Aurora

Aurora


Libro segundo

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LIBRO SEGUNDO

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Obrar moralmente no tiene nada de moral. El someterse a las leyes de la moral puede deberse al instinto de esclavitud, a la vanidad, al egoísmo, a la resignación, al fanatismo o a la irreflexión. Puede tratarse de un acto de desesperación o de un sometimiento a la autoridad de un soberano. En sí, no tiene nada de moral.

98

Los cambios en moral. En la moral se está operando constantemente una labor transformadora: la causa de ello son los crímenes de resultados felices. (Cabe incluir aquí, por ejemplo, las innovaciones de los juicios morales).

99

En qué somos irracionales. Continuamos extrayendo siempre consecuencias de juicios que consideramos falsos, de doctrinas en las que ya no creemos, a impulsos de nuestros sentimientos.

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El despertar de un ensueño. Antaño, hubo hombres ilustres y sabios que creyeron en la armonía de las esferas; hoy sigue habiendo hombres ilustres y sabios que creen en el valor moral de la existencia. Pero ya está cerca el día en que nuestros oídos tampoco percibirán esa armonía. Se despertarán y caerán en la cuenta de que sus oídos habían estado soñando.

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Algo digno de reflexión. ¿No estaremos obrando de mala fe, por cobardía o por pereza, cuando aceptamos una creencia por el simple hecho de que es costumbre hacerlo así? ¿Serían, entonces, la mala fe, la cobardía y la pereza las condiciones previas de la moral?

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Los juicios morales más antiguos. ¿Cuál es nuestra actitud ante los actos de nuestro prójimo? En primer lugar, consideramos las consecuencias que nos reportarán a nosotros esos actos, y los juzgamos desde esa perspectiva. Este efecto que causan en nosotros es lo que llamamos intención del acto. Por último, las intenciones que atribuimos al prójimo las convertimos en cualidades permanentes suyas, de forma que hacemos de él un hombre peligroso, por ejemplo. Esto constituye un triple error, una triple equivocación tan antigua como el mundo. Puede que esto lo hayamos heredado de los animales y de su forma de juzgar. ¿No habrá que buscar el origen de toda moral en estas horribles pequeñas conclusiones?, lo que me perjudica es malo (lo perjudicial en sí); lo que me es útil es bueno (beneficioso y útil en sí); lo que me perjudica una o varias veces, me es hostil en sí mismo; lo que me es útil una o varias veces, me favorece en sí mismo. O pudenda origo! ¿No equivale esto a interpretar las relaciones pequeñas, casuales y accidentales que otro pueda tener con nosotros, como si fueran el fondo y la esencia de su ser, y pretender que sólo puede tener con todo el mundo y consigo mismo unas relaciones similares a las que ha tenido una o varias veces con nosotros? ¿No se esconde tras esta auténtica locura la más inmoderada de las pretensiones: la de creer que somos el principio del bien, puesto que el bien y el mal se determinan en relación a nosotros?

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Dos formas de impugnar la moral. Impugnar la moral puede significar, primero, la negación de que los motivos éticos que pretextan los hombres para justificar sus actos, sea verdaderamente lo que les ha impulsado a realizarlos; lo que equivale a decir que la moral es una cuestión de palabras y que forma parte de esos engaños burdos o sutiles (autoengaños las más de las veces) que caracterizan al hombre y principalmente quizá al hombre notable por sus virtudes.

En segundo lugar, puede equivaler a negar que los juicios morales se basen en verdades. En este caso, se admite que tales juicios constituyen realmente los motivos de las acciones, pero se destaca que lo que impulsa a los hombres a realizar los actos morales son los errores que sirven de base a los juicios morales. Esto último es lo que yo defiendo, aunque no niego que, en muchos casos, la actitud de sutil desconfianza que se adopta en la primera forma de impugnación (como en el caso de La Rochefaucauld, por ejemplo), resulte adecuada y de gran utilidad general.

Niego, pues, la moral como niego la alquimia, pero el que niegue las hipótesis no supone que niegue la existencia de los alquimistas que las han creído y que se han basado en ellas. Del mismo modo niego la inmoralidad, pero no niego que haya muchísimos hombres que se consideran inmorales; lo que niego es que exista una razón verdadera para que se consideren así. No niego, como es lógico (sería un insensato si lo hiciera), que sea oportuno evitar y combatir muchos actos de los que se consideran inmorales, y que sea necesario realizar y fomentar muchos actos de los que se consideran morales; pero creo que ambas cosas se deben hacer por razones distintas de las que se han seguido tradicionalmente. Es preciso que cambiemos nuestra forma de ver para que acabemos cambiando —aunque ya sea quizá demasiado tarde— nuestra forma de pensar.

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Nuestras apreciaciones. Hemos de reducir todos nuestros actos a formas de apreciar las cosas. Nuestras apreciaciones o bien nos son propias o bien son adquiridas. Estas últimas son las más numerosas. ¿Por qué las adoptamos? Por miedo; es decir, porque nuestra prudencia nos hace aparentar que las tomamos por nuestras, y nos acostumbramos a esta idea, de forma que acaba convirtiéndose en una segunda naturaleza. Hacer una apreciación personal no significa medir algo por el placer o el disgusto que nos causa, a nosotros y a nadie más; pero esto es sumamente raro. Cuando menos, se necesita que esa apreciación nuestra con respecto a otra persona que nos impulsa en la mayoría de los casos a servirnos de las apreciaciones de esta persona, parta de nosotros y sea nuestro motivo determinante. Ahora bien, estas determinaciones las generamos de niños, y rara vez cambiamos de opinión respecto a ellas; lo más habitual es que durante toda la vida sigamos sometidos a los juicios infantiles a los que nos hemos habituado. Así ocurre en la forma que tenemos de juzgar al prójimo (por su ingenio, su rango, su moral, su carácter, lo que tiene de laudable o de condenable), rindiendo homenaje a sus apreciaciones.

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Un egoísmo aparente. La mayoría de la gente, independientemente de lo que piense y de lo que diga de su egoísmo, no hace nada, a lo largo de su vida, por su ego, sino sólo por el fantasma de su ego que se ha formado en el cerebro de quienes les rodean; en consecuencia, respecto a lo que piensan unos de otros, todos viven en una nube de opiniones impersonales, de apreciaciones casuales y ficticias. ¡Qué singular es este mundo de fantasmas, que es capaz de ofrecer una apariencia tan racional! Esta bruma de opiniones y de hábitos crece y vive casi independientemente de los hombres a quienes rodea. Ella es la causa de la desproporción inherente a los juicios de carácter general que se formulan respecto al concepto de hombre. Todos esos hombres, que no se conocen entre sí, creen en ese ser abstracto al que llaman hombre; es decir, creen en una ficción. Todo cambio que traten de introducir con sus juicios en ese ser abstracto los individuos poderosos (como los príncipes o los filósofos) produce un efecto extraordinario y desmesurado en la mayoría. Y todo ello sucede porque cada uno de los individuos que forman esa mayoría no es capaz de oponer el ego verdadero que le es propio y en el que ha profundizado, a esa pálida ficción universal, que, de este modo, quedaría aniquilada.

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Contra las definiciones de los objetivos morales[2]. Actualmente se oye por todas partes determinar el objetivo de la moral más o menos así: que es la conservación y el favorecimiento de la humanidad; pero eso significa querer tener una fórmula, y nada más. Conservación ¿en qué?, hay que preguntar inmediatamente, favorecimiento ¿hacia dónde? La fórmula ¿no excluye precisamente lo esencial, la respuesta a este «en qué», y este «hacia dónde»? ¡Qué puede, pues, determinarse con ella para la doctrina del deber que no sea considerado tácita y distraídamente ya determinado! ¿Se puede deducir de ella, si ha de preverse una existencia de la humanidad lo más larga posible? ¿O la desanimalización máxima de la humanidad? ¡Qué diferentes tendrían que ser en ambos casos los medios, es decir, la moral práctica! Supongamos que quisiera darse a la humanidad la máxima racionalidad posible: ¡eso no significaría en absoluto garantizarle la duración máxima posible! O supongamos que se pensara en su «máxima felicidad» como su «hacia dónde» y su «en qué»: ¿se piensa en el grado máximo que algunos individuos alcanzarían poco a poco? ¿O en una felicidad media de todos, asequible a la larga, por cierto imposible de calcular? ¿Y por qué precisamente la moralidad habría de ser el camino hacia ese objetivo? ¿Acaso, y en grandes términos, no se ha abierto gracias a ella tal profusión de fuente de descontento, que más bien habría que decir, que con cada refinamiento de la moralidad el hombre se ha vuelto más descontento consigo mismo, con su semejante y con su destino? El hombre más moral ¿no ha creído hasta ahora que el único estado legítimo del hombre frente a la moral es el de la más profunda desdicha?

107

Nuestro derecho a la locura. ¿Cómo debemos actuar? ¿En función de qué motivos? Cuando se trata de las necesidades inmediatas y diarias del hombre, resulta fácil responder a estas preguntas; pero cuanto más profundizamos en el campo más amplio e importante de los actos más complejos, el problema se hace difícil de resolver y es más afectado por la arbitrariedad. Sin embargo, en este tema hay que eliminar todo elemento de arbitrariedad; mientras que la moral exige precisamente que el hombre se deje guiar en sus actos —actos cuyos fines y medios no percibe inmediatamente—, de una forma constante, por un miedo y una reverencia oscuros. Esta autoridad de la moral dirige al pensamiento en cuestiones en las que resultaría peligroso pensar equivocadamente; al menos, así es como suele defenderse la moral frente a sus detractores. Falso equivale, pues, a peligroso; pero peligroso ¿por qué?

Generalmente, lo que tienen en cuenta los promotores de la moral autoritaria no es la bondad de un acto, sino el peligro que tales promotores correrían, la pérdida de poder o de influencia que podrían sufrir desde el momento en que se reconociera a todo el mundo, insensata y arbitrariamente, el derecho a obrar con arreglo a su razón, grande o pequeña; ya que los defensores de la moral autoritaria no dudan en hacer, por su cuenta, uso del derecho a la arbitrariedad y a la locura, y ordenan, aunque las preguntas ¿qué debo hacer?, y ¿qué móviles deben impulsar mi acción?, sólo pueden ser respondidas de una forma laboriosa y difícil. Si la razón humana se ha desarrollado con tanta lentitud que hasta cabe negar su crecimiento a lo largo de la historia, ¿a qué hay que imputar este fenómeno sino a esta solemne presencia (a esta omnipresencia, diría yo) de los mandamientos morales, que ni siquiera permite al individuo que se plantee el porqué y el cómo de sus actos? ¿No trata de suscitar la educación en nosotros sentimientos patéticos, de hacernos huir a las tinieblas cuando nuestra naturaleza necesitaría conservar toda su claridad y su sangre fría, por así decirlo, en todas las circunstancias elevadas e importantes?

108

Algunas tesis. A un individuo que persigue la felicidad no hay que darle preceptos acerca del camino que conduce a ella, ya que la felicidad individual se produce según leyes que nadie conoce, y los preceptos externos no pueden hacer más que impedirla o dificultarla. A decir verdad, los preceptos llamados morales atentan contra los individuos, y en modo alguno tienden a hacerles felices. Por otra parte, tales preceptos tampoco guardan relación alguna con la felicidad y el bien de la humanidad, pues es totalmente imposible dar a estas palabras un significado preciso, y menos aún utilizarlas como si fueran un faro en el oscuro océano de las aspiraciones morales. Creer que la moral fomenta más que la inmoralidad el desarrollo de la razón no pasa de ser un prejuicio. Es un error creer que el fin inconsciente de la evolución de todo ser consciente (ya sea un animal, un hombre o la humanidad) sea el logro de su mayor felicidad. Por el contrario, en todos los niveles de la evolución se puede aspirar a una felicidad singular e incomparable, que no es ni más elevada ni más baja, sino simplemente individual. La evolución no busca la felicidad, sino la evolución sin más. Sólo en el caso de que la humanidad tuviera un fin reconocido universalmente, podrían proponerse imperativos respecto a la forma de obrar; pero, hoy por hoy, no tenemos noticia de que ese fin exista. En consecuencia, no hay por qué relacionar las pretensiones de la moral con la humanidad, ya que resulta absurdo y pueril. Otra cosa sería recomendar un fin a la humanidad, pues este fin sería entonces algo dependiente de nuestra voluntad, y si conviniera a la humanidad, esta podría imponerse a sí misma una ley moral que le conviniese. Sin embargo, hasta hoy se ha venido situando la ley moral por encima de nuestra voluntad; hablando con propiedad, no hemos querido dictarnos esa ley, sino recibirla de alguna parte, descubrirla, dejar que nos rigiera, del modo que fuera.

109

El autodominio, la moderación y sus motivos. Para combatir la violencia de un instinto puede haber hasta seis métodos diferentes. Primero: podemos sustraemos a los motivos de satisfacer ese instinto, y debilitarlo y secarlo, absteniéndonos de satisfacerlo durante períodos de tiempo cada vez más prolongados. Segundo: podemos someternos a una regla que establezca un orden severo y regular en la satisfacción de los apetitos; bajo el imperio de reglas, logramos encuadrar su flujo y su reflujo dentro de unos límites estables, para conseguir intervalos en los que no nos turben los apetitos, y a partir de ahí se puede pasar a utilizar el primer método. Tercero: podemos abandonarnos deliberadamente a la satisfacción de un instinto salvaje y desenfrenado hasta hastiarnos, a fin de que este hastío nos ayude a dominar ese instinto, siempre y cuando, claro está, que no hagamos lo que el jinete que, por domar un caballo, se rompe la cabeza, que es lo que, desgraciadamente, suele suceder en este tipo de intentos. Cuarto: hay una ingeniosa estratagema consistente en asociar a la idea de satisfacción de un instinto un pensamiento desagradable, y esto con tanta intensidad que, al final, por efecto del hábito, la idea de la satisfacción termina volviéndose también cada vez más desagradable. (Un ejemplo: cuando el cristiano se acostumbra a pensar, mientras está disfrutando del placer sexual, que el demonio está presente burlándose de él, o que merece el infierno por su delito, o que, si comete un robo, se verá expuesto al desprecio de aquellos a quienes más respeta. Del mismo modo, un individuo puede reprimir una fuerte y constante tendencia al suicidio, pensando en la desolación de sus parientes y amigos y en los reproches que se harían, y logra, así, desistir de su inclinación, dado que, desde ese momento, estas representaciones se suceden en su mente como la causa y el efecto). Hay que recordar aquí también el orgullo de los individuos que se rebelan, como hicieron, por ejemplo, lord Byron y Napoleón, quienes consideran ofensivo que una pasión tenga preponderancia sobre la disciplina y la regla general de la razón; de ahí proviene entonces el hábito y el placer de tiranizar y de aplastar el instinto. («No quiero ser esclavo de un apetito», escribió Byron en su diario). Quinto; se intenta desplazar las fuerzas acumuladas, imponiéndose cualquier trabajo penoso y difícil, o sometiéndose deliberadamente a nuevos alicientes y placeres, para canalizar así por nuevas vías los pensamientos y el juego de las fuerzas físicas. Este es el mismo método que se sigue cuando se fomenta temporalmente otro instinto, concediéndole muchas oportunidades de satisfacerse, para lograr que consuma la fuerza que, en caso contrario, acumularía el instinto que nos perturba con su violencia y que queremos refrenar. No faltará quizá también quien contenga la pasión que quiere imponerse, concediendo a los demás instintos, que ya conoce, un estímulo y una satisfacción momentánea, en orden a que devoren el alimento que el tirano querría acaparar. Sexto y último: quien soporta —y le parece racional hacerlo— un debilitamiento y una depresión generalizados de su organismo físico y psíquico, lo que, lógicamente, debilita a la vez un instinto violento en concreto; esto es lo que hace, por ejemplo, el asceta que controla su sensualidad a base de destruir al mismo tiempo su vigor y muchas veces incluso su razón.

En suma, los seis métodos que acabo de exponer son: evitar las ocasiones, someter el instinto a una regla, saciarlo hasta el hastío, asociarlo a una idea que nos mortifique (como la de la deshonra, la de las consecuencias nefastas o la de la dignidad ofendida), desviar las fuerzas, y, por último, lograr una debilidad y un agotamiento general. Ahora bien, la decisión y la voluntad de luchar contra la violencia de un instinto no dependen de nosotros, como tampoco dependen el método que elijamos ni los resultados que podamos lograr al aplicarlo. En todo este proceso, nuestra inteligencia no es más que el instrumento de un instinto contrario a aquel cuya violencia nos tortura, y que lo mismo puede ser la necesidad de descanso que el miedo a la vergüenza y a las consecuencias negativas de nuestros actos, o incluso el amor. Por consiguiente, aunque creamos que somos nosotros quienes nos quejamos de la violencia de un instinto, en realidad es un instinto el que se queja de otro instinto, lo que equivale a decir que para sentir la perturbación que nos provoca la violencia de un instinto, es condición indispensable que exista otro instinto no menos violento —o más violento aún—, y que se produzca un enfrentamiento en el que nuestra inteligencia se ve obligada a tomar parte.

110

Lo que se opone a nuestros deseos. Podemos observar en nosotros mismos el siguiente proceso, proceso que yo desearía que se observara y que se confirmara con frecuencia: en ocasiones, percibimos desde lejos un tipo de placer que todavía nos es desconocido, lo que produce en nosotros un nuevo deseo. La cuestión está en ver qué es lo que se opone a dicho deseo. Si son cosas y consideraciones de carácter común y corriente u hombres a quienes no estimamos demasiado, el fin que persigue el nuevo deseo tomará la apariencia de un sentimiento noble, bueno, laudable, digno de sacrificio; en él se introducirán todas las disposiciones morales heredadas, y el fin pasará a ser un fin moral. En cuanto esto sucede, ya no creemos que estamos buscando un placer sino un resultado moral, con lo que aumentará la firmeza de nuestra aspiración.

111

A quienes admiran la objetividad. Quien de niño ha captado en los que le rodeaban variados e intensos sentimientos, junto con unos juicios superficiales y una escasa inclinación hacia la precisión intelectual, empleando casi toda su fuerza y lo mejor de su tiempo en imitar esos sentimientos, cuando llega a la edad adulta y puede observar en sí mismo que toda cosa nueva o todo individuo nuevo suscitan en su alma simpatía o antipatía, envidia o desprecio. Por influencia de sus experiencias y recuerdos de los que no se puede librar, suele admirar la neutralidad de los sentimientos, la objetividad, considerándola como algo extraordinario, casi genial y propio de una moral poco común. Ese tal no comprende que semejante neutralidad es también el resultado de la educación y del hábito.

112

Para la historia natural del deber y del derecho. Nuestros deberes no son otra cosa que los derechos que los demás tienen sobre nosotros. ¿Cómo adquirieron esos derechos? Porque nos consideraron capaces de contraer compromisos y de cumplirlos, porque nos tuvieron por individuos iguales y semejantes a ellos, y, a causa de esto, nos prestaron algo, nos educaron y mantuvieron. Al cumplir, pues, nuestro deber, respondemos a la idea que otros han tenido respecto a nuestra capacidad y a la que debemos el bien que nos han hecho, y devolvemos en la misma medida lo que hemos recibido. Es, pues, nuestro orgullo quien nos exige cumplir nuestros deberes; tratamos de ser autónomos, correspondiendo a lo que otros hicieron por nosotros con algo que nosotros hacemos por ellos. Los otros, al beneficiarnos, invadieron el área de nuestro poder, y habrían dejado allí permanentemente su huella, si nosotros no hubiéramos llevado a cabo una represalia: cumpliendo con nuestro deber, invadimos por nuestra parte el área de poder de aquellos. Los derechos que los demás tienen sobre nosotros sólo pueden afectar a aquello que entra dentro de nuestro poder, a lo que podemos hacer, pues sería absurdo que nos exigieran imposibles. Habrá que decir, más exactamente, que los derechos afectan sólo a lo que los otros consideran que está dentro de nuestro poder, siempre y cuando sea lo mismo que nosotros pensamos que podemos hacer. Por una parte o por otra se puede incurrir fácilmente en el error. El sentido del deber exige que creamos lo mismo que los demás cuál es el alcance de nuestro poder; o, lo que es igual, que podamos prometer determinadas cosas y comprometernos a llevarlas a cabo.

Nuestros derechos son la parte de nuestro poder que los demás no sólo nos reconocen sino que quieren que conservemos. ¿Por qué razón? Unas veces, por prudencia, por miedo o por discreción, bien porque esperan de nosotros algo similar (la protección de sus derechos), bien porque consideran que sería peligroso e inoportuno enfrentarse con nosotros, o bien porque juzguen que si nuestra fuerza disminuye, ellos saldrán perjudicados, dado que entonces no podremos ayudarles frente a un tercero. Otras veces, el motivo puede ser la donación y la cesión, o bien hay que admitir un cierto sentimiento de poder en quien recibe la concesión.

He aquí, pues, cómo se originan los derechos: son grados de poder reconocidos y garantizados. Si las relaciones existentes entre distintos poderes se modifican de una forma sustancial, desaparecen unos derechos y surgen otros, como lo demuestra el constante vaivén del derecho de los pueblos. Si disminuye mucho nuestro poder, variará también el sentir de quienes hasta ese momento garantizaban nuestros derechos: examinarán las razones que tenían para otorgarnos nuestra posesión, y si el examen nos es desfavorable, nos negarán nuestros derechos. Si, por el contrario, nuestro poder aumenta en un grado considerable, cambiará también el sentir de quienes nos reconocían ese poder, en el sentido de que tratarán de reducir nuestro poder a sus límites primitivos y procurarán interferirse en nuestros asuntos apelando a sus deberes. Con todo, estas palabras resultan inútiles. Dondequiera que reine el derecho, que se mantenga un estado y que se ostente un grado determinado de poder, se rechazarán todo aumento o disminución de este. El derecho que reconocemos a los demás es una concesión del sentimiento de nuestro poder al sentimiento del poder ajeno. Cuando nuestro poder se resquebraja profundamente y se rompe, cesan nuestros derechos; y, a la inversa, cuando nos hacemos más poderosos, los derechos ajenos dejan de ser para nosotros lo que eran hasta entonces.

El hombre equitativo necesita, pues, la sutil sensibilidad de una balanza para calibrar los grados de poder y de derecho que, dada la precariedad de las cosas humanas, se mantienen muy raras veces en equilibrio, siendo lo más común que bajen y suban con frecuencia. Por consiguiente, es difícil ser equitativo, y requiere mucha experiencia, mucha buena voluntad, y, sobre todo, mucho ingenio.

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El ansia de distinción. Todo el que aspira a distinguirse tiene puesta constantemente la mirada en el prójimo, para tratar de saber cuáles son los sentimientos de este. Ahora bien, la simpatía y el abandono que exige la satisfacción total de esta inclinación, distan mucho de estar inspirados por la candidez, la compasión o la benevolencia. Lo que se busca, por el contrario, con este estado de ánimo es descubrir o adivinar cómo sufre el prójimo interiormente al observarnos, cómo pierde su autodominio y cómo cede a la impresión que le producen nuestra mano o nuestro aspecto. Aunque el que aspira a distinguirse produzca o trate de producir una impresión agradable y tranquilizadora, no disfrutaría de este resultado sino en la medida en que el prójimo goce de él, esto es, en la medida en que deje su huella en el alma de este. Aspirar a distinguirse equivale a aspirar que el prójimo quede subyugado, aunque no sea más que de una manera indirecta, es decir, mediante la acción del sentimiento o incluso simplemente en sueños.

Esta íntima ambición de dominio presenta una amplia serie de grados, y para agotar su nomenclatura se precisaría escribir prácticamente toda la historia de la civilización desde la barbarie primitiva, con todo su horrible aspecto, hasta ese gesto refinado y ese idealismo enfermizo característicos de la época moderna. Para designar por sus nombres algunos escalones de esta amplia escala, diré que el ansia de distinguirse genera, sucesivamente, en el prójimo, tortura, espanto, asombro angustiado, sorpresa, envidia, admiración, edificación, placer, goce, risa, ironía, burla, insultos, golpes y, al final, torturas innumerables para el que pretende alcanzar la distinción. En el último escalón está el asceta y el mártir, que, como consecuencia de su aspiración a distinguirse, cifran su mayor goce en hacer lo contrario que el bárbaro, que era quien ocupaba el primer nivel de la escala. Así, si el bárbaro hacía sufrir a aquellos ante los que quería distinguirse, el asceta disfruta sufriendo él. La victoria del asceta sobre sí mismo, dirigiendo la mirada a su interior y viendo a un individuo que a un tiempo sufre y observa ese sufrimiento, que ya no mira hacia fuera más que para recoger leña con la que alimentar su propia hoguera, esa tragedia final del instinto de distinción en la que ya sólo queda una persona que se carboniza a sí misma, constituye un desenlace digno de los orígenes, ya que en ambos casos se alcanza un goce indecible al contemplar a un ser torturado. Y es que, efectivamente, tal vez no haya habido nunca en el mundo una felicidad —entendida en términos de sentimiento de poder— tan intensa como la que se da en el alma de un asceta supersticioso. Esto es lo que expresaron los brahmanes en la historia del rey Visvamitra que, tras mil años de penitencias, adquirió tal poder que trató de construir un nuevo cielo. Pienso que, en el terreno de los fenómenos internos, no somos más que torpes novicios e inseguros descifradores de enigmas, y que hace cuatro mil años habían avanzado más en esa sutileza maldita del goce de uno mismo. Puede que en aquel entonces algún pensador hindú concibiera la creación del mundo como un ejercicio ascético llevado a cabo por un dios sobre sí mismo. Ese dios se habría implicado en la naturaleza mudable como un instrumento de tortura, para sentir que se multiplicaba así su goce y su poder. Si ese ser fuera un dios de amor, ¿qué goce no supondría para él crear hombres que sufren, y sufrir él también de una forma divina y sobrehumana, al ver el padecimiento constante de sus criaturas y martirizarse con semejante espectáculo? Más aún, si ese dios no fuera sólo un dios de amor, sino también un dios santo e inocente, ¿qué delirio no experimentaría ese asceta divino al crear el pecado, los pecadores y la condenación eterna, y, bajo su cielo, a los pies de su trono, un lugar de tormentos eternos y de gemidos interminables? No es totalmente imposible que el alma de un San Pablo, de un Dante, de un Calvino y de otros hombres similares haya intuido alguna vez los terroríficos misterios de una voluptuosidad de poder así. A la vista de semejantes estados anímicos, podemos preguntarnos si el círculo de la aspiración a distinguirse no habrá vuelto, realmente, a su punto de partida, si, con el asceta, no habrá llegado a su límite último. ¿No podría recorrerse ese círculo por segunda vez, manteniendo la idea fundamental del asceta y del Dios compasivo; quiero decir, la de hacer daño a otros para hacérselo a uno mismo, la de triunfar sobre uno mismo y sobre la compasión propia, para disfrutar de la voluptuosidad extrema del poder? Perdonad estas disgresiones que asaltan mi alma, cuando pienso en todas las posibilidades que encierra el amplio campo de las orgías psíquicas a las que se entrega el ansia de dominio.

114

La intelección del que sufre. La situación en la que se encuentra el enfermo, víctima de horribles y prolongados dolores, pero que conserva la razón, no deja de tener un valor para el conocimiento, independientemente de los beneficios intelectuales que reportan la soledad y la liberación súbita de nuestros deberes y hábitos. Quien sufre mucho y se siente, en cierta medida, prisionero de su dolor, mira hacia afuera con extrema frialdad. Para él han desaparecido todos los falaces atractivos con los que se adornan las cosas cuando el hombre sano fija en ellas su mirada. Se ve a sí mismo ante él, tendido, sin brío ni color. Si el enfermo había vivido hasta entonces en una especie de peligroso desvarío, el supremo desencanto que le produce el dolor será el único medio que le librará de él. (Puede que fuera esto lo que le ocurrió al fundador del cristianismo cuando, clavado en la cruz, exclamó: «¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», ya que, interpretadas estas palabras con toda la profundidad debida, testimonian un total desencanto, una clarividencia suma frente al espejismo de la vida. Cristo se volvió clarividente respecto a sí mismo como le ocurrió a Don Quijote, según cuenta Cervantes, a la hora de su muerte).

La enorme tensión de la inteligencia que trata de enfrentarse al dolor, ilumina desde entonces con una nueva luz todo lo que mira, y el inefable encanto que confiere a las cosas toda iluminación nueva suele ser lo bastante poderosa como para vencer la tentación del suicidio y para que resulte apetecible a quien sufre seguir viviendo. Considera con desprecio el cálido y confortable mundo en el que vive sin escrúpulos el individuo sano, así como las ilusiones más nobles y queridas a las que tal vez él mismo se entregó, y disfruta verdaderamente evocando ese desprecio como si lo hiciera salir de las profundidades del infierno, sometiendo así a su alma a los más amargos dolores, que harán de contrapeso respecto a los dolores físicos. Desde su estado, comprenderá que ese contrapeso resulta necesario. Con terrible clarividencia respecto a su situación, exclama: «Sé por una vez tu acusador y tu verdugo; considera tu dolor como un castigo que te impones a ti mismo; disfruta de la superioridad que te confiere el hecho de ser juez, mejor aún, disfruta de tu caprichosa y arbitraria tiranía. Elévate por encima de la vida como por encima del dolor. Mira el fondo de las razones y de las sinrazones». Nuestro orgullo se rebela como nunca lo había hecho; experimenta una satisfacción incomparable defendiendo la vida contra un tirano como el dolor y contra todas las insinuaciones de ese tirano que trata de impulsarnos a que reneguemos de la vida y de representar la vida ante él. Cuando nos encontramos en ese estado, nos defendemos con acritud de todo el que nos acusa de pesimistas, para que el pesimismo no aparezca como un resultado de nuestra situación y no nos humille por haber sido vencidos. Nunca como entonces nos sentimos tentados a ser justos en nuestras apreciaciones, pues la injusticia es un triunfo sobre nosotros mismos y sobre el estado más irritable que podamos imaginar, un estado que disculparía por sí solo todo juicio injusto; pero no queremos que nos disculpen, queremos demostrar que podemos ser intachables en nuestros juicios. Sufrimos verdaderas crisis de orgullo.

Ahora bien, en cuanto surge el primer atisbo de mejora, su primera consecuencia es defendernos contra la preponderancia de nuestro orgullo. Nos consideramos estúpidos y vanidosos, como si no hubiera ocurrido nada excepcional. Humillamos, sin el menor asomo de gratitud, el orgullo omnipotente que nos dio fuerzas para soportar el dolor y exigimos violentamente un antídoto contra el orgullo; queremos convertirnos en seres extraños a nosotros mismos y desprendernos de nuestra personalidad, dado que el dolor nos había hecho forzosamente personales durante mucho tiempo. Exclamamos: «¡Fuera el orgullo: era una enfermedad y una crisis más!». Volvemos a mirar a los hombres y a la naturaleza con ojos de deseo; sonriendo con tristeza, comprendemos que ahora tenemos nuevas ideas sobre ellos, ideas diferentes de las que teníamos antes, que ha caído el velo que teníamos delante de los ojos. Nos sentimos reconfortados al volver a captar las delicadas luces de la vida, que emergen de aquella luz demasiado intensa, a cuyo resplandor veíamos las cosas cuando sufríamos e incluso a través de ellas. No nos irrita que vuelva a hacer su juego la magia de la salud; contemplamos este espectáculo como si hubiéramos cambiado; nos sentimos benévolos, aunque algo cansados todavía. En este estado, la música nos hace llorar.

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Lo que llamamos el «yo». El lenguaje y los prejuicios sobre los que este se configura, impiden muchas veces profundizar en el estudio de los fenómenos internos y de los instintos, habida cuenta de que sólo disponemos de palabras para designar los grados superlativos de estos. De este modo, nos hemos acostumbrado a no observar con exactitud cuando carecemos de palabras, dado que sin ellas resulta extremadamente laborioso discurrir con precisión. En otras épocas hasta se llegó a pensar que donde acaba el reino de las palabras termina también el de la existencia. Las palabras «ira», «amor», «compasión», «deseo», «conocimiento», «alegría», «dolor» son términos que hacen referencia a situaciones extremas; los grados más mesurados e intermedios se nos escapan, y no digamos ya los grados inferiores, pese a que están actuando constantemente y a que son los que tejen la tela de nuestro carácter y de nuestro destino. Sucede a veces que estas explosiones extremas —y el placer o el desagrado más vulgares de los que tengamos conciencia pueden formar parte de estas explosiones extremas, según una valoración exacta— desgarran la tela y constituyen violentas erupciones, la mayoría de las veces como resultado de represiones. ¡A cuántos errores inducen entonces al observador, incluyendo al hombre activo! En cuanto que somos, no somos lo que parecemos ser de acuerdo únicamente con las condiciones de las que tenemos conciencia y para las que disponemos de palabras, de censuras y alabanzas. Haciendo uso sólo de esas explicaciones burdas, que es lo único que conocemos, nos desconocemos a nosotros mismos; sacamos conclusiones en un terreno en el que las excepciones superan a la regla; nos equivocamos al interpretar el enigma de nuestro yo, que sólo resulta claro aparentemente. Sin embargo, la opinión que tenemos de nosotros mismos, opinión que nos hemos formado por esta vía falsa, lo que llamamos nuestro yo, actúa desde ese momento para configurar nuestro carácter y nuestro destino.

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El mundo desconocido del «sujeto». No hay nada que le resulte más difícil de conocer al hombre que el desconocimiento que tiene de sí mismo, desde los tiempos más remotos hasta hoy, y no sólo respecto al bien y al mal, sino también respecto a cuestiones mucho más importantes. De acuerdo con una vieja ilusión, creemos saber con toda exactitud cómo se lleva a cabo una acción humana en cada caso particular. No sólo Dios, que «ve en el fondo de los corazones», y el hombre que obra y reflexiona sobre su acción, sino cualquiera otra persona está segura de entender el fenómeno de la acción que lleva a cabo su prójimo. Todos los antiguos y casi todos los modernos creían y siguen creyendo que sabemos lo que queremos y lo que hacemos, que somos libres y responsables de nuestros actos, y que hacemos a los demás responsables de los suyos, que podemos designar todas las posibilidades morales, todos los movimientos internos que preceden a un acto, que cualquiera que sea la forma de actuar, nos comprendemos a nosotros mismos y comprendemos a todos los demás. Sócrates y Platón, que en esta cuestión se mostraron como grandes escépticos y como admirables innovadores, fueron, sin embargo, excesivamente crédulos en lo relativo a este nefasto prejuicio, al profundo error de pretender que el entendimiento recto debe ir seguido necesariamente de la acción recta. A causa de este principio todos los grandes hombres heredaron la locura y la pretensión universales de suponer que se conoce la esencia de un acto. La única razón que esgrimen esos grandes hombres para demostrar tal idea es que sería horrible que la comprensión de la esencia de un acto recto no fuera seguida del acto recto correspondiente; lo contrario les parece algo impensable y absurdo. Y, sin embargo, lo contrario es, precisamente, lo que corresponde a la realidad desnuda, tal y como esta aparece diaria y constantemente, desde toda la eternidad. ¿No es una verdad terrible que lo que podemos saber de un acto no sea nunca suficiente para llevarlo a cabo; que hasta hoy no se haya podido explicar en ningún caso el tránsito que va del entendimiento de un acto a la realización del mismo? Los actos no son nunca lo que parecen. ¡Nos ha costado tanto trabajo darnos cuenta de que lo externo no es como nos parece! Pues bien: lo mismo sucede con el mundo interno. Los actos no son, realmente, algo ajeno —eso es todo lo que podemos decir—; y todos los actos nos son, esencialmente, desconocidos. Pero la creencia habitual es y sigue siendo lo contrario; en contra nuestra está el más viejo realismo. Hasta hoy la humanidad ha venido creyendo que un acto es como nos parece que es. (Al releer estas palabras, recuerdo un pasaje muy significativo de Schopenhauer que voy a citar como prueba de que también él seguía aferrado, sin el más mínimo escrúpulo, a este realismo moral: «Cada uno de nosotros somos, en realidad, un juez moral, competente y perfecto, que conoce con exactitud el bien y el mal, siempre y cuando no se trate de sus actos propios, sino de los ajenos, y respecto a los cuales puede contentarse con aprobarlos o desaprobarlos, recayendo sobre los hombros de otro el peso de su realización. En consecuencia, cada uno puede cumplir, como confesor, el papel de Dios»).

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En una cárcel. Sean penetrantes o débiles, mis ojos no ven más que hasta una determinada distancia. Veo y obro dentro de un espacio, constituye mi destino más cercano, grande o pequeño; un destino del que no puedo escapar. En torno a cada ser, se extiende, pues, un círculo que le es propio. De igual modo, mi oído me encierra en un pequeño espacio; y lo mismo cabe decir de mi tacto. Dentro de estos horizontes en los que nos encierran nuestros sentimientos como si fueran los muros de una cárcel, medimos el mundo diciendo que esto está cerca y aquello lejos; que esto es grande y aquello pequeño; que esto es duro y aquello blando. A esta forma de medir, que en sí no es más que un error, le llamamos sensación.

Según el número de sucesos y de emociones que, por término medio, hemos podido tener en un tiempo determinado, medimos nuestra vida, considerándola corta o larga, rica o pobre, fecunda o estéril, y con arreglo a lo que es el término medio de la vida humana, medimos —lo que en sí no es más que otro error— la de todos los demás seres.

Si tuviéramos unos ojos cien veces más penetrantes para lo cercano, el tamaño del hombre nos parecería enorme. Cabría imaginar incluso unos órganos a través de los cuales el hombre resultaría inconmensurable. Por otra parte, determinados órganos podrían estar configurados de forma que redujeran y empequeñecieran sistemas solares enteros hasta hacerlos semejantes a una sola célula de un cuerpo humano; y para seres de un orden inverso esa sola célula podría aparecer, en su constitución, movimiento y armonía, como un sistema solar. Los hábitos de nuestros sentidos nos han envuelto en una tela de sensaciones engañosas que son, a su vez, la base de todos nuestros juicios y de nuestro entendimiento. No hay salida ni escape posibles; no hay acceso alguno al mundo real. Estamos dentro de una tela de araña, y sólo podemos captar con ella aquello que se deje coger.

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¿Qué es el prójimo? ¿Cuáles son los límites de nuestro prójimo, esto es, aquello en virtud de lo cual nos deja, por así decirlo, su huella? Todo lo que entendemos del prójimo son los cambios que, en virtud suya, se operan en nuestra persona; lo que sabemos de él es como un molde vacío. Le atribuimos los sentimientos que sus actos provocan en nosotros y le conferimos así el reflejo de una realidad falsa. Lo concebimos de acuerdo con el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, haciendo de él un satélite de nuestro propio sistema, y cuando se ilumina o cuando se oscurece para nosotros, somos nosotros la causa última de ello, aunque supongamos todo lo contrario. ¡En qué mundo de fantasmas vivimos!: un mundo invertido y vacío, al que, sin embargo, vemos, como en un sueño, del derecho y lleno.

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Vivir es inventar. Sea cual sea el grado de autoconocimiento que alcancemos, lo más incompleto será siempre la imagen que nos formamos de nuestra individualidad. Ni siquiera podemos designar los instintos más primarios; su número y su fuerza, su flujo y su reflujo, su acción recíproca, y, sobre todo, las leyes que rigen su satisfacción, nos son totalmente desconocidas. En consecuencia, esta satisfacción es obra del azar; los sucesos de nuestra vida cotidiana lanzan su presa a un instinto o a otro, que se apodera de ella con avidez, pero el vaivén de estos sucesos no guarda ninguna correlación razonable con las necesidades de satisfacción del conjunto de los instintos, de forma que siempre ocurrirán dos cosas: que unos adelgazarán y se morirán de inanición, y otros estarán sobrealimentados. Cada momento de nuestra vida hace que crezca alguno de los tentáculos de ese pulpo que es nuestro ser, y que otros se sequen, según el alimento que dicho momento les da o les deja de dar. Desde este punto de vista, todas nuestras experiencias son alimentos, aunque esparcidos por una mano ciega que ignora quién tiene hambre y quién está harto. Habida cuenta de que es el azar quien se encarga de nutrir cada una de sus partes, el estado del pulpo, en cuanto a su desarrollo completo se refiere, resulta tan fortuito como lo fue su propio desarrollo. Por decirlo más exactamente, si un instinto se encuentra en situación de tener que ser satisfecho, o de ejercer su fuerza, o de satisfacerla, o de llenar un vacío —hablando en lenguaje figurado—, considerará cada suceso del día para ver cómo puede usarlo con vistas a ese fin. Cualquiera que sea la situación del hombre —ya ande o repose, lea o hable, se enoje y luche o esté alegre—, el instinto excitado tanteará cada una de estas situaciones. En la mayoría de los casos, no hallará nada a su gusto y habrá de esperar y continuar sediento. Si pasa algún tiempo, se debilitará; y si no es satisfecho en el plazo de unos días o de unos meses, se secará como una planta a la que le falta agua.

Esta crueldad del azar quedaría tal vez de manifiesto con colores más vivos, si todos los instintos exigieran ser satisfechos con tanta urgencia como el hambre, que no se contenta con alimentos vistos en sueños; pero la mayoría de los instintos, sobre todo los llamados «morales», se satisfacen así, si es que cabe suponer que los ensueños pueden servir para compensar de algún modo la falta accidental de alimento durante el día. ¿Por qué el ensueño de ayer estuvo impregnado de ternura y de lágrimas, el de anteayer resultó agradable y fantasioso, y otros, más lejanos aún, fueron aventureros y llenos de ansiosas búsquedas? ¿A qué se debe que en este ensueño disfrute de las bellezas inefables de la música y en aquel otro vuele y me eleve por encima de las más altas cumbres, con la voluptuosidad del águila? Estas fantasías en las que se descargan y se ejercitan nuestros instintos de ternura, de ironía o de excentricidad, nuestras ansias de música o de elevación (y cada uno de nosotros podría poner ejemplos más elocuentes) son las interpretaciones de nuestras excitaciones nerviosas durante el sueño, interpretaciones muy libres y muy arbitrarias, de la circulación sanguínea, de la acción intestinal, de la presión de los brazos o de la ropa de la cama, del sonido de las campanas de una iglesia, del chirrido de una veleta, de los pasos de un noctámbulo y de otras cosas por el estilo. Si este texto que, por lo general, suele ser el mismo una noche que otra, recibe comentarios tan variados que hasta la razón creadora imagina, ayer u hoy, causas tan diferentes para las mismas excitaciones nerviosas, ello se debe a que el inspirador de esta razón es diferente hoy que ayer; ayer era un instinto el que quería satisfacerse, manifestarse, ejercitarse, aliviarse y descargarse; y hoy es otro.

La vida en estado de vigilia no posee la misma libertad de interpretación que la vida del ensueño; es menos poética, menos descontrolada; pero ¿he de decir que nuestros instintos, en estado de vigilia, no hacen tampoco otra cosa que interpretar las excitaciones nerviosas y determinar las causas de estas necesidades de los instintos? ¿He de añadir que no existe una diferencia esencial entre el estado de vigilia y el de ensueño; que incluso comparando grados de cultura muy diferentes, la libertad de interpretación que se ejerce en uno de tales grados no es inferior en nada a la libertad de interpretación en sueños del otro grado; que nuestras valoraciones y nuestros juicios morales no son más que imágenes y fantasías que encubren un proceso fisiológico desconocido para nosotros, una especie de lenguaje convencional con el que se designan determinadas excitaciones nerviosas; que todo lo que llamamos conciencia no es, en suma, sino el comentario más o menos fantástico de un texto desconocido, quizá incognoscible, pero presentido?

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