Aurora

Aurora


Libro cuarto

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LIBRO CUARTO

208

Cuestión de conciencia. En suma, ¿qué es lo que queréis de nuevo? No queremos que las causas sean pecados y los efectos castigos.

209

Utilidad de las teorías más rígidas. Somos tolerantes con las debilidades morales del hombre, y las pasamos por una criba de grandes agujeros, es decir, por la criba que supone la condición de que se declare creer en una moral estricta. Por el contrario, siempre se ha mirado con microscopio la vida de los filósofos morales de espíritu libre, con el deseo íntimo de descubrir un paso en falso en su vida, ya que este es el mejor argumento contra una profesión de fe que resulte molesta.

210

Lo que es «en sí». Antes se investigaba qué es lo que nos hace reír, como si hubiera algo fuera de nosotros que tuviese la propiedad de provocar la risa, y la gente se esforzaba en imaginárselo. (Hubo un teólogo que llegó a decir que se trataba de la «ingenuidad del pecado»). Hoy la pregunta es: ¿qué es la risa?, ¿cómo se produce? Reflexionando más, se ha llegado a la conclusión de que no hay nada bueno, ni malo, ni bello, ni sublime, sino estados del alma que nos hacen atribuir a cosas que están fuera de nosotros estos calificativos. Hemos quitado a las cosas estos atributos, o, mejor, hemos comprendido que no habíamos hecho más que prestárselos. Procuremos que esta convicción no nos haga perder la capacidad de prestar, y guardémonos de no volvernos, al mismo tiempo, más ricos y más avaros.

211

A los que sueñan con la inmortalidad. ¿Deseáis, entonces, conservar eternamente esa bonita conciencia que tenéis de vosotros mismos? ¿No os da vergüenza? ¿Os olvidáis de todas las demás cosas que, a su vez, tendrían que soportaros durante toda una eternidad, como os han estado soportando hasta hoy, con una resignación mayor aún que la cristiana? ¿O es que creéis que el veros les produce un sentimiento de bienestar eterno? Bastaría que hubiera un solo hombre que fuese inmortal para provocar en todo lo que le rodease tal repugnancia, que generaría una verdadera epidemia de suicidios. Y vosotros, pobres habitantes de la tierra, con esas pequeñas concepciones vuestras que abarcan unos miles de minutos en el tiempo, ¿pretendéis ser una carga eterna para la existencia eterna? ¿Puede haber algo más impertinente? Pero seamos tolerantes con un ser de setenta años. No ha podido ejercitar la imaginación representándose lo que sería su aburrimiento eterno. ¡Le ha faltado tiempo!

212

En qué nos conocemos. En cuanto un animal ve a otro, se mide con él interiormente, y los hombres de las épocas salvajes hacían lo mismo. De lo que se deduce que casi todos los hombres no aprenden a conocerse más que en virtud de su fuerza para atacar y para defenderse.

213

Los hombres de vida fracasada. Hay hombres de tal naturaleza que la sociedad puede hacer con ellos lo que quiera: de cualquier forma se encontrarán bien y considerarán que no tienen por qué quejarse por haber fracasado en la vida. Otros están hechos de una materia tan especial —no es necesario que sea una materia particularmente noble, basta con que sea más noble que la de los demás— que no pueden dejar de sentirse molestos, salvo cuando pueden vivir de acuerdo con los únicos fines que está en su mano fijarse. Todo lo que al individuo le parece una vida fracasada y malograda, todo el peso del desaliento, de la impotencia, de la enfermedad, de la irritabilidad, de los apetitos, lo arroja sobre la sociedad. De este modo, se crea en torno a la sociedad una atmósfera viciada y cargada, o, en el mejor de los casos, un nubarrón de tormenta.

214

¿De qué sirven los miramientos? Pedís y exigís que seamos indulgentes con vosotros, cuando vuestro dolor os vuelve injustos con las cosas y con los hombres. ¿Qué importancia tienen nuestros miramientos? Deberíais ser más mirados por vosotros mismos. ¡Bonita manera la de indemnizarse de un dolor causando un daño a su propio juicio! Vuestra venganza se vuelve contra vosotros, cuando describís algo desacreditándolo. Perturbáis vuestra visión y no la de los demás. Os acostumbráis a ver falsamente y al revés.

215

La moral de las víctimas. Decís que los clisés de vuestra moral son el sacrificio, la autoinmolación entusiasmada, y creo de buen grado que habláis con sinceridad; pero yo os conozco mejor de lo que vosotros os conocéis, y sé si vuestra buena fe es capaz o no de ir de la mano con semejante moral. Desde su altura miráis esa otra moral sobria que exige autodominio, severidad y obediencia; llegáis incluso a llamarla egoísta, y sois sinceros con vosotros mismos cuando decís que os desagrada, porque tiene que desagradaros en realidad. Y es que al sacrificaros con entusiasmo, al autoinmolaros, gozáis embriagados con la idea de que formáis un solo ser con el poderoso —ya se trate de Dios o de un hombre— al que os consagráis; saboreáis el sentimiento de su poder. En realidad, no os sacrificáis más que en apariencia; vuestra imaginación os convierte en dioses y os recreáis en vosotros mismos como si fuerais dioses. Contemplada desde la perspectiva de este goce, ¡qué débil y pobre os parece esa moral egoísta de la obediencia, del deber, de la razón! Os desagrada porque en ella hay que sacrificar e inmolar verdaderamente sin que el sacrificador tenga, como vosotros, la ilusión de convertirse en Dios. En suma, buscáis la embriaguez y el exceso, y esa moral que despreciáis se opone a ambas cosas. Comprendo fácilmente que os desagrade.

216

Los malos y la música. La beatitud plena del amor que se da en la confianza absoluta, ¿la habrá podido experimentar alguien que no sea profundamente desconfiado, maligno y bilioso? Tales personas gozan en la beatitud de la formidable excepción de su alma, una excepción que les parece increíble y en la que no han creído nunca. Un día se les presenta este sentimiento ilimitado, como si fuera una aparición, destacando del resto de su vida íntima y de su vida visible, como un enigma delicioso, como una maravilla de dorados reflejos, que supera a todas las palabras y a todas las imágenes. La confianza absoluta hace enmudecer: en ese mutismo bienhechor se da incluso una especie de dolor y de torpeza; por eso tales almas, oprimidas por la felicidad, sienten generalmente más placer por la música que todas las demás, que todas las que son mejores; pues, a través de la música, ven y oyen, como entre una nube tornasolada, ese amor suyo que se ha vuelto más lejano, más conmovedor y menos material. Para ellos, la música es el único medio de contemplar su naturaleza extraordinaria y de recrearse en su propio aspecto, en una especie de alejamiento y de aligeramiento. Todo hombre que ama, al escuchar música, piensa que esa música habla de él, que habla por él, que lo sabe todo.

217

El artista. Los alemanes quieren que el artista les transporte a una especie de pasión soñada; los italianos quieren que el artista les haga descansar de sus pasiones reales; los franceses quieren que el artista les dé una oportunidad para demostrar su buen juicio y para hacer discursos. ¡Seamos, pues, equitativos!

218

Comportarse como un artista con sus debilidades. Si no hay más remedio que tener debilidades y aceptar que estas responden a leyes que están por encima de nosotros, deseo a cada cual que tenga las aptitudes necesarias para saber dar relieve a sus virtudes por medio de sus debilidades, de forma que con estas nos haga interesarnos por sus virtudes. Esto es lo que han sabido hacer los grandes músicos en un grado excepcional. Muchas veces se observa en la música de Beethoven un tono ordinario, ergotista, impaciente; en Mozart, una jovialidad de hombre honrado, en la que su corazón y su espíritu deben solazarse de un modo especial; en Ricardo Wagner, una inquietud huidiza e insinuante, que al más paciente le pone a punto de perder el buen humor, en el momento en que el compositor recobra su fuerza, como sucede con los demás. Todos ellos han creado en nosotros, con sus debilidades, un hambre voraz de sus virtudes, y una lengua diez veces más sensible a cada gota de espíritu sonoro, de belleza sonora, de bondad sonora.

219

La superchería en la humillación. Con tu estupidez has causado una pena infinita a tu prójimo y has destrozado irreparablemente una felicidad. Acto seguido, venciendo tu vanidad, acudes a humillarte ante tu víctima; sacrificas ante ella tu estupidez en aras del desprecio, y te imaginas que, después de esta escena tan difícil y tan penosa para ti, todo queda arreglado, que el menoscabo voluntario de tu amor propio compensa el menoscabo involuntario de la felicidad del otro. Impregnado de este sentimiento, te marchas satisfecho, con el convencimiento de que has recuperado tu virtud. Sin embargo, el otro sigue sintiendo el mismo dolor profundo que antes, pues no le consuela el hecho de que hayas cometido una estupidez y de que se lo hayas dicho. Hasta recuerda el penoso espectáculo que le has ofrecido despreciándose ante él, como una herida más que te debe. Con todo, no piensa en la venganza, y no comprende cómo podría quedar zanjada tu ofensa entre tú y él. En el fondo, has representado esta escena ante ti mismo. Habrás invitado a ella a un testigo, pero por interés tuyo, y no por él. ¡No te engañes a ti mismo!

220

La dignidad y el miedo. Las ceremonias, las habituales ostentaciones y dignidades, los aires solemnes, los discursos retóricos y todo lo que en general se llama dignidad, constituyen una forma de ver las cosas, propia de quienes tienen miedo en el fondo de su alma, y pretenden, así, que ellos mismos o lo que representan inspire temor. Quienes no tienen miedo, es decir, quienes son siempre e indudablemente terribles, no precisan de dignidades ni de ceremonias; con sus palabras y sus actitudes mantienen el buen nombre —y con frecuencia incluso el malo— de la honradez y la lealtad, para indicar que tienen conciencia de su carácter terrible.

221

Moralidad del sacrificio. La moralidad que se mide por el espíritu de sacrificio es casi salvaje. La razón debe alcanzar una victoria difícil y sangrienta en el interior del alma, donde ha de someter a instintos enemigos terribles, y esto no puede hacerse sin una especie de crueldad, como los sacrificios que exigen los dioses caníbales.

222

Dónde resulta deseable el fanatismo. No es posible entusiasmar a los caracteres flemáticos como no sea fanatizándolos.

223

El ojo temido. No hay nada que teman más los artistas, los poetas y los escritores que el ojo capaz de descubrir las pequeñas supercherías de su oficio, que se da cuenta de una mirada si han llegado o no a la meta, antes de entregarse al placer infantil de la autoglorificación o de caer en los efectos fáciles. El ojo que comprueba que se trata de cosas mínimas que pretenden vender demasiado caras, que ve que han intentado exaltarse y pavonearse sin estar exaltados realmente. El ojo que descubre, detrás de los artificios del arte, el pensamiento tal como se le presentó primitivamente a ellos, quizá como una luminosa y encantadora aparición, pero quizá también como algo que pertenece a todo el mundo, como un pensamiento vulgar que tuvieron que disolver, escorzar, colorear, desarrollar y condimentar, para hacer de él algo; mientras que es el pensamiento quien hace de ellos algo. ¡Qué terrible es ese ojo que ve en vuestra obra toda vuestra iniquidad, vuestro espionaje, vuestra ambición, vuestra imitación y vuestra exageración (que no es más que una imitación envidiosa), que percibe el rubor de vuestra vergüenza tanto como vuestro arte de disimular ese rubor y de darle otro sentido a vuestra mirada!

224

Lo que tiene de «edificante» la desgracia ajena. En cuanto hay un hombre desgraciado, acuden a él las personas compasivas a lamentar su desgracia. Cuando al final se van satisfechas y edificadas, se han repuesto del espanto del desdichado y de su propio espanto, amén de haber pasado una buena velada.

225

Un medio para ser despreciado inmediatamente. Quien habla mucho y muy deprisa, pierde extraordinariamente en nuestra estima; y lo mismo sucede cuando habla razonadamente, y no sólo en la medida en que nos importuna, sino mucho más. Y es que adivinamos que ha fastidiado a mucha gente, y sumamos a nuestro sacrificio el que suponemos que ha causado a los demás.

226

El trato con las celebridades. A: ¿Por qué rehúyes a ese gran hombre? B: Porque no quisiera juzgarle mal. Nuestros defectos no se acomodan entre sí. Yo soy miope y desconfiado, y él lo mismo luce diamantes falsos que diamantes auténticos.

227

Encadenados. Evitad los espíritus encadenados. Por ejemplo, las mujeres inteligentes a quienes su destino ha recluido en un ambiente mezquino y estrecho, donde envejecen. Allí se encuentran tumbadas al sol, perezosas y medio ciegas en apariencia; pero los pasos de un extraño o cualquier suceso imprevisto, les sobresalta, y enseñan los dientes. Se vengan de todo el que ha sido capaz de escapar de su perrera.

228

Vengarse elogiando. Leéis una página llena de elogios y decís que es vulgar; pero si entrevéis que tras los elogios se esconde una venganza, encontraréis ese escrito demasiado sutil, y os divertiréis mucho con sus rasgos de ingenio y sus atrevidas figuras literarias. Esa sutileza y esa riqueza de inventiva no se debe al autor, sino a su venganza. El autor apenas se da cuenta de ello.

229

Orgullo. Ninguno de vosotros, ¡ay!, sabe lo que siente aquel al que han atormentado cuando acaba su suplicio y le devuelven a su calabozo con su secreto aún entre los dientes. ¿Y pretendéis conocer el júbilo del orgullo humano?

230

Utilitario. Hoy en día se entremezclan de tal forma los sentimientos en el campo de la moral, que a un individuo se le demuestra una moral apelando a su utilidad, y a otro se le refuta apelando también a su utilidad.

231

La virtud alemana. ¡Cuánto ha tenido que degenerar un pueblo en sus gustos, cuánto ha tenido que rebajarse con sentimientos de esclavo ante las dignidades, las castas, las costumbres, la pompa y el aparato, para identificar lo sencillo con lo malo, al individuo sencillo con el malo[4]! Al orgullo moral de los alemanes hay que responderle siempre con la palabra malo, y se acabó.

232

En una discusión. A: ¡Te has quedado ronco de tanto hablar, amigo! B: Entonces me has refutado. ¡No hablemos más!

233

Los hombres de conciencia. ¿Habéis observado quiénes son los que dan tanta importancia a una conciencia extremadamente rígida? Los que saben mucho de los sentimientos más ruines, les asusta pensar en ellos mismos, temen a los demás y quieren ocultar sus intimidades todo lo posible. Tratan de imponerse a ellos mismos, con esa conciencia severa y esa rigidez ante el deber, intentando así producir la impresión severa y rígida que los demás (especialmente sus subordinados) deben experimentar.

234

El miedo a la gloria. A: Se dan casos de individuos que evitan su propia gloria, que se sienten molestos cuando les alaban, que temen oír lo que dicen de ellos por miedo a que les elogien. Lo creáis o no, esos casos se dan. B: ¡Sí que se dan, sí, joven arrogante!

235

Rechazar las muestras de agradecimiento. Podemos negarnos muy bien a atender un ruego, pero no tenemos derecho alguno a rechazar las muestras de agradecimiento (o, lo que es lo mismo, hemos de aceptarlas fríamente, como por compromiso). Esto ofendería profundamente, y ¿qué necesidad hay de ofender a nadie?

236

Castigo. ¡Qué singular es vuestra forma de castigar! No purifica al criminal, no es una expiación; por el contrario, mancha más que el propio crimen.

237

Un peligro que se da en el interior de los partidos. En casi todos los partidos se da un sufrimiento ridículo, aunque no exento de peligro. Es el que padecen quienes han estado defendiendo durante muchos años, con fidelidad y veneración, la opinión de su partido, y un buen día se dan cuenta de pronto de que otro mucho más poderoso que ellos se ha apoderado de la trompeta. ¿Cómo van a poder soportar el quedar reducidos al silencio? Por eso se ponen a hablar alto, y a veces dan notas nuevas.

238

La aspiración a la elegancia. Cuando un individuo que tiene un carácter muy fuerte no se siente inclinado a ser moral ni se está ocupando siempre de sí mismo, aspira involuntariamente a la elegancia. Esta es su forma de distinguirse. A los caracteres débiles, en cambio, les gustan los juicios duros; se asocian a los héroes del desprecio a la humanidad, a los que calumnian la vida, tanto desde la religión como desde la filosofía, o bien se escudan tras unas costumbres rígidas y una vocación estricta. De esta forma tratan de crearse un carácter y una especie de vigor. Y esto lo hacen también involuntariamente.

239

Aviso a los moralistas. Nuestros músicos han hecho un gran descubrimiento. Han descubierto que su arte puede incluir también la fealdad interesante. Por eso se arrojan ebrios en el océano de la fealdad, encontrando así hoy el medio más fácil de componer música. Actualmente se logra imponer un fondo de color sombrío, donde el rayo luminoso de la música hermosa, por muy tenue que sea, se viste con reflejos de oro y de esmeralda. Se tiene el atrevimiento de provocar en el auditorio sentimientos tempestuosos y actitudes de rechazo, sacándole fuera de sí, para proporcionarle a continuación un momento de abandono, un sentimiento de beatitud que predispone a disfrutar de la música. Se ha descubierto el contraste. Ahora son posibles —y a bajo precio— los más poderosos efectos. A nadie le interesa ya la buena música. Pero no hay que perder el tiempo: a todo arte que llega a descubrir esto le queda poco tiempo de vida. ¡Ay, si nuestros pensadores tuvieran oídos para escuchar, a través de su música, lo que sucede en el alma de nuestros músicos! ¿Cuánto habrá que esperar para tener la ocasión de sorprender al hombre interior en el momento de cometer inocentemente una mala acción? Porque nuestros músicos no sospechan ni de lejos que le están poniendo música a su propia historia, a la historia de un alma que se va volviendo cada vez más fea. Antes, un buen músico tenía que acabar siendo bueno a la fuerza, por efecto de su música. ¡Pero ahora…!

240

La moral en el escenario. Se equivoca quien piensa que el teatro de Shakespeare ejerce un efecto moralizante, y que asistir a una representación de Macbeth arranca la ambición de raíz; y se equivoca todavía más quien cree que Shakespeare pensaba también así. Quien se encuentra realmente poseído de una pasión furiosa contempla con deleite esa imagen de sí mismo, y cuando el héroe del drama perece a causa de su pasión, suministra el condimento más picante a la ardiente bebida de ese deleite. ¿Se inspiró el poeta en otros sentimientos? El ambicioso que presenta se dirige a su objetivo final, de una forma regia, sin una pizca de bribonería, una vez que ha realizado el crimen. Desde ese momento preciso, atrae de un modo demoníaco e incita a que le imiten a quienes tienen un carácter semejante al suyo. (De un modo demoníaco significa en este caso: en rebeldía contra la ventaja de vivir, en beneficio de una idea y de un instinto). ¿Creéis que Tristán e Iseo constituye una proclama contra el adulterio, por el hecho de que el adulterio sea la causa que hace perecer a los dos amantes? Sería invertir el sentido de los poetas que, como Shakespeare, están enamorados de la pasión en sí, y no menos enamorados de la disposición a la muerte que genera, de ese estado de ánimo en el que el corazón no tiene más apego a la vida que una gota al vaso que la contiene. Lo que le interesa a Shakespeare (al igual que al Sófocles de personajes como Ajax, Filoctetes, Edipo), no es la falta y sus consecuencias desastrosas. Tanto un autor como otro evitaron deliberadamente convertir la falta en palanca del drama, cosa que hubiera sido muy fácil; el poeta trágico, con sus imágenes de la vida, no trata de indisponer a los hombres con la vida. Por el contrario, lo que viene a decir es lo siguiente: «Esta existencia agitada, cambiante, peligrosa, sombría, y a veces alumbrada por un sol ardiente, constituye el mayor de los encantos. Vivir es una aventura; sea cual sea el partido que toméis en vuestra vida, este tendrá siempre el mismo carácter». Así es como habla, en una época inquieta y vigorosa, que está casi ebria y asombrada de su superabundancia de sangre y de energía, en una época mucho peor que la nuestra. Por eso necesitamos adaptar cómodamente a nosotros la finalidad de un drama de Shakespeare, es decir, de no entenderlo.

241

Miedo e inteligencia. Si es cierto lo que hoy se dice, y la luz no es la causa de la pigmentación oscura de la piel, este fenómeno podría ser tal vez el efecto último de una serie de accesos frecuentes de ira, acumulados durante siglos, y de la afluencia de sangre a la piel. En otras razas más inteligentes, por el contrario, ¿habrá sido el fenómeno de la palidez y del miedo, que han padecido tan frecuentemente, lo que ha terminado produciendo el color blanco de la piel? Porque el grado de intensidad del miedo que se padece constituye una medida de inteligencia, mientras que el hábito de entregarse frecuentemente a accesos de ira ciega es un signo de que se está todavía cerca de la animalidad y de que esta puede volver aún por sus fueros. Tal vez sea lógico pensar que el color primitivo del hombre fue un gris oscuro, color que compartiría con el mono y con el oso.

242

Independencia. La independencia (llamada libertad de pensamiento en su dosis más reducida) es la forma de renuncia que acaba por aceptar el espíritu de dominación, cuando ha estado mucho tiempo buscando algo que dominar y no ha encontrado otra cosa más que a sí mismo.

243

Las dos corrientes. Si consideramos el espejo en sí, no encontraremos en él más que los objetos, que refleja.

Si queremos coger esos objetos, volvemos a no ver más que el espejo. Esta es la historia general del pensamiento.

244

El placer que nos causa la realidad. Esta actual inclinación nuestra, que nos es tan común, a encontrar placer en lo real no puede explicarse más que aceptando que, durante mucho tiempo, hemos estado deleitándonos hasta la saciedad con cosas irrealizables. Esta inclinación, tal como hoy la vemos, sin discernimiento ni sutileza, no carece de peligros. El menor de ellos es la falta de gusto.

245

Sutilezas del espíritu de dominio. A Napoleón le encantaba hablar mal de la gente, y en este aspecto no se traicionaba a sí mismo; pero su deseo de dominio, que no dejaba pasar ocasión alguna de manifestarse y que era más sutil que su propia inteligencia, le impulsó a hablar peor aún de lo que le era lícito hacer. De este modo, se vengaba de su propia cólera (estaba celoso hasta de sus pasiones, porque estas tenían poder) para gozar de su benevolencia autocrática. Después, gozaba por segunda vez de esa benevolencia, en relación con los oídos y el juicio de quienes le escuchaban, como si al hablarles así les hiciera un considerable favor. Disfrutaba íntimamente ante la idea de desconcertar el juicio y de extraviar el gusto con el relámpago y el trueno de la más elevada de las autoridades, que es la que reside en la unión del poder y la genialidad; mientras que, realmente, tanto su juicio como su gusto alimentaban en lo más íntimo de sí mismo el convencimiento de que hablaba mal. Napoleón, como tipo total de un solo instinto plenamente desarrollado, pertenece a esa humanidad antigua que podemos distinguir fácilmente por una característica: una concepción simple y el desarrollo ingenioso de un solo motivo o de un número reducido de motivos.

246

Aristóteles y el matrimonio. Aristóteles observa que en los hijos de los grandes genios se da la locura y en los hijos de los hombres muy virtuosos, la idiotez. ¿Pretendía lograr, así, que se casaran los hombres excepcionales?

247

Origen del mal temperamento. La injusticia y la inestabilidad que se observan en el espíritu de determinados individuos, su desorden y su falta de moderación, son las consecuencias últimas de innumerables errores lógicos, de falta de profundidad, de conclusiones precipitadas, que cometieron sus antepasados. Los hombres que tienen un buen temperamento proceden, por el contrario, de razas reflexivas y sólidas, que han elevado la razón a un grado muy alto. El hecho de que esto se hiciera con fines laudables o con fines perversos es lo que menos importancia tiene.

248

Disimular por deber. A veces, la bondad se ha desarrollado mejor disimulando que se trataba aparentemente de ser bueno. Siempre que ha existido un gran poder, se ha producido la necesidad de esta especie de disimulo, que inspira seguridad y confianza, y centuplica la suma efectiva de poder físico. La mentira es, si no la madre, por lo menos la nodriza de la bondad. Del mismo modo, la honradez se ha formado, las más de las veces, por la exigencia de aparentar honradez y probidad. Esto es lo que ha sucedido en la aristocracia hereditaria. Del constante ejercicio de una simulación acaba apareciendo una segunda naturaleza. La simulación, a la larga, acaba autodestruyéndose. Y los nuevos órganos e instintos son los frutos imprevistos del jardín de la hipocresía.

249

¿Quién está solo alguna vez? El miedoso no sabe lo que es estar solo. Detrás de su silla, tiene siempre a un enemigo. ¿Quién podría contarnos, ¡ay!, la historia de ese sentimiento al que llamamos soledad?

250

La noche y la música. Sólo de noche, y en la penumbra de los bosques umbríos y de las cavernas, pudo alcanzar ese órgano del miedo que es el oído un desarrollo tan grande, merced a la forma de vida de la época del terror, es decir, de la época más larga de la historia de la humanidad. Cuando hay claridad, el oído es mucho menos necesario. De ahí el carácter de la música, arte de la noche y de la penumbra.

251

De una manera estoica. En el estoico se da una especial serenidad cuando siente lo estrecho que le resulta el ceremonial que él mismo ha impuesto a sus actos; se considera dominador.

252

Tenedlo en cuenta. Aquel a quien se castiga no es el que ha cometido el crimen; siempre es el chivo expiatorio.

253

Evidencia. Es triste decirlo, pero no hay nada que se tenga que demostrar con mayor energía y tenacidad que la evidencia. Pues la mayoría de la gente no tiene ojos para verla. ¡Y es tan aburrido demostrar!

254

Los que se anticipan demasiado. Lo que distingue a los caracteres poéticos, aunque constituye también un peligro para ellos, es esa imaginación suya que agota las cosas de antemano; una imaginación que anticipa lo que ha de suceder o lo que puede suceder, que goza o sufre previamente por ello y que, cuando llega el momento de actuar, se encuentra ya cansada. Lord Byron, que sabía mucho de esto, escribió en un diario; «Si alguna vez tengo un hijo, le haré algo prosaico: abogado o pirata».

255

Una conversación sobre música. A: «¿Qué te parece esta música?». B: «Me ha subyugado; no puedo decir otra cosa». A: «¡Me alegro! Vamos a procurar ser nosotros quienes la subyuguemos a ella. ¿Puedo decir algo sobre esta música y mostrarte un drama cuya primera representación quizá no quisieras ver?». B: «Soy todo oídos». A: «No es esto aún lo que quiere decirnos el músico; lo que hace ahora es prometer que va a decimos algo, algo sorprendente, según da a entender con sus gestos. ¡Qué señas hace! ¡Cómo se alza! ¡Cómo gesticula! Parece que ha llegado el momento de máxima tensión; dos compases más, y ofrecerá su tema, soberbio, adornado, resplandeciente de piedras preciosas. ¿Es una mujer hermosa? ¿Un apuesto caballero? Mira a su alrededor, pues tiene que recoger miradas totalmente encantadas. Sólo ahora le satisface su tema plenamente; ahora es cuando se torna creativo y se atreve a aventurar trazos nuevos. ¡Cómo realza su tema! Pero ¡cuidado! Ya no trata sólo de adornar, sino también de maquillar[5]. Conoce perfectamente el color de la salud y trata de aparentarlo; se conoce más sutilmente a sí mismo de lo que yo creía. Ahora que está seguro de que ha convencido a sus oyentes, presenta sus descubrimientos como si fueran las cosas más importantes que existen bajo el sol. Pero ¡qué desconfiado se muestra! Tiene miedo de que nos cansemos. Por eso endulza sus melodías; apela a nuestros sentidos más groseros, con la finalidad de conmovernos y de apoderarse nuevamente de nosotros. Escucha cómo evoca en nosotros la fuerza primitiva de los ritmos, de la tempestad y el huracán; y al ver que estos nos impresionan, nos oprimen y parece que van a ahogarnos, se atreve a arrojar su tema nuevamente al juego de los elementos, para convencemos —una vez que estamos ya aturdidos y quebrantados— de que estamos emocionados a causa de su maravilloso tema. A partir de este momento, los oyentes le creen; en cuanto vuelve a sonar el tema surge en su memoria el recuerdo de esos emocionantes efectos elementales, y el tema se aprovecha entonces de este recuerdo y se vuelve demoniaco. ¡Qué bien conoce este músico el alma humana! Nos domina con los artificios de un orador popular. Pero ya cesa la música». B: «Y hace muy bien, porque no puedo seguir oyéndote. Prefiero cien veces dejarme engañar que conocer la verdad así». A: «Eso es lo que quería oírte decir. Los mejores están hechos a tu imagen y semejanza; les gusta dejarse engañar. Venís aquí con oídos groseros y llenos de apetitos; no conocéis el arte de escuchar. Os habéis dejado en el camino vuestra sutil buena fe. Así corrompéis el arte y los artistas. Cuando aplaudís y os regocijáis, tenéis en las manos la conciencia del artista. ¡Pobre de él si se da cuenta de que no sabéis distinguir la música inocente de la música malvada! No quiero hablar de buena y de mala música, pues en cada una de las dos clases que he dicho hay de la una y de la otra. Llamo música inocente a la que no piensa en nada más que en sí misma, a la que no cree en nada más que en sí misma, y se olvida del mundo entero a causa de sí misma; la que alza su voz en la más honda soledad, la que se habla a sí misma de sí misma, y no sabe que, fuera de ella, hay oyentes que agudizan el oído, y en los que se producen efectos, equivocaciones y fracasos. Pero, en fin, la música que acabamos de oír pertenece precisamente a esa especie noble y excepcional. Todo lo que he dicho de ella era una simple broma. Perdona mi malicia, por favor». B: «¿Luego te gusta esta música? Entonces quedas totalmente perdonado».

256

La felicidad de los malos. Esos hombres silenciosos, sombríos y malos tienen algo que no se les puede negar: esa rara y excepcional complacencia en el dolce far niente, ese descanso nocturno, posterior a la puesta del sol, que sólo conocen los corazones que se han visto demasiadas veces devorados, desgarrados y envenenados por las pasiones.

257

Las palabras que tenemos presentes. Sólo sabemos expresar nuestros pensamientos con las palabras que tenemos a mano. O, mejor —para decir todo lo que sospecho—, no tenemos nunca más pensamientos que los que podemos expresar aproximadamente con las palabras que tenemos en la memoria.

258

Adular al perro. En cuanto acariciamos el pelo de un perro, este se estremece y lanza chispas, como haría cualquier adulador. A su manera, no deja de ser inteligente. ¿Por qué no ha de darnos gusto?

259

El que antes nos alababa. «No habla de mí, aunque sabe la verdad y podría publicarla. Pero eso parecería una venganza, ¡y estima tanto la verdad este hombre estimable!».

260

El amuleto de los que dependen de otro. Todo el que depende de un amo, necesita poseer algo que inspire miedo y que sirva de freno a ese amo; por ejemplo, honradez, franqueza… o mala lengua.

261

¿A qué vienen esos aires de sublimidad? Ya sabéis cómo es esta raza animal. Es cierto que se siente más satisfecha de sí misma cuando anda sobre los dos pies, «como Dios», pero a mí me gusta más cuando vuelve a ponerse a cuatro patas. Me parece mucho más natural.

262

El demonio del poder. El demonio que tortura a los hombres no es el deseo ni la necesidad, sino el amor al poder. Aunque lo poseyeran todo —salud, vivienda, alimentación y todas las demás necesidades cubiertas—, seguirían sintiéndose desdichados y mostrándose caprichosos, porque el demonio del poder está constantemente deseando y deseando cada vez más; exige que le satisfagan y aguarda el momento de ello. Si se priva a los hombres de todo y se satisface a este demonio, se sentirán casi felices —tan felices como pueden serlo los hombres y los demonios. Pero ¿para qué voy a repetir una cosa que ya Lutero dijo mejor que yo?; «Si nos quitan el cuerpo, los bienes, el honor, la mujer y los hijos, no se lo impidáis. ¡Siempre nos quedará el imperio!». Eso es: ¡el imperio!

263

La contradicción en cuerpo y alma. Lo que llamamos genio encierra una contradicción fisiológica: el genio posee, por un lado, mucho movimiento salvaje, desordenado, involuntario, y, por otro, mucha actividad superior en el movimiento. Además, tiene un espejo que le muestra ambos movimientos, uno junto al otro, mezclados y, en ocasiones, también opuestos entre sí. La consecuencia de ello consiste en que el genio es frecuentemente desgraciado, y si se siente feliz en el momento de crear, es porque entonces olvida que, al ejercer su actividad superior, hace algo fantástico e irracional, como no podría ser de otro modo. Así es todo el arte.

264

Autoengaño voluntario. Los individuos envidiosos que tienen muy fino el sentido del olfato, no quieren ver de cerca a sus rivales, para poder sentirse así superiores a ellos.

265

El teatro tiene su época. Cuando decae la imaginación de un pueblo, se produce en él una inclinación a la representación escénica, soportando entonces ese burdo sustitutivo de la imaginación. Pero en la época a la que pertenece el rapsoda épico, el teatro y el actor disfrazado de héroe constituyen un estorbo para la imaginación, en vez de darle alas. Son algo demasiado concreto, demasiado definido, demasiado pesado y material. Tienen muy poco de ensueño y de vuelo.

266

Sin gracia. Carece de gracia y lo sabe. ¡Cómo se las ingenia para disimularlo! Con una virtud rígida, una mirada modesta, una desconfianza aprendida hacia los hombres y hacia la existencia, un desprecio frente a la vida refinada y frente a lo sentimental y sus exigencias, y una filosofía cínica, ha logrado ser un carácter, merced a tener constantemente conciencia de la cualidad que le faltaba.

267

¿A qué viene ser tan orgulloso? Un carácter noble se distingue de un carácter vulgar en que, a diferencia de este, no tiene a su alcance un cierto número de costumbres y de puntos de vista. El azar quiso que no se los suministraran ni la herencia ni la educación.

268

El Caribdis y el Escila de los oradores. ¡Qué difícil era en Atenas hablar de modo que se atrajera a los oyentes a favor de una causa sin que les repeliera la forma, y sin que el atractivo de la forma les hiciera olvidarse de la causa! ¡Y qué difícil sigue siendo en Francia escribir de la misma manera!

269

Los enfermos y el arte. Contra toda clase de tristezas y de miserias espirituales, lo primero que se impone es cambiar de régimen y realizar un duro trabajo físico. Pero en estos casos los individuos acostumbran a embriagarse con algo; con el arte, por ejemplo, para desgracia de ellos y para desgracia del arte. ¿No comprendéis que si recurrís al arte porque estáis enfermos, acabáis haciendo que también el arte enferme?

270

Tolerancia aparente. Oigo hablar de la ciencia y a favor de la ciencia, con buenas palabras, con palabras benévolas y comprensivas. Pero detrás de esas palabras descubro que toleráis la ciencia. En un rincón de vuestra mente sentís que, pese a todo, la ciencia no os es necesaria, que tenéis la magnanimidad suficiente para admitirla y para abogar por ella, sin que la ciencia muestre, por su parte, igual magnanimidad para con vuestras opiniones. Pero ¿sabéis que no tenéis derecho alguno a ejercer esa tolerancia, que ese gesto de condescendencia constituye un atentado contra el honor de la ciencia, más grosero incluso que el desdén abierto que se permiten para con ella cualquier eclesiástico o cualquier artista impetuoso? Os falta la conciencia severa para con lo verdadero y veraz; no os inquieta ni os atormenta el descubrir que la ciencia está en contradicción con vuestros sentimientos; ignoráis el ansia insaciable de conocer que os gobernaría como una ley; no consideráis que sea un deber la necesidad de estar presente con los ojos dondequiera que se conoce, de no dejar que se os escape nada de lo que se ha conocido. Desconocéis eso que tratáis con tanta tolerancia. Y precisamente porque lo ignoráis, le mostráis ese semblante tan agradable. Si la ciencia os ilumina el rostro con sus ojos, quedaría al descubierto vuestra mirada de odio y de fanatismo. ¿Qué nos importa, entonces, que seáis tolerantes con un fantasma, pero no con nosotros? Pues, ¿qué importamos nosotros?

271

Impresión de fiesta. Los individuos que con más ímpetu aspiran al poder encuentran sumamente grato el sentirse subyugados. Hundirse súbita y profundamente en un movimiento como en un torbellino, dejarse arrebatar las riendas de la mano y ser espectador de un movimiento quién sabe adónde, constituye un gran servicio, sea quien sea la persona que nos lo preste. Nos sentimos felices, entusiasmados, sentimos a nuestro alrededor un silencio excepcional, como si estuviéramos en el centro de la tierra. ¡Carecer totalmente de poder por un instante! ¡Ser un juguete en manos de fuerzas primordiales! Esta felicidad implica un gran reposo: el alivio de una carga pesada, un descanso que no cansa, como si nos viéramos entregados a una fuerza de gravedad que nos atrajese ciegamente. Esto es lo que sueña el hombre que escala una montaña y que, aunque su meta se encuentre por encima de él, se duerme al llegar un momento en mitad del camino, con un enorme cansancio, y sueña con el placer opuesto: con rodar sin esfuerzo hasta el pie de la montaña.

Esta felicidad a la que me refiero es la que pienso que experimenta hoy nuestra sociedad europea y americana, tan perturbada y acometida por el ansia de poder. En un lugar y en otro, los individuos desean a veces volver a caer en la impotencia: las guerras, las artes, las religiones y los genios les brindan este goce. Cuando el hombre se ha abandonado a una impresión momentánea que lo devora y lo ahoga todo —esta es la impresión moderna de fiesta—, se siente luego más libre, más tranquilo, más frío, más severo, aspirando entonces incansablemente a conseguir lo contrario: el poder.

272

La purificación de las razas. Probablemente no hay razas puras, sino solamente razas depuradas, e incluso estas son muy escasas. Las más frecuentes son las razas cruzadas en las que, junto a defectos de armonía en las formas corporales (por ejemplo, cuando los ojos y la boca no se corresponden), se observan necesariamente faltas de armonía en las costumbres y en los juicios de valor. (Livingston oyó decir: «Dios creó a los blancos y a los negros, y el diablo creó a los mulatos»).

Las razas cruzadas producen siempre, a la vez que civilizaciones cruzadas, morales igualmente cruzadas: generalmente, estas son las peores, las más crueles y las más inquietas. La pureza es el resultado último de incontables asimilaciones, absorciones y eliminaciones, y el progreso hacia la pureza se manifiesta en que la fuerza existente en una raza se limita cada vez más a determinadas funciones escogidas, mientras que antes se tendía con frecuencia a realizar demasiadas cosas contradictorias. Esta limitación tendrá siempre la apariencia de un empobrecimiento, pero hay que juzgarla con prudencia y equidad. Una vez acabado el proceso de depuración, todas las fuerzas que antes se perdían en la lucha entre cualidades sin armonía, están ahora a disposición del conjunto del organismo. Por eso las razas depuradas son siempre más fuertes y más hermosas. Los griegos constituyen un ejemplo de una raza y de una civilización depurada del modo que acabo de indicar, y es de esperar que algún día se logre también crear una raza y una civilización europeas puras.

273

Las alabanzas. Presientes que alguien va a elogiarte. Te muerdes los labios, se te encoge el corazón. ¡Ay! ¡Ojalá pase de ti este cáliz! Pero el cáliz no pasa: se aproxima a nosotros. Bebamos, pues, la dulce impertinencia del que nos alaba; dominemos la repugnancia y el profundo desprecio que nos producen en el fondo sus elogios; expresemos en nuestra cara alegría y gratitud. ¡El hombre quería agradarnos! Y ahora que ya lo ha hecho, sepamos que se siente muy elevado: ha conseguido un triunfo sobre nosotros, y también sobre sí mismo —¡el muy animal!—, pues no le ha resultado tan fácil tributarnos sus elogios.

274

Derechos y privilegios del hombre. Los hombres somos la única criatura que, cuando fracasa, puede autoeliminarse, como se retira una frase inoportuna, y nos comportamos así, ya sea por miedo a la humanidad, por compasión hacia ella, o incluso por aversión hacia nosotros mismos.

275

El hombre transformado. Ese se ha vuelto ahora virtuoso para mortificar a los demás. No le miréis mucho.

276

¡Con cuánta frecuencia y qué inesperadamente! ¡Cuántos hombres casados se dan cuenta, una buena mañana, que su mujer les molesta y que ella se cree lo contrario! No hablo de mujeres con los sentidos despiertos, sino de las de inteligencia débil.

277

Virtudes frías y virtudes calientes. Sólo disponemos de una palabra para designar la valentía, entendida como una resolución fría e inamovible, y la valentía, como una bravura fogosa y casi ciega. Sin embargo, ¡qué distintas son las virtudes frías y las virtudes calientes! Loco será quien suponga que la cualidad de la virtud radica en el calor; más loco aún el que se imagine que consiste en la frialdad. A decir verdad, la humanidad ha juzgado muy útiles tanto el valor de la sangre fría, como el valor ardiente. Sin embargo, esta distinción no ha sido lo bastante frecuente como para que los hiciera brillar entre sus joyas con dos colores diferentes.

278

La memoria cortés. A todo el que ocupa un rango elevado le conviene adquirir una memoria cortés, es decir, recordar todo lo bueno posible de la gente, para mantenerla así en una agradable dependencia. De igual manera puede proceder el hombre respecto a sí mismo. ¿Tiene una memoria cortés o no la tiene? He aquí el criterio decisivo para juzgar la actitud que mantiene un individuo para consigo mismo, la nobleza, la bondad o la desconfianza que pone en la observación de sus inclinaciones y de sus intenciones, y, en última instancia, la calidad de dichas inclinaciones e intenciones.

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Cómo nos convertimos en artistas. El que convierte a alguien en su ídolo trata de justificarse ante sí mismo elevándole idealmente; se convierte en artista en la persona de su ídolo, para tener la conciencia tranquila. Si sufre, no sufre por su ignorancia, sino por mentirse a sí mismo, aparentando ignorancia. El dolor y la dicha interiores de un hombre así (y todo el que ama con pasión pertenece a esta especie) no puede saciar su sed con recipientes de dimensiones normales.

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Infantil. Quien vive como un niño —es decir, quien no lucha para ganarse el pan, ni cree que sus actos tengan un significado último—, será siempre un niño.

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