Aurora

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8. Padre… ¿Un secuestrador?

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PADRE… ¿UN SECUESTRADOR?

Helada de pánico, permanecí sola, sentada en una pequeña habitación sin ventanas de la Comisaría. No podía dejar de temblar. De vez en cuando mis dientes castañeteaban. Me crucé de brazos y miré alrededor, examinando la habitación. Las paredes eran de un color beige desteñido y había feos rasponazos en la parte inferior de la puerta. Parecía como si alguien le hubiese estado dando patadas para tratar de salir. El cuarto estaba iluminado por una única bombilla, colocada en un casquillo de metal gris que colgaba al final de una cadena en el centro de la habitación. La bombilla daba un pálido reflejo blanco sobre la ligera mesa de metal, baja y rectangular, y sobre unas sillas.

La Policía nos había traído a todos en dos coches: Padre en uno y Jimmy, Fern y yo en el otro, pero una vez que llegamos, nos separaron a todos. Jimmy y yo estábamos seguros de que todo esto era una terrible equivocación, que pronto se darían cuenta y nos devolverían a casa; pero ésta era la primera vez que yo había estado en una Comisaría y nunca había sentido tanto miedo.

Finalmente la puerta se abrió y entró una mujer policía, baja y gordita. Llevaba la chaqueta del uniforme con una falda azul oscuro, una blusa blanca y una corbata también azul oscuro. Llevaba corto el pelo castaño rojizo y tenía cejas espesas. Tenía los párpados caídos como si estuviera soñolienta. Llevaba una libreta de notas bajo el brazo y dio la vuelta hasta el otro lado de la mesa. Se sentó, puso la libreta sobre la mesa y me miró sin sonreír.

—Soy el agente Cárter —me dijo.

—¿Dónde están mi hermanita y mi hermano? —pregunté. No me importaba quién era ella—. También quiero ver a mi padre —añadí—. ¿Por qué nos han puesto a todos en habitaciones separadas?

—Tu padre, como tú le llamas, está en otra habitación siendo interrogado y acusado de secuestro —me contestó tajante. Se inclinó hacia delante poniendo ambos brazos sobre la mesa—. Voy a completar la investigación, Dawn. Tengo que hacerte algunas preguntas.

—No quiero contestar preguntas. Quiero ver a mi hermanita y a mi hermano —repetí petulante. No me gustaba y no iba a fingir lo contrario.

—Sin embargo, tendrás que cooperar —proclamó. Se enderezó rápida en su silla echando hacia atrás los hombros.

—¡Todo es una equivocación! —exclamé—. Mi padre no me ha secuestrado. He estado con mi padre y mi madre desde siempre. ¡Hasta me contaron cómo había nacido y cómo era de bebé! —exclamé. ¿Cómo podía esta mujer ser tan estúpida? ¿Cómo podía toda esta gente cometer un error tan terrible y no darse cuenta?

—Te secuestraron siendo un bebé —me dijo y miró su libreta—. Hace quince años, un mes y dos días.

—¿Quince años? —comencé a sonreír—. Todavía no he cumplido los quince años. Mi cumpleaños no es hasta el diez de julio, así es que…

—Naciste en el mes de mayo. Lo cambiaron para encubrir en parte su delito —me explicó con tanta indiferencia que me heló la sangre. Respiré hondo y moví la cabeza. ¿Ya tenía quince años? No, no era posible. No podía ser verdad.

—Pero si nací en una carretera —dije mientras las lágrimas me quemaban los ojos—. Madre me lo había explicado cientos de veces. Fue algo inesperado y nací en la parte de atrás de un camión. Había pájaros y…

—Naciste en un hospital en la Playa de Virginia. —Miró de nuevo su libreta—. Pesabas tres kilos seiscientos gramos.

Hice un gesto con la cabeza.

—Tengo que confirmar una cosa —dijo—. Haz el favor de desabrocharte la blusa y bajártela un poco.

—¿Qué?

—Nadie va a entrar. Saben por qué estoy aquí. Por favor —repitió—, si no cooperas —añadió al ver que yo no me movía—, sólo harás las cosas más difíciles para todos, incluidos Jimmy y el bebé. Tienen que permanecer aquí hasta que esta investigación haya terminado.

Bajé la cabeza. Las lágrimas se me escapaban ahora haciendo zigzag por mis mejillas.

—Desabróchate la blusa y bájatela —me ordenó.

—¿Por qué? —la miré restregándome las lágrimas con mis pequeños puños.

—Hay una marca de nacimiento justo debajo de tu hombro izquierdo. ¿No es verdad?

La contemplé mientras una ola fría me envolvía, corriendo por mi cuerpo y convirtiéndome en una estatua de hielo.

—Sí —contesté con una voz apenas audible.

—Por favor. Tengo que confirmar eso. —Se puso de pie y dio la vuelta a la mesa.

Mis dedos estaban fríos y rígidos y demasiado torpes para manipular los botones de la blusa. Me fallaban una vez y otra.

—¿Puedo ayudarte? —me ofreció.

—¡No! —contesté violenta y conseguí abrirme la blusa. Entonces la bajé por mis hombros lentamente, cerrando los ojos. Sollocé y sollocé. Tuve un sobresalto cuando me puso el dedo sobre la marca de nacimiento.

—Muchas gracias —me dijo—. Ya puedes abrocharte la blusa otra vez. —Regresó a su asiento—. Tenemos que comparar las plantas de los pies… sólo para terminar la confirmación, pero Ormand Longchamp de todos modos ha confesado.

¡No! —grité. Metí la cara entre las manos—. No creo nada de esto. ¡No puedo creerlo!

—Estoy segura de que es un golpe para ti, pero vas a tener que creerlo —me dijo firmemente.

—¿Cómo sucedió todo esto? —pregunté—. ¿Cómo… por qué?

—¿Cómo? —Se encogió de hombros y miró en su libreta—. Hace quince años, Ormand Longchamp y su mujer trabajaban en un lugar de veraneo en la Playa de Virginia. Sally Jean era camarera y Ormand estaba encargado del mantenimiento en ese hotel. Poco después de que te trajesen a casa desde el hospital, Ormand —aquí consultó su libreta de nuevo— y Sally Jean Longchamp te secuestraron junto con una considerable cantidad de joyas.

—¡No serían capaces de hacer una cosa así! —gemí a través de mis lágrimas.

Nuevamente se encogió de hombros, su cara pálida permanecía indiferente y sus ojos no reflejaban ninguna emoción, como si hubiese visto este caso una vez y otra y estuviera acostumbrada.

—No… no… no… —Estoy en medio de una pesadilla, me dije a mí misma. Pronto terminará y me despertaré en mi cama en nuestro apartamento. Oiré a Fern moviéndose en su cuna y me levantaré para asegurarme de que está cómoda y caliente. Quizá le echaré una mirada a Jimmy y veré la silueta de su cabeza en la oscuridad durmiendo profundamente en el sofá. Voy a contar hasta diez muy despacio, me dije y cuando abra los ojos… uno… dos…

—Dawn.

—Tres… cuatro… cinco…

—Dawn, abre los ojos y mírame.

—Seis… siete…

—Se supone que he de prepararte para que regreses ahora con tu verdadera familia. Dentro de poco saldremos para la estación y…

—Ocho… nueve…

—Subiremos a un coche de la Policía.

—¡Diez!

Abrí los ojos y la luz intensa e hiriente quemó todas mis esperanzas, mis ruegos, mis sueños. La realidad se precipitó atronadora sobre mí.

¡No! ¡Padre! —grité. Me puse de pie.

—Dawn, siéntate.

—¡Quiero ver a mi Padre! ¡Quiero ver a Padre! —Siéntate ahora mismo.

—¡Padre! —grité nuevamente. Me rodeó con sus brazos, sujetando los míos a los lados y obligándome a sentarme en la silla.

—Si no terminas con esto, te haré poner una camisa de fuerza y te entregaré así. ¿Te enteras? —me amenazó.

La puerta se abrió y entraron dos policías.

—¿Necesita ayuda? —preguntó uno de ellos.

Los miré con ojos llenos de ira, terror y frustración. El joven parecía compasivo. Tenía el pelo rubio y ojos azules que me recordaron a Philip.

—Vamos —dijo—. Tómatelo con calma, cariño.

—Esto está controlado —replicó el agente Cárter. Ella no aflojó la presión de sus brazos pero yo dejé que los míos se relajasen.

—¡Y tanto! Parece que está haciendo una magnífica labor —dijo el joven.

Ella me soltó y se irguió.

—¿Quiere usted hacerse cargo de esto, Dickens? —le preguntó al joven.

Yo respiré hondo y ahogué mis sollozos. Mis hombros se agitaban mientras aspiraba el aire. El joven me contempló con sus suaves ojos azules.

—Es un mal trago para una chiquilla de esta edad. Debe de tener la misma edad de mi hermana.

—¡Caramba! —dijo el agente Cárter—. Un asistente social disfrazado.

—Estaremos ahí fuera cuando esté lista —dijo el guardia Dickens.

—Ya te dije —me insistió el agente Carter— que si no cooperas, lo único que lograrás es prolongar las dificultades, sobre todo para tu hermanastro y hermanastra. Ahora dime, ¿vas a portarte bien o tengo que dejarte aquí unas cuantas horas para pensarlo?

—Quiero irme a casa —gemí.

—Te irás a casa. Tu verdadera casa y tus verdaderos padres.

Negué con la cabeza.

—Ahora tengo que ver las plantas de tus pies —me dijo—. Quítate los calcetines y los zapatos.

Me apoyé en el respaldo y cerré los ojos.

—¡Maldita sea! —la oí decir y un momento después sentí que me quitaba los zapatos. No me resistí ni tampoco abrí los ojos. Estaba decidida a mantenerlos cerrados hasta que todo esto hubiese terminado.

Un poco después, cuando todo acabó, los dos policías que habían estado esperando fuera, regresaron y permanecieron en pie mientras el agente Cárter terminaba su informe. Levantó la vista de su libreta.

—El capitán quiere que nos pongamos en camino —anunció el guardia Dickens.

—Magnífico —contestó el agente Cárter—. ¿Quieres ir al cuarto de baño, Dawn? Éste es el momento.

—¿A dónde iremos? —pregunté con una voz que parecía escapárseme. Me sentía como si estuviese flotando. Estaba atontada, sin saber ni el tiempo, ni el lugar. Hasta se me había olvidado mi nombre.

—Vas a tu casa, a tu verdadera familia —me contestó.

—Vamos, cariño —dijo el guardia Dickens, cogiéndome suavemente por el brazo y ayudándome a ponerme de pie—. Anda, vete al baño y lávate la cara. Tienes las mejillas tiznadas de llorar y sé que cuando te hayas limpiado, te sentirás mejor.

Observé su cálida sonrisa y sus ojos bondadosos. ¿Dónde estaba Padre? ¿Dónde estaba Jimmy? Quería tener a Fern en mis brazos y besar sus mejillas gorditas hasta dejárselas rojas. Nunca más me quejaría de sus lloros y lamentos. En realidad deseaba oír sus lamentos. Quería oírla diciéndome: «Sube, Dawn, sube» y verla tirándome sus bracitos.

—Por aquí, cariño —dijo el guardia. Me indicó en qué dirección estaba el cuarto de baño. Me lavé la cara. El agua fría sobre mis mejillas devolvió un poco de mi energía y conciencia. Después de haber pasado por el cuarto de baño, salí y miré a los policías expectante.

Repentinamente otra puerta del corredor se abrió y vi a Padre sentado en una silla, con la cabeza caída sobre el pecho.

—¡Padre! —chillé y corrí hacia la puerta abierta. Padre levantó la cabeza y me miró con ojos sin expresión. Era como si estuviese hipnotizado y no me viera allí.

—Padre, diles que no es verdad, diles que todo ha sido una horrible equivocación.

Empezó a hablarme, pero movió la cabeza y miró hacia abajo.

—¡Padre! —grité nuevamente, al sentir las manos de alguien sobre mis hombros—. ¡Por favor, no permitas que se nos lleven a todos!

¿Por qué no estaba haciendo nada? ¿Por qué no mostraba algo de su genio y fuerza? ¿Cómo permitía que esto continuara?

—Vamos, Dawn —oí decir a alguien detrás mío. La puerta de la habitación donde estaba Padre empezó a cerrarse. Alzó los ojos y me miró.

—Lo siento, cariño —dijo muy bajito—. Lo siento tanto.

Después la puerta se cerró.

—¿Que lo sientes? —Me solté de las manos que sujetaban mis hombros y golpeé la puerta—. ¿Que lo sientes? ¿Padre? ¡Tú no has hecho lo que ellos dicen!

La presión sobre mis hombros se hizo más firme esta vez. El guardia Dickens me hizo retroceder.

—Vámonos, Dawn. Tienes que salir de aquí.

Me volví y le miré a la cara mientras las lágrimas rodaban por la mía.

—¿Por qué no me ayudó? ¿Por qué se quedó sentado ahí? —pregunté.

—Porque es culpable, cariño. Lo siento. Ahora tienes que irte. Vámonos.

Mire una vez más hacia atrás a la puerta cerrada. Me parecía que tenía un hueco en el pecho donde había estado mi corazón. La garganta me dolía y las rodillas me temblaban. El guardia Dickens prácticamente tuvo que llevarme hasta la puerta de la Comisaría donde el agente Cárter estaba esperando con mi maletita.

—Puse en esta maleta todo lo que creí que era tuyo —explicó—. No pareció ser mucho.

Me quedé mirándola. Mi pequeña maleta que yo siempre había arreglado con tanto cuidado para que cupiese todo lo mío, en nuestros frecuentes viajes de un mundo a otro. De repente, el pánico se apoderó de mí. Me puse de rodillas y abrí la maleta buscando el pequeño compartimento. Cuando mis dedos encontraron el retrato de Madre, respiré con alivio. Cogiéndolo con ambas manos lo apreté sobre mi pecho. Luego me puse en pie. De nuevo me hicieron ir hacia delante.

—Espere —dije deteniéndome—. ¿Dónde está Jimmy?

—Ya se lo han llevado a un hogar para niños descarriados hasta que alguien lo adopte —me explicó el agente Cárter.

—¿Adoptado? ¿Quién va a adoptarlo? —pregunté frenética.

—Alguna familia que quiera adoptarlo —contestó ella.

—¿Y Fern? —pregunté sin poder respirar.

—Lo mismo. Vámonos. Tenemos un largo viaje por delante.

Jimmy y la pequeña Fern tienen que haberse sentido muy asustados sin saber lo que les esperaba. ¿Habría sido todo culpa mía? Fern había estado llamando a su madre y ahora estaría llamándome a mí.

—¿Pero cuándo podré verlos? ¿Cómo los veré? —Miré al guardia Dickens. Éste negó con la cabeza—. Jimmy… Fern… tengo que verlos… por favor.

—Es demasiado tarde. Ya se han ido —contestó con suavidad el guardia Dickens. Meneé la cabeza. El agente Cárter me llevó hacia el coche de la Policía que nos aguardaba. El guardia Dickens le quitó mi maletita y la puso en el maletero del coche. Después se puso tras el volante rápidamente, mientras el otro policía nos abría la puerta trasera a mí y al agente Cárter. No dijo nada.

El agente Cárter me indicó el asiento de atrás. Entre ese asiento y el de delante había una reja de metal y las puertas no podían abrirse desde dentro. No podía salir hasta que alguien abriese las puertas. Era como un criminal que estaba siendo transportado de una cárcel a otra. El agente Cárter estaba a mi derecha y el segundo policía a mi izquierda.

La velocidad en que estaba ocurriendo todo me dejó mareada. No comencé a llorar de nuevo hasta que el coche patrulla se lanzó a toda velocidad y me di cuenta de que verdaderamente Padre, Jimmy y Fern habían desaparecido y yo me encontraba sola mientras me llevaban a otra familia y otra vida. Me sentí sobrecogida de pánico cuando comprendí lo que iba a suceder. ¿Cuándo volvería a ver de nuevo a Padre, o a Jimmy, o a la pequeña Fern?

—Esto no es justo —murmuré—. No es justo. —El agente Cárter me oyó.

—Imagínate cómo tuvieron que haberse sentido tus verdaderos padres cuando descubrieron que habías desaparecido, que sus empleados habían huido llevándote con ellos. ¿Te parece que eso fue justo?

Me quedé mirándola y negué con la cabeza.

—Tiene que ser una equivocación —murmuré.

¿Cómo pudieron Padre y Madre haberle hecho algo tan terrible a ninguna persona? ¿Padre… robarme a otra familia? ¿No importarle la pena de esa madre y el dolor de ese padre?

Y Madre, con todas sus historias y recuerdos de nuestra infancia… Madre, trabajando tan duramente para que no nos faltase nada… Madre, poniéndose cada vez más enferma y delgada, sin preocuparse de sí misma mientras Jimmy y Fern y yo tuviésemos ropa para ponernos y comida para alimentarnos. Madre conocía el dolor y la tragedia de su propia vida. ¿Cómo podía haberle hecho daño a otra madre?

—No hay ninguna equivocación, Dawn —dijo secamente el agente Cárter. Luego repitió mi nombre moviendo la cabeza—. Dawn, me pregunto que harán sobre eso.

—¿Sobre qué? —Mi corazón había empezado a golpear de nuevo. Golpeaba como un tambor cuando desfilaba la banda mientras sus latidos producían pulsaciones en todo mi cuerpo.

—Tu nombre. Ése no es tu verdadero nombre. Te secuestraron después de que te trajeran a casa y ya te habían puesto un nombre.

—¿Y cómo me llamo? —pregunté. Me sentía como una víctima de amnesia que está recuperando lentamente la memoria, regresando a un mundo donde todas las caras estaban en blanco, sólo ojos, una nariz y una boca, como rostros grabados en un papel blanco.

El agente Cárter abrió su libreta y repasó algunas páginas.

—Eugenia —contestó después de un momento—. Quizás es mejor que seas Dawn —añadió secamente y comenzó a cerrar de nuevo su libreta.

—¿Eugenia? ¿Eugenia qué?

—¡Oh! ¡Qué estúpida no habértelo dicho completo! —Abrió de nuevo la libreta—. Eugenia Grace Cutler —declaró.

Mi agitado corazón se detuvo.

—¿Cutler? ¿Ha dicho usted Cutler?

—Sí, lo he dicho. Eres hija de Randolph Boyse Cutler y Laura Sue Cutler. En realidad, cariño, vas a estar muy bien acomodada. Tus padres son los dueños del famoso hotel de vacaciones, el «Hotel Cutler Cove».

—¡Oh, no! —exclamé. ¡No podía ser! ¡Simplemente no podía ser!

—No te alteres. Podías haber estado mucho peor.

—Usted no lo entiende —dije pensando en Philip—. No puedo ser una Cutler. ¡No puedo!

—Oh, sí, por supuesto que puedes y sí que lo eres. Es algo que está absolutamente confirmado.

No podía hablar. Me apoyé en el respaldo sintiéndome como si me hubiesen golpeado el estómago. Philip era mi hermano. Ese parecido entre nosotros que yo había considerado tan maravilloso, que yo consideraba que había sido colocado por el destino para unirnos como novios era en realidad el parecido entre hermano y hermana.

Y Clara Sue… la horrible Clara Sue… ¡Era mi hermana! El destino me estaba obligando a cambiar a Jimmy y Fern por Philip y Clara Sue.

Muchas cosas que habían sido un misterio para mí en el pasado ahora se colocaban en su sitio. No me extrañaba que Madre y Padre nunca hubiesen querido volver con sus familias. Sabían que estaban siendo buscados como criminales y tenían que haber esperado que los estuviesen buscando allí. Y ahora comprendía lo que Madre me había dicho desde su cama del hospital después de decirle que Philip iba a llevarme al concierto. Veía por qué me había dicho: «Nunca pienses mal de nosotros. Te queremos mucho. Recuérdalo».

Todo era verdad. Mi terca insistencia en pensar que no lo era tenía que ser abandonada. Tenía que enfrentarme a las cosas aunque no las comprendiese. ¿Llegaría a comprenderlas algún día?

Me apoyé en el respaldo y cerré los ojos nuevamente. Estaba muy cansada. Las lágrimas, el dolor, la agonía de dejar atrás a Jimmy y Fern y Padre, la muerte de Madre y ahora estos descubrimientos pesaron sobre mí haciéndome sentir consumida, sin fuerzas, como la concha vacía de mí misma. Mi cuerpo se había vuelto humo y estaba flotando en una brisa que no sabía adonde me llevaría.

Las caras de Jimmy y Fern desaparecieron como hojas que el viento había arrancado de los árboles. Apenas podía verlas en mi mente.

El coche patrulla iba a toda velocidad llevándonos hacia mi nueva familia y mi nueva vida.

Parecía que el viaje iba a durar para siempre. Cuando llegamos a la Playa de Virginia, el nublado cielo nocturno se había despejado un poco. Las estrellas se asomaban por entre las nubes pero su brillo no me produjo el menor consuelo. De repente parecían más bien lágrimas congeladas, pequeñas gotas de hielo que se iban derritiendo lentamente en un cielo triste y oscuro.

Durante la mayor parte del viaje, los agentes de Policía habían hablado uno con otro sin apenas dirigirme la palabra. Casi no me miraban. Nunca me había sentido tan sola y perdida. Dormitaba a ratos y agradecía el sueño porque era una corta huida del horror que me estaba sucediendo. Cada vez que me despertaba, me asía a la esperanza por un instante de que todo hubiese sido un mal sueño. Pero el monótono sonido de las ruedas del coche, con la oscura noche desfilando ante las ventanas y la tranquila conversación de los agentes de Policía me traían de nuevo la terrible realidad una y otra vez.

No podía menos de sentirme curiosa sobre el mundo nuevo al cual había sido literalmente arrastrada, pero íbamos demasiado de prisa, los edificios y la gente pasaban a toda velocidad antes de que pudiera darme cuenta de lo que había visto. A ratos nos encontrábamos en la carretera alejados de las áreas más pobladas. Sabía que el océano se encontraba no muy lejos en alguna parte de esa oscuridad, así pues estudié el paisaje hasta que la tierra desapareció ante un amplio mar como un espejo azul oscuro.

A lo lejos podía ver las pequeñas luces de los pescadores y de los yates. Poco después, la línea de la costa de la Playa de Virginia se anunciaba con un letrero en la carretera indicando que estábamos a punto de entrar en Cutler’s Cove.

No era un pueblo exactamente, sólo una calle larga llena de pequeñas tiendas y restaurantes. No pude ver mucho porque la atravesamos de prisa, pero lo que vi parecía pintoresco y agradable.

—Según lo que nos han indicado, está justo aquí—dijo el guardia Dickens.

Pensé en Philip, que aún estaba en el colegio, y me pregunté si alguien le habría dicho algo de esto. Quizá sus padres le habían telefoneado. ¿Cómo se habría tomado la noticia? Seguramente estaba igualmente confuso por las revelaciones intempestivas.

—Parece un gran sitio para comenzar una vida nueva —dijo el policía que estaba a mi lado, reconociendo finalmente lo que estábamos haciendo y por qué estábamos en un coche camino del «Hotel Cutler Cove».

—Eso es indudable —contestó el agente Cárter.

—Ahí está —anunció el guardia Dickens y yo me adelanté en el asiento.

La línea de la costa se curvaba hacia delante en este punto, y pude ver que había una bella extensión de arena blanca que centelleaba como si le hubiesen pasado un rastrillo para limpiarla. Hasta las olas llegaban allí suave y delicadamente, como si el mar tuviese miedo de hacerle daño. Al pasar por la entrada a la playa, descubrí un letrero que decía: RESERVADO PARA LOS HUÉSPEDES DEL «HOTEL CUTLER COVE». Después el coche patrulla giró a la derecha por una larga avenida y vi delante mío el hotel, situado sobre una pequeña colina, rodeado de un césped bien cuidado.

Era una enorme mansión de tres pisos, de color azul Wedgwood con ventanas blancas y rodeada de un enorme porche. La mayoría de las habitaciones estaban iluminadas y había farolillos japoneses a lo largo del porche y encima, la escalera de caracol, de madera desteñida. Los cimientos eran de piedra pulida. Bañados por las luces diseminadas por el césped, brillaban como si estuviesen hechos de perlas. Los huéspedes paseaban por los bellos jardines donde había dos pequeños miradores, bancos y mesas de piedra y de madera, fuentes, algunas con la forma de un gran pez y otras como platos hondos con el surtidor en el centro. Los jardines estaban llenos de bellas flores que tenían casi todos los colores del arco iris. Los senderos estaban bordeados de setos bajos e iluminados por reflectores colocados en el suelo.

—Es un poco mejor que lo que estabas acostumbrada, ¿eh? —comentó el agente Cárter. Me limité a mirarla furiosa. ¿Cómo podía estar tan endurecida? No le contesté. Me volví para mirar por la ventanilla mientras el coche patrulla daba la vuelta al camino circular.

—Continúe —ordenó el agente Cárter—. Vamos a la puerta de atrás. Nos ordenaron que fuésemos allí.

«¿La puerta de atrás?», pensé. ¿Dónde se hallaban mis nuevos padres, mis verdaderos padres? ¿Por qué no se habían precipitado a Richmond a reclamarme en lugar de hacer que me trajese la Policía, como si yo fuera un criminal? ¿No estaban emocionados por conocerme? Quizá se encontraban tan nerviosos como lo estaba yo. Me pregunté si Philip les había dicho algo de mí. ¿Lo habría hecho Clara Sue? Seguro que les haría odiarme.

El coche patrulla se detuvo pero mi corazón no dejó de golpear, latiendo violentamente contra mi pecho como si hubiese un pequeño tamborilero golpeando mis huesos con sus palillos. Apenas podía respirar y no podía dejar de temblar. «Oh, Madre —pensé—, si no te hubieras enfermado y no hubiesen tenido que llevarte al hospital, no estaría aquí ahora». ¿Por qué era el destino tan cruel? Esto no podía estar sucediendo, tú y Padre no podíais haber sido secuestradores de niños. Tenía que haber otra explicación, una que mis verdaderos padres conociesen y estuviesen dispuestos a darme. ¡Que Dios permita que así sea!, iba rezando yo.

Tan pronto como nos detuvimos, el agente Cárter bajó rápidamente y nos abrió la puerta.

—En cuanto me firmen esto —dijo, señalando los papeles que llevaba—, regresaré inmediatamente.

«¿Firmar eso?», pensé observando el documentó. Me estaban entregando como si fuese un objeto que se deja en la puerta de servicio.

Me quedé contemplando la puerta trasera del hotel. No era más que una pequeña puerta de tela metálica. Había que subir cuatro escalones para llegar a ella. El agente Cárter se dirigió a la puerta pero no la seguí. Me había detenido allí sosteniendo mi maleta.

—Vamos —me ordenó. Vio mis dudas y puso las manos sobre sus caderas—. Ésta es tu casa, tu verdadera familia. Vamos —me dijo cortante cogiendo al mismo tiempo mi mano.

—Buena suerte, Dawn —me deseó el guardia Dickens.

El agente Cárter tiró de mí y la seguí hasta la puerta. De repente, ésta se abrió y un hombre alto, casi calvo, con una piel muy pálida como si fuese empleado de una funeraria, se quedó contemplándonos. Llevaba una chaqueta de sport azul oscuro, corbata haciendo juego, camisa blanca y pantalones. Parecía tener una estatura como de un metro noventa. Al acercarnos, vi que tenía unas cejas muy pobladas, la boca grande con labios delgados, una nariz que era el pico de un águila. ¿Sería éste mi verdadero padre? No se parecía a mí.

—Por favor, pasen por aquí —dijo retrocediendo—. Mrs. Cutler les aguarda en su despacho. Mi nombre es Collins. Soy el maitre —añadió. Me miró con sus ojos castaños llenos de curiosidad, pero no sonrió. Hizo un gesto para que pasásemos adelante con su brazo largo y sus delgados dedos un poco bronceados, moviéndose con tanta gracia y serenidad como si lo hiciese en cámara lenta.

El agente Cárter asintió y se encaminó por el estrecho pasillo que nos llevó a lo que indudablemente era la parte de atrás de la cocina donde estaban las despensas. Algunas puertas estaban abiertas y vi cajones de comestibles enlatados y cajas de distintos artículos de cocina. Collins señaló hacia la izquierda cuando llegamos al final del corredor.

¿Por qué me estaban haciendo entrar a escondidas?, me pregunté. Doblamos por una esquina y entramos en otro largo pasillo.

—Espero que lleguemos antes de que tenga que pedir el retiro del cuerpo de policía —comentó el agente Cárter haciendo un chiste.

—Es aquí delante —replicó Collins.

Finalmente se detuvo ante una puerta y llamó suavemente.

—Entre —oí decir a una voz femenina muy firme. Collins abrió la puerta y miró al interior.

—Han llegado —anunció.

—Que pasen —contestó la mujer. ¿Sería ésta mi madre?

Collins se retiró un poco para que pudiésemos entrar. El agente Cárter entró primero y después lo hice yo lentamente. Estábamos en un despacho. Miré a mi alrededor. Había un agradable olor a lilas pero no se veían flores. La habitación tenía un aspecto austero y sencillo. El suelo estaba formado por planchas de madera dura y probablemente era el original. Había una alfombra ovalada azul oscuro, apretadamente tejida, delante del sofá tapizado en cretona de color azul aguamarina, que estaba situado haciendo un ángulo a la derecha de la gran mesa de roble oscuro, sobre la que todo estaba pulcramente ordenado. En ese momento la única luz que había en la habitación provenía de una pequeña lámpara sobre la mesa. Proporcionaba un extraño y amarillento reflejo sobre la cara de la mujer mayor que nos observaba.

Aunque estaba sentada, pude ver que era una mujer alta y majestuosa con el pelo color acero azulado, peinado en suaves ondas que se rizaban bajo sus orejas y por la nuca. Unos pendientes de brillantes en forma de pera colgaban de los lóbulos de sus orejas. Llevaba un collar con un brillante en forma de pera montado en oro haciendo juego con los pendientes. Aunque estaba delgada y probablemente no pesaría más de cincuenta y tantos kilos, tenía el aspecto de ser tan austera y estar tan segura de sí misma, que daba la impresión de tener mayor tamaño. Sus hombros estaban envueltos en una chaqueta de algodón de color azul brillante, que llevaba sobre una blusa blanca de cuello de volantes.

—Soy el agente Cárter y ésta es Dawn —dijo rápidamente el agente Cárter.

—¿Qué se tiene que hacer? —preguntó la mujer mayor, quien pensé que debía de ser mi abuela.

—Necesito que me firme esto.

—Permítame verlo —repuso mi abuela y se colocó las gafas con montura de concha. Leyó el documento rápidamente y entonces lo firmó.

—Gracias —agradeció el agente Cárter—. Bien —me miró—. Me marcho. Buena suerte —murmuró y dejó el despacho.

Sin hablarme, mi abuela se levantó y dio la vuelta a su mesa. Vi que llevaba una falda haciendo juego hasta el tobillo y unos zapatos de piel de color blanco roto, diseñados para alguien que debía de andar mucho. Parecían más unos zapatos de hombre. La única imperfección en su aspecto si podía ser considerada de esa manera, era una pequeña arruga en la media de nylon de su pie derecho.

Encendió una lámpara de pie en una esquina, para que hubiera más luz y entonces, con sus ojos grises, pétreos y glaciales, permaneció contemplándome durante un largo momento. Busqué en su cara la señal de algún parecido conmigo misma y pensé que la boca de mi abuela era más firme y grande que la mía y que en sus ojos no había ni rastro de color azul.

Su cutis era tan suave y perfecto como el de una estatua de mármol. Apenas tenía una diminuta mancha producida por la edad en la parte superior de su mejilla derecha. Usaba un ligero toque de pintura de labios roja rosada y apenas un poco de colorete sobre sus mejillas. Ni un solo mechón de sus cabellos estaba fuera de sitio.

Ahora que la habitación estaba más iluminada, miré a mi alrededor y contemplé las paredes que estaban forradas con ricas maderas. Había una pequeña librería por detrás y hacia la derecha de la mesa. En la pared detrás de la mesa, había un gran retrato de una persona que pensé que tenía que ser mi auténtico abuelo.

—Tienes la cara de tu madre —declaró. Majestuosamente erguida, se movió tras su mesa impresionantemente ancha—. Infantil —añadió, despectivamente, pensé. Había apenas una ligera curvatura en sus labios cuando terminaba las frases—. Siéntate —me dijo cortante. Después de que me senté, cruzó los brazos sobre su pequeño pecho y se recostó en su silla, pero manteniendo la postura tan erguida, que me hizo pensar que su espalda era una lámina de frío acero.

—Tengo entendido que tus padres han estado vagabundeando todos estos años y que tu padre nunca pudo conservar un trabajo fijo en ningún sitio —dijo con aspereza. Me sorprendió que les llamara mis padres y que se refiriera a Padre como a mi padre—. Un inútil —continuó—. Lo supe el primer día que le puse los ojos encima, pero mi marido tenía una debilidad por las causas perdidas y lo contrató a él y a la chusma de su mujer.

—¡Madre no era ninguna chusma! —le respondí cortante.

Ella no contestó. Me contempló nuevamente, ahondando en las profundidades de mis ojos, como para beberse mi esencia. Empezaba a disgustarme mucho por la forma en que me miraba, estudiándome como si estuviera buscando algo en mi cara, contemplándome con sus muy interesados ojos taladrantes.

—No estás especialmente bien educada —repuso finalmente. Tenía la costumbre de asentir con la cabeza después de decir algo que creía que era la verdad absoluta—. ¿Te enseñaron alguna vez que tienes que respetar a tus mayores?

—Respeto a la gente que me respeta —dije.

—El respeto debe ser ganado. Y debo decir que tú aún no lo has hecho. Veo que tendrás que ser reeducada, rehecha, en una palabra, formada con propiedad —proclamó en un tono de poder y arrogancia que me hizo girar la cabeza. A pesar de su pequeña estructura, tenía la mirada más intensa que jamás había visto en una mujer, mucho más intensa y severa incluso que la temible mirada verde de Mrs. Turnbell.

—¿Te hablaron alguna vez los Longchamp acerca de este hotel o esta familia? —preguntó.

—No, nunca —respondí. Me quemaban las lágrimas en los ojos, pero no quería que viera lo dolorosas que eran, ni lo terriblemente mal que me estaba haciendo sentir—. Quizá todo es una equivocación —añadí, aunque ya albergaba poca esperanza después de haber visto a Padre en la Comisaría. Tuve la impresión de que si esto era una equivocación, ella podría arreglarlo. Parecía que tenía el poder de arreglar hasta el tiempo.

—No, no hay ninguna equivocación —dijo, y su voz sonó casi tan apesadumbrada como la mía sobre ello—. Me han dicho que eres una buena alumna en el colegio pese a la vida que has llevado. ¿Es verdad?

—Sí.

Se sentó hacia delante, dejando descansar sus manos sobre la mesa. Tenía los dedos largos y delgados. Un reloj de pulsera de oro, con una gran esfera, colgaba libremente en su diminuta muñeca. También parecía algo propio de un hombre.

—Como el curso escolar está a punto de terminar, no nos vamos a tomar el trabajo de volver a mandarte al Emerson Peabody. Todo esto ha sido algo embarazoso para nosotros en cualquier caso y yo no creo que favorecería nada a Philip o a Clara Sue si volvieras en estas condiciones. Tendremos tiempo para decidir con respecto a tus estudios. La temporada ha empezado ya y hay mucho que hacer aquí —comentó. Miré hacia la puerta, preguntándome dónde estarían mis verdaderos padres y por qué le estaban dejando tomar todas estas decisiones a ella.

Siempre había soñado conocer a mis abuelos, pero mi verdadera abuela no encajaba con ninguno de mis sueños. No era el tipo de abuela que hiciera galletitas y que diera consuelo cuando la vida era difícil. Ésta no era la dulce y cariñosa abuela de mis sueños, la abuela que yo había imaginado que me enseñaría cosas de la vida y del amor, y me quisiera de la misma forma que a su propia hija, que me quisiera aún más.

—Vas a tener que aprenderlo todo sobre el hotel, empezando por abajo —me sermoneó mi abuela—. No se le permite a nadie holgazanear aquí. El trabajo duro forma el carácter y estoy segura de que a ti te hace falta trabajo duro. Ya le he hablado al ama de llaves de ti y hemos permitido que una de las camareras se marchase para que ocupes su puesto.

—¿Camarera? —«Eso es en lo que había trabajado Madre aquí —pensé—. ¿Por qué querría mi abuela que yo hiciese lo mismo?»

—No eres una princesa perdida y encontrada, ¿sabes? —me dijo secamente—. Debes formar parte de esta familia otra vez, aunque formaste parte de ella por poco tiempo, y para hacerlo propiamente, tendrás que aprenderlo todo sobre nuestro negocio y nuestra forma de vivir. Cada uno de nosotros trabaja aquí y tú no vas a ser una excepción. Supongo que serás una holgazana —continuó—, considerando…

—No soy holgazana. Puedo trabajar tan duramente como tú o como cualquiera —respondí.

—Veremos —dijo. Asintió levemente, mirándome intensamente una vez más—. Ya he dispuesto dónde vivirás con Mrs. Boston. Es la persona que está a cargo de nuestras habitaciones. Ella vendrá en unos momentos para llevarte a tu habitación. Espero que la mantengas limpia y ordenada. El hecho de que tengamos a una sirvienta ocupándose de nuestra vivienda no es motivo para que podamos ser sucios o desorganizados.

—Nunca he sido sucia y siempre he ayudado a Madre a limpiar y organizar nuestros apartamentos —le contesté.

—¿Madre? Oh… sí… bien, que sea la regla y no la excepción. —Hizo una pausa, casi sonriendo, pensé, por la forma que levantaba las comisuras de la boca.

—¿Dónde están mi padre y mi madre? —pregunté.

—Tu madre —contestó haciendo que sonara como si fuera una palabrota— está teniendo una de sus crisis emocionales… convenientemente —dijo la abuela Cutler—. Tu padre te verá en seguida. Está muy ocupado, muy ocupado —suspiró profundamente y movió la cabeza—. Esta situación no es fácil para ninguno de nosotros. Y todo esto ha sucedido en el momento equivocado —comentó haciéndome sentir como si tuviera la culpa de que Padre hubiera sido reconocido y de que la Policía me hubiera encontrado—. Estamos justo empezando una nueva temporada. No esperes que nadie tenga tiempo para hacerte de anfitrión. Haz tu trabajo, mantén tu habitación limpia y escucha y aprende. ¿Alguna pregunta? —inquirió, pero antes de que pudiera responder, hubo una llamada en la puerta.

—Entre —contestó y la puerta fue abierta por una mujer negra de aspecto agradable. Llevaba el pelo recogido ordenadamente en un moño. Vestía un uniforme de camarera de algodón blanco con medias igualmente blancas y zapatos negros. Era pequeña, apenas de mi estatura.

—Oh, Mrs. Boston. Le presento a… —mi abuela hizo una pausa y me miró como si acabara de entrar—. Sí —dijo escuchando una voz que sólo ella podía oír—. ¿Qué hacemos con tu nombre? Es un nombre estúpido. Tendremos que llamarte por el verdadero, por supuesto… Eugenia. Se te puso el nombre de Eugenia por una de mis hermanas que falleció de viruela cuando no era mucho mayor que tú ahora.

—¡Mi nombre no es estúpido y no quiero cambiármelo! —grité. Su mirada se desvió rápidamente de mí y se dirigió a Mrs. Boston para volver nuevamente sobre mí.

—Los miembros de la familia Cutler no tienen apodos —replicó con firmeza—. Tienen nombres que los distinguen, nombres que les hacen ser respetados.

—Pensé que el respeto era algo que había que ganarse —dije como un latigazo. Se echó atrás como si la hubiera abofeteado.

—Te llamarás Eugenia mientras vivas aquí —decretó firmemente. Su voz era fría y sin la menor entonación que demostrara interés, como si yo no hubiera tenido oídos para escuchar.

—Lleve a Eugenia a su habitación, Mrs. Boston —dijo mi abuela—, y llévela por la parte de atrás. —Me miró rápidamente, con expresión de disgusto en su cara.

—Sí, señora —Mrs. Boston me contempló.

—Mi nombre me va bien —dije, incapaz de retener mis lágrimas ahora y recordando todas las veces que Padre me había explicado mi nacimiento— porque nací al romper el día.

Eso no podía haber sido una mentira también, la historia sobre los pájaros y la música y mi forma de cantar.

Mi abuela sonrió tan fríamente que me hizo sentir un escalofrío en la columna.

—Naciste por la noche.

—No —protesté—. Eso no es verdad.

—Créeme —dijo—. Yo sé lo que es verdad y lo que no es verdad sobre ti. —Se inclinó hacia delante. Sus ojos se volvieron alargados y felinos—. Toda tu vida has vivido en un mundo de mentiras y fantasías. Te lo he dicho —continuó—. No tenemos tiempo de hacerte de anfitriones y de hacerte comedias. Estamos en plena temporada. Ahora contrólate inmediatamente. Los miembros de la familia no muestran sus emociones o sus problemas ante los huéspedes. En lo que a los huéspedes se refiere, todo es siempre maravilloso aquí. No quiero que salgas y atravieses el vestíbulo llorando histéricamente, Eugenia.

»Debo volver al comedor —añadió mi abuela levantándose. Dio la vuelta a su mesa y se detuvo frente a Mrs. Boston—. Después de llevarla a su habitación, llévela a la cocina y hágala comer algo. Puede comer con el personal de cocina. Después vaya con ella a ver a Mr. Stanley para que le encuentre un uniforme de camarera. Me gustaría que empezara a trabajar mañana.

Se volvió hacia mí, echando los hombros hacia atrás y manteniendo la cabeza tan erguida que parecía que me estaba contemplando desde gran altura. A pesar de mi deseo de hacerlo, no pude desviar la mirada. Sus ojos atraían a los míos y los mantenían prisioneros en su brillo.

—Debes levantarte a las siete de la mañana puntualmente, Eugenia, y debes desayunar en la cocina. Entonces debes presentarte directamente a Mr. Stanley, nuestro director, que es quien te asignará tus obligaciones. ¿Queda claro? —preguntó. Yo no respondí. Se volvió a Mrs. Boston—. Vea que recuerde todo esto —añadió y salió.

Aunque la puerta se cerró silenciosamente, a mí me pareció como un disparo.

Bienvenida a tu verdadera familia y hogar, Dawn, me dije a mí misma.

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