Aurora

Aurora


Libro tercero

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LIBRO TERCERO

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¡Los pequeños actos discrepantes son necesarios! En el campo de las costumbres, obrar en alguna ocasión en contra de lo que se piensa, ceder en la práctica aunque reservándose la libertad intelectual, comportarse como hace todo el mundo y compensar así a todo el mundo de nuestras opiniones discrepantes con una muestra de amabilidad, constituye algo que los hombres un tanto independientes juzgan no sólo aceptable, sino también honrado, humano, tolerante, falto de pedantería y todos los demás calificativos que sirven para adormecer la conciencia intelectual. De este modo, vemos que un ateo bautiza cristianamente a su hijo, que un individuo que condena drásticamente el odio entre los pueblos hace el servicio militar como todo el mundo, y que un tercero que es irreligioso se casa por la Iglesia porque su familia es religiosa, sin que le avergüence la incongruencia en la que incurre al hacer sus promesas delante de un sacerdote. El prejuicio y el error groseros dicen: «No tiene ninguna importancia que un individuo haga lo que hace todo el mundo y lo que siempre se ha hecho». Sin embargo, no hay nada más importante que confirmar una vez más lo que ya es de por sí poderoso, tradicional y absurdo, fortaleciéndolo mediante el acto de un individuo sensato. Con ello, estas cosas reciben la sanción de la razón misma, a los ojos de quienes oyen hablar de ello. Respeto vuestras opiniones, pero los pequeños actos discrepantes tienen mayor valor.

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El azar de los matrimonios. Si fuera un dios, y un dios benévolo, lo que más me molestaría serían los matrimonios de los seres humanos. Un individuo puede llegar muy lejos durante los setenta años de su vida, o incluso durante los treinta; lo que resulta sorprendente hasta para un dios. Pero cuando luego se le ve arrojar el botín conseguido en su lucha y los laureles de su triunfo delante de la primera mujer que encuentra y esta los pisotea, cuando se observa lo bien que supo adquirir y lo mal que supo conservar, y que ni siquiera piensa que, mediante la fecundación, puede preparar una vida más victoriosa aún, uno acaba perdiendo la paciencia y diciendo: «A la larga, nada se puede esperar de la humanidad; los individuos son despilfarradores; el azar de los matrimonios niega toda base racional para que la humanidad dé un gran paso; dejemos de observar asidua e insensatamente este espectáculo sin objeto». En esta disposición de ánimo se retiraron antaño los dioses de Epicuro a su silenciosa felicidad divina porque estaban cansados de los hombres y de sus asuntos amorosos.

151

Hay que inventar un nuevo ideal. A un enamorado no se les debería dejar que decidiera acerca de su vida ni que, a impulsos de un violento capricho, determinara la clase de personas con las que va a convivir en el futuro. Se deberían declarar públicamente nulos los juramentos de los enamorados y negarles el matrimonio, precisamente porque habría que conceder al matrimonio una importancia mucho mayor, de forma que no se contrajera en los casos en los que hoy se contrae. La mayoría de los matrimonios son de tal clase que no desean tener a un tercero por testigo. Pero, por lo general, aparece ese testigo: es el hijo, y este más que un testigo constituye una víctima propiciatoria.

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Fórmula de juramento. «Si miento, que me dejen de considerar honrado y que todos los hombres tengan derecho a decírmelo a la cara». Propongo esta fórmula en lugar del juramento jurídico y de la habitual apelación a Dios. Es más fuerte. El individuo piadoso no tendría razones para no usarla, pues cuando no bastara el juramento habitual, debería escuchar su catecismo, que le manda: «No tomad el nombre de Dios en vano».

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Un descontento. Es uno de esos valientes de antaño: le enoja la civilización porque cree que esta tiende a que todos, tanto los valientes como los cobardes, tengan acceso a todo lo bueno: los honores, las riquezas y las mujeres hermosas.

154

Consuelos frente al peligro. Los griegos, que vivían una vida rodeada de grandes peligros y cataclismos, buscaban en la meditación y en el conocimiento una especie de sentimiento de seguridad y un último refugio. Nosotros, que vivimos en una paz incomparablemente mayor, hemos trasladado el peligro a la meditación y al conocimiento, y buscamos en la vida el descanso y la defensa frente a ese peligro.

155

Escepticismo extinguido. Las empresas peligrosas son mucho más raras en la época moderna que en la antigüedad y en la Edad Media, probablemente porque en la época moderna no se cree en los signos, en los oráculos, en las constelaciones ni en los adivinos. Es decir, que nosotros ya no somos capaces de creer en un futuro que nos está reservado, como creían los antiguos, quienes, al contrario que nosotros, eran mucho menos escépticos respecto a lo que sucede, que respecto a lo que es.

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Malo por orgullo. «¡Con tal de que no nos sintamos demasiado a gusto!». Esto era lo que temían íntimamente lo griegos de los buenos tiempos. Por eso predicaban la mesura. ¡Nosotros, en cambio…!

157

El culto de las onomatopeyas. ¿Qué indica el hecho de que nuestra civilización no sólo tolere las muestras de dolor, las lágrimas, las quejas, los reproches, los gestos de rabia o de humildad, sino que además los apruebe y los incluya entre las cosas nobles e inevitables, mientras que el espíritu de la filosofía antigua los despreciaba, creía que le rebajaba y no los consideraba como algo necesario? Recuérdese lo que dice Platón —que no era precisamente uno de los filósofos más inhumanos— del Filoctetes de la obra trágica. ¿Carecerá tal vez de filosofía nuestra civilización moderna? ¿Formaremos todos parte de la plebe, según el criterio de los filósofos antiguos?

158

Los climas del adulador. Hoy en día ya no hay aduladores que doblen el espinazo delante de los príncipes porque estos tienen actualmente unas aficiones bélicas que repugnan a los aduladores. Donde hoy brota esa flor es entre los banqueros y los artistas.

159

Los que evocan a los muertos. Hay hombres vanidosos que aprecian más un fragmento del pasado que el presente, en la medida en que pueden revivirlo con su imaginación (sobre todo si es difícil), y querrían, en caso necesario, resucitar a los muertos. Pero como el número de los vanidosos es muy considerable, el peligro que presentan los estudios históricos, desde el momento en que cae en sus manos una época, no es baladí; se desperdicia demasiada fuerza en tratar de resucitar todo lo imaginable. Tal vez se comprenda mejor todo el movimiento romántico desde este punto de vista.

160

Vanidoso, codicioso e imprudente. Tus deseos son mayores que tu razón, y tu vanidad es mayor aún que tus deseos. A los individuos de tu calaña hay que recomendarles básicamente mucha práctica cristiana, además de una cierta dosis de teoría schopenhaueriana.

161

La belleza es acorde con la época. Sí nuestros escultores, nuestros pintores y nuestros músicos quisieran captar el sentido de nuestra época, tendrían que mostrar una belleza engreída, gigantesca y nerviosa, del mismo modo que los griegos, impulsados por su moral de la medida y de la proporción, concebían y plasmaban la belleza en el Apolo de Belvedere, que nosotros deberíamos encontrar feo, si no fuera porque los clasicistas pedantes nos han arrebatado la sinceridad.

162

La ironía de los hombres de hoy. Actualmente los europeos acostumbran a tratar con ironía todos los grandes intereses, porque, a fuerza de andar ajetreados en el servicio de estos, no tienen tiempo de tomarlos en serio.

163

Contra Rousseau. Nuestra civilización es, ciertamente, algo deplorable, pero podemos o concluir con Rousseau que esta civilización deplorable es la causa de nuestra inmoralidad, o deducir contra Rousseau que nuestra moralidad es la causa de nuestra deplorable civilización. Nuestras concepciones sociales del bien y del mal, débiles y afeminadas, y la enorme influencia que ejercen en el cuerpo y en el alma, han terminado debilitando todos los cuerpos y todas las almas y quebrantando a los hombres independientes, autónomos, sin prejuicios, que son los auténticos pilares de una civilización sólida. Allí donde hoy hallamos inmoralidad, podemos ver las últimas ruinas de estos pilares. Tenemos, pues, una paradoja frente a otra paradoja. Es imposible que la verdad se dé a ambos lados. ¿En cuál de los dos está? Piénsese.

164

Algo posiblemente prematuro. Quienes hoy en día se sienten apegados a las costumbres y a las leyes establecidas, tratan de organizarse y de crear un derecho propio, utilizando diferentes nombres equivocados que inducen a error, y las más de las veces con una gran falta de exactitud; mientras que hasta ahora todos los criminales, todos los librepensadores y todos los hombres inmorales y malvados han vivido desacreditados y fuera de la ley, y han perecido bajo el peso de la mala conciencia. Deberíamos, ante todo, aprobar esto y considerarlo bueno, aunque el siglo venidero pierda en seguridad y tal vez sea preciso que todo el mundo vaya con el fusil al hombro. Por lo menos, habría una corriente de opinión que estaría constantemente recordando que no existe una moral absoluta y exclusiva, y que toda moral que se afirma excluyendo a todas las demás destruye demasiadas fuerzas vivas y hace pagar un precio muy caro a la humanidad. Los discrepantes, que con frecuencia son los inventivos y los creadores, no deben ser sacrificados; no es conveniente considerar vergonzosa la transgresión moral de pensamiento y de obra; hay que llevar a cabo muchos intentos nuevos para transformar la existencia y la sociedad; es preciso que el mundo se libere del enorme peso que supone la mala conciencia; es necesario que estos fines generales sean aceptados y fomentados por todo aquel que busque honradamente la verdad.

165

La moral que no enoja. Los preceptos morales que un pueblo deja que le enseñen y que le prediquen guardan relación con sus defectos principales, y por eso no le resultan enojosos. Los griegos, que tan fácilmente perdían la moderación, la sangre fría, el sentido de la justicia y, en general, la prudencia, prestaban atención a las cuatro virtudes socráticas: ¡tenían tanta necesidad de estas virtudes y tan poca disposición para ellas!

166

En la encrucijada. ¿No te da vergüenza? Deseas entrar en un sistema en el que hay que convertirse en rueda, si no quieres ser aplastado por la máquina; en un sistema donde cada cual ha de ser lo que hagan de él sus superiores; donde constituye un deber natural la búsqueda de contactos; donde nadie se ofende cuando se le indica que se fije en una determinada persona porque puede serle útil, donde a nadie le da vergüenza acudir a quien sea para interceder por alguien; donde no se comprende que el sometimiento deliberado a estas prácticas conlleva el convertirse en un vulgar recipiente, que los demás pueden usar y romper cuando les plazca, sin concederle mayor importancia; donde, en último término, vienes a decir: «Nunca faltarán hombres de mi clase; utilizadme como queráis».

167

Los homenajes absolutos. Cuando pienso en el filósofo alemán más leído, en el músico alemán más escuchado y en el estadista alemán más aceptado, no puedo menos de decirme: el hecho de que la vida trate tan duramente a este pueblo alemán, de sentimientos absolutos, se debe a sus grandes hombres. En los tres campos a los que acabo de referirme, estos han ofrecido un espectáculo digno de ser contemplado; cada uno de ellos parece un río tan fuertemente agitado en el cauce que él mismo se ha abierto, que se diría que pretende escalar los montes. Y, sin embargo, por muy grande que sea la admiración que inspiren, ¿quién no querría opinar de distinta forma que Schopenhauer? ¿Y quién compartiría hoy totalmente, en las cosas grandes y en las pequeñas, las opiniones de Ricardo Wagner, aun aceptando que sea verdad la reflexión que hizo alguien un día en el sentido de que cuando Wagner impulsa algo, en ese algo se encuentra un problema oculto, lo cual puede ser cierto, pues él nunca revela lo que realmente es? Y, por último, ¿cuántos habrá que desearían estar totalmente de acuerdo con Bismarck, si este estuviera de acuerdo consigo mismo o, por lo menos, diera en el futuro la apariencia de estarlo?

Bien es cierto que en un estadista no debiera resultar sorprendente el carecer de principios y el tener instintos dominantes, un espíritu que cambie a merced de unos violentos instintos de dominio, faltos por lo mismo de principios, sino que todo ello debiera parecer adecuado y acorde con la naturaleza. Pero, lamentablemente, qué poco alemán ha sido esto hasta ahora; lo mismo que el ruido en torno a la música, y la disonancia y el malhumor por parte del músico; lo mismo que el nuevo y extraordinario punto de vista que escogió Schopenhauer, que ni se situó por encima de las cosas ni se arrodilló ante ellas —lo uno y lo otro hubiera sido auténticamente alemán—, sino que actuó contra ellas. ¡Qué actitud más increíble y desagradable! ¡Situarse en el mismo nivel de las cosas y erigirse, sin embargo, en su adversario, y hasta en el adversario de sí mismo! ¿Qué debe hacer quien admire incondicionalmente este modelo? ¿Y qué debe hacer el partidario de los tres modelos que están en pugna entre sí, ya que Schopenhauer se opone a la música de Wagner, Wagner condena la política de Bismarck, y Bismarck es adversario de todo lo wagneriano y de todo lo schopenhaueriano? ¿Cómo salir del atolladero? ¿Adónde habrá que acudir para apagar la sed de veneración conjunta? ¿Cabría elegir, de entre la música del compositor, algunos centenares de compases, de esos que nos llegan al corazón, porque tienen corazón, y aislarnos con este pequeño botín, olvidándonos de lo demás? ¿O tratamos de combinar al filósofo con el estadista, escogiendo algo, encariñándonos con ello, y sobre todo olvidándonos del resto? Pero ¡es tan difícil olvidar!

Erase una vez un hombre tan orgulloso, que no quería de ninguna manera aceptar nada de nadie, ni bueno ni malo; pero cuando tuvo necesidad de olvidar, no lo consiguió, y tuvo que conjurar tres veces a los espíritus. Acudieron estos, escucharon su petición y al final le contestaron: «¡Eso es lo único que no está en nuestra mano hacer!». Posiblemente los alemanes debieran aprovechar esta experiencia de Manfredo. ¿Para qué conjurar a los espíritus? Esto no sirve de nada; no olvidamos cuando queremos olvidar, ¡y qué cantidad de cosas habría que olvidar de estos tres grandes hombres de nuestra época para poder admirarles incondicionalmente! Sería preferible aprovechar la ocasión para intentar algo nuevo, es decir, para avanzar en la honradez respecto a uno mismo, y en lugar de ser un pueblo que repite con credulidad y que odia con ceguera, convertirse en un pueblo que aprueba con condiciones y que se opone con benevolencia, sabiendo, sobre todo, que los homenajes incondicionales a las personas son un tanto ridículos, que cambiar de opinión respecto a este tema no sería deshonroso ni siquiera para los alemanes, y que hay una profunda frase, digna de ser tomada a pecho: «Lo importante no son las personas, sino las cosas». Esta frase es, como quien la dijo —el soldado y republicano Carnot—, grande, sencilla, valiente y sobria. Pero ¿se puede hablar así a los alemanes de un francés, que además era republicano? Probablemente no, y tal vez ni siquiera tengamos derecho a recordarles lo que antaño les dijo Niebuhr: que nadie le había producido la impresión de la verdadera grandeza como Carnot.

168

Un modelo. ¿Qué es lo que me gusta de Tucídides y hace que le aprecie más que a Platón? Goza de una forma más intensa y desinteresada con los hombres y los acontecimientos que responden a un tipo, y descubre que en cada tipo se encuentra una cierta cantidad de sentido común; ese sentido común es lo que trata de descubrir. Tiene una gran justicia práctica, mayor que la de Platón; no calumnia ni desvaloriza a los hombres que no le agradan o que le han hecho daño en la vida. Por el contrario, añade e introduce algo grande en todas las cosas y en todas las personas, al no ver en ellas más que tipos. Lo mismo habría de hacer la posteridad, a la que dedica su obra, con lo que no responde a un tipo. De este modo, la cultura del conocimiento desinteresado logra en él —el tipo humano del pensador— una floración maravillosa. Esa cultura, que tuvo su poeta en Sófocles, su médico en Hipócrates, su sabio naturalista en Demócrito, merece ser designada con el nombre de sus maestros, los sofistas. Pero, lamentablemente, desde el momento que le damos ese nombre, empieza empalidecer y a hacérsenos incomprensible, ya que, en ese mismo instante, sospechamos que esa cultura, combatida por Platón y por todas las escuelas socráticas, debía ser muy inmoral. La verdad es, en este caso, tan complicada y tan enmarañada que resulta difícil desenredarla. Por consiguiente, que el viejo error («el error es más simple que la verdad») siga su antiguo camino.

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El genio griego nos es ajeno. Lo oriental o lo moderno, lo aristocrático o lo europeo, todo, en suma, en comparación con lo griego, se caracteriza por la enormidad y por el goce de las grandes masas, como forma de expresión de lo sublime. Por el contrario, en Pesto, en Pompeya y en Atenas, causan asombro las construcciones arquitectónicas griegas, al observar con qué masas tan pequeñas sabían los griegos expresar lo sublime y cómo disfrutaban haciéndolo así. ¡Qué sencillos eran también los griegos en la idea que tenían de sí mismos! ¡Qué atrás les dejamos en el conocimiento de los hombres! ¡Qué laberínticas resultan nuestras almas y nuestras representaciones del alma, en relación con las suyas! Si quisiéramos crear una arquitectura tomando a nuestra alma de modelo (aunque somos demasiado cobardes para hacerlo), nuestro arquetipo sería el laberinto. En la música que nos corresponde y que expresa verdaderamente lo que somos, se adivina ya el laberinto (pues en música los hombres se muestran con espontaneidad, creyendo que nadie es capaz de verles, ni siquiera por debajo de su música).

170

Otras perspectivas del sentimiento. ¿Qué significa nuestra charlatanería sobre los griegos? ¿Qué entendemos de ese arte suyo, cuyo espíritu es la pasión por la belleza masculina desnuda? Sólo partiendo de esta, sentían la belleza femenina. Respecto a esta última, tenían, pues, un punto de vista distinto al nuestro. Y lo mismo sucedía con su amor a la mujer; veneraban de otro modo, despreciaban de otro modo.

171

La alimentación del hombre moderno. El hombre moderno es capaz de digerir muchas cosas, prácticamente todo, y se enorgullece de ello. Sin embargo, pertenecería a una categoría superior, si no tuviera esta capacidad. El hombre que come de todo no es precisamente un ser distinguido. Vivimos entre un pasado que tenía un gusto más obstinado y terco que nosotros, y un futuro que tendrá tal vez un gusto más selecto. Nosotros estamos demasiado en medio.

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Tragedia y música. Los hombres que se encuentran en una disposición de ánimo guerrera, como los griegos de la época de Esquilo, son difíciles de conmover, y cuando alguna vez la compasión se impone a su dureza, a la manera de una fuerza demoníaca, se apodera de ellos una especie de vértigo, y se sienten sacudidos y arrastrados por una emoción religiosa. Luego, mantienen sus reservas respecto a este estado, pero mientras se encuentran dominados por él, gozan del encanto que les proporciona la embriaguez de lo maravilloso, mezclada con el amargo ajenjo del dolor. Se trata, ciertamente, de una bebida para guerreros, de algo raro y peligroso, dulce y amargo a la vez, que no está al alcance de todos.

La tragedia va dirigida a las almas que sienten así la compasión, a las almas duras y guerreras a las que difícilmente abaten el miedo y la piedad, pero a las que les es útil ablandarse de cuando en cuando. Pero ¿qué puede ofrecer la tragedia a quienes se encuentran expuestos a las afecciones simpáticas, como velas desplegadas al viento? Cuando, en tiempos de Platón, los atenienses se volvieron más suaves y sensibles (aunque ¡qué lejos estaban aún de la sensiblería que muestran los habitantes de nuestros pueblos y ciudades!), los filósofos empezaron a quejarse del carácter nocivo de la tragedia. Una época llena de peligros, como la que empieza en estos momentos, en la que suben de precio la valentía y la virilidad, endurecerá lo suficiente a las almas, aunque sea lentamente, para que sean necesarios los poetas trágicos. Hasta este instante eran un tanto superfluos, por emplear el término más benigno. Tal vez la música conozca también, en este sentido, una época mejor, una época en la que los músicos tendrán que dirigirse a hombres estrictamente personales, duros de suyo, dominados por la sombría seriedad de sus propias pasiones. Pero ¿de qué sirve la música a estas almitas contemporáneas de una época que se acaba, a unas almas demasiado volubles, imperfectamente desarrolladas, tan poco personales, tan curiosas y tan deseosas de todo?

173

Los defensores del trabajo. En la glorificación del trabajo, en los infatigables discursos sobre los beneficios del trabajo, descubro la misma intención oculta que en los elogios de los actos impersonales y del interés general: el miedo íntimo a todo lo que es individualidad. A la vista que ofrece el trabajo (me refiero a esa dura actividad que se realiza de la mañana a la noche), podemos comprender perfectamente que este es el mejor policía, pues frena a todo el mundo y sirve para impedir el desarrollo de la razón, de los apetitos y de las ansias de independencia. Y es que el trabajo desgasta la fuerza nerviosa en proporciones extraordinarias y quita esa fuerza a la reflexión, a la meditación, a los ensueños, al amor y al odio; nos pone siempre ante los ojos un fin nimio, y concede satisfacciones fáciles y regulares… De este modo, una sociedad en la que se trabaja duramente y sin cesar, gozará de la mayor seguridad, y esta es la seguridad a la que hoy se adora como divinidad suprema. Pero resulta (¡qué horror!) que el trabajador es quien se ha vuelto peligroso.

Proliferan los individuos peligrosos, y detrás de ellos se encuentra el peligro de los peligros: el individuum.

174

La característica moral de una sociedad de comerciantes. Tras el principio de la moral característica de hoy que dice que «los actos morales son los que se hacen por simpatía hacia los demás», entreveo el instinto social del miedo, que adopta así un disfraz intelectual. Este instinto considera que el principio más elevado, importante e inmediato es que hay que despojar a la vida del carácter peligroso que tuvo en otros tiempos, y que todos debemos contribuir a ello en la medida de nuestras fuerzas. Esta es la razón de que sólo merezcan el calificativo de buenos aquellos actos que tiendan a la seguridad general y a robustecer la sensación de seguridad de la sociedad. ¡Qué pocos placeres deben procurarse los hombres a sí mismos, si semejante tiranía del miedo les prescribe la ley moral superior y se dejan convencer de que deben prescindir de ellos mismos, pasar de largo de ellos mismos, teniendo en cambio unos ojos de lince para percibir todo dolor ajeno! Con esta intención nuestra que llega al absurdo de extirpar de los contornos de la vida todo lo áspero y todos los rincones, ¿no estamos en trance de reducir la humanidad a arena, a arena fina, blanda, granulada, infinita? ¿Es este vuestro ideal, héroes de los afectos simpáticos? Por otra parte, queda por resolver si servimos mejor al prójimo corriendo siempre e inmediatamente en su ayuda y socorriéndole (cosa que sólo se puede hacer muy superficialmente, a menos de caer en la tiranía), o haciendo para uno mismo algo que el prójimo vea con placer (por ejemplo, un bello jardín tranquilo y reservado, con altos muros que le defiendan de la tempestad y del polvo de los caminos, pero que tenga también una puerta hospitalaria).

175

Idea fundamental de una cultura de comerciantes. Actualmente estamos viendo aparecer, de diferentes modos, una sociedad cuya alma es el comercio, como la lucha singular lo era de la cultura de los antiguos griegos, y la guerra, la victoria y el derecho, la de los romanos. Quien se entrega al comercio sabe tasarlo todo sin producirlo, de acuerdo con las necesidades del consumidor y no con las suyas propias. Para él, la cuestión fundamental consiste en saber cuántas y qué personas consumen tal artículo. En consecuencia, aplica a todo de un modo instintivo y constante el criterio de la tasación, incluyendo, lógicamente, las obras artísticas y científicas, lo que producen los pensadores, los sabios, los artistas, los hombres de Estado, los pueblos, los partidos y hasta las épocas enteras. Se informa de la relación existente entre la oferta y la demanda respecto a todo lo que se produce, con vistas a poder fijar por sí mismo el valor de una cosa. Esto, elevado a la categoría de principio de toda cultura, estudiado en todas sus infinitas aplicaciones, hasta los más leves detalles, impuesto a todo tipo de voluntades y de saberes, constituirá vuestro motivo de orgullo, hombres del siglo que viene, si es que los profetas de la clase comerciante logran transmitirlo a vosotros. Pero yo tengo poca fe en estos profetas. Por decirlo con palabras de Horacio: Credat Judaeus Apella.

176

La crítica de los padres. ¿Por qué no soportamos ya la verdad sobre el pasado más reciente? Porque siempre aparece una nueva generación que no está de acuerdo con ese pasado y que, al criticarlo, goza de las primicias del sentimiento de poder. Por el contrario, en otros tiempos, la generación nueva quería apoyarse en la antigua y comenzaba a tener conciencia de sí misma, no sólo aceptando las opiniones de los padres, sino defendiéndolas, si podían, más severamente aún. Antaño se pensaba que criticar la autoridad de los padres constituye un vicio; ahora, los jóvenes idealistas empiezan por ahí.

177

Aprender a estar solo. ¡Pobre parias, los que vivís en las grandes ciudades de la política mundana, jóvenes de talento, martirizados por la vanidad! Consideráis que tenéis la obligación de dar vuestra opinión respecto a todo lo que sucede (pues siempre sucede algo). Cuando habéis levantado una polvareda y armado mucho escándalo, creéis que sois el carro de la historia. Estáis constantemente escuchando, a la espera de poder dirigir la palabra al público, y por eso perdéis toda verdadera fecundidad. Por muy ardiente que sea vuestro deseo de realizar grandes obras, no llega a vosotros el profundo silencio de la incubación. El suceso del día os arrastra como una brizna de paja, aunque sois tan pobres diablos que os hacéis la ilusión de que impulsáis al acontecimiento. Cuando se quiere representar en escena el papel de héroe, no hay que ser uno del coro, ni siquiera hay que saber corear.

178

Los que se desgastan a diario. Hay jóvenes que no carecen de carácter, de disposición ni de celo, pero a los que no se les ha dado tiempo para que se marquen una directriz, habida cuenta de que se han acostumbrado desde niños a recibir directrices. En el momento en que estaban maduros para ser enviados al desierto, se procedió con ellos de distinta forma: se les utilizó, se les separó de ellos mismos, se les enseñó a desgastarse a diario, haciendo de esto un deber y un principio, y ahora ya no pueden prescindir de ello ni quieren obrar de otra manera. Pero a estas pobres bestias de carga no se les puede privar de vacaciones (como llaman a ese ideal de ocio obligado, propio de un siglo tan cargado de trabajo), en las que pueden holgazanear y comportarse de un modo estúpido y pueril.

179

La menor cantidad de «Estado» posible. Todo el conjunto de condiciones políticas y sociales no valen lo suficiente para que las inteligencias más capacitadas se vean obligadas y tengan la necesidad de ocuparse de ellas. Semejante despilfarro de inteligencia es mucho más grave que un estado de miseria. La política es el campo de acción de cerebros mediocres, y este campo no debería estar abierto a los espíritus más elevados, aunque la máquina se haga pedazos. Pero, tal como están hoy las cosas, cuando todos no sólo se creen con derecho a estar informados diariamente de los asuntos políticos, sino que quieren intervenir activamente en ellos y abandonan por esto su trabajo, la locura no puede ser mayor ni más ridícula. A este precio, pagamos muy cara la seguridad pública; y lo más absurdo es que, por este medio, se consigue precisamente lo contrario, como lo está demostrando nuestro excelente siglo, de una forma desconocida hasta ahora. Proteger a la sociedad contra los ladrones e incendiarios, hacerla lo más cómoda posible para toda clase de comercio y de relaciones, y convertir al Estado en la Providencia (en el bueno o en el mal sentido), son fines inferiores, secundarios y en absoluto indispensables, a cuyo servicios no deberían estar los fines e instrumentos más elevados de que se dispongan, los cuales habrán de reservarse para los fines superiores y más extraordinarios. Aunque nuestra época habla mucho de economía, es bastante pródiga. Despilfarra lo más preciado: la inteligencia.

180

Las guerras. Las grandes guerras contemporáneas son consecuencia de los estudios históricos.

181

Gobernar. Unos gobiernan por el placer de gobernar; otros, para que no les gobiernen. Entre estos dos males, es menor el segundo.

182

La lógica vulgar. Se dice, con mucho respeto, de un hombre que es todo un carácter, si muestra una lógica vulgar, que salta a la vista hasta de los menos avisados. Pero cuando se trata de un espíritu más perspicaz y más profundo, que es consecuente a su modo (es decir, de un modo superior), los espectadores niegan que sea un carácter. Esta es la razón de que los hombres de Estado que son astutos representen siempre su comedia con la máscara de una lógica vulgar.

183

Viejos y jóvenes. No faltarán quienes piensen que tiene algo de inmoral la existencia de los Parlamentos, pues en ellos se da el derecho a expresar opiniones en contra del gobierno, mientras que debemos sustentar respecto a todo la opinión que nos dicte nuestro dueño y señor. Para algunos de esos veteranos chapados a la antigua que viven principalmente en la Alemania del Norte, este constituye el undécimo mandamiento. Hoy nos burlamos de esto, como de una moda caída en desuso, pero en otros tiempos la moral era así. Puede que llegue un día en que la gente se ría a su vez de la moral que profesa esta generación joven educada en el parlamentarismo, es decir, de esa moral que consiste en considerar que la política de los partidos ha de estar por encima del criterio personal, y que todo lo que afecta al bien público ha de ser juzgado según los vientos que soplan en las velas del partido. Este es el precepto que defiende tal opinión. En pro de semejante moral, se llevan a cabo hoy en día toda clase de sacrificios, incluyendo el vencerse y el atormentarse a uno mismo.

184

El Estado de los socialistas. En los países sometidos a la disciplina civil, siempre hay retardatorios que se resisten a ella y que son los primeros en engrosar las filas socialistas, con mayor facilidad que ningún otro sitio. Si alguna vez llegaran a dictar leyes, podemos estar seguros de que se pondrían férreas cadenas y de que ejercerían una terrible disciplina. ¡Los conocemos muy bien! Soportarían tales leyes, juzgando que se las habían impuesto a sí mismos. El sentimiento de poder, de este poder, es, para ellos, demasiado reciente y demasiado seductor como para que no lo sufran todo por su causa.

185

Los mendigos. Hay que suprimir a los mendigos, porque nos molestan tanto cuando les damos limosna como cuando no se la damos.

186

Los hombres de negocios. Vuestros negocios, que es lo que más os preocupa, os atan al lugar donde vivís, a vuestra sociedad, a vuestros gustos. Estáis embebidos en los negocios, pero sois perezosos en las cuestiones del espíritu; os satisface vuestra deficiencia, y tenéis el delantal del deber prendido a esa satisfacción. Así vivís, y así queréis que vivan vuestros hijos.

187

Un futuro posible. ¿No cabría imaginar un estado social en el que el propio malhechor se declarara culpable y se impusiera su castigo, con el orgullo de que así honraba la ley que él mismo se había dictado, ejerciendo al castigarse el poder del legislador? Algunas veces fallaría, pero, con su castigo voluntario, se elevaría por encima de la bajeza de su delito, y no sólo lavaría su culpa, sino que, por su franqueza, su magnanimidad y su paz, produciría con su conducta un beneficio público. Así sería el criminal de un futuro posible, cuya condición previa sería la existencia de una legislación futura, basada en la idea de que, en lo grande y en lo pequeño, sólo hay que someterse a la ley que uno mismo se ha dictado. ¡Cuántas cosas habría que intentar! ¡Cuántos futuros deberían ser sacados a luz!

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Embriaguez y nutrición. Los pueblos se engañan hasta el punto de que siempre buscan a un impostor, que sea como un excitante vino que despierte sus sentidos. Con tal de tener ese vino, se contentan con la mitad de pan. Aprecian más la embriaguez que la nutrición. Siempre se dejarán coger con ese anzuelo. ¿Qué son para ellos los hombres que se distinguen de su medio, aunque sean los especialistas más autorizados, al lado de los brillantes conquistadores y de las antiguas y suntuosas dinastías principescas? Para que un hombre del pueblo se abriese camino, necesitaría ponerles ante la vista una perspectiva de conquistas y de pompa; tal vez así confiarían en él. Los pueblos obedecen siempre e incluso van más allá de la obediencia, con tal de que se les deje emborracharse. No se les puede brindar el placer, si no va acompañado de la corona de laurel y de la fuerza enloquecedora que simboliza esa corona. Pero este gusto plebeyo que aprecia más la embriaguez que la nutrición, no tiene su origen en las capas inferiores del populacho, sino que ha sido llevado y trasplantado allí para que crezca tardíamente, aunque con abundancia: procede de los espíritus más elevados, en los que floreció durante milenios. El pueblo es el último terreno inculto donde puede prosperar aún esa embriaguez. ¿Y queremos entregar la política al pueblo? Tal vez sea para que se embriague con ella a diario.

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La gran política. Cualquiera que sea la parte que corresponda en la gran política al utilitarismo y a la vanidad de los individuos y de los pueblos, la fuerza viva que les impulsa es la necesidad de poder, que brota de vez en cuando no sólo en el alma de los príncipes y de los poderosos, sino también, y en abundante proporción, en las capas inferiores del pueblo. De tiempo en tiempo y en diferentes épocas, siempre llega un momento en que las masas están dispuestas a sacrificar su vida, su fortuna, su conciencia y su virtud para lograr el placer supremo de reinar, como nación victoriosa y tiránica, sobre otras naciones (o, por lo menos, para figurarse que reinan). Entonces brotan tan abundantemente los instintos de prodigalidad, de sacrificio, de esperanza, de fe, de audacia extraordinaria y de entusiasmo, que el soberano ambicioso, previsor o prudente puede aprovechar el primer pretexto para una guerra, haciendo que su injusticia le parezca al pueblo una cuestión de conciencia. Los grandes conquistadores han empleado, para enardecer, el lenguaje patético de la virtud, y siempre han tenido a su alrededor masas exaltadas, que no querían oír sino discursos exaltados. ¡Singular locura de los juicios morales! Cuando el hombre está dominado por el instinto de poder, se cree y se declara bueno, mientras que aquellos sobre los que hace sentir su poder, le consideran malo. En sus fábulas de las edades del hombre, Hesíodo pintó dos veces seguidas la misma época —la de los héroes de Homero—, convirtiendo así una época en dos. Vista por quienes se hallaban sometidos a una opresión espantosa, bajo la ley de hierro de aquellos aventureros esforzados, o por quienes habían oído hablar de ese sometimiento a sus antepasados, dicha época aparecía como mala; pero los descendientes de aquellas generaciones señoriales, la veneraban, considerándola como los buenos tiempos pasados, en los que casi se era feliz. Por eso el poeta no pudo salvar el obstáculo más que como lo hizo, pues probablemente tenía ante sí a un público compuesto por individuos de los dos tipos.

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La antigua cultura alemana. Cuando los alemanes empezaron a despertar interés en los otros pueblos de Europa (no hace mucho de esto), ello se debió a una cultura que hoy ya no poseen, porque la han rechazado a impulsos de un ardor ciego, como si fuera una enfermedad, sin haberla sustituido por nada mejor que la locura política y nacional. Bien es cierto que de este modo han terminado despertando más interés aún en los demás pueblos que antes con su cultura; dejémosles esa satisfacción. Sin embargo, es innegable que la cultura alemana engañó a los europeos, pues no merecía ni ser imitada, ni el interés que suscitó, ni mucho menos que se tomara de ella la gran cantidad de cosas que se tomaron. Recojamos hoy información sobre Schiller, Guillermo de Humboldt, Schleiermacher, Hegel, Schelling; leamos su correspondencia, introduzcámonos en el amplio círculo de sus adeptos. ¿Qué encontramos que tienen en común, qué es lo que nos impresiona, tal y como somos actualmente, unas veces de una forma insoportable, y otras de un modo tan conmovedor y lamentable? Por un lado, el furor por parecer a toda costa moralmente impresionados; por otro, el deseo de una universalidad brillante y sin solidez, junto con la intención deliberada de verlo todo de color de rosa (los caracteres, las pasiones, la épocas, las costumbres). Lamentablemente, ese color de rosa respondía a un mal gusto indefinido, que se jactaba de proceder de Grecia. Se trata de un idealismo suave, bonachón, de reflejos plateados, que pretende tener sobre todo actitudes y acentos notablemente simulados; algo tan presuntuoso como inofensivo, lleno de una cordial aversión hacia la realidad fría y seca, hacia la anatomía, hacia las pasiones en general, hacia todo tipo de continencia y de escepticismo filosófico, y, particularmente, hacia el conocimiento de la naturaleza, desde el momento en que este deja de servir a la simbolización religiosa. Goethe asistió a su modo a estas agitaciones de la cultura alemana, quedándose fuera, resistiendo de un modo suave y silencioso, y afirmándose cada vez más en su propio camino, que era mejor. Un poco después, asistía también Schopenhauer, gracias al cual volvieron a quedar al descubierto el mundo verdadero y sus diabluras, de los que habló con tanta poesía como entusiasmo, ya que tales diabluras resultaban hermosas. ¿Qué es lo que sedujo a los extranjeros, impidiéndoles que hicieran lo que Goethe y Schopenhauer, o, simplemente, que apartaran la vista? Pues ese tono mate, esa enigmática luz de vía láctea que brillaba en torno a toda la cultura alemana y que hacía a los extranjeros decir: «Aquí hay algo que está lejos, muy lejos de nosotros, algo que está más allá de la vista, del oído, del entendimiento, del sentido del placer y del cálculo, pero que podrían ser estrellas. ¿Habrán ido descubriendo los alemanes poco a poco un rincón del cielo, instalándose en él? Tendremos que acercarnos a los alemanes». Y se acercaron a ellos, si bien al poco tiempo esos mismos alemanes empezaron a tratar de desembarazarse de esa vía láctea. ¡Bien sabían ellos que no habían estado en el cielo, sino en una nube!

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Hombres mejores. Dicen que nuestro arte va dirigido a los hombres del presente, ansiosos, insaciables, indómitos, hastiados, atormentados, y que les muestra una imagen de la beatitud, de la elevación y de la sublimidad, junto a la imagen de su propia fealdad, para que por un momento consigan olvidar y respiren libremente, sacando tal vez de este olvido un estímulo para la conversión. ¡Pobres artistas, con semejante público, que han de hacer de sacerdotes y de médicos alienistas! ¡Cuánto más feliz era Corneille —el gran Corneille, como decía Madame de Sevigné, con el acento de la mujer que contempla a todo un hombre—! ¡Cuán superior era el público de Corneille, al que podía hacer feliz con las imágenes de la virtud caballeresca, del deber severo, del sacrificio generoso, de la heroica disciplina de sí mismo! ¡De qué modo tan distinto al de ahora amaban uno y otro la existencia! No la concebían como la creación de una voluntad ciega e inculta, a la que se maldice por no poderla destruir. Amaban la existencia como un lugar en el que puede coexistir la grandeza y la humanidad, y en donde ni la más rígida opresión en las formas, ni la sumisión a la voluntad del príncipe o del poder eclesiástico pueden ahogar el orgullo, ni los sentimientos caballerescos, ni la gracia, ni el ingenio de cada individuo, sino que constituyen un encanto más y un aguijón para crear un contraste con la soberanía y la nobleza de linaje, con el poder hereditario del querer y la pasión.

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El deseo de enemigos perfectos. No puede negarse que Francia ha sido el pueblo más cristiano de la tierra, no porque en ella la devoción de las masas haya sido mayor que en ningún otro lugar, sino porque las formas más difíciles de realizar del ideal cristiano han encarnado allí en hombres, no quedándose en el puro nivel de los conceptos, las intenciones y los bosquejos imperfectos. Véase a Pascal, el cristiano que mejor ha sabido unir el fervor, el ingenio y la lealtad, ¡y hay que ver todo lo que hay que conciliar en semejante cúmulo de cosas! Véase a Fenelón, la expresión más perfecta y seductora de la cultura cristiana en todas sus formas; un término medio sublime, cuya posibilidad nos sentimos tentados como historiadores a negar y que fue realmente una perfección de una dificultad e inverosimilitud infinitas. Véase a Madame de Guyon, entre los quietistas franceses: todo lo que la elocuencia y el ardor del apóstol Pablo trató de adivinar sobre el estado semidivino del cristiano (el estado más sublime, más amante, más silencioso, más estático), se ha hecho verdad en ella, aunque despojado de esa importunidad judía respecto a Dios que manifiesta San Pablo, importunidad que evita gracias a esa ingenuidad tan femenina, tan distinguida y tan francesa en la palabra y en el gesto. Véase al fundador de la Trapa, el último que tomó en serio el ideal ascético cristiano, que no fue una excepción entre los franceses, sino un auténtico francés, ya que hasta hoy su sombría creación no ha podido aclimatarse y prosperar más que entre franceses, a los que acompañó a Alsacia y a Argelia. No olvidemos a los hugonotes: no ha vuelto a darse después de ellos una unión más bella entre el espíritu guerrero y el amor al trabajo, las costumbres refinadas y la austeridad cristiana. Véase, por último Port Royal, en donde asistimos a la última floración de la elevada erudición cristiana, floración de un tipo que en ningún otro lugar es entendido por los grandes hombres como en Francia. Lejos de ser superficial, un gran francés tiene siempre superficie, entendida esta como una envoltura natural que guarda un contenido y una profundidad, mientras que la profundidad de un gran alemán suele estar encerrada en un frasco de forma extraña, como un elixir al que se trata de proteger de la luz del día y de las manos torpes con un casco duro y regular. Adivinéis después de esto por qué este pueblo, que contó con los tipos más perfectos de la cristiandad, generó necesariamente los tipos contrarios —los más perfectos también— del librepensamiento anticristiano. El librepensador francés se ha tenido que enfrentar, en su fuero interno, con grandes hombres de carne y hueso, y no sólo con dogmas y con abortos sublimes, como los librepensadores de otros pueblos.

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