Aurora

Aurora


Libro quinto

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De tal modo vive el sabio anciano, que acabará cayendo insensiblemente en una situación lamentablemente cercana a los excesos clericales y poéticos, y apenas nos atreveremos a recordar la prudencia y la severidad de su juventud, su rígida moral cerebral de entonces y su miedo genuinamente varonil a las ideas extravagantes y a las divagaciones. Cuando antaño se comparaba con otros pensadores más antiguos, era para medir seriamente su debilidad con la fuerza de aquellos, y para volverse más frío y más libre respecto a sí mismo; ahora no se entrega ya a esa comparación más que para embriagarse con su propia locura. En otro tiempo, pensaba con confianza en los pensadores futuros; se veía a sí mismo desapareciendo, con un extremo gozo, en su luz más resplandeciente; ahora le atormenta la idea de no poder ser él el último pensador; piensa en la forma de imponer a los hombres, mediante la herencia que les lega, una restricción del pensamiento soberano; teme y calumnia el orgullo y la sed de libertad de los espíritus individualistas; no quiere que, después de él, nadie gobierne libremente su intelecto; ansia convertirse en el dique donde se rompan eternamente las olas del pensamiento. Estos son sus deseos, muchas veces secretos, algunas veces declarados.

El hecho brutal que se encuentra tras semejantes deseos es que se ha detenido él mismo ante su propia doctrina, que con ella se ha impuesto una barrera, un «no más allá». Canonizándose, se ha extendido su propio certificado de defunción; desde ese momento, su espíritu deja de tener el derecho a desarrollarse; ha dejado de pasar el tiempo para él; se ha detenido la aguja del reloj. Cuando un gran pensador quiere convertirse en institución, ligando a la humanidad con su futuro, cabe afirmar con certeza que ha superado el límite de sus fuerzas, que está muy cansado y muy cerca de la decadencia.

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No hacer de la pasión un argumento a favor de la verdad. ¡Fanáticos de buena índole, fanáticos nobles, si queréis, os conozco! ¡Queréis tener razón ante nosotros, pero también, y sobre todo, ante vosotros mismos! Y una conciencia intranquila —sagaz e irritable— os impulsa con frecuencia contra vuestro propio fanatismo. ¡Qué llenos de ingenio os sentís entonces para engañar y para adormecer esa conciencia! ¡Cómo odiáis a los hombres honrados, sencillos y puros! ¡Cómo evitáis sus ojos inocentes! Esa certeza opuesta que ellos representan y cuya voz oís en vuestro interior dudando de vuestra creencia, ¡cómo tratáis de hacerla sospechosa, designándola como mala conciencia, como enfermedad de la época, como negligencia en los cuidados de vuestra propia salud! ¡Llegáis incluso a odiar la crítica, la ciencia y la razón! Tenéis que falsear la historia para que os dé la razón, y negar virtudes para que no hagan sombra a las virtudes de vuestros ídolos y de vuestro ideal; ponéis imágenes de colores, fuerza de expresión, niebla plateada y noches ambrosíacas, donde harían falta argumentos racionales. Sabéis iluminar y oscurecer con luz. Y si vuestra pasión se enfurece, llega un momento en que os decís: «Ya he conquistado para mí la tranquilidad de conciencia; ahora soy magnánimo, esforzado, desinteresado, grandioso; ¡soy honrado!». ¡Qué ansiosos estáis de esos momentos en los que vuestra pasión os confiere un derecho pleno y absoluto ante vosotros mismos, en que recuperáis, en cierta forma, la inocencia, de esos momentos de lucha, de embriaguez, de valor, de esperanza, en que estáis fuera de vosotros mismos, por encima de todas las dudas, y en que decretáis!: «¡Aquel que no está fuera de sí, como nosotros, no puede saber en modo alguno qué es la verdad, dónde se encuentra la verdad!». ¡Qué ávidos estáis de dar con hombres que tengan vuestras ideas y que se encuentren en ese estado de depravación de la inteligencia, y de atizar con vuestro fuego su incendio! ¡Maldito sea vuestro martirio! ¡Maldita sea vuestra victoria en la falsificación de la mentira! ¿Era preciso que os hicierais tanto daño? ¿Era preciso?

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Cómo se hace hoy la filosofía. Observo que nuestros jóvenes, nuestros artistas y nuestras mujeres, que quieren filosofar, piden a la filosofía que les dé lo contrario de lo que esta daba a los griegos. Quien no comprenda el júbilo constante que palpita en cada proposición y en cada respuesta de los diálogos platónicos, el júbilo que produce cada nuevo descubrimiento del pensamiento racional, ¿qué idea tendrá de Platón y de la filosofía antigua? En aquella época, las almas se llenaban de alegría al entregarse al juego sobrio y severo de las ideas, de las generalizaciones, de las refutaciones, con esa alegría que tal vez conocieran también los grandes, severos y sobrios contrapuntistas de la música. En aquellos tiempos de la Grecia clásica, el paladar conservaba aún ese otro gusto más antiguo, antaño omnipotente, y junto a él aparecía el gusto nuevo, dotado de tal encanto, que hacía cantar y balbucear —como si se estuviera ebrio de amor— el arte divino de la dialéctica. El gusto antiguo era el pensamiento bajo el imperio de las costumbres. Para ese gusto no existían más que juicios fijos, hechos determinados y ninguna otra razón más que la autoridad. De esta forma, pensar se reducía a repetir, y todo el deleite del razonamiento y del diálogo consistía forzosamente en la forma. (Siempre que se considera que la esencia es eterna y verdadera, en su generalidad, no hay más que una gran magia: la de la forma que cambia, esto es, la de la moda. Los poetas griegos, desde los tiempos de Homero, y posteriormente los artistas plásticos tampoco gustaban de la originalidad, sino de lo contrario de esta). Fue Sócrates quien descubrió la magia contraria, la de la causa y el efecto, la de la razón y su consecuencia, y nosotros, los hombres modernos, estamos tan habituados a la necesidad de la lógica, nos han inculcado tanto la idea de esa necesidad, que nos parece el gusto normal y que, en este sentido, debe repugnar a las personas ardientes y presuntuosas, a las que encanta todo lo que se aparta del gusto común. Su sutil ambición se esfuerza en creer que su alma es excepcional, que no son seres dialécticos que discurren, sino seres intuitivos, dotados de un sentido interior o de una visión intelectual. Ante todo, quieren ser temperamentos artísticos, con un genio en la cabeza y un demonio en el cuerpo, lo que les confiere unos derechos excepcionales en este mundo y en el otro, y, sobre todo, el privilegio divino de resultar incomprensibles. ¡Y personas así se ponen a filosofar! Temo que algún día caigan en el error, porque lo que quieren es una religión.

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¡Pero si no os creemos! Presumís de conocer a los hombres, pero no escaparéis. Sabemos que no sois tan expertos, profundos y perspicaces como pretendéis hacer creer. Lo advertimos como apreciamos que un pintor es presuntuoso tan sólo viéndole manejar el pincel, o como lo vemos en un músico que introduce un tema de forma que parezca superior a lo que es. ¿Habéis vivido la historia en el fondo de vosotros mismos, sus conmociones y sacudidas, sus amplias y vastas tristezas, sus destellos de alegría? ¿Os habéis sentido insensatos con los locos grandes y pequeños? ¿Habéis sentido realmente la ilusión y el dolor de los buenos? ¿Habéis sentido también el dolor y la felicidad de los malos? En tal caso, habladme de moral. De lo contrario, no lo hagáis.

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¡Esclavo e idealista! El hombre de Epicteto no agradaría a los idealistas de hoy. ¿Qué significarían para nuestros idealistas, ávidos, ante todo, de expansión, la tensión constante de aquel, su incansable mirar a su interior, lo que esa mirada tiene de firme, de prudente y de reservada, cuando se dirige al mundo exterior; sus silencios y su hablar lacónico, signos todos ellos del valor más severo? Pero, con todo, el hombre de Epicteto no es fanático, detesta la ostentación y la jactancia de nuestros idealistas. Por muy grande que sea su orgullo, no quiere molestar a los demás; admite cierto benévolo acercamiento y procura no alterar el buen humor de nadie. Hasta sabe sonreír. Este ideal contiene mucha humanidad antigua, pero lo más bello es que carece totalmente del temor de Dios, que cree estrictamente en la razón, que no predica la penitencia. Epicteto era un esclavo; su hombre ideal carece de casta y aunque se da en todas las capas sociales, donde hay que buscarle es en las más bajas y profundas. En ellas es donde aparece el hombre silencioso que se basta a sí mismo, en medio de la servidumbre general, que está constantemente a la defensiva para guardarse de lo exterior y conservar la mayor fortaleza. Sobre todo, se distingue del cristiano en que este último vive con la esperanza de inefables felicidades, en que acepta regalos, en que espera y acepta lo mejor de la gracia y del amor divino; mientras que, por el contrario, Epicteto no espera nada y no acepta dones valiosos, ya que los tiene cogidos valientemente entre sus manos y los defendería contra el mundo entero que quisiera arrebatárselos. El cristianismo estaba hecho para otra clase de esclavos antiguos: para los débiles de voluntad y de razón; es decir, para la gran masa de esclavos.

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Los tiranos del espíritu. La marcha de la ciencia no se ve impedida a cada paso, como ocurrió durante mucho tiempo, por el simple hecho de que el hombre llegue a los setenta años. En otros tiempos, se pretendía llegar al final del conocimiento durante ese espacio de tiempo, y se valoraban los méritos del saber según este deseo universal. Las cuestiones pequeñas y las experiencias especiales eran consideradas como despreciables; se quería escoger el camino más corto; se creía que, puesto que todo lo de este mundo parecía organizado con relación al hombre, la posibilidad de percibir las cosas tenía que ajustarse también a una medida humana del tiempo. Su deseo íntimo era, en suma, resolverlo todo a la vez; los hombres entendían los problemas como nudos gordianos; estaban convencidos de que, en el terreno del conocimiento, era posible llegar hasta el final, como Alejandro, y elucidar todas las cuestiones con una sola respuesta. Los filósofos veían la vida como un enigma que hay que resolver; ante todo, era preciso descubrir el enigma y condensar el problema del mundo en la fórmula más simple. La ambición sin límites y el placer de ser el descifrador del mundo, colmaba los sueños del pensador; le parecía que nada de este mundo valía la pena más que descubrir el medio de llevarlo todo al fin que él ansiaba. De este modo, la filosofía era una especie de lucha suprema por la tiranía del espíritu. Nadie dudaba de que esta estuviera reservada a alguien muy afortunado, muy sutil, muy ingenioso, muy valiente, muy poderoso: ¡solamente a uno! Y ha habido muchos —Schopenhauer ha sido el último de ellos— que han creído que ellos eran ese hombre excepcional y único. De aquí que la ciencia se haya quedado hoy retrasada a causa de la estrechez moral de sus cultivadores, y que sea preciso superar este peligro con una idea directriz más elevada y más generosa. ¡Qué importo yo! Este será el lema de los pensadores futuros.

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La victoria sobre la fuerza. Si pensamos en todo lo que hasta hoy se ha venerado con el nombre de espíritu sobrehumano o de genio, llegaremos a la triste conclusión de que, en conjunto, la intelectualidad ha debido ser muy baja y muy pobre, cuando bastaba un poco de talento, para ser superior a ella. ¿Qué es la gloria fácil del genio? ¡Se conquista con tanta facilidad su trono! Su adoración se ha convertido en una costumbre. La fuerza se adora siempre de rodillas —según la antigua costumbre de los esclavos—, y, sin embargo, cuando hay que determinar el grado de vulnerabilidad de algo, el único determinante es el grado de razón que contiene la fuerza: hay que calibrar en qué medida ha sido superada la fuerza por algo superior, por algo a lo cual obedece a partir de entonces como instrumento y como medio. Pero tenemos aún poca vista para realizar semejantes cálculos, y hasta hay que considerar una blasfemia valorar al genio. Esta es la razón de que lo más hermoso que tiene el genio, se quede siempre en la sombra y de que se sumerja en la noche eterna, nada más nacer. Me refiero al espectáculo de esa fuerza que emplea el genio no en crear sus obras, sino en el desarrollo de sí mismo, en cuanto obra, es decir, en el autodominio, en la purificación de su imaginación, en la ordenación y en la elección de sus inspiradores y en las tareas que sobrevengan. El gran hombre se mantiene siempre invisible, como una estrella lejana, en lo que tiene de más grande y admirable: su victoria sobre la fuerza se lleva a cabo sin testigos, y, en consecuencia, se queda sin ser glorificada ni cantada. La jerarquía en la grandeza de la humanidad pasada aún está por fijar.

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Huir de sí mismo. Los luchadores intelectuales, que son impacientes consigo mismos y sombríos, como Byron o Alfredo de Musset y que, en todo lo que hacen, parecen caballos desbocados, esos hombres a los que su obra sólo les procura una corta satisfacción y un fuego que casi hace estallar las venas, y luego la fría esterilidad y el desencanto, ¿cómo iban a poder profundizar en ellos mismos? Ansían disolverse en algo que esté fuera de ellos mismos; si el que siente esa ansiedad es cristiano, querrá aniquilarse en Dios e identificarse con él; si es un Shakespeare, se contentará con confundirse en las imágenes de la vida apasionada; si es un Byron, tendrá sed de acción, porque esta nos aleja de nosotros mismos más que los pensamientos, los sentimientos y las obras. ¿No equivaldrá la necesidad de acción, en el fondo, a la necesidad de huir de nosotros mismos? Esto preguntaría Pascal. Y, en efecto, los representantes más nobles de la necesidad de acción confirmarían esta suposición. Bastaría considerar —con los conocimientos y la experiencia de un alienista, por supuesto— que los cuatro hombres más sedientos de acción de todos los tiempos fueron epilépticos (me refiero a Alejandro, César, Mahoma y Napoleón). También lo fue Byron que padecía la misma enfermedad.

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Conocimiento y belleza. Si los hombres reservan siempre su veneración y su sentimiento de deleite para las obras de la imaginación y de la idea, no es de extrañar que experimenten frialdad y disgusto ante lo contrario de la imaginación y de la idea. El encanto que nos produce el más mínimo paso hacia delante, seguro y definitivo, que se da en el terreno del conocimiento, hasta llegar adonde hoy ha llegado la ciencia, constituye un sentimiento frecuente y casi universal. Sin embargo, hoy por hoy, no sienten ese sentimiento quienes se han habituado a no sentirse transportados más que abandonando la realidad, dando un salto en las profundidades de la apariencia. Estos creen que la realidad es fea, sin advertir que incluso el conocimiento de la realidad más fea es, con todo, bello, y que el que conoce con frecuencia y mucho, termina estando muy lejos de parecerle feo el conjunto de esa realidad que tanto placer le ha proporcionado.

¿Hay, entonces, algo que sea bello en sí? El deleite de los que conocen incrementa la belleza del mundo y solea todo lo existente. El conocimiento no sólo envuelve las cosas en su belleza, sino que también introduce en las cosas su belleza, de una forma duradera. ¡Que la humanidad del futuro corrobore esta afirmación! Entretanto, recordemos una antigua experiencia: dos hombres tan fundamentalmente distintos como Platón y Aristóteles, coincidieron en la forma de concebir la felicidad suprema, no sólo para ellos y para los hombres en general, sino la felicidad en sí misma, incluyendo la que experimentan los dioses. Situaron, pues, la felicidad en el conocimiento, en la actividad de la razón, ejercitada en descubrir y en inventar (y de ningún modo en la intuición, como dicen los teólogos y los semiteólogos alemanes; ni en la visión, como pretenden los místicos; ni mucho menos en las obras, en el trabajo, como entienden los prácticos). Descartes y Spinoza hacen la misma afirmación. ¡Qué gozo debió proporcionarles a todos el conocimiento! ¡Y qué peligro entrañaba para la lealtad el convertirse en panegiristas de las cosas!

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Virtudes del futuro. ¿A qué se debe el hecho de que cuanto más ininteligible se ha vuelto el mundo, más ha disminuido toda clase de solemnidad? A que el miedo solía ser el elemento básico de esa veneración que se apoderaba de nosotros ante todo lo que nos resultaba desconocido, misterioso, haciendo que nos arrodilláramos y pidiéramos perdón ante lo incomprensible. ¿No habrá perdido el mundo algo de su encanto, al habernos vuelto menos miedosos? ¿Y no habrán decrecido, junto con nuestra predisposición al miedo, nuestra dignidad, nuestra solemnidad, nuestro carácter terrible? Tal vez estimemos menos el mundo y nos estimemos menos a nosotros mismos desde que tenemos ideas más valientes acerca del mundo y de nosotros mismos. Quizá llegue un momento en el que haya crecido tanto la valentía del pensador, que tendrá el supremo orgullo de sentirse por encima de los hombres y de las cosas. ¿Se verá el sabio a sí mismo y a la existencia entera a sus pies, por el hecho de ser el más valiente? Esta clase de valentía, no muy distante de la generosidad excesiva, no se ha dado hasta hoy en la humanidad. Puesto que los poetas no quieren volver a lo que fueron antaño —visionarios que nos decían algo acerca de lo posible—, y se les ha quitado de la cabeza lo real y lo pasado —pues le época de las inocentes falsificaciones medievales ya ha quedado atrás—, deberían decirnos algo sobre las virtudes del futuro, o sobre las virtudes que no existirán nunca en la tierra, aunque puedan estar en algún otro lugar del universo, en las constelaciones purpúreas y en las grandes nebulosas de la belleza. ¿Dónde estáis, astrónomos del ideal?

552

El egoísmo idealista. ¿Hay un estado más sagrado que el del embarazo, en el que todo se hace con el convencimiento íntimo de que, de un modo u otro, aprovechará al ser que se lleva dentro en estado de devenir, de que esto aumentará el valor secreto que ilusiona con el encanto del misterio que se lleva en el cuerpo? En esta situación se priva uno de muchas cosas, sin que cueste trabajo vencerse. Se evita una palabra violenta, se alarga una mano conciliadora: el niño debe nacer de lo que hay mejor y más tierno. Nos espantamos de nuestra violencia y de nuestra brusquedad como si estas fueran una gota de sufrimiento en la copa de la vida del ser desconocido. Todo está velado, lleno de presentimientos; no se sabe lo que pasa, se espera y se procura estar alerta. Durante este tiempo, nuestro ánimo se encuentra dominado por un sentimiento puro y purificador, de profunda irresponsabilidad, un sentimiento semejante al del espectador antes de que se levante el telón. Aquello crece; aquello va a ver la luz, y nosotros no tenemos nada en las manos para determinar su valor ni el momento de su llegada. Estamos totalmente reducidos a las influencias indirectas, bienhechoras y defensivas. Allí está creciendo algo que es mayor que nosotros. Esta es nuestra esperanza más íntima; lo disponemos todo pensando en su nacimiento y en su prosperidad; y no sólo lo útil, sino también lo superfluo, esas coronas de nuestra alma que tanto nos reconfortan. ¡Hay que vivir con ese fuego sagrado! ¡Es posible vivir así! Y cuando estamos a la espera de un pensamiento o de una acción, aguardando que se realice algo esencial, no podemos comportarnos más que como embarazadas y debemos aventar los presuntuosos discursos que hablan del querer y de la creación. El auténtico egoísmo idealista consiste en tener un cuidado continuo, en velar y en mantener el alma en reposo, para que nuestra fecundidad se logre felizmente. Así, velamos y nos tomamos cuidados, de una manera indirecta, por el bien de todos y el estado de ánimo en que vivimos; ese estado de ánimo altanero y dulce es un bálsamo que se extiende muy lejos a nuestro alrededor, llegando incluso a las almas inquietas.

Pero las mujeres embarazadas son antojadizas. Tengamos, pues, antojos como ellas y no reprendamos a quien los tiene, cuando se encuentra en un estado semejante. Aun cuando este fenómeno llegue a ser grave y peligroso, sigamos venerando todo lo que se encuentra en estado de devenir, y no nos quedemos por debajo de la justicia de esta tierra, que no permite al juez ni al verdugo tocar a una mujer embarazada.

553

Con rodeos. ¿Adónde pretende llegar esta filosofía con tantos rodeos? ¿Hace algo más que racionalizar, en cierto modo, un instinto constante y fuerte, que exige un sol bienhechor, una atmósfera luminosa, plantas meridionales, aire del mar, una nutritiva alimentación a base de carne, huevos y fruta, agua pura para beber, paseos silenciosos durante días enteros, conversaciones poco frecuentes, leer poco y con precaución, una habitación solitaria, hábitos de limpieza sencillos y casi militares, en suma, todo lo que más se ajusta a mi gusto personal y lo que considero más saludable para mí? ¿Será, en el fondo, una filosofía el instinto de un régimen personal, un instinto que busca mi atmósfera, mi actitud, mi temperatura, la salud que necesito, por el rodeo de mi cerebro? En la filosofía hay muchas más cosas sublimes y cosas sublimes más elevadas. No todas son tan sombrías y exigentes como la mía. ¿No serán también todas ellas rodeos intelectuales hacia instintos personales? Mientras pienso en esto, miro con nuevos ojos el vuelo misterioso y solitario de una mariposa, allá arriba, a la orilla del lago, donde crecen tantas plantas. La mariposa vuela de un lado para otro sin preocuparse de que su vida no durará más que un día y de que la noche será demasiado fría para su alada fragilidad. También sería posible hallar una filosofía que valiera para esta mariposa, aunque me parece difícil que la mía pueda servir.

554

Un paso hacia adelante. Cuando se alaba el progreso, lo que se alaba es el movimiento y se ensalza a aquellos que no nos dejan estarnos quietos en ninguna parte. En ciertos casos, esto supone ya mucho, en particular cuando se vive entre los egipcios. Sin embargo, en la dinámica Europa, en donde, como suele decirse, el movimiento «se produce por sí solo» —¡ay!, si por lo menos entendiéramos esto—, yo alabo el paso hacia adelante y a los que lo dan, es decir, a quienes se superan constantemente a sí mismos y ni siquiera miran si alguien les sigue. «Siempre que me detengo, me encuentro solo. ¿Por qué he de pararme? ¡Qué grande es el desierto!». Así sienten los hombres que van a la cabeza.

555

Bastan los más corrientes. Es preciso evitar los acontecimientos cuando se sabe que los más corrientes nos dejan una huella profunda y que de estos no podemos huir. El pensador debe tener dentro de sí un canon aproximado de todas las cosas que quiere aún vivir.

556

Las cuatro virtudes. Las cuatro virtudes cardinales nos exigen: que seamos leales con nosotros mismos y con los que siguen siendo amigos nuestros; valientes frente al enemigo; generosos con el vencido; corteses en todo momento.

557

Contra el enemigo. ¡Qué bien suenan la mala música y las malas razones cuando se va contra el enemigo!

558

No hay que ocultar las virtudes. Me gustan los hombres que son como el agua transparente y que —por decirlo con palabras de Pope— «dejan ver las impurezas que hay en el fondo de sus aguas». Pero incluso en estos se da una vanidad, aunque de carácter excepcional y sublime: algunos de ellos quieren que no se vean más que las impurezas y que no se tenga en cuenta la transparencia del agua que permite que se vean. El propio Buda captó la vanidad de estos cuando dijo: «Dejad que el mundo vea vuestros pecados y ocultad vuestras virtudes». Pero yo creo que esto es ofrecer al mundo un espectáculo desagradable y que constituye un pecado contra el buen gusto.

559

Nada en demasía. ¡Cuántas veces se aconseja a alguien un fin que no puede alcanzar, por estar por encima de sus fuerzas, para que al menos consiga lo que pueden alcanzar esas fuerzas, sometidas a la más alta tensión! Pero ¿es deseable esto? Los mejores hombres que viven de acuerdo con este principio y los mejores actos, ¿no tienen algo de exagerado y de retorcido por haber en ellos demasiada tensión? ¿No se extiende sobre el mundo un sombrío velo de fracaso, cuando se ve por todas partes atletas luchando y gestos enormes, sin que se pueda contemplar en parte alguna a un vencedor laureado y contento por su victoria?

560

Lo que está a nuestro alcance. Podemos proceder con nuestros instintos como un jardinero y —lo que tan pocos saben hacer— cultivar los gérmenes de la cólera, de la compasión, de la sutileza y de la vanidad, de forma que lleguen a ser tan fecundos y productivos como un hermoso y resguardado frutal. Esto puede hacerse con buen gusto o con mal gusto, al estilo francés, inglés, holandés o chino. Pero también podemos dejar en libertad a la naturaleza y preocuparnos sólo de que haya un poco de limpieza y de orden. Por último, podemos dejar que crezcan las plantas, sin ciencia ni directriz alguna, con sus facilidades y sus obstáculos naturales, abandonándolas a la lucha que sostienen dentro de sí; podemos incluso aficionarnos a este caos y buscar el deleite que proporciona, a pesar del aburrimiento que hay que vencer. Todo esto está a nuestro alcance, pero ¿cuántos lo saben? ¿No se consideran a sí mismos los hombres como hechos consumados, que han alcanzado la madurez? ¿No ha habido grandes filósofos que han acreditado este prejuicio, al sustentar la teoría de la inmutabilidad del carácter?

561

Iluminar la felicidad. Los pintores no logran reproducir por ningún medio el tono profundo y luminoso del cielo, tal como aparece en la naturaleza. En consecuencia, se ven forzados a utilizar todos los colores requeridos para pintar un paisaje, con un tono menor y más suave que el que se observa en la realidad. Así logran alcanzar, con los artificios de la paleta, un brillo similar y una armonía de tonos que corresponde a la naturaleza.

Del mismo modo, es preciso que los poetas y los filósofos, a quienes resulta inaccesible el brillo resplandeciente de la felicidad, superen el obstáculo imitándola. Dando a todo un tono más sombrío que el que realmente tiene, la luz de la que pueden disponer produce casi el efecto del resplandor solar y se parece a la luz de la felicidad plena.

El pesimista, que presta a todo, los colores más oscuros y sombríos, se sirve de llamas y de relámpagos, de auroras boreales y de todo lo que posee una intensidad de luz muy viva y que nos hace parpadear.

La claridad le sirve para aumentar el espanto de las cosas y para hacernos sospechar que son más horribles de lo que son en realidad.

562

Los sedentarios y los hombres libres. Sólo en los infiernos se nos muestra algo del fondo sombrío que hay detrás de esa beatitud de aventureros que circunda a Ulises y a los que son como él a la manera de una luminaria eterna. Esa parte del fondo sombrío que entrevemos, ya no se olvida nunca. A la madre de Ulises la mató la pena y el deseo de ver a su hijo. Ulises va errante de un lado para otro, y esto destroza el corazón de la persona tierna y sedentaria que es su madre. La aflicción destroza el corazón de quien ve cómo aquel a quien más quiere abandona las ideas y la fe del pasado. Todo esto forma parte de la tragedia que crea a los espíritus libres, de esa tragedia de la que estos tienen alguna vez conocimiento. Entonces se ven obligados a descender a la morada de los muertos para consolarles y tranquilizar así su conciencia.

563

La ilusión del orden moral. No hay necesidad eterna que exija que toda falta haya de ser pagada y expiada. Creer en esta necesidad fue una ilusión terrible de dudosa utilidad. Igualmente, constituye una ilusión creer que todo lo que se considera como una falta lo es en realidad. No son las cosas las que han amargado así a los seres humanos, sino las opiniones que estos se forman de cosas que no existen.

564

En el límite de la experiencia. Hasta los mayores espíritus no tienen más que una experiencia de cinco dedos de ancha; en cuanto se pasa de ahí, termina la reflexión y comienza el vacío indefinido de la necedad.

565

La gravedad aliada a la ignorancia. Cuando se trata de algo que comprendemos, resultamos amables, felices e inventivos, y, en todo lo que hemos aprendido suficientemente, habiéndose habituado a ello nuestros ojos y nuestros oídos, nuestro espíritu se muestra lleno de agilidad y de gracia. Pero comprendemos pocas cosas y estamos muy poco informados, de forma que raras veces se da a un tiempo el abarcar una cosa en conjunto y el resultar amables. Rígidos e inflexibles por lo general, atravesamos la ciudad, la naturaleza y la historia, y nos enorgullecemos de esta actitud y de esta frialdad, como si fueran el resultado de una auténtica superioridad. Nuestra ignorancia y nuestra sed escasa de saber, saben disfrazarse muy bien con la careta de la dignidad y del carácter.

566

Vivir económicamente. La forma más económica y despreocupada de vivir es la del pensador, pues —por ir directamente al grano— necesita imperiosamente lo que los demás desprecian y desechan. Además, se contenta fácilmente y desconoce los costosos caminos por los que otros se dirigen al placer. Su trabajo no es duro, sino, en cierto sentido, meridional; el remordimiento no le amarga los días y las noches; se mueve, come, bebe y duerme según la medida que conviene a su espíritu, para que este se encuentre cada vez más tranquilo, más fuerte y más claro; le regocija su cuerpo y no tiene motivo alguno para temerle; no necesita a la sociedad más que de cuando en cuando, para volver en seguida a su soledad con un mayor amor a ella. Los muertos le indemnizan de los vivos y hasta encuentra la forma de reemplazar a los amigos, evocando de entre los muertos a los que fueron mejores en vida. Véase si no son los deseos y los hábitos contrarios los que hacen costosa la vida de los hombres y, en consecuencia, penosa y a veces insoportable. Sin embargo, la vida del pensador es costosa en otro sentido; pocas cosas son lo bastante buenas para él, y el hecho de que le faltara lo mejor sería para el pensador una privación insoportable.

567

En el terreno del conocimiento como en el campo de batalla. «Hay que tomar las cosas más alegremente de lo que se merecen, sobre todo porque las hemos estado tomando en serio durante más tiempo del que se merecían». Así hablan los valientes soldados del conocimiento.

568

Poeta y ave. El ave fénix muestra al poeta un rollo en llamas. «No temas —le dice—; esta es tu obra. No responde al espíritu de la época, y menos aún al espíritu de los que se acomodan a la época; por consiguiente, hay que quemarla. Pero esto es buena señal. Hay muchas clases de auroras».

569

A los solitarios. La falta de respeto al honor de los demás, tanto en público como en nuestros soliloquios, supone falta de honradez.

570

Pérdidas. Ciertas pérdidas confieren al alma un carácter sublime que le hace abstenerse de toda queja y marchar en silencio, como los altos cipreses negros.

571

Farmacia militar del alma. ¿Qué medicina es la más eficaz? La victoria.

572

La vida debe tranquilizarnos. Cuando —como en el caso del pensador— se vive habitualmente en medio de una gran corriente de ideas y de sentimientos, y hasta lo que soñamos por las noches sigue esta corriente, se pide a la vida tranquilidad y silencio; otros, por el contrario, tratan de descansar de la vida cuando se entregan a la meditación.

573

Mudar la piel. La serpiente se muere cuando no puede mudar la piel. Igualmente, los espíritus a los que se les impide cambiar de opinión, dejan de ser espíritus.

574

No hay que olvidarlo. Cuanto más nos elevemos, más pequeños pareceremos a los que no saben volar.

575

Nosotros, los aeronautas del espíritu. A todos esos pájaros atrevidos que vuelan hacia espacios lejanos, les llegará ciertamente un momento en el que no podrán avanzar más y habrán de posarse en un mástil o en un pelado arrecife, sintiéndose felices por haber dado con tan miserable cobijo. Pero ¿cabe concluir de aquí que no queda ante ellos un espacio libre e infinito y que han volado todo lo que podían volar?

Sin embargo, todos nuestros grandes iniciadores y nuestros precursores acabaron deteniéndose, y cuando el cansancio se detiene no adopta actitudes nobles ni graciosas. Lo mismo nos sucederá a ti y a mí. ¡Otros pájaros volaron más lejos! Este pensamiento, esta fe que nos anima, se echa a volar, compite con ellos, vuela cada vez más lejos y más alto, se lanza directamente por los aires como una flecha, por encima de nuestras impotentes cabezas, y desde lo alto del cielo ve en las lejanías del espacio bandadas de pájaros mucho más poderosos que nosotros, que se lanzaron en nuestra misma dirección, allí donde no hay más que mar y mar. ¿Dónde queremos ir? ¿Queremos atravesar el mar? ¿Adónde nos arrastra esta pasión poderosa, que supera a toda otra pasión? ¿A qué viene ese vuelo desesperado hacia el punto donde hasta ahora todos los soles han declinado y se han extinguido? Puede que un día se diga de nosotros que echamos a navegar hacia el oeste esperando llegar a unas Indias desconocidas, pero que nuestro destino era naufragar en el infinito. O tal vez se diga más bien, hermanos míos, que…

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