Aurora

Aurora


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I

Este libro es obra de un hombre subterráneo, de un hombre que taladra, que socava y que roe. Quien tenga los ojos acostumbrados a estas actividades subterráneas podrá ver con qué delicada inflexibilidad va avanzando lentamente el autor, sin que parezca afectarle el inconveniente que supone estar largo tiempo privado de aire y de luz. Hasta se podría pensar que le satisface este oscuro trabajo suyo. Cualquiera diría que le guía una determinada fe, que un cierto consuelo le compensa de su dura labor. Pero ¿no será que quiere rodearse de una densa oscuridad que sea suya y nada más que suya, que trata de adueñarse de cosas incomprensibles, ocultas y enigmáticas, con la conciencia de que de ello surgirá su mañana, su propia redención, su propia aurora?

Por supuesto que volverá a la superficie; no le preguntéis qué es lo que busca allá abajo; él mismo os lo dirá cuando vuelva a ser hombre ese Trofonio, ese sujeto de aspecto subterráneo. Y es que quienes, como él, han vivido a solas mucho tiempo llevando una existencia de topo, no pueden permanecer en silencio.

II

En efecto, mis pacientes amigos, lo que hubiese deseado contaros cuando estaba allá abajo, en mis profundidades de topo, quiero decíroslo ahora en este prólogo tardío, que muy bien hubiera podido ser una nota necrológica. Pero no creáis que voy a induciros a que corráis esta arriesgada empresa mía, ni a vivir en una soledad semejante; la singularidad de tales caminos hace que quien se aventura por ellos no encuentre a nadie a su paso. Nadie acude en su auxilio; tiene que superar él solo todos los peligros, todos los azares, todas las asechanzas y todos los temporales que le sobrevengan. El sigue un camino que es suyo, y ello implica, como es lógico, que tenga que tragarse su amargura y a veces su despecho. Entre las cosas que motivan esa amargura y ese despecho hay que incluir, por ejemplo, el que sus amigos no puedan adivinar dónde se encuentra, hacia qué lugar se dirige; por ello se preguntan a veces: «¿Está realmente avanzando? ¿Dispone ciertamente de un camino?».

En suma, la obra que yo emprendí no es apta para todos. Descendí a lo profundo, y una vez allí me puse a horadar el suelo, y empecé a examinar y a socavar una vieja fe sobre la que, durante milenios, nuestros filósofos han tratado de edificar una y otra vez como si se tratara del más sólido de los terrenos, pese a que sus edificios se han ido viniendo abajo inexorablemente. Me puse a socavar, ¿comprendéis?, nuestra fe en la moral.

III

Nunca se han cuestionado a fondo hasta el momento los conceptos de bien y de mal; en realidad, el tema era muy peligroso. La conciencia, la reputación, el infierno y hasta la policía no permitían —ni permiten— que se sea imparcial en este punto. Ante la moral, como ante cualquier autoridad, no está permitido reflexionar, y mucho menos hablar. No hay más que obedecer. Desde que el mundo es mundo, ninguna autoridad ha consentido ser objeto de crítica. ¿Acaso no se ha considerado que es inmoral criticar la moral, cuestionarla, ver en ella un problema?

Más que de medios de disuasión y de coacción frente a las críticas, la moral dispone de un determinado poder de seducción que domina perfectamente: me refiero a que es capaz de entusiasmar. A veces le basta una mirada para paralizar la voluntad crítica o incluso para ponerla de su parte; a veces consigue que dicha voluntad crítica termine volviéndose contra sí misma y clavándose su propio aguijón a la manera del escorpión. Desde hace mucho tiempo, la moral dispone de todo tipo de artimañas en el arte de convencer a la gente; incluso hoy en día no hay orador que no recurra a ella en demanda de ayuda (véase, por ejemplo, cómo nuestros propios anarquistas apelan a la moral para tratar de convencer y cómo terminan considerándose a sí mismos «los buenos y los justos»). Y es que, en todas las épocas, desde que en el mundo existe la palabra y la posibilidad de convencer, no ha habido mejor maestra que la moral en el arte de seducir; para nosotros, los filósofos, ella ha sido nuestra auténtica Circe.

¿A qué se debe, pues, que, desde Platón, todos los constructores de filosofías hayan edificado en falso? ¿Cómo es posible que todo amenace ruina? ¿Cómo se encuentra reducido a escombros lo que los filósofos consideraban más duradero que el bronce? ¡Qué equivocada es, desgraciadamente, la respuesta que se sigue dando a esta pregunta!: que «todos se olvidaron de cuestionar la hipótesis, de examinar el fundamento, de someter a crítica a toda la razón».

Esta funesta contestación de Kant no nos ha conducido a los filósofos a un terreno más sólido y menos inseguro; pero, dicho sea de pasada, ¿no era un poco extraño pedirle a un instrumento que criticase su propia aptitud y perfección? ¿No era absurdo exigirle a la razón que ella misma calculara su valor, su fuerza y sus límites? Por el contrario, la verdadera respuesta hubiera sido que todos los filósofos, tanto Kant como los anteriores a él, han construido sus edificios sobre la seducción de la moral; que su intención sólo se encaminaba en apariencia a la verdad y a la certeza; porque lo que buscaban, en realidad, era la majestuosidad del edificio de la moral, por decirlo con las ingenuas palabras de Kant, quien consideraba que su tarea y su mérito —una tarea «menos brillante aunque no exenta de valor»— consistía en «remover y consolidar el terreno en el que se había de levantar el majestuoso edificio de la moral». (Crítica de la Razón Pura, II, p. 257).

Desgraciadamente, no hay más remedio que decir que no lo consiguió; que lo que logró fue más bien todo lo contrario. En realidad, Kant fue un hijo de su época, y, como tal, un exaltado; aunque también lo fue, afortunadamente, respecto a lo mejor que tuvo aquella, como lo demuestra el sano sensualismo que introdujo en su teoría del conocimiento. A Kant le había picado también aquella tarántula moral llamada Rousseau; sobre su alma pesaba el fanatismo moral del que Robespierre, otro discípulo de Rousseau, se consideraba y pregonaba ejecutor, pretendiendo «fundar en la tierra el imperio de la sabiduría, de la justicia y de la virtud». (Discurso del 7 de junio de 1794).

Por otra parte, llevando en el corazón ese fanatismo francés, no se podía actuar de una forma menos francesa, más honda, más sólida, más alemana de como lo hizo Kant: para dejarle espacio a su imperio moral hubo de añadir un mundo indemostrable, un más allá lógico; para lo que precisó de su crítica de la razón pura. Con otras palabras, no hubiera necesitado hacer esa crítica de no haber existido algo que le importaba más que nada: hacer inatacable el mundo moral, o, mejor aún, inalcanzable para la razón, pues de sobra sabía lo vulnerable que era aquel a los envites de esta. Como todo alemán, Kant era pesimista frente a la naturaleza y a la historia, frente a la inmoralidad radical de estas; creía en la moral, no porque la naturaleza y la historia la demuestren, sino a pesar de que ambas la estén contradiciendo constantemente. Para entender este «a pesar dé», conviene recordar lo que aquel otro gran pesimista que fue Lutero trató de explicar una vez a sus amigos con la osadía que le caracterizaba: «Si pudiéramos entender mediante la razón cómo un Dios que muestra tanta cólera y tanta crueldad puede ser justo y bueno, ¿de qué serviría la fe?».

Y es que, en toda época, nada ha impresionado tanto al alma alemana que la más nociva de todas las conclusiones: la que afirma: «creo porque es absurdo», una deducción que a todo latino le parecerá un auténtico atentado contra la inteligencia. Con ella se introduce por primera vez la lógica alemana en la historia del dogma cristiano; incluso hoy en día, mil años después, los alemanes actuales, retrasados desde todos los puntos de vista, consideran que tiene algo de verdad, que es posible que sea verdad el célebre principio fundamental de la dialéctica con el que Hegel colaboró a la victoria del espíritu alemán sobre el resto de Europa: «La contradicción es el motor del mundo: todas las cosas se contradicen a sí mismas». Hasta en lógica son pesimistas los alemanes.

IV

Con todo, el atrevimiento de nuestra suspicacia no puede detenerse en los juicios lógicos, que son los más inferiores y fundamentales: la confianza en la razón, exigencia inseparable de la validez de los mismos, constituye en cuanto tal un fenómeno moral… Puede que ese pesimismo alemán tenga que dar aún un último paso. Tal vez haya de provocar aún un terrible enfrentamiento entre su creo y su absurdo. Siendo mi libro como es una obra pesimista, no sólo en el terreno de la moral, sino también en un ámbito que trasciende la fe en la moral, ¿será entonces un escrito genuinamente alemán? Porque lo cierto es que representa una contradicción, aunque eso no sea una cosa que me asuste: rechaza la fe en la moral, ¿por qué? ¡Por moralidad! ¿Cómo llamar si no a lo que sucede en este libro, a lo que nos sucede a nosotros, aunque prefiramos usar un término más modesto? Porque no hay duda: también a nosotros nos habla un deber; también nosotros obedecemos a una severa ley que se halla por encima de nuestras cabezas; y esta es la última moral que podemos seguir entendiendo, la última moral que incluso nosotros podemos todavía vivir; pues si en algún sentido seguimos siendo hombres de conciencia, es precisamente en este. No queremos volver a lo que consideramos superado y caduco, a lo que no juzgamos digno de crédito, ya sea Dios, la virtud, la verdad, la justicia, el amor al prójimo, etc.; no queremos seguir una vía engañosa que nos lleve otra vez a la vieja moral. Sentimos una honda aversión hacia todo lo que hay en nosotros que trata de acercarnos a eso, y servir de mediador entre ello y nosotros; somos enemigos de todas las clases de fe y de cristianismo que subsisten hoy en día; enemigos de todo romanticismo y de todo espíritu patriotero; enemigos también, en cuanto artistas, del refinamiento artístico, de la falta de conciencia artística que supone el tratar de persuadirnos de que debemos adorar aquello en lo que ya no creemos; enemigos, en suma, del afeminamiento europeo (o del idealismo, si se prefiere) que tiende eternamente hacia las alturas, y que, por ello mismo, rebaja eternamente.

Sin embargo, en cuanto que somos hombres que tenemos esta conciencia, creemos que nos retrotraemos a la rectitud y a la piedad alemanas de hace miles de años; y aunque seamos sus últimos herederos, nosotros, los inmoralistas e impíos de hoy, consideramos que somos, en cierto sentido, los herederos legítimos de dicha rectitud y de dicha piedad, los ejecutores de su voluntad interior, de una voluntad pesimista, que no teme negarse a sí misma porque lo hace con alegría. Si se quiere reducir esto a una frase, cabría decir que en nosotros se realiza la autosupresión de la moral.

¿A qué viene, en último término, decir tan alto y con tanto ardor lo que somos, lo que queremos y lo que no queremos? Pensémoslo más fría y serenamente, desde más arriba y desde más lejos; digámoslo como si nos los dijéramos a nosotros mismos, lo bastante bajo como para que no lo oigan los demás, para que no nos oiga nadie. Pero, sobre todo, digámoslo muy despacio.

Este prólogo llega tarde, aunque no demasiado tarde; ¿qué más da, a fin de cuentas, cinco años que seis? Un libro y un problema como estos no tienen prisa; además, tanto mi libro como yo somos amigos de la lentitud. No en vano he sido filólogo, y tal vez lo siga siendo. La palabra «filólogo» designa a quien domina tanto el arte de leer con lentitud que acaba escribiendo también con lentitud. No escribir más que lo que pueda desesperar a quienes se apresuran, es algo a lo que no sólo me he acostumbrado, sino que me gusta, por un placer quizá no exento de malicia. La filología es un arte respetable, que exige a quienes la admiran que se mantengan al margen, que se tomen tiempo, que se vuelvan silenciosos y pausados; un arte de orfebrería, una pericia propia de un orfebre de la palabra, un arte que exige un trabajo sutil y delicado, en el que no se consigue nada si no se actúa con lentitud.

Por esto precisamente resulta hoy más necesaria que nunca; precisamente por esto nos seduce y encanta en esta época nuestra de trabajo, esto es, de precipitación, que se consume con una prisa indecorosa por acabar pronto todo lo que emprende, incluyendo el leer un libro, ya sea antiguo o moderno.

El arte al que me estoy refiriendo no logra acabar fácilmente nada; enseña a leer bien, es decir, despacio, profundizando, movidos por intenciones profundas, con los sentidos bien abiertos, con unos ojos y unos dedos delicados. Pacientes amigos míos, este libro no aspira a otra cosa que a tener lectores y filólogos perfectos. ¡Aprended, pues, a leerme bien!

Alta Engadina, otoño de 1886.

Friedrich Nietzsche.

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