! Estos actos son, precisamente, los que tienen un auténtico valor, ya sea en un sentido bueno o en un sentido malo. Por consiguiente, cuanto más estime a los individuos una época o un pueblo, y más derechos y supremacías les conceda, más actos de esta clase saldrán a la luz del día. De este modo se extiende sobre las épocas y sobre pueblos enteros un cierto destello de sinceridad y de franqueza, en un sentido bueno y en un sentido malo; algunos, como en el caso de los griegos, continúan proyectando sus rayos incluso miles de años después de su desaparición.

530

Rodeos del pensador. En algunos hombres la marcha del pensamiento es severa, inflexiblemente audaz y, en ocasiones, incluso cruel consigo mismo. En los detalles, sin embargo, estos destellos, son amables y flexibles; dan cien vueltas en torno a una cosa, vacilando con benevolencia, pero terminan siguiendo su camino recto. Son ríos con múltiples curvas y con parajes aislados; hay lugares en los que las aguas juegan al escondite consigo mismas, y, al pasar, se permiten coquetear brevemente con los islotes, con los árboles, con las grutas y con las cascadas; luego, siguen su curso entre las rocas, abriéndose camino a través de los más duros peñascos.

531

Sentir el arte de otro modo. Desde el momento en que un hombre se pone a hacer vida de ermitaño, sin otra compañía que sus pensamientos profundos y fértiles, o bien no quiere saber ya nada del arte, o bien le exige algo distinto, es decir cambia de gusto. Antes quería penetrar por un instante, a través del arte, en el elemento donde hoy vive de una manera estable; entonces evocaba en sueños el encanto de la posesión; ahora, en cambio, posee. Por el contrario, lo que ahora le causa placer es desprenderse de lo que tiene y soñar que es pobre, niño, mendigo y loco.

532

El amor nos hace iguales. El amor tiende a impedir que el amante se sienta ajeno a la persona que ama; por consiguiente, recurre a disimulos y asimilaciones, engaña sin cesar y finge una igualdad que no existe en la realidad. Esto se hace tan instintivamente, que muchas mujeres enamoradas niegan que se dé este disimulo y este engaño dulce y constante, y se atreven a sostener que el amor nos hace iguales (es decir, que realiza el mayor de los milagros).

Este fenómeno es muy sencillo cuando una persona deja que le amen, sin fingimientos, dejando esta labor a cargo del otro amante; pero no hay comedia más embrollada ni más intrincada que esta, cuando ambos están llenos de pasión mutua. Entonces, cada uno de ellos renuncia a sí mismo y se coloca en el nivel del otro, tratando de obrar siempre como él; en ese sentido ninguno sabe ya lo que debe imitar, lo que debe fingir, cómo debe presentarse. La locura que supone semejante espectáculo es demasiado hermosa para este mundo y demasiado sutil para los ojos humanos.

533

Nosotros, los principiantes. ¡Cuántas cosas ve y adivina un cómico cuando observa la actuación de otro! Aprecia cuándo un músculo no acompaña a un gesto; deja a un lado esas cosas ficticias que se ensayan por separado y a sangre fría delante del espejo y que no logran fundirse con el conjunto; advierte cuándo el actor se ve sorprendido en escena por su propio artificio y con su sorpresa echa a perder el efecto. ¡De qué modo tan distinto ve un pintor al hombre que se mueve delante de él! Ante todo, ve muchas más cosas de las que existen en realidad, para poder completar lo que tiene delante y producir el efecto; ensaya en su memoria diferentes iluminaciones de un mismo objeto; da variedad al conjunto, a base de añadir a él una oposición. ¡Ojalá tuviéramos los ojos de ese cómico y de ese pintor para mirar el mundo del alma humana!

534

Las pequeñas dosis. Para que una transformación se extienda todo lo posible y llegue hasta lo más profundo, hay que administrar el remedio en pequeñas dosis, pero ininterrumpidamente, a lo largo de un amplio período de tiempo. ¿Qué cosa que sea realmente grande puede crearse de un golpe? Nos guardaremos mucho de cambiar, precipitada y violentamente, las condiciones morales a las que estamos acostumbrados, ante una nueva valoración de las cosas; por el contrario, deseamos seguir viviendo así mucho tiempo, hasta que advirtamos —quizá muy tarde— que la nueva valoración ha acabado siendo dominante en nosotros, y que las pequeñas dosis, a las que nos tenemos que acostumbrar a partir de ese momento, han producido en nosotros una segunda naturaleza. De esta forma, empezamos a darnos cuenta de que el instinto definitivo de llevar a cabo un gran cambio en las valoraciones relativas a las cuestiones políticas —esto es, la gran revolución— no fue más que una patética y sangrienta charlatanería, que, en virtud de crisis repentinas, supo inculcar en la crédula Europa la esperanza de una curación súbita, lo cual ha hecho que todos los enfermos políticos se vuelvan impacientes y peligrosos.

535

La verdad necesita del poder. En sí misma, la verdad no es una potencia, pese a lo que digan los retóricos del racionalismo. Por el contrario, necesita que la fuerza se ponga de su parte o ponerse ella de parte de la fuerza, ya que de lo contrario perecerá siempre. Esto ha quedado demostrado hasta la saciedad.

536

Los grilletes. Nos indigna ver con cuánta crueldad impone cada individuo a los demás sus virtudes particulares, cuando carecen de ellas, y cómo les atormenta con tales virtudes. Seamos, pues, nosotros también humanos con el espíritu de lealtad, cualquiera que sea la certeza que tengamos de que, con él, poseemos unos grilletes capaces de hacer que sangren todos esos grandiosos egoístas que quieren imponer a todo el mundo su forma de pensar. Obremos así nosotros que hemos probado en nuestra propia carne esos grilletes.

537

Maestría. Hemos alcanzado la maestría cuando no nos equivocamos ni vacilamos en la ejecución.

538

Enajenación moral del genio. En ciertos ingenios destacados se observa un espectáculo penoso y a veces horrible: sus momentos más fecundos, sus vuelos elevados y distantes no se acomodan a su constitución y hasta parecen sobrepasar su fuerza de una manera u otra, de forma que siempre queda una tara, y, a la larga, queda al descubierto un defecto de la máquina, que se manifiesta, en los individuos tan sumamente inteligentes a los que nos referimos, en toda clase de síntomas morales e intelectuales con mucha mayor regularidad que las enfermedades físicas.

Estos aspectos incomprensibles de la naturaleza de los hombres superiores, lo que tienen de tímidos, de vanidosos, de biliosos, de envidiosos, de estrechos y de angustiosos, que se manifiesta en ellos de repente —lo que hay de excesivamente personal en caracteres como los de Rousseau y Schopenhauer—, podría ser muy bien una consecuencia de una enfermedad cardiaca periódica, que fuera a su vez resultado de una enfermedad nerviosa, y así sucesivamente.

Mientras se da en nosotros el genio, nos sentimos llenos de osadía, estamos como locos, y no nos importan nada ni la salud ni la vida ni el honor; volamos tan libres como las águilas y vemos en la oscuridad como los búhos. Pero si de pronto nos abandona el genio, nos invade inmediatamente un gran miedo; no nos comprendemos a nosotros mismos; todo lo que hemos vivido y hasta lo que no hemos vivido nos hace padecer; es como si estuviéramos sobre una roca pelada bajo la tempestad o como la pobre alma de un niño a quien le asusta cualquier rumor o cualquier sombra. Las tres cuartas partes del mal que se hace en el mundo se debe al miedo; y el miedo es, ante todo, un fenómeno fisiológico.

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Pero ¿sabéis lo que queréis? ¿Nunca os habéis sentido atormentados por el miedo de no ser plenamente capaces de captar la verdad, por el miedo de que vuestros sentidos estén todavía demasiado atrofiados y de que la agudeza de vuestra vista sea aún demasiado primitiva? ¡Si pudieseis intuir por un momento qué voluntad domina detrás de vuestra misión! Por ejemplo, ¡cómo ayer querías ver más que otro y hoy queréis ver de distinta manera que ese otro, o cómo aspiráis a ver algo que esté en conformidad o en oposición con lo que habéis creído ver hasta ahora! ¡Qué ansias vergonzosas! ¡Con cuánta frecuencia acecháis un efecto violento o algo que os tranquilice, cuando os sentís cansados! ¡Siempre llenos de presentimientos íntimos sobre cómo debería ser la verdad para que vosotros, precisamente vosotros, pudierais aceptarla! ¿O es que creéis que hoy, porque os habéis helado y estáis secos como una mañana de invierno, sin que nada os oprima el corazón, vuestro corazón ve mejor que vuestros ojos? ¿No hace falta calor y entusiasmo para hacer justicia a aquello que se piensa? ¿No es esto lo que llaman ver? ¡Como si pudierais tener con los objetos del pensamiento relaciones distintas de las que tenéis con los hombres! Hay en estas relaciones la misma moralidad, la misma honradez, la misma segunda intención, el mismo relajamiento e idéntico temor, en ellas se encuentra todo lo que tiene de amable y de odioso vuestro yo. Vuestras debilidades físicas darán a las cosas colores suaves; vuestras fiebres las convertirán en monstruos. ¿No ilumina las cosas vuestra mañana de un modo diferente que vuestro atardecer? ¿No os da miedo encontrar en la cueva de vuestro conocimiento el fantasma del que se disfraza la verdad para presentarse ante vosotros? ¿No es esta una comedia horrible en la que queréis representar un papel tan aturdidamente?

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Aprender. Miguel Ángel veía en Rafael el estudio, y en sí mismo la naturaleza; en aquel, el arte aprendido; en él, el don natural. Pero esto era una pedantería, dicho sea sin faltar al respeto a aquel gran pedante. ¿Qué otra cosa es el talento sino el nombre que damos a un estudio previo, a una experiencia, a un ejercicio, a una asimilación, a una apropiación, estudio que se remonta tal vez a nuestros padres o más lejos aún? Además, el que aprende se crea sus propias dotes. No es fácil aprender, pues no basta con tener buena voluntad; se requiere poder aprender. En muchas ocasiones constituye un obstáculo para los artistas la envidia o ese orgullo que se pone a la defensiva frente al sentimiento de lo que nos es extraño, en lugar de adoptar una actitud receptiva. Rafael no tenía ni esta envidia ni este orgullo, al igual que Goethe, por lo que ambos fueron grandes aprendices, además de excelentes exploradores de los filones formados por el desplazamiento de los estratos o por la genealogía de los antepasados. Rafael se eclipsa, desaparece de nuestra vista cuando aún estaba aprendiendo y se ocupaba de asimilar lo que su gran rival llamaba su naturaleza. Todos los días aquel noble ladrón robaba un pedazo de esa naturaleza; pero antes de haberse incorporado a todo Miguel Ángel, murió, y la última serie de sus obras —principio de un nuevo plan de estudios— es menos perfecta y valiosa. La razón de ello es que el gran aprendiz se vio perturbado por la muerte en el momento en que cumplía su tarea más difícil, llevándose a la tumba el último fin justificador que perseguía.

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Cómo hay que petrificarse. Hacerse duro lentamente, como una piedra preciosa; y, por último, permanecer así tranquilamente para el disfrute de la eternidad.

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Filosofía y ancianidad. Es un error permitir que el atardecer juzgue al día, pues muchas veces el cansancio se erige en justiciero de la fuerza, del éxito y de la buena voluntad. Por la misma razón, habría que adoptar todas las precauciones posibles en lo relativo a la vejez y a sus juicios sobre la vida, dado que a la vez, como al atardecer, le gusta disfrazarse de una moralidad nueva y encantadora, y sabe humillar al día con el color rojizo del poniente, con el crepúsculo y con su apacible calma o su emoción llena de deseos. El respeto y la compasión que sentimos por el anciano, sobre todo cuando se trata de un pensador y de un sabio, nos ciega fácilmente a la hora de considerar el envejecimiento de su espíritu, pese a lo necesario que es poner de manifiesto los síntomas de ese envejecimiento y de ese cansancio, es decir, de mostrar el fenómeno fisiológico que se oculta detrás del juicio y del prejuicio moral para que el respeto y la compasión no nos engañen ni afecten negativamente a nuestro conocimiento.

No es raro que la ilusión de una renovación moral y de una regeneración se apodere del anciano. Basándose en este sentimiento, emite juicios sobre su vida y su obra que parecen propios de un individuo clarividente, pero quien inspira esos juicios rígidos y seguros no es la sabiduría sino el cansancio. El signo más peligroso de ese cansancio es la creencia en el genio que se apodera de los pensadores grandes y medianos en este límite de la vida; la creencia de que están en una situación excepcional y que tienen unos derechos excepcionales. El pensador que se ve así revestido del genio, se cree autorizado para tomar las cosas a la ligera y dogmatizar en lugar de demostrar; pero es probable que la necesidad de descanso que siente, a causa del cansancio intelectual, constituya la causa principal de dicha creencia, precediéndola cronológicamente, aunque parezca lo contrario.

Además, en este momento de la vida, quieren gozar de los resultados de su pensamiento, como consecuencia de la necesidad de disfrute que tienen todos los individuos cansados y todos los ancianos, en lugar de volver a examinar esos resultados y de sembrarlos nuevamente, o, si es preciso, de darles un nuevo sabor, para hacerlos sabrosos y corregir su sequedad, su frialdad y su insipidez. A ello se debe que el pensador parezca elevarse por encima de la obra de su vida, cuando en realidad la estropea con la exaltación, las dulzuras, las especies, las nieblas poéticas y las luces místicas con las que la sazona. Esto es lo que acabó sucediéndole a Platón y también a Augusto Comte, aquel gran francés tan leal, a quien ni los alemanes ni los ingleses de este siglo han podido oponer una figura similar pues nadie como él se apoderó de la auténtica ciencia hasta dominarla.

Veamos un tercer síntoma del cansancio: aquella ambición que inflamaba el pecho del gran pensador cuando era joven y que entonces no encontraba medio de satisfacerse, envejece igualmente. Como quien ya no tiene nada que perder, se apodera de los medios de satisfacción más próximos y burdos, es decir, de los que son propios de los caracteres activos, dominantes, violentos y conquistadores. Entonces prefiere fundar instituciones que lleven su nombre a elevar edificios de ideas. ¿Qué son ahora para él las victorias y los honores etéreos en el campo de las demostraciones y de las refutaciones? ¿Qué significa para él una inmortalidad lograda a través de los libros, un júbilo que estremezca el alma del lector? Él sabe muy bien que la institución, en cambio, es un templo de piedra, un templo duradero que hace que su Dios siga existiendo con mayor seguridad que los holocaustos de las almas tiernas y escogidas.

En esa época, puede también encontrar por vez primera ese amor que se dirige más bien a un dios que a un hombre, mientras todo su ser se endulza y se ablanda bajo los rayos de semejante sol, como un fruto en otoño. Así, el gran anciano se vuelve más divino y más bello, aunque es la edad y el cansancio lo que le permiten madurar de este modo, volverse silencioso y descansar en la luminosa adulación de una mujer. Terminó su antiguo y altivo deseo de tener auténticos discípulos —deseo superior incluso a su propio yo—, discípulos que fueran la verdadera prolongación de su pensamiento, es decir, que fueran adversarios. Este deseo tenía su fuente en la fuerza no debilitada, en el orgullo consciente y en el convencimiento de poder llegar a ser él mismo, en un momento dado, el adversario y hasta el enemigo irreconciliable de su propia doctrina. Ahora, por el contrario, necesita partidarios declarados, camaradas sin escrúpulos, tropas auxiliares, heraldos, un cortejo pomposo. Ya no es capaz de soportar el terrible aislamiento en que vive todo espíritu que vuela por delante de los demás; se rodea entonces de objetos de veneración, de comunión, de ternura y de amor; quiere, en fin, gozar de los mismos privilegios que todos los hombres religiosos y celebrar lo que él venera en comunidad; llegará incluso a inventar una religión, para tener su comunión de fieles.

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