Aurora

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2. Fern

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FERN

Una tarde durante la primera semana del noveno mes del embarazo de Madre, mientras yo preparaba la cena y Jimmy luchaba con los deberes en la mesa de la cocina, oímos a Madre gritar. Corrimos a su dormitorio y la encontramos sujetándose el vientre.

—¿Qué sucede, Madre? —pregunté mientras el corazón me golpeaba—. ¡Madre! —Madre se asió de mi mano.

—Llama a una ambulancia —dijo con los dientes apretados. No teníamos teléfono en el apartamento y teníamos que utilizar el de pago de la esquina. Jimmy salió disparado.

—¿Se supone que esto es así, Madre? —le pregunté. Se limitó a mover la cabeza y lamentarse de nuevo, apretándome tanto que sus uñas se clavaron en mi piel y casi me hicieron sangrar. Se mordió el labio inferior. El dolor vino una vez y otra. La cara se le puso pálida, de un color amarillento enfermizo.

—El hospital va a enviar una ambulancia —anunció Jimmy después de regresar a toda velocidad.

—¿Llamaste a tu padre? —Madre le preguntó a Jimmy a través de sus dientes apretados. El dolor no cedía.

—No —replicó él—. Voy a hacerlo, Madre.

—Dile que vaya directamente al hospital —ordenó ella.

Pareció que la ambulancia se demoraba una eternidad en llegar. Pusieron a Madre en la camilla y la sacaron. Traté de apretarle la mano antes de que cerrasen la puerta pero el enfermero me obligó a retirarme. Jimmy se quedó en pie a mi lado con las manos sobre las caderas y los hombros moviéndosele con una respiración honda y profunda.

El cielo estaba amenazadoramente oscuro y había comenzado a llover con una lluvia más fuerte y más fría de la que habíamos estado teniendo. La oscuridad dejó caer sobre mí una sensación de helor y temblé abrazándome, mientras los enfermeros entraban en la ambulancia y ésta se alejaba.

—Vámonos —dijo Jimmy—. Cogeremos el autobús en la calle Main.

Me cogió de la mano y salimos corriendo. Cuando nos bajamos del autobús en el hospital, fuimos directamente a la sala de urgencias y encontramos a Padre hablando con un médico alto, de pelo castaño oscuro y ojos verdes, fríos y severos. Les alcanzamos a tiempo para oír decir al médico:

—La criatura está mal colocada y necesitamos operar a su esposa. No podemos esperar mucho más. Sígame para firmar unos papeles y lo haremos en seguida, señor.

Jimmy y yo contemplamos cómo Padre se iba con el médico y nos sentamos en un banco en el corredor.

—Es algo estúpido —murmuró Jimmy de repente—. Es estúpido tener un bebé ahora.

—No digas eso, Jimmy —le reprendí. Sus palabras habían hecho que mis propios temores cayesen como olas sobre mí.

—Pues yo no quiero un bebé que amenaza la vida de Madre y tampoco quiero un bebé que va a volver aún más miserables nuestras vidas —dijo cortante, pero no comentó nada más al volver Padre.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí sentados esperando antes de que el médico finalmente apareciese de nuevo, pero Jimmy se había dormido apoyado sobre mí. Tan pronto como el médico estuvo delante, nos erguimos, los ojos de Jimmy se abrieron y examinó la expresión del médico con la misma angustia que yo.

—Felicidades, señor Longchamp —dijo el médico—. Tiene usted una hija que pesa tres kilos y medio. Extendió la mano y Padre estrechó la suya.

—¡Pues soy un tío afortunado! ¿Y cómo está mi esposa?

—La tenemos en recuperación. Lo ha pasado mal, señor Longchamp. Tiene un poco de anemia y va a necesitar fortalecerse.

—Gracias, doctor. Muchas gracias —replicó Padre aún dándole la mano. Los labios del doctor sonrieron aunque la sonrisa no llegó a sus ojos.

Luego subimos a la Maternidad y los tres contemplamos una pequeña carita sonrosada, envuelta en una manta blanca. El bebé Longchamp tenía los dedos encogidos. No parecían mucho más grandes que los de mi primera muñeca. Tenía el pelo negro del mismo color e igual de abundante que Jimmy y Madre y ni una sola peca. Eso fue una desilusión.

A Madre le llevó más tiempo del que pensábamos volver a estar normal después de su regreso a casa. Su estado de debilidad que la había hecho propensa a acatarrarse y una profunda tos bronquial le impidieron dar el pecho al bebé como había planeado, así que tuvimos otro gasto más: la leche del bebé.

A pesar de las dificultades que trajo la llegada de Fern, yo no podía menos que sentirme fascinada por mi pequeña hermanita. Observaba cómo iba descubriendo sus propias manos, estudiando sus dedos. Sus ojos oscuros, los ojos de Madre, brillaban con cada uno de sus descubrimientos. Pronto pudo agarrar mi dedo con su pequeño puño y sujetarlo. Cada vez que lo hacía, yo veía que luchaba por erguirse. Se quejaba como si fuese una señora mayor, haciéndome reír.

Su pelusa negra se hizo cada vez más y más larga. Yo le peinaba los mechones por detrás y a los lados de su cabeza, midiendo su largo hasta que alcanzaron el borde de sus orejas y la mitad de su cuello. Al poco tiempo se empezó a estirar con firmeza, empujando sus piernas y manteniéndolas rectas. Su voz se hizo más fuerte y aguda, lo que indicaba que tenía hambre, todos lo sabíamos.

Como Madre todavía no estaba demasiado fuerte, tenía que levantarme por la noche para alimentar a Fern. Jimmy se quejaba mucho, se echaba la manta por encima de la cabeza y gemía, especialmente cuando yo encendía las luces. Amenazaba con irse a dormir a la bañera.

Padre habitualmente estaba malhumorado por las mañanas a causa de su falta de sueño y al continuar las noches sin dormir, su cara empezó a adquirir un aspecto gris y poco saludable. Temprano, cada mañana, se sentaba pesadamente en su silla, agitando la cabeza como un hombre que no podía creer las tormentas que había vivido. Cuando estaba así, temía hablarle. Todo lo que él decía era triste y catastrófico. La mayor parte del tiempo, esto significaba que estaba pensando en trasladarse de nuevo.

Lo que me asustaba en lo más profundo del corazón era que pensara en mudarse sin nosotros. Aunque a veces me asustaba, quería a mi padre y anhelaba ver dedicada a mí una de sus raras sonrisas.

—Cuando la suerte te da la espalda —decía—, no hay nada más que hacer que cambiarla. Una rama que no se dobla, se rompe.

—Madre parece estar cada vez más delgada en lugar de más fuerte, Padre —susurré al servirle una taza de café una mañana temprano—. Y no quiere ir a ver al médico.

—Ya lo sé. —Agitó la cabeza.

Aspiré profundamente e hice una sugerencia que sabía que él no iba a querer aceptar.

—Quizá debiéramos vendernos las perlas, Padre.

Nuestra familia poseía una sola cosa de valor, una cosa que jamás se había utilizado como ayuda en los momentos difíciles. Un collar de perlas, de un blanco cremoso que me cortó la respiración la única vez que se me permitió tenerlas en las manos. Padre y Madre las consideraban sagradas. Jimmy se preguntaba, como yo, por qué nos aferrábamos a ellas tan tenazmente.

—El dinero que nos proporcionarían le daría a Madre la posibilidad de recuperarse totalmente —terminé diciendo débilmente.

Padre me lanzó una rápida mirada y negó con la cabeza.

—Tu madre prefiere morirse antes que vender esas perlas. Es todo lo que tenemos que nos liga, que te liga, a la familia.

Qué confuso era todo esto para mí. Ni Madre ni Padre deseaban regresar a sus granjas familiares en Georgia para visitar a sus parientes, y sin embargo las perlas, porque eran todo lo que le recordaba su familia a Madre, eran tratadas como un objeto religioso. Se guardaban escondidas en el fondo de un cajón de la cómoda. Yo no recordaba que Madre las hubiese usado una sola vez.

Después de que Padre se fue, yo iba a volver a dormirme, pero cambié de idea pensando que eso sólo me haría sentir más cansada. Así pues, comencé a vestirme. Pensaba que Jimmy estaba profundamente dormido. El y yo compartíamos una vieja cómoda que Padre había comprado en una subasta en el campo. Estaba de su lado del sofá-cama. Me acerqué de puntillas y me quité el camisón. Después tiré de mi cajón con suavidad, buscando mi ropa interior a la tenue luz que se derramaba de la bombilla de la estufa, cuando la puerta de ésta quedaba abierta. Yo permanecía allí desnuda, tratando de decidir qué ponerme, que fuese lo bastante abrigado para lo que parecía que iba a ser otro día de frío glacial, cuando volviéndome ligeramente y con el rabillo del ojo, pesqué a Jimmy contemplándome.

Sabía que debía haberme cubierto rápidamente, pero él no notó que yo me había girado un poco y no pude menos de sentirme intrigada por el modo en que me estaba mirando. Su mirada recorría mi cuerpo de arriba y abajo, absorbiéndome lentamente. Levantó la mirada un poco más y me encontró observándole. Se acostó de espaldas rápidamente y fijó sus ojos en el techo. Rápidamente puse mi camisón sobre mi cuerpo, saqué lo que quería ponerme y atravesé la habitación a toda velocidad, metiéndome en el cuarto de baño para vestirme. No hablamos sobre ello, pero no podía sacar de mi mente la mirada de sus ojos.

En enero, Madre, que aún estaba delgada y débil, consiguió un empleo por horas, limpiando todos los viernes en casa de Mrs. Anderson. Los Anderson eran dueños de un pequeño colmado, a dos calles de distancia. Ocasionalmente, Mrs. Anderson le daba a Madre un buen pollo o un pequeño pavo. Un viernes por la tarde, Padre nos sorprendió a Jimmy y a mí al regresar mucho más temprano del trabajo.

—El viejo Stratton se vende el garaje —anunció—. El negocio está decayendo terriblemente con esos dos garajes que están edificando más grandes y más modernos a sólo unas pocas calles de distancia. La gente que compra el garaje no piensa conservarlo como tal. Quieren la propiedad para construir pisos.

«Ya empezamos otra vez —pensé—. Padre pierde el empleo y tenemos que trasladarnos». Cuando le conté a una de mis amigas, Patty Buttler, sobre nuestras muchas mudanzas, dijo que le parecía que sería divertido ir de un colegio a otro.

—No es divertido —le dije—. Siempre te sientes como si tuvieses la cara manchada de tomate o un gran lunar en la punta de la nariz el primer día que entras en una nueva clase. Todos los niños se vuelven a mirarte y mirarte, observando todos tus movimientos y escuchando tu voz. Una vez tuve una maestra que se molestó tanto porque había interrumpido su clase, que me hizo permanecer de pie delante de todos hasta que terminó la lección. Y todo el tiempo, los otros estudiantes no hacían más que mirarme desorbitadamente. Yo no sabía hacia dónde mirar. Fue tan embarazoso —le expliqué, pero sabía que Patty no comprendería lo verdaderamente duro que era entrar en un colegio nuevo y enfrentarte a caras nuevas tan a menudo. Ella había vivido en Richmond toda su vida. Yo ni siquiera podía imaginarme cómo podía ser eso: vivir en la misma casa y tener tu propia habitación desde que podías recordar, tener cerca parientes para consolarte y quererte, conocer a tus vecinos desde siempre y sentirte tan cercana a ellos que eran como de la familia. Me abracé a mí misma y deseé con todo mi corazón que un día pudiese vivir así. Pero sabía que eso nunca sucedería. Yo siempre sería una extraña.

Ahora Jimmy y yo nos miramos y nos volvimos hacia Padre, esperando que nos dijese que teníamos que empezar a hacer las maletas. Pero en lugar de tener un aspecto amargado, repentinamente, sonrió.

—¿Dónde está vuestra madre? —preguntó.

—No ha regresado aún del trabajo, Padre —contesté.

—Bueno, hoy es el último día que va a trabajar en casa de otra gente —comentó. Miró el apartamento y asintió—. La última vez —repitió.

Miré rápidamente a Jimmy, que estaba tan asombrado como yo.

—¿Por qué?

—¿Qué sucede? —preguntó Jimmy.

—Tengo desde hoy un nuevo y mucho, mucho mejor empleo —dijo Padre.

—¿Vamos a quedarnos aquí, Padre? —pregunté.

—Sí. Y eso no es lo mejor. Vosotros vais a ir a uno de los mejores colegios del Sur y no nos va a costar nada —declaró él.

—¿Costamos? —preguntó Jimmy con la expresión de la cara confusa—. ¿Por qué había de costamos ir al colegio? Nunca nos ha costado nada antes, ¿verdad?

—No, hijo, pero eso es porque tú y tu hermana habéis estado asistiendo a escuelas públicas, pero ahora vais a ir a una escuela privada.

—¡Una escuela privada! —exclamé. No estaba muy segura, pero me parecía que eso significaba niños muy ricos cuyas familias tenían nombres ilustres y cuyos padres eran dueños de grandes posesiones con estupendas mansiones y ejércitos de sirvientes y cuyas madres eran las damas de sociedad, que salían retratadas en los bailes de caridad. Mi corazón empezó a latir fuertemente. Me sentí excitada pero también asustada por la idea. Cuando miré a Jimmy, vi que sus ojos se habían vuelto profundos y oscuros y llenos de sombras.

—¿Nosotros? ¿Ir nosotros a un colegio elegante en Richmond? —preguntó.

—Eso es, hijo. Vais a obtener esa educación gratis.

—Bien, ¿y por qué, Padre? —pregunté.

—Voy a ser el supervisor de mantenimiento allí y la educación gratis para mis hijos viene con el empleo —dijo orgullosamente.

—¿Cómo se llama el colegio? —pregunté yo, con el corazón aún latiéndome fuertemente.

—Emerson Peabody —respondió.

—¿Emerson Peabody? —Jimmy retorció la boca como si hubiera mordido una manzana amarga—. ¿Qué clase de nombre es ése para un colegio? No pienso ir a ningún colegio que se llame Emerson Peabody —dijo Jimmy, moviendo la cabeza y retrocediendo hacia el sofá—. Lo que no necesito es estar alrededor de un montón de malcriados niños ricos —añadió, dejándose caer pesadamente otra vez y cruzando los brazos sobre su pecho.

—Espera un momento, Jimmy. Vas a ir al colegio donde yo te diga. Esto es una verdadera oportunidad, algo muy caro de gratis.

—No me importa —contestó Jimmy desafiante, con los ojos relampagueantes.

—¿No te importa? Bien, pues irás. —Los ojos de Padre también lanzaban relámpagos y podía ver que estaba controlando su genio—. Os guste o no, ambos vais a recibir la mejor educación y todo, de gratis —repitió.

En ese momento, oímos la puerta exterior abriéndose y a Madre iniciando el camino por el corredor. Por el sonido de sus lentos y pesados pasos, supe que estaba exhausta. Una sensación de frío temor se apoderó de mi corazón cuando la oí hacer una pausa y tener uno de sus accesos de tos. Corrí hacia la entrada y la vi apoyándose contra la pared.

¡Madre! —grité.

—Estoy bien, estoy bien —me tranquilizó Madre extendiendo una mano hacia mí—. Sólo un poco de ahogo durante un momento —explicó.

—¿Estás segura de que estás bien, Sally Jean? —le preguntó Padre, su cara con una expresión de absoluta preocupación.

—Estoy bien, estoy bien. No había mucho trabajo. Mrs. Anderson tuvo la visita de un grupo de amigas mayores, eso es todo. No ensuciaron casi nada. ¿Y bien? —dijo, viéndonos a todos a su alrededor contemplándola—. ¿Por qué estáis todos ahí de pie con ese aspecto?

—Tengo noticias, Sally Jean —sonrió Padre.

Los ojos de Madre comenzaron a iluminarse.

—¿Qué clase de noticias?

—Un nuevo empleo —contestó él y se lo explicó todo.

Ella tuvo que sentarse en una silla de la cocina para recuperar el resuello, pero esta vez era por la excitación.

—¡Ay! Niños —exclamó—. ¿No os parece fantástico? Es el mejor regalo que podían hacernos.

—Sí, Madre —le contesté, pero Jimmy se quedó mirando al suelo.

—¿Por qué está Jimmy de tan mal humor? —preguntó Madre.

—No quiere ir al Emerson Peabody —le expliqué.

—¡No es sitio para nosotros, Madre! —exclamó Jimmy. Repentinamente me sentí tan furiosa con Jimmy, que hubiese querido darle gritos o pegarle. Madre había estado tan feliz que por unos instantes había parecido la de antes y ahora estaba de nuevo triste. Creo que él se dio cuenta porque respirando profundamente, suspiró.

—Pero supongo que no importa a qué colegio vaya.

—No te hagas de menos, Jimmy. Todavía les vas a enseñar algunas cosas a esos chicos ricos.

Esa noche me costó dormirme. Estuve mirando en la oscuridad hasta que mis ojos se adaptaron y pude distinguir vagamente la cara de Jimmy: con su boca dura, generalmente orgullosa y la expresión de sus ojos, se habían suavizado, ahora que estaban ocultos por la oscuridad.

—No te preocupes por los chicos ricos, Jimmy —murmuré, sabiendo que estaba despierto a mi lado—. El que sean ricos no quiere decir que sean mejores que nosotros.

—Nunca he dicho eso —aclaró—. Pero conozco a los chicos ricos. Se creen que por ser ricos son mejores.

—¿No crees que habrá por lo menos unos pocos con los que podamos hacer amistad? —pregunté, con mis temores finalmente estallando a la par que los de él.

—Seguro. Todos los estudiantes del Emerson Peabody están deseando hacerse amigos de los chicos Longchamp.

Sabía que Jimmy debía sentirse muy preocupado porque, normalmente, trataba de protegerme de mis propias preocupaciones.

En lo más profundo de mí, deseé y esperé que Padre no estuviera tratando de ir demasiado lejos ni demasiado bruscamente.

Poco más de una semana después, Jimmy y yo teníamos que empezar las clases en nuestro nuevo colegio. La noche antes, escogí el mejor vestido que tenía: un traje de algodón azul turquesa con mangas tres cuartos. Estaba un poco arrugado, de manera que lo planché y traté de quitarle una mancha que nunca había visto en el cuello.

—¿Por qué te preocupas tanto de lo que te vas a poner? —preguntó Jimmy—. Yo voy a usar mi mono y mi camiseta blanca, como siempre.

—Oh, Jimmy —supliqué—. Sólo por el día de mañana, ponte los pantalones buenos y la camisa de vestir.

—No voy a hacer nada especial por nadie.

—No es hacer nada especial el tratar de ir bien arreglado el primer día que vas a un colegio, Jimmy. ¿Lo podrías hacer sólo por esta vez? ¿Por Padre? ¿Por mí? —añadí.

—Sólo es una pérdida de tiempo —dijo, pero supe que lo haría.

Como de costumbre, estaba tan nerviosa por ir a un colegio nuevo y por conocer a nuevos amigos, que me costó muchísimo dormir y lo pasé peor al despertarme temprano. Jimmy odiaba levantarse temprano y ahora se tenía que levantar y arreglar mucho antes porque el colegio estaba en otra parte de la ciudad y teníamos que ir con Padre. Era todavía oscuro cuando me levanté de la cama. Por supuesto, Jimmy sólo se quejó y se puso la almohada sobre la cabeza cuando le di unos golpecitos en el hombro y encendí las luces.

—Vamos, Jimmy. No lo hagas más difícil de lo que es —le urgí. Yo pasé por el cuarto de baño y estaba haciendo el café antes de que Padre saliera de su dormitorio. Fue el siguiente en arreglarse y entonces los dos importunamos a Jimmy hasta que se levantó pareciendo un sonámbulo y se abrió paso hasta el cuarto de baño.

Cuando nos marchamos para el colegio, la ciudad tenía un aspecto pacífico. El sol acababa de salir y algunos de sus rayos se reflejaban en los escaparates de las tiendas. Pronto estuvimos en un barrio mucho mejor de Richmond. Las casas eran más grandes y las calles estaban más limpias. Padre hizo unos cuantos giros y de repente la ciudad pareció desaparecer completamente. Íbamos por un camino de campo con granjas y pastos. Y entonces, como por arte de magia, apareció Emerson Peabody ante nosotros.

No parecía un colegio. No estaba construido de fríos ladrillos ni el cemento estaba pintado de un feo naranja o amarillo. En su lugar, había una estructura alta y blanca que me recordaba a uno de los museos de Washington D. C. Tenía una gran extensión de terreno alrededor con setos marcando el camino y árboles por todos lados. Vi un pequeño estanque hacia la derecha. Pero era el edificio mismo lo que más impresionaba.

La entrada principal parecía la de una gran mansión. Tenía largos y anchos escalones que conducían a las columnas y al pórtico, sobre el que estaban grabadas las palabras Emerson Peabody. Aunque había un espacio para aparcar en el frente, Padre condujo hacia la parte trasera del edificio, donde aparcaban los empleados.

Cuando doblamos la esquina, vimos los campos de deportes: un campo de fútbol, de béisbol, pistas de tenis y una piscina de tamaño olímpico. Jimmy silbó entre los dientes.

—¿Esto es un colegio o un hotel? —preguntó.

Padre aparcó en su plaza de aparcamiento y apagó el motor. Se volvió hacia nosotros, con la cara sombría.

—El director es una señora —dijo—. Se llama Mrs. Turnbell y quiere conocer y hablar con todos los alumnos nuevos que vienen aquí. Ella también llega temprano y os está esperando en su oficina.

—¿Cómo es, Padre? —pregunté.

—Bien, tiene los ojos verdes como pepinos que te clava cuando te habla. Mide un metro y medio, yo diría, pero es dura, dura como la carne de oso cruda. Es una de ésas que tienen sangre azul cuya familia se remonta a la Guerra de Independencia. Tengo que acompañaros arriba antes de empezar a trabajar —indicó Padre.

Seguimos a Padre a través de la entrada trasera que nos condujo a una pequeña escalera que llevaba al corredor principal del colegio. Los corredores estaban inmaculados. Ni una línea de graffitis en las paredes. La luz del sol penetraba a través de una ventana en la esquina haciendo brillar el suelo.

—Limpio y reluciente, ¿verdad? —comentó Padre—. Ésa es mi responsabilidad —añadió orgullosamente.

Mientras caminábamos por el corredor, contemplamos las clases. Eran mucho más pequeñas que las que habíamos visto, pero los pupitres se veían grandes y nuevos. En una de las habitaciones, vi una mujer joven de pelo castaño oscuro que preparaba algo en la pizarra para su clase que pronto llegaría. Al pasar por delante, nos miró y nos sonrió.

Padre se detuvo frente a una puerta con un letrero que tenía escrita la palabra Director. Rápidamente se alisó los lados del pelo con las palmas de sus manos y abrió la puerta. Entramos a una agradable oficina externa que tenía un pequeño mostrador mirando hacia la puerta. Había un pequeño sofá de cuero negro a la derecha y una pequeña mesa de madera delante de éste, con un montón de revistas apiladas ordenadamente. Pensé que parecía mucho más la antesala de un médico que la de un director de un colegio.

Apareció una mujer alta y delgada, con gafas del mayor grosor. Su apagado cabello castaño claro estaba cortado justo debajo de sus orejas.

—Mr. Longchamp, Mrs. Turnbell ha estado esperando —dijo.

Sin el menor gesto amistoso, la mujer alta abrió la puerta del mostrador y se echó atrás para permitirnos pasar hacia la segunda puerta, la oficina interior de Mrs. Turnbell. Llamó suavemente a la puerta y la abrió sólo lo suficiente para asomarse.

—Los niños Longchamp están aquí, Mrs. Turnbell —indicó.

Oímos una voz delgada y aguda que decía:

—Hágalos pasar.

La mujer alta se apartó y entramos detrás de Padre. Mrs. Turnbell, que llevaba un traje chaqueta azul oscuro y una blusa blanca, se levantó detrás de su mesa. Tenía el pelo blanquiazul sujeto en un apretado moño detrás de la cabeza, con los mechones de los lados tan apretados que le estiraban los ojos, que eran de un color verde penetrante, como había dicho Padre. No llevaba nada de maquillaje, ni siquiera una sombra de pintura de labios. Tenía el cutis aún más claro que el mío, con la piel tan delgada, que podía ver las diminutas venitas que se entrecruzaban en sus sienes.

—Éstos son mis hijos, Mrs. Turnbell —le indicó Padre.

—Me lo imagino, Mr. Longchamp. Llegan con retraso. Usted sabe que los otros niños llegarán en breve.

—Bien, hemos llegado tan pronto como pudimos, señora. Yo…

—No importa. Siéntense, por favor —nos dijo indicando las sillas delante de su mesa. Padre permaneció un poco apartado, cruzando los brazos sobre su pecho. Cuando le miré, vi una fría intensidad en sus ojos. Estaba conteniendo su genio.

—¿Debo quedarme? —preguntó.

—Por supuesto, Mr. Longchamp. Me gusta que los padres estén presentes cuando explico a los estudiantes la filosofía del colegio Emerson Peabody, de manera que todo el mundo comprenda bien. Esperaba que su madre hubiera podido venir también —nos dijo.

Jimmy le devolvió la mirada. Podía sentir la tensión en su cuerpo.

—Madre no se siente lo bastante bien todavía, señora —dije—. Y tenemos una hermana pequeña de la que se tiene que ocupar.

—Sí. Aunque así sea —dijo Mrs. Turnbell y se sentó—, espero que le transmitan todo lo que les digo igualmente. Entonces —dijo contemplando alguno de los papeles que tenía en su mesa. Todo en la mesa estaba ordenado—, ¿su nombre es Dawn?

—Sí, señora.

—Dawn —repitió y moviendo la cabeza miró a Padre—. ¿Es ése el nombre de pila completo de la niña?

—Sí, señora.

—Muy bien y ¿usted es James?

—Jimmy —la corrigió Jimmy.

—No utilizamos apodos aquí, James. —Cruzó las manos y se inclinó hacia nosotros, fijando la mirada en Jimmy—. Este tipo de cosas puede haber sido tolerado en otros colegios a los que han asistido, colegios públicos —dijo, haciendo sonar la palabra público como si fuera un taco—, pero ésta es una escuela especial. Nuestros estudiantes forman parte de las mejores familias del Sur, hijos e hijas de gente con patrimonio y posición. Los nombres son respetados. Los nombres son importantes, tan importantes como cualquier otra cosa.

»Voy a ir directa al grano. Sé que ustedes no han tenido la misma educación y ventajas que el resto de nuestros alumnos. Y me imagino que les tomará un poco más de tiempo el adaptarse. Sin embargo, espero que dentro de muy poco, ustedes dos, se adaptarán y se comportarán, como se supone que han de comportarse unos alumnos del Emerson Peabody.

»Se dirigirán a sus maestros llamándoles señor o señora. Vendrán ustedes al colegio correctamente vestidos y limpios. Nunca discutan una orden. Aquí tengo una copia de nuestro reglamento y espero que ambos lo lean y se lo aprendan de memoria.

Se volvió hacia Jimmy.

—No toleramos lenguaje soez, peleas o faltas de respeto en cualquier forma o estilo. Esperamos que los alumnos se traten unos a otros con respeto igualmente. Nos desagrada la falta de puntualidad y la pérdida de tiempo y no estamos dispuestos a soportar ningún tipo de vandalismo cuando se trata de nuestro hermoso edificio.

»Pronto se darán ustedes cuenta de lo muy especial que es el Emerson Peabody y verán lo afortunados que son de estar aquí. Y con esto llego a mi punto final: en cierto sentido son ustedes dos huéspedes. El resto del alumnado paga una enorme mensualidad para poder asistir al Emerson Peabody. La Junta de Regentes ha hecho posible que ustedes dos asistan, gracias a su padre. Por lo tanto tienen ustedes una especial responsabilidad de comportarse correctamente y ser un prestigio para nuestro colegio. ¿Me han comprendido?

—Sí, señora —contesté rápidamente. Jimmy la miró desafiante. Contuve la respiración, deseando que no dijese nada desagradable.

—¿James?

—He comprendido —contestó él en tono sombrío.

—Muy bien —contestó ella y se apoyó en el respaldo—. Mr. Longchamp, puede usted continuar con sus deberes. Ustedes dos irán a ver a Miss Jackson que les proveerá con los programas de sus clases y les asignará un taquillera a cada uno. —Se puso en pie abruptamente y Jimmy y yo hicimos lo mismo. Nos miró un momento más y después asintió. Padre salió el primero.

—James —llamó en el momento en que llegábamos a la puerta. Él y yo regresamos—Sería agradable si se limpiara los zapatos. Acuérdese que a menudo se nos juzga por nuestra apariencia. —Jimmy no contestó. Salió delante de mí.

—Yo trataré de que lo haga, señora —dije. Ella asintió y yo cerré la puerta detrás de mí.

—Tengo que irme a trabajar —dijo Padre y entonces dejó la oficina rápidamente.

—Bien —comentó Jimmy—. Bienvenidos al Emerson Peabody. ¿Aún crees que va a ser «miel sobre hojuelas»?

Tragué con fuerza. Me latía el corazón.

—Apuesto que es igual con todos los alumnos nuevos, Jimmy.

—¿Jimmy? ¿No oíste bien? Soy James —dijo con un acento afectado. Entonces movió la cabeza—. ¡La que nos espera!

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