Aurora

Aurora


Libro primero

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La idea de «ultratumba». El cristianismo halló esparcida por todo el imperio romano la idea de la existencia de las penas del infierno. Numerosos cultos secretos habían incubado esta idea con especial agrado, como si fuese la semilla más fecunda de su poderío. Epicuro creía que nada podemos hacer mejor por nuestros semejantes que extirpar esta creencia de raíz. El eco más hermoso de su triunfo lo encontramos en la boca de un seguidor de su doctrina: el romano Lucrecio, un discípulo sombrío desde luego, pero que supo abrirse paso hacia la luz. Lamentablemente, su triunfo llegó demasiado pronto. El cristianismo dio cobijo a la creencia en los horrores de la laguna Estigia, que ya empezaban a declinar; e hizo bien, pues, sin ese golpe de audacia, ¿cómo hubiera podido vencer, en pleno paganismo, la popularidad de los cultos de Mitra y de Isis? De este modo se ganó a las gentes miedosas, que son los adeptos más entusiastas de toda nueva fe.

Los judíos, que eran y siguen siendo un pueblo tan apegado —o más— a la vida como los griegos, habían cultivado muy poco esta idea. A estos hombres singulares les impresionaba suficientemente la amenaza definitiva de una muerte sin resurrección. No sólo no querían perder el cuerpo, sino que, con su refinado sentido egipcio de esta cuestión, trataban de conservarlo para toda la eternidad. (El mártir judío del que se habla en el libro segundo de los Macabeos no quiere renunciar a las entrañas que le han arrancado, y desea tenerlas cuando resuciten los muertos. Esto es muy típicamente judío). Los primeros cristianos estaban muy lejos de la idea de unos castigos eternos; creían haber sido liberados de la muerte y esperaban, día tras día, una metamorfosis y no una muerte. ¡Qué impresión debió de producir en aquellas gentes expectantes el primer fallecimiento! ¡Qué mezcla de asombro, de alegría, de duda, de pudor y de pasión! ¡He aquí un tema digno realmente del genio de un gran artista! San Pablo no supo decir nada mejor, en alabanza de su Salvador, sino que había abierto a todos las puertas de la inmortalidad; no creía todavía en la resurrección de quienes no se salvaban; más aún, como consecuencia de su doctrina sobre la imposibilidad de cumplir la ley, y de la muerte como efecto del pecado, sospechaba que nadie había conseguido hasta entonces la inmortalidad (salvo un pequeño número de elegidos, y ello en virtud de una gracia especial y no por sus méritos). Sólo entonces empezó a abrirse paso la idea de inmortalidad, y pocos tenían acceso a ella: el orgullo del elegido no podía menos que imponer esta restricción.

Donde el apego a la vida no era tan grande como entre los judíos y los judeocristianos, y donde la perspectiva de la inmortalidad no parecía a primera vista más preciada que la perspectiva de una muerte definitiva, la creencia en el infierno —pagana, ciertamente, pero no del todo antijudaica— se convirtió en un instrumento eficaz en manos de los misioneros. Fue entonces cuando surgió la nueva doctrina de que el pecador y el que no se salva son también inmortales: la doctrina de la condenación eterna; y esta doctrina acabó imponiéndose a la idea de una muerte definitiva, idea que, a partir de este momento, empezó a declinar. La ciencia ha tenido que recuperar esta idea, rechazando a la vez toda otra representación de la muerte y toda forma de vida de ultratumba. En este aspecto, nos hemos empobrecido, porque hemos perdido algo importante: ya no contamos con una vida después de la muerte. Esto supone un indecible beneficio todavía demasiado reciente para ser considerado como tal en el mundo entero. Con ello, Epicuro ha vuelto a triunfar.

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A favor de la verdad. Aún seguís diciendo que la verdad del cristianismo se demuestra por la conducta virtuosa de los cristianos, por su firmeza ante el dolor, por su fe inquebrantable y, sobre todo, por su difusión y aumento, a pesar de todas las persecuciones. Esto es lamentable. Sabed que todo esto no prueba nada ni a favor ni en contra de la verdad; que la verdad no se demuestra por la veracidad, sino por otros procedimientos, y que esta última no constituye en modo alguno un argumento en favor de la primera.

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Una segunda intención de los cristianos. Posiblemente, los primeros cristianos concibieron la idea de que más vale estar convencido de que uno es culpable que creerse inocente, pues nunca se sabe cuál será la predisposición de un juez tan poderoso como Dios; ya que es de temer que no espere hallar más que culpables que tienen conciencia de su culpa. Teniendo en cuenta su gran poder, es más fácil que perdone a un culpable a que reconozca que el hombre que se presenta ante él obró rectamente. Las gentes sencillas de una provincia, a la vista del pretor romano, se decían: «Es demasiado orgulloso para que nos podamos atrever a declararnos inocentes en su presencia». ¿Cómo no iba a proyectarse esta forma de pensar en la concepción que los primeros cristianos tuvieron del juez supremo?

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Ni europeo ni noble. El cristianismo tiene algo de oriental y de femenino, como pone de manifiesto, en relación a Dios, la idea de que «quien bien te quiere, te hará llorar»; ya que, en Oriente, las mujeres consideran que el hecho de que su esposo las castigue y las tenga encerradas constituye una prueba de amor por parte de este, y se quejan cuando les falta este testimonio.

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Reflexionar mal es convertir a algo en malo. Las pasiones se vuelven malas y pérfidas cuando se las considera de una forma mala y pérfida. Así es como el cristianismo logró convertir a Eros y Afrodita —potencias sublimes y susceptibles de ser idealizadas— en genios del averno y en espíritus de corrupción, creando en la conciencia de los fieles, ante toda excitación sexual, remordimientos que llegaron a constituir un auténtico tormento. ¿No es horrible convertir sensaciones necesarias y constantes en una fuente de torturas interiores, haciendo que estas torturas interiores las sufran, de un modo necesario y constante, todos los hombres? Además, aunque esta miseria se mantenga oculta, no por ello posee raíces menos profundas, pues no todos tienen la valentía de reconocer, como hace Shakespeare en sus sonetos, su melancolía cristiana en este punto.

¿Hay siempre que considerar malo aquello contra lo que hay que luchar, lo que hay que mantener dentro de sus justos límites, y, en algunos casos, apartarlo totalmente de nuestro pensamiento? ¿No estaremos haciendo lo mismo que las almas vulgares, que consideran que el enemigo es siempre malo? ¿Con qué derecho llamamos enemigo a Eros? Las sensaciones sexuales, al igual que las de piedad y de adoración, tienen la particularidad de que, cuando las experimenta un individuo, hace un bien a otro por su propio placer, y no hay tantas disposiciones así en la naturaleza. ¡Y precisamente una de ellas ha sido calumniada y corrompida por quienes no tienen la conciencia tranquila, ya que vinculan la fecundación humana con la idea de falta!

Sin embargo, esta transformación de Eros en diablo ha acabado teniendo un desenlace cómico. El «demonio» Eros ha interesado cada vez más a los hombres que los ángeles y los santos, gracias al carácter secreto y misterioso que la Iglesia ha conferido a las cosas eróticas. Merced a ella, los temas amorosos han llegado a convertirse en la única cuestión verdaderamente interesante para todos los estratos sociales —con una exageración que no se hubiera entendido en la antigüedad—, lo que algún día será motivo de risa. Toda nuestra poesía, todo nuestro pensamiento está hondamente caracterizado por la enorme importancia que se concede al amor, considerado siempre como el asunto fundamental. Quizá a causa de este juicio, la posteridad considere que toda la herencia de la civilización cristiana tiene algo de mezquino y de loco.

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Los tormentos del alma. Todos nos indignamos cuando vemos que alguien atormenta físicamente lo más mínimo a otro; la sola idea de que se torture físicamente a un hombre o a un animal nos hace estallar de irritación contra quien es capaz de cometer una acción semejante; no podemos resistir que se nos hable de actos de esta naturaleza. Sin embargo, no sentimos en modo alguno lo mismo cuando se trata de torturas psíquicas, pese a lo que tienen de terrible. El cristianismo las ha practicado en un grado insólito, y todavía predica esta clase de martirio, llegando incluso a tachar de desafecta y de tibia a una alma en la que no se dan tales torturas.

De todo esto cabe concluir que la humanidad sigue hoy comportándose ante las hogueras espirituales con la misma paciencia y la misma incertidumbre temerosa que mostraba antiguamente frente a las torturas físicas cometidas con hombres y animales. A decir verdad, la palabra infierno no ha tenido nada de inútil; al miedo real que su idea originó, ha correspondido una clase nueva, horrible y grave de compasión, antes desconocida, hacia los individuos condenados irremisiblemente. Esta es la compasión que muestra, por ejemplo, el Convidado de Piedra hacia don Juan y que, durante los siglos de cristianismo, ha debido hacer llorar muchas veces hasta a las piedras. Plutarco nos ofrece una sombría semblanza del estado en que se encontraba el individuo supersticioso dentro del paganismo; pero esta imagen empalidece cuando la comparamos con la del cristianismo medieval que daba por supuesta la imposibilidad de escapar de los castigos eternos. Ante sus ojos veía surgir terribles presagios; por ejemplo, que un cigüeña llevaba una serpiente del pico y dudaba en comérsela, que toda la naturaleza se oscurecía de pronto, que corrían por el suelo ráfagas inflamadas, o que se le aparecían las almas de sus difuntos, mostrándole las huellas de sus tremendos sufrimientos. ¡Qué terrible morada supo hacer de la tierra el cristianismo, con sólo exigir que se colgaran crucifijos por todas partes y considerar que el mundo es un lugar en el que el justo es atormentado hasta la muerte! Y cuando el fervor de un gran predicador presentaba en público los sufrimientos íntimos del individuo, las torturas de la cámara solitaria; cuando un Whitefield, por ejemplo, predicaba como un moribundo a moribundos, llorando a lágrima viva, dando violentas patadas en el suelo, hablando apasionadamente, con un tono brusco e incisivo, sin miedo a dirigir todo el peso del ataque contra una persona determinada, a la que rechazaba de la comunidad con extremada dureza, parecía que la tierra iba a transformarse en un campo de maldición. Toda una muchedumbre echó a correr atropelladamente, presa de un acceso de pánico; numerosos individuos sufrieron angustiosos espasmos; otros cayeron al suelo desmayados; algunos se pusieron a temblar violentamente o ensordecieron los aíres durante horas con sus gritos estridentes. Por todas partes, la gente respiraba con angustia, medio asfixiada y jadeante. Un testigo ocular de este sermón señaló: «Y, en verdad, todos los sonidos que se escuchaban parecían producidos por los amargos dolores de los que agonizan».

No olvidemos que fue el cristianismo quien convirtió el lecho de muerte en un lecho de martirio y que las escenas que se han dado desde entonces, los acentos aterradores nunca oídos envenenaron los sentidos y la sangre de innumerables testigos, que transmitieron este veneno a sus hijos. Imaginemos si un hombre ingenuo podía borrar de su mente palabras como estas: «¡Oh eternidad! ¡Ojalá no hubiera tenido un alma! ¡Ojalá no hubiera nacido! ¡Estoy condenado, perdido sin remedio! Hace seis días, me hubierais podido ayudar. Pero ahora es ya demasiado tarde. Pertenezco al demonio, y le he de seguir hasta el infierno. ¡Ablandaos, míseros corazones de piedra! ¿No queréis ablandaros? ¿Qué más se puede hacer por quienes tienen un corazón de piedra? Me he condenado para que vosotros os salvéis. ¡Aquí está, sí, aquí está! ¡Ven, demonio, ven!».

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La justicia vengadora. El cristianismo ha puesto en una misma balanza la desgracia y la culpa, de forma que, cuando la desgracia que sigue a una falta es grande, la magnitud de esta última se establece involuntariamente en función del grado de gravedad de aquella. Sin embargo, esta apreciación no es antigua, porque la tragedia griega, donde tanto se habla de desgracias y de faltas, aunque sea en otro sentido, constituye una de las grandes liberaciones del espíritu, en una medida que ni los mismos antiguos eran capaces de entender. Estos no se preocupaban de señalar una relación adecuada entre la falta y la desgracia. La falta de los héroes trágicos viene a ser como la piedra en la que tropezamos, rompiéndonos un brazo o una pierna. Ante ella, según la forma antigua de pensar, se decía: «¡La verdad es que tenía que haber caminado con más precaución y menos orgullo!». Pero estaba reservado al cristianismo decir: «Detrás de esa desgracia tiene que haber por necesidad una gran falta, en proporción con la magnitud de la desgracia ocurrida, aunque no sepamos verla. Si no lo ves así, desgraciado, es porque tu corazón está endurecido; y te sucederán cosas peores aún».

En la antigüedad hubo auténticas desgracias, esto es, desgracias puras e inocentes; sólo el cristianismo convirtió toda desgracia en un castigo merecido. El cristianismo hizo también que padeciera la imaginación del que sufre, de forma que la más mínima molestia despertase en la víctima el sentimiento de ser moralmente reprobable y reprensible. ¡Pobre humanidad! Los griegos tenían una palabra especial para designar el sentimiento de protesta que les inspiraba la desgracia ajena. En los pueblos cristianos ese sentimiento está prohibido; por eso no pudieron darle un nombre a ese hermano, más viril, de la compasión.

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Una propuesta. Si, como dicen Pascal y el cristianismo, nuestro yo es siempre merecedor de odio, ¿cómo podemos permitir y aceptar que otros —Dios y los hombres— le amen? Iría en contra de todo principio dejar que nos amen si estamos convencidos de que no merecemos más que odio (por no hablar ya de otros sentimientos defensivos). Entonces nos dicen: «Pero es que estamos en el terreno de la gracia». ¿Vuestro amor al prójimo es, entonces, una gracia? ¿Vuestra compasión es una gracia?

Muy bien; pues, si podéis, avanzad un poco más y haced la gracia de amaros a vosotros mismos. De este modo, no necesitaréis a vuestro Dios, y todo el drama de la caída y de la redención se desarrollará totalmente en vuestro interior.

80

El cristiano compasivo. La compasión cristiana ante el dolor del prójimo tiene un reverso: recelar profundamente de todas sus alegrías, de los goces que le produce a este todo lo que quiere, todo lo que puede.

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La humanidad del santo. Un santo, inmerso entre los creyentes, no podía soportar el odio constante que estos mostraban hacia el pecado. Al final, acabó diciendo: «Dios lo ha creado todo, menos el pecado». ¿Qué tiene de raro que no lo quiera, si no lo ha creado? Pero el hombre sí que ha creado el pecado. Cómo va a rechazar, entonces, a este unigénito suyo, sólo porque le disgusta a Dios, que es el abuelo del pecado. ¿Es humano esto? Todo honor a todo señor, sí, pero el corazón, y el deber habrían de hablar en favor del hijo, ante todo, y, en segundo lugar, sólo en segundo lugar, en favor del abuelo.

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El ataque intelectual. «Tienes que estar a buenas contigo mismo, porque te va la vida en ello», nos dice Lutero, creyendo que nos pone un puñal en el pecho. Pero podemos contestarle con las palabras de alguien que está por encima de él y que es más digno de respeto: «Nos conviene no opinar sobre tal o cual cosa, para ahorrar, así, inquietudes a nuestra alma. Pues, por su propia naturaleza, las cosas no pueden obligarnos a que nos formemos una opinión de ellas».

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¡Pobre humanidad! Una gota de sangre más o menos en el cerebro puede hacer que nuestra vida nos resulte extremadamente miserable y desgraciada. Esa gota nos hace sufrir, pues, más que el águila a Prometeo. Pero lo terrible es cuando no sabemos que se trata de esa gota, y creemos que es el diablo o el pecado.

84

La filología del cristianismo. Analizando simplemente el carácter de las obras de sus autores, veremos inmediatamente lo poco que estimula el cristianismo el sentido de la honradez y de la justicia. Estos enuncian sus hipótesis con tanta audacia como si fueran dogmas, y pocas veces les apura sinceramente la interpretación de un pasaje de la Biblia. Constantemente leemos: «Llevo razón, porque así está escrito». Ante una interpretación tan impertinente y arbitraria, el filólogo no puede menos que detenerse, irritarse o reírse, para acabar preguntando: «¿Es posible? ¿Es esto honrado? ¿Es siquiera lícito?».

Las faltas de honradez que, en este aspecto, se cometen en los púlpitos protestantes, la forma grosera en que el predicador explota el hecho de que nadie le puede responder, su modo de deformar y de violentar los textos a placer, inculcando en el pueblo de mil maneras el arte de leer mal, son cosas que sólo ignoran el que no va nunca a la iglesia o el que la frecuenta asiduamente. Pero, en última instancia, ¿qué podemos esperar de los efectos de una religión que, durante los primeros siglos de su fundación, trató de llevar a cabo una extraordinaria farsa filológica con el Antiguo Testamento? Me refiero a su intento de quitarle a los judíos el Antiguo Testamento, sobre la base de que no contiene más que doctrinas cristianas y que, en consecuencia, sólo pertenece a los cristianos, el auténtico pueblo de Israel, mientras que los judíos no habían hecho más que apropiárselo. Se produjo entonces un furor de interpretaciones y de sustituciones, contrarias a toda buena fe. Por mucho que protestaran los judíos, en el Antiguo Testamento sólo se hablaba de Cristo, y nada más que de Cristo, especialmente de su crucifixión. Todos los pasajes en los que se habla de madera, de vara, de escala, de rama, de árbol, de caña o de báculo, habían de ser vistos como profecías relativas a la crucifixión; hasta el unicornio y la serpiente de bronce, hasta el propio Moisés orando con los brazos extendidos y las lanzas en las que se asaba el cordero pascual, no eran más que alusiones y, en cierto modo, preludios de la crucifixión. ¿Creían esto quienes lo defendían? La propia Iglesia no dudó en introducir interpolaciones en el texto de los Setenta (por ejemplo, en el salmo 96, versículo 10) con la finalidad de interpretar el texto fraudulentamente incorporado en términos de una profecía cristiana. Y es que, como se encontraba en estado de guerra, pensaba en sus enemigos, no en la honradez.

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La sutileza de la escasez. No os burléis de la mitología griega porque se parezca poco a vuestra metafísica. Deberíais admirar a un pueblo que, en este aspecto concreto, dejó en suspenso su poderosa inteligencia, y tuvo, durante bastante tiempo, el suficiente tacto para escapar del peligro de la escolástica y de la superstición sofística.

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Los intérpretes cristianos del cuerpo. Todo lo que puede provenir del estómago, de los intestinos, del ritmo cardíaco, de los nervios, de la bilis, del semen; todas las indisposiciones, debilitamientos e irritaciones; en suma, todos los azares de la máquina humana que tan poco conocemos, lo considera un cristiano como Pascal en términos morales y religiosos, preguntándose si hay que atribuirlo a Dios o al demonio, al bien o al mal, a la salvación o a la condenación. ¡Cuánto debe sufrir un intérprete así! ¡Cuánto tiene que forzar y violentar su sistema para conservar la razón!

87

El milagro moral. En el terreno moral, el cristiano no conoce más que el milagro, el cambio repentino de todas las apreciaciones, la renuncia súbita a todos los hábitos, la inclinación imprevista e irresistible hacia personas y objetos nuevos. Considera este fenómeno como una intervención de Dios, y le llama acto de regeneración, atribuyéndole un valor único e incomparable. Todo lo de la moral que no guarda relación con el milagro resulta indiferente para el cristiano y, como sentimiento de bienestar o de orgullo, hasta puede inspirar miedo. El Nuevo Testamento establece el canon de la virtud imposible. Según ese canon, quien aspira a la perfección moral debe aprender a sentirse cada vez más lejos de su fin, debe desesperar de la virtud y acabar lanzándose en los brazos del Ser compasivo. Sólo así pueden tener valor los esfuerzos morales del cristiano; la condición indispensable es que tales esfuerzos sean, pues, estériles, laboriosos y melancólicos; de este modo, pueden servir para que se produzca ese instante de éxtasis en el que el individuo asiste al desbordamiento de la gracia y al milagro moral. Con todo, esta lucha por la moralidad no es necesaria, pues no es raro que el milagro se produzca en el propio pecador, allí donde más corroe la lepra del pecado. Hasta resulta más fácil desprenderse del pecado más grave y arraigado —lo cual es también más deseable—, como prueba evidente del milagro. Explicar fisiológicamente el sentido de semejante cambio repentino, de este tránsito de la más profunda miseria al más duradero sentimiento de bienestar (lo que tal vez sea una epilepsia encubierta), constituye una labor que deben llevar a cabo los médicos alienistas, los cuales disponen de bastantes ocasiones para observar milagros similares (por ejemplo, en los casos de la locura criminal o de la manía suicida). El hecho de que en el caso del cristianismo el resultado sea más placentero, relativamente al menos, no establece una diferencia esencial.

88

Lutero, el gran bienhechor. Lo más importante que hizo Lutero fue suscitar desconfianza hacia los santos y hacia la vida contemplativa en general. Sólo a partir de su época se abrió en Europa el camino hacia una vida contemplativa no cristiana y se frenó el desprecio hacia la actividad laica. Lutero, que, dentro de su convento, siguió siendo el hijo de un honrado minero, al no encontrar allí otras profundidades y otros filones, descendió al fondo de sí mismo donde abrió terribles galerías subterráneas. Lutero acabó comprendiendo que no podía llevar una vida santa y contemplativa, pues la tendencia a la actividad que le era innata destruiría su alma y su cuerpo. Durante largo tiempo, procuró seguir el camino de la santidad a base de mortificaciones, pero acabó tomando una decisión y diciéndose a sí mismo: «¡No existe una verdadera vida contemplativa! ¡Nos hemos dejado engañar! Los santos no valen más que nosotros». Esta era, por supuesto, una forma bastante rústica de tener razón, pero para los alemanes de la época constituía la única apropiada. ¡Qué confortados se debían sentir al leer en el catecismo de Lutero estas palabras: «Fuera de los diez mandamientos, ninguna obra puede agradar a Dios; las obras espirituales que tanto alaban los santos, son puramente imaginarias»!

89

La duda como pecado. El cristianismo ha hecho todo lo posible por crear un círculo infranqueable en torno a él: declara que la duda, por sí sola, constituye ya un pecado. El individuo debe arrojarse sin pensarlo en la fe, olvidándose de la razón, en virtud de un milagro, y nadar desde entonces en ese elemento más claro y menos equivoco que ningún otro; lanzar una simple mirada a la tierra firme, pensar que quizá la existencia sea algo más que nadar, el menor movimiento de nuestra anfibia naturaleza, son suficientes para hacernos caer en el pecado. Es de advertir que, según esta forma de pensar, tratar de probar la fe y reflexionar sobre los orígenes de esta son actos pecaminosos. Lo que se exige es estar ciego y ebrio, elevar un cántico eterno por encima de las olas en las que se ha ahogado la razón.

90

Egoísmo contra egoísmo. Cuántos hay todavía que piensan que la vida sería insoportable si Dios no existiera; o, como dicen los idealistas, que la vida sería insoportable si no tuviera un significado moral. En consecuencia, es necesario que Dios exista o que la existencia tenga un significado moral. Sin embargo, lo cierto es precisamente lo contrario: que quien se ha habituado a esta idea no puede vivir sin ella, y que, en consecuencia, esta es necesaria para su conservación. Ahora bien, ¡qué presunción supone declarar que todo lo que necesitamos para conservarnos debe existir realmente! ¡Como si nuestra conservación fuera algo necesario! ¿Qué sucedería si otros pensaran lo contrario: si se negasen a vivir bajo las condiciones de esos dos artículos de fe, y si, en el caso de que tales condiciones fueran reales, la vida no les pareciera digna de ser vivida? Pues eso es, precisamente, lo que sucede hoy en día.

91

La buena fe de Dios. ¿Sería bueno un Dios omnipotente y omnisciente que no se preocupara ni lo más mínimo de que sus intenciones fueran comprendidas por sus criaturas? ¿No sería cruel un Dios que, estando en posesión de la verdad, contemplara con frialdad a la humanidad atormentada cruelmente a causa de ella, un Dios que dejara sin deshacer durante millares de años innumerables dudas y vacilaciones, como si estas no afectaran a la salvación de los hombres, amenazando, sin embargo, a estos con las más terribles consecuencias en el caso de que incurrieran en el error? ¿Se tratará, más bien, de un Dios que, aun siendo amor, no puede explicarse con mayor claridad porque le falta ingenio y elocuencia? Esta posibilidad sería todavía más grave, pues, en tal caso, se habría equivocado en lo que considera su verdad y parecería un pobre diablo engañado. Tendría que sufrir, entonces, unos tormentos casi infernales al ver padecer eternamente a sus criaturas en su intento de descifrar el enigma de su naturaleza, y no poder aconsejarlas ni ayudarlas más que a la manera de un sordomudo que hace toda clase de señales confusas cuando su hijo o su perro se encuentran en un grave peligro. Un creyente que, en su desesperación, discurriera de este modo, sería realmente culpable en el caso de que su compasión por ese Dios afligido le afectara más de cerca que la compasión por los demás hombres, pues estos no serían ya su prójimo, habida cuenta de que ese gran solitario sería el más afligido de todos y, en consecuencia, el que tendría mayor necesidad de consuelo.

En su sello de origen, todas las religiones reflejan un estado intelectual humano demasiado joven e inmaduro; no toman en serio la obligación de decir la verdad, no conciben que Dios tenga un deber para con los hombres: el de que su revelación sea clara y precisa.

Nadie ha sido tan elocuente como Pascal a la hora de hablar del Dios oculto y de sus razones para permanecer escondido y no decir las cosas sino a medias; lo que revela que, en este punto, Pascal no llegó nunca a tranquilizar su conciencia; pero se expresa con tanta confianza, que parece conocer los secretos de entre bastidores. Tenía la vaga idea de que el Dios escondido era algo totalmente inmoral, y temía confesárselo a sí mismo. Por eso hablaba tan alto, como la persona que tiene miedo.

92

Junto al lecho de muerte del cristianismo. Los hombres realmente activos prescinden hoy del cristianismo, y los más moderados y contemplativos, con un nivel intelectual medio, no disponen más que de un cristianismo ajustado a las circunstancias, esto es, muy simplificado. Lo mejor y más vivo que ha subsistido del cristianismo es la idea de un Dios que, con su amor, lo dispone todo para nuestro bien último, un Dios que nos da y nos quita la virtud y la felicidad, de forma que todo acaba sucediendo como era conveniente que sucediera, sin que haya motivos para rechazar la vida ni para criticarla —en pocas palabras, la resignación y la humildad divinizadas—. Sin embargo, no nos damos cuenta de que el cristianismo ha desembocado en un vago moralismo; en lugar de Dios, de la libertad y de la inmortalidad, lo que queda es una especie de benevolencia y de sentido de la honradez, junto con la creencia de que esa benevolencia y ese sentido de la honradez acabarán imponiéndose en todo el universo. Esta es la eutanasia del cristianismo.

93

¿Qué es la verdad? ¿Quién no disfruta oyendo las conclusiones que sacan los creyentes?: «La ciencia no puede ser verdadera porque niega la existencia de Dios. En consecuencia, no procede de Dios; lo que equivale a decir que no es verdadera, porque Dios es la verdad».

El error aquí no está en la conclusión, sino en la primera premisa. ¿Y si Dios fuera la no verdad, y estuviera demostrado que es así? ¿Y si fuera la vanidad, el ansia de poder, la impaciencia, el miedo, la locura que embriaga y aterroriza a los hombres?

94

Un remedio contra el malhumor. Ya San Pablo creía que era necesario un sacrificio para aplacar la cólera de Dios a causa del pecado. Desde entonces, los cristianos no han dejado de descargar sobre una víctima el malhumor que ellos mismos se procuraban. Es necesario que algo (aunque sea en imagen) muera por sus pecados, ya sea el mundo, la historia, la razón, la alegría o incluso la tranquilidad de los demás.

95

La refutación histórica es la refutación definitiva. Antiguamente se trataba de demostrar que Dios no existe; hoy se demuestra cómo surgió esa fe en la existencia de Dios, y por qué dicha fe fue adquiriendo cuerpo e importancia a lo largo de la historia. Con esta última demostración dejó de tener sentido el probar la inexistencia de Dios. ¿Qué se adelantaba antes refutando las pruebas de la existencia de Dios, si siempre quedaba la duda de que tal vez pudieran hallarse pruebas mejores que las que acababan de ser refutadas? En aquella época los ateos no sabían hacer tabla rasa.

96

«Con este signo vencerás». Cualquiera que fuese el grado de progreso alcanzado por Europa en otros campos, en el religioso no ha llegado todavía a la ingenuidad liberal de los antiguos brahmanes, lo que demuestra que en la India de hace cuatro mil años se reflexionaba más y se transmitía en mayor grado a los descendientes la afición a reflexionar que hoy en día. Aquellos brahmanes creían que los sacerdotes eran más poderosos que los dioses, y que el poder de los sacerdotes radicaba en sus prácticas consagradas. Esta es la razón de que sus poetas no se cansaran de ensalzar sus prácticas (oraciones, ceremonias, sacrificios, cánticos, melopeas), a las que consideraban como auténticas dispensadoras de todo beneficio. Por mucha que fuese la dosis de superstición y de poesía que hubiera en esto, los principios seguían siendo verdaderos. Cuando se daba un paso más, se hacía aquello que también Europa hará algún día: prescindir de los dioses. Dando otro paso más, se prescindía de los sacerdotes y de los intermediarios. Apareció entonces un profeta que predicó la religión de la redención por uno mismo: Buda. ¡Qué lejos está Europa aún de alcanzar ese grado de cultura! Cuando, finalmente, queden destruidas todas las prácticas y costumbres en las que se asienta el poder de los dioses, de los sacerdotes y de los salvadores, y muera la moral, entendida en el sentido antiguo, llegará… ¿Qué llegará? No tratemos de adivinarlo; procuremos, más bien, hacer uso de lo que ya concibió aquel pueblo de pensadores que fue la India, hace miles de años, como base del pensamiento. Puede que, entre los diferentes pueblos de Europa, ya existan diez o veinte millones de hombres que no creen en Dios; ¿será mucho pedirles que elijan un signo común? En cuanto se reconocieran entre si y se dieran a conocer a otros, pasarían de inmediato a ser una potencia europea, y, afortunadamente, una potencia entre los pueblos, las castas, los ricos y los pobres, los que mandan y los que obedecen, los individuos más inquietos y los más tranquilos y tranquilizadores.

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