Aurora

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9. Mi nueva vida

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MI NUEVA VIDA

—Coge tu maleta y sígueme, Eugenia —ordenó Mrs. Boston en el mismo tono de voz que había estado usando mi abuela.

—Me llamo Dawn —declaré firmemente.

—Si Mrs. Cutler quiere que te llamemos Eugenia, así es como te vamos a llamar aquí. Cutler’s Cove es su reino y ella aquí es la reina. No esperes que nadie vaya contra sus deseos, ni siquiera tu papá —añadió Mrs. Boston y entonces, abriendo más los ojos, se inclinó hacia mí para susurrar—: Y especialmente tu madre.

Me separé y rápidamente me sequé las lágrimas de los ojos. ¿Qué clase de gente eran mis verdaderos padres? ¿Cómo podían tener tanto miedo de mi abuela? ¿Cómo era posible que no se estuvieran muriendo de curiosidad sobre mí y siguieran haciendo sus cosas sin venir a conocerme inmediatamente?

Mrs. Boston me condujo por la puerta trasera y por el corredor tenuemente iluminado que se extendía por detrás de la cocina.

—¿Ahora dónde vamos? —pregunté. Estaba cansada de ser arrastrada como un perro callejero.

—La familia vive en la parte antigua del hotel—explicó Mrs. Boston mientras caminábamos.

Cuando nos detuvimos al final del corredor, pude ver el vestíbulo del hotel. Estaba iluminando por cuatro grandes candelabros, la alfombra era azul claro y las paredes estaban cubiertas por un papel de color blanco perla con un dibujo azul. Detrás del mostrador de recepción había dos mujeres de mediana edad recibiendo a los huéspedes. Todos iban bastante bien vestidos, los hombres con traje o chaquetas, las mujeres llevando bonitos vestidos y adornadas con joyas. Una vez que entraban en el vestíbulo, giraban en pequeños grupos charlando.

Pude ver a mi abuela, de pie al lado de la entrada del comedor. Miró en nuestra dirección una vez, con su mirada glacial, pero tan pronto se aproximaron algunos huéspedes, su cara se iluminó y ablandó. Una mujer sostuvo su mano mientras hablaban. Se besaron y entonces mi abuela siguió a todos los huéspedes al comedor, lanzándome una mirada como una bola de nieve antes de desaparecer ella misma en el comedor.

—Sigamos… de prisa —me urgió Mrs. Boston, aguijoneada por la mirada aguda y fría de mi abuela. Giramos por un largo pasillo y finalmente alcanzamos lo que era claramente la parte antigua del hotel.

Pasamos un salón que tenía una chimenea y muebles antiguos y cálidos, sillas con cojines en bastidores de madera tallados a mano, una oscura mecedora de pino, un sofá con gran cantidad de cojines y mesas laterales y una gruesa alfombra de color blanco roto. Vi muchos cuadros en las paredes y había fotos enmarcadas y chucherías encima de la repisa de la chimenea. Me pareció ver un retrato de Philip, de pie junto a una mujer joven que debía ser nuestra madre, pero no me pude detener lo suficiente para verla claramente. Mrs. Boston prácticamente trotaba.

—La mayor parte de los dormitorios están en el segundo piso, pero hay un dormitorio abajo al lado de la cocina pequeña. Mrs. Cutler me dijo que era para ti —explicó.

—¿Qué era, un dormitorio de servicio? —le pregunté. Mrs. Boston no me contestó—Después de que me haya ganado un respeto, podré dormir arriba —gruñí. No sé si Mrs. Boston me oyó. Si lo hizo, no dio muestras de ello.

Atravesamos la cocina pequeña y entonces pasamos a través de un pequeño pasillo hacia mi dormitorio a la derecha. Mrs. Boston abrió la puerta y encendió la luz cuando entramos.

Era una habitación muy pequeña con una única cama contra la pared de la izquierda. La cama tenía una sencilla cabecera marrón claro. Al pie de la cama había una alfombra ovalada, color crema, ligeramente manchada. La mesilla de noche tenía un único cajón y estaba colocada junto a la cama, con una lámpara sobre ella. Hacia la derecha había una cómoda y un armario empotrado y justo enfrente estaba la única ventana de la habitación. En este momento, no sabía hacia dónde miraba la ventana, ya que estaba oscuro y no había luces en esta parte de los terrenos del hotel. La ventana no tenía cortinas, sólo una persiana amarillo pálido.

—¿Quieres guardar tus cosas ahora o prefieres ir a la cocina y comer algo? —preguntó. Coloqué mi maletita sobre la cama y miré a mi alrededor con tristeza.

Había habido ocasiones en que nos habíamos trasladado a un apartamento tan pequeño, que Jimmy y yo no habíamos tenido mucho más sitio que el que tenía en esta habitación para movernos, pero de alguna forma, porque estaba con una familia cariñosa, porque estaba con gente que me quería y a quien yo quería, el tamaño de la habitación no tenía tanta importancia. Nos arreglábamos con lo que fuese, yo tenía que mantener la cara alegre para ayudar a tener a Jimmy contento y a Padre feliz. Pero aquí no había nadie a quien hacer feliz ni nadie a quien querer más que a mí misma.

—No tengo hambre —le dije. Sentí como si mi corazón fuese un peso de hierro y mi estómago estuviese retorcido y apretado.

—Bueno… Mrs. Cutler quería que comieses —contestó preocupada—. Pasaré más tarde para llevarte a la cocina —decidió, inclinando la cabeza—. Pero no te olvides. Tengo que llevarte a Mr. Stanley para que te den un uniforme. Es lo que nos dijo Mrs. Cutler.

—¿Cómo iba a olvidarme? —contesté.

Me miró un momento apretando los labios firmemente. ¿Por qué estaba tan molesta conmigo?, me pregunté. Entonces se me ocurrió que mi abuela había dicho que había despedido a alguien para obtener un empleo para mí.

—¿A quién han despedido para que yo tuviese este empleo? —pregunté rápidamente. La expresión en el rostro de Mrs. Boston confirmó mis sospechas.

—A Agatha Johnson, que llevaba cinco años trabajando aquí.

—Lo siento —dije—. Ciertamente no deseaba que la despidiesen.

—Sin embargo, la pobre chica ha tenido que irse y está recorriendo las calles buscando otro empleo y tiene un hijo pequeño que criar —contestó disgustada.

—Bueno, pero ¿por qué tuvo que despedirla? ¿No podía haberla tenido a ella también? —pregunté. Mi abuela me había puesto en una horrible situación arreglando las cosas de forma que los empleados tuviesen tanto resentimiento contra mí como aparentemente tenía ella por el hecho de haber sido encontrada y devuelta.

—Mrs. Cutler lleva muy tirantes las riendas —explicó Mrs. Boston—. Nada de excesos ni desperdicios. Quien no cumple su cometido tiene que irse. Tiene justo el número de camareras que necesita, lo mismo que los camareros y sus ayudantes y el número justo de gente en la cocina y el servicio. No hay uno de más. Es por eso que este hotel continúa y continúa mientras otros lugares han desaparecido a lo largo de los años.

—Bueno, pues lo siento —repetí.

—Hum —respondió ella sin gran cordialidad—. Regresaré dentro de un rato —añadió y se fue.

Me senté sobre la cama. El colchón era viejo y desvencijado y los muelles chirriaban quejándose. Hasta mi poco peso era demasiado. Respiré hondo y abrí mi maleta. La contemplación de mis sencillas pertenencias me trajo una inundación de recuerdos y sentimientos. Cómo me dolía el corazón. Las lágrimas comenzaron a fluir. Me senté y las dejé correr por mis mejillas y gotear por mi barbilla. Después vi algo blanco que se asomaba por el bolsillo interior de la maleta. Metí la mano y saqué el maravilloso collar de perlas de Madre. Habían estado en mi cajón de la cómoda en casa porque en la confusión después del concierto y el fallecimiento de Madre, nunca se las había devuelto a Padre para que las guardase. El policía que había hecho mi maleta debía de haber pensado que eran mías. Las apreté contra mí, mientras lloraba diez océanos de lágrimas y los recuerdos caían sobre mí, arrastrándome a sus profundidades. Cómo deseé que en este momento Madre me cogiese y acariciase mi pelo, ver la cara de Jimmy llena de orgullo y de ira, ver los ojos de Fern iluminarse al mirarme y tenderme sus bracitos para que la cogiese. Las perlas me trajeron todo esto y más, hasta que mi corazón era una ruina de dolor.

Padre, ¿cómo pudiste hacer esto? ¿Cómo pudiste hacerlo?, gritaba interiormente.

De repente, sonó un golpe en la puerta. Rápidamente escondí las perlas en un cajón, me limpié la cara con el revés de las manos y me volví.

—¿Quién es?

La puerta se abrió lentamente y un hombre guapo vestido con una chaqueta de sport color tostado y pantalones a juego, asomó la cabeza. Su pelo castaño claro estaba peinado cuidadosamente hacia atrás por los lados pero tenía una onda suave y pequeña en la frente. Había una sombra gris en sus sienes. Su piel morena acentuaba el azul de sus ojos. Tenía un aire tan cortés y elegante como una estrella de cine.

—Hola —dijo contemplándome. No le contesté—. Soy tu padre —prosiguió como si yo debiese haberlo sabido. Entró en la habitación—. Randolph Boyse Cutler. —Extendió el brazo ofreciéndome la mano para saludarme. Jamás hubiese podido imaginarme ser presentada a Padre y darle la mano como a un extraño. Se suponía que los padres abrazaban a sus hijas sin tener que darles la mano.

Lo observé mirando hacia arriba. Era alto, por lo menos medía uno noventa o dos metros, pero era esbelto. Tenía la sonrisa bondadosa y la boca tierna de Philip. Todo el mundo me decía que este hombre que estaba delante mío era mi verdadero padre, así pues, busqué a ver si encontraba alguna semejanza entre nosotros. ¿Había heredado sus ojos? ¿Su sonrisa?

—Bienvenida a Cutler’s Cove —dijo apretando mis dedos suavemente—. ¿Qué tal fue el viaje?

—¿El viaje? —Estaba comportándose como si yo hubiese estado fuera de vacaciones o algo parecido. Estaba a punto de decirle, «Horrible», cuando volvió a hablarme.

—Philip me ha hablado mucho de ti —me explicó.

—¿Philip? —El solo pronunciar su nombre me llenó los ojos de lágrimas. Me llevó de nuevo al mundo del que había sido arrancada, un mundo que había empezado a ser amistoso y maravilloso antes de la muerte de Madre, un mundo lleno de estrellas y esperanza y besos que llevaban consigo promesas de amor.

—Me habló de la bonita voz que tienes cuando cantas. Tengo grandes deseos de oírte —me dijo.

No podía imaginarme a mí misma volviendo a cantar nunca, porque mi canto salía de mi corazón y mi corazón estaba destrozado en mil pedazos, nunca volvería a ser fuerte y ciertamente no volvería a estar lleno de música.

—También me alegro de ver que eres una chica tan bonita. Es otra de las cosas que Philip me advirtió. Tu madre va a estar muy satisfecha —indicó mirando su reloj como si tuviese que ir a coger el tren.

»Naturalmente que todo esto ha sido un golpe emocional para ella, de modo que tendré que llevarte a verla en algún momento mañana. Está siendo medicada bajo la supervisión del médico y éste nos aconseja que vayamos lentamente. Puedes imaginarte lo que ha sido para ella enterarse que el bebé que había perdido hacía quince años había sido encontrado, pero estoy seguro que está tan ilusionada de poder verte finalmente como lo he estado yo —agregó rápidamente.

—¿Dónde está ahora? —pregunté pensando que podía estar en un hospital. Aunque odiaba encontrarme aquí, no podía evitar sentir curiosidad respecto a ella y el aspecto que tendría.

—Está en su habitación, descansando.

«¿Estaba en su habitación?», pensé. ¿No tenía tanta ilusión por verme? ¿Cómo podía retrasar el momento?

—Dentro de uno o dos días, cuando tenga un poco de tiempo libre, me gustará pasarlo contigo y que me cuentes lo que ha sido tu vida hasta ahora, ¿de acuerdo?

Bajé la mirada para que no pudiese ver que mis ojos se habían llenado de lágrimas.

—Imagino que todo esto ha sido un golpe emocional para ti, pero con el tiempo te lo compensaremos.

¿Compensármelo? ¿Cómo podía decir nadie eso?

—Quisiera enterarme de lo que les ha sucedido a mi hermanita pequeña y a mi hermano —me oí decir a mí misma antes de darme cuenta de mis propias palabras. Él apretó los labios y negó con la cabeza.

—Eso no está en nuestras manos. No son verdaderamente tu hermano y hermana, así es que no tenemos ningún derecho a pedir información sobre ellos. Me temo que tendrás que olvidarlos.

—¡Nunca los olvidaré! ¡Nunca! —grité—. Y no quiero estar aquí. No quiero, no quiero… —y comencé a sollozar. No podía evitarlo. Las lágrimas se derramaban de mis párpados y mis hombros se agitaban.

—Vamos, vamos, todo saldrán bien —me dijo tocándome un hombro tímidamente y después retrocediendo como si hubiese hecho algo prohibido.

Este hombre, mi verdadero padre, era afable y bien parecido pero todavía era un extraño. Había un muro entre nosotros, un espeso muro que había sido erigido no sólo por el tiempo y la distancia, sino también por dos modos de vida enteramente distintos. Me sentía como un visitante en tierra extraña, sin nadie en quien confiar y nadie que me ayudase a comprender las nuevas y extrañas costumbres y estilos.

Respiré hondo y busqué en mi bolso un pañuelo de papel.

—Toma —dijo, indudablemente ansioso de hacer algo. Me entregó su suave pañuelo de seda y yo me sequé los ojos rápidamente.

—Mi madre me ha contado vuestro primer encuentro y que piensa tomarse un especial interés por ti. Con todo el trabajo que tiene aquí, debes de sentirte halagada —añadió—. Cuando mi madre se toma un interés personal por alguien, él o ella casi siempre triunfa.

Hizo una pausa, quizá para oírme decir lo agradecida que estaba pero como no era así, no quise mentir.

—Mi madre fue la primera que supo de ti, aunque generalmente es la primera en enterarse de cualquier cosa que sucede aquí —continuó.

«Quizás está tan nervioso como yo —pensé—, y por eso tiene que seguir hablando». Movió la cabeza y se ensanchó su sonrisa.

—Jamás pensó que tendría que pagar el dinero de la recompensa y como el resto de nosotros, hacía mucho tiempo que había abandonado toda esperanza.

»Bueno —se interrumpió mirando de nuevo su reloj—. Tengo que volver al comedor. Mi madre y yo visitamos a los huéspedes durante la comida. La mayor parte de nuestros huéspedes puede decirse que son fijos, porque regresan año tras año. Mi madre los conoce a cada uno por su nombre. Yo no puedo seguirla.

Cada vez que hablaba de su madre, su cara se iluminaba.

¿Sería ésta la misma anciana que me había recibido con ojos de hielo y palabras de fuego?

Llamaron a la puerta y apareció Mrs. Boston.

—Oh, no sabía que estaba usted aquí, Mr. Cutler.

—No importa, Mrs. Boston. Ya me iba.

—Venía a ver si Eugenia quería algo de comer.

—¿Eugenia? Oh, sí. Había olvidado tu verdadero nombre por un momento —comentó sonriendo.

—¡Lo odio! —grité—. No quiero cambiarme el nombre.

—Por supuesto que no —repuso. Respiré aliviada hasta que añadió—, ahora. Pero después de un tiempo estoy seguro de que mi madre te convencerá. De una forma o de otra, siempre consigue que la gente vea lo que más le conviene.

—No voy a cambiarme el nombre —insistí.

—Ya veremos —replicó, obviamente sin ningún convencimiento. Miró alrededor de la habitación—. ¿Necesitas algo?

«¿Necesitar algo?», pensé. Sí. Necesito a mi antigua familia. Necesito a la gente que verdaderamente me quiere y verdaderamente se preocupan por mí y que no me miran como si fuera una persona sucia y poluta que los contamina a ellos y a su precioso mundo con su sola presencia. Necesito dormir donde duerme mi familia y si la mujer en el piso de arriba es mi verdadera madre, necesito que me trate como a una verdadera hija y que no tenga que recurrir a médicos y medicinas antes de verme.

Necesito volver al estado de cosas anterior, aunque pareciesen tan malas. Necesito oír la voz de Jimmy y poder llamarle a través de la oscuridad y compartir con él mis temores y esperanzas. Necesito oír la voz de mi hermanita llamándome y necesito un padre que me salude con un beso y un abrazo, y no un padre que permanece en el umbral de la puerta y me dice que me tengo que cambiar de nombre.

Pero no tenía objeto explicarle a mi verdadero padre todo esto. No creí que lo comprendiera.

—No —contesté.

—De acuerdo, entonces. Debes ir con Mrs. Boston y comer algo. Llévesela, Mrs. Boston —dijo saliendo. Entonces se volvió hacia mí—. Hablaremos de nuevo pronto —dijo y se marchó.

—No tengo hambre —repetí tan pronto como nos quedamos solas.

—Tienes que comer, algo, niña —dijo—. Y tienes que hacerlo ahora. Tenemos un programa que seguir. Mrs. Cutler lleva un látigo en la mano y lo usa por aquí.

Me di cuenta de que no me iba a dejar sola, de manera que me levanté y la seguí hacia el hotel y a la cocina. Cuando llegamos a la escalera, miré hacia arriba. Mi verdadera madre estaba en algún lugar allí arriba, en su habitación, incapaz de enfrentarse aún conmigo. Ese pensamiento me hizo sentir como si fuera un monstruo con colmillos y garras. ¿Cómo sería cuando finalmente nos encontráramos? ¿Sería más tierna y comprensiva que mi abuela? ¿Insistiría en que debía trasladarme arriba inmediatamente de forma que pudiera estar más cerca de ella?

—Ven —dijo Mrs. Boston viendo que me había detenido.

—Mrs. Boston —dije contemplando las escaleras—, si llama usted a mi abuela Mrs. Cutler, ¿cómo llama usted a mi madre? ¿No las confunde todo el mundo?

—Nadie se confunde.

—¿Por qué no?

Miró hacia arriba para asegurarse de que no había nadie cerca que nos pudiera oír. Entonces se inclinó hacia mí.

—A tu madre la llaman la pequeña Mrs. Cutler —susurró—. Ahora vámonos. Tenemos mucho que hacer.

La cocina me pareció un manicomio. Los camareros y camareras que servían a los huéspedes en el comedor se alineaban delante de una larga mesa para recoger sus bandejas de comida.

La comida era deliciosa, pero Mrs. Boston permaneció en pie detrás mío esperando impacientemente que terminara. Tan pronto como me levanté de la mesa, fuimos a ver a Mr. Stanley.

Era un hombre delgado, como de cincuenta años con fino pelo castaño y una cara alargada con ojos pequeños y boca grande. Había algo que recordaba a un pájaro en él y en la manera que se movía, con movimientos cortos y nerviosos, casi involuntarios. Permaneció con los brazos cruzados y me contempló después de que Mrs. Boston nos presentara.

—Hummm —dijo, sacudiendo la cabeza—. Podría servirle el viejo uniforme de Agatha.

Quería el uniforme de Agatha aún menos que su empleo, pero Mr. Stanley era muy eficiente y no quería seguir la conversación. Escogió el uniforme, me encontró zapatos blancos de mi tamaño y medias blancas y me lo entregó todo, como si estuviera entrando en el Ejército. Incluso me hizo firmar la entrega de la ropa.

—Cualquier cosa que alguien rompa aquí, lo tiene que pagar —dijo—. Lo que se pierde también lo pagan. Las cosas no se pierden en este hotel tan fácilmente como ocurre en otros. Eso es seguro —dijo orgullosamente—. Cuando te presentes aquí por la mañana, irás al ala este con Sissy.

—¿Sabrás volver a tu habitación? —me preguntó Mrs. Boston al marcharnos. Asentí—. De acuerdo entonces. Te veré por la mañana —se despidió. La observé marcharse e inicié la vuelta a mi habitación.

Cuando llegué a la parte antigua, me detuve en el salón y entré para poder ver las fotografías familiares sobre la repisa. Allí estaba Clara Sue cuando era pequeña y allí estaba Philip, juntos delante de un mirador. Encontré el retrato de Philip con nuestra madre que apenas había entrevisto antes, pero en el momento en que lo iba a acercar, mi abuela apareció en la puerta. Di un salto cuando habló.

—Si estuviera en tu lugar, Eugenia, trataría de descansar mucho esta noche —dijo, moviendo los ojos de mí a los retratos—. Tienes que integrarte en el programa diario.

Coloqué rápidamente el retrato en su sitio.

—Te he dicho —mi voz sonó desafiante— que me llamo Dawn… —No esperé su respuesta. Me apresuré hacia mi pequeña habitación, cerrando la puerta después de entrar. Permanecía esperando para ver si me había seguido, pero no oí pisadas. Entonces dejé escapar el aliento que había contenido y volví a mi maletita.

Saqué la fotografía de Madre de jovencita y la coloqué en la mesa. Al contemplarla, recordé sus últimas palabras: «Nunca debes de pensar mal de nosotros. Te queremos. Siempre recuerda eso».

—¡Oh, Madre! —gemí—. ¡Mira lo que nos ha ocurrido! ¿Por qué hicisteis eso Padre y tú?

Alcancé el cajón donde había escondido las perlas y las saqué. Tenerlas entre mis manos me hacía sentir más cercana a Madre, pero no podía usarlas. Simplemente, no podía. Aquí no. No en este horrible lugar que era mi nuevo hogar. Las perlas debían ser usadas en ocasiones felices y mi situación actual ciertamente no reunía las condiciones. Contemplé las perlas por última vez y las escondí de nuevo. Nadie en Cutler’s Cove sabría de su existencia. Las perlas eran mi última ligazón con mi familia. Eran lo único que me daba consuelo y serían mi secreto. Si alguna vez me sentía sola o necesitaba recordar tiempos más felices, las sacaría otra vez del cajón y las tendría entre mis manos. Quizás algún día volvería a usarlas.

Finalmente, exhausta por el que había sido uno de los peores días de mi vida, guardé el resto de mis cosas y me preparé para ir a la cama. Me metí bajo la colcha, que olía a limpio pero que tenía un tacto áspero. La almohada era demasiado blanda. Odiaba esta habitación mucho más que ninguno de los apartamentos en los que habíamos vivido.

Contemplé el techo blanco que estaba agrietado. Las grietas zigzagueaban a lo largo, como hilos pegados. Entonces me giré y apagué la luz. Con el cielo de la noche nublado y sin luces hiera de mi ventana, mi habitación quedó completamente a oscuras. Incluso después de que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, apenas podía distinguir la cómoda y la ventana.

Siempre había resultado difícil acostumbrarse a un nuevo lugar cuando viajábamos y nos trasladábamos de pueblo en pueblo. Las primeras noches siempre estaban llenas de terrores nocturnos pero entonces Jimmy y yo nos teníamos mutuamente para consolarnos. Ahora, sola, no podía evitar el escuchar cada crujido en la parte antigua del hotel y estremecerme. Tenía que acostumbrarme a todos los sonidos hasta que nada me sorprendiera.

De pronto, sin embargo, creí oír a alguien llorando. Era un sonido apagado, pero era claramente el sonido de una mujer llorando. Escuché más atentamente y oí igualmente la voz de mi abuela, aunque no pude entender las palabras. El llanto cesó tan repentinamente como había comenzado.

Entonces el silencio y la oscuridad se hicieron pesados y llenos de presagios. Me esforcé en oír los sonidos del hotel, de forma que me llegara el consuelo de oír las voces de otra gente. Las podía oír, pero parecían distantes, como voces en la radio, muy lejos, y no me hacían sentir ni más segura, ni más consolada. Después de un rato, mi cansancio pudo con mi miedo y me quedé dormida.

Había llegado a lo que era mi verdadero hogar, sólo que no tenía en absoluto la sensación de pertenecer allí. ¿Cuánto tiempo, me pregunté, seguiría siendo una extraña en mi propia casa y para mi propia familia?

Abrí los ojos de repente al oír que había alguien en la puerta. Durante un momento me olvidé de dónde estaba y lo que había sucedido. Esperaba oír a Fern llamando y saltando impaciente en su cuna. Pero en lugar de eso, cuando me senté en la cama me encontré que tenía a mi abuela delante. Su pelo estaba tan perfectamente arreglado como la primera vez que la había visto y llevaba una falda de algodón gris oscuro con una blusa y chaqueta haciendo juego. Los pendientes de perlas colgaban de los lóbulos de sus orejas y llevaba el mismo reloj y los mismos anillos. Hizo una mueca de desaprobación.

—¿Qué sucede? —pregunté. El gesto en su cara y la forma que había irrumpido en mi habitación habían hecho que el corazón se me subiese a la garganta.

—Tenía la sospecha de que aún estarías en la cama. ¿No dejé muy claro la hora que tenías que levantarte y vestirte? —me preguntó cortante.

—Estaba muy cansada pero no me dormí en seguida porque oí a alguien llorando —le expliqué.

Se encogió de hombros y frunció los ojos.

—Tonterías. Nadie lloraba. Probablemente estabas ya dormida y soñando.

—No fue un sueño. Oí a alguien que lloraba —insistí.

—¿Tienes que contradecirme siempre? —preguntó airada—. Una chica joven de tu edad debe saber cuándo tiene que hablar y cuándo tiene que callar.

Me mordí el labio inferior. Quería darle una mala contestación. Quería exigir que dejase de tratarme de este modo pero el destino me había hecho pasar un mal trago y me había dejado sin fuerzas y aplastada. Temblé. Era como si hubiese perdido la voz y fuese a quedar atrapada dentro de mí misma para siempre, lágrimas incluidas. Ella miró su reloj.

—Son las siete —anunció—. Tienes que vestirte y bajar a la cocina inmediatamente si quieres desayunar. Cualquiera de los empleados que desee desayunar, debe hacerlo antes que los huéspedes. Cuida de levantarte por tu cuenta cada mañana de ahora en adelante —ordenó—. A tu edad no debes depender de que los demás cumplan con tus responsabilidades.

—Siempre me levanto temprano y siempre cumplo con mis responsabilidades —le disparé en contestación. Mi ira finalmente había explotado como un globo que tuviese demasiado aire. Se quedó mirándome un momento. Yo permanecí en la cama sujetando la manta sobre mi pecho para impedir que se oyesen los latidos de mi corazón roto.

Me estudió durante un momento y después su mirada fue a parar sobre mi pequeña mesa de noche. De repente su rostro se volvió de un color rojo violento.

—¿De quién es ese retrato? —preguntó adelantándose.

—Es Madre —le dije.

—¿Has traído al retrato de Sally Jean Longchamp a mi hotel y lo has puesto donde cualquiera pueda verlo?

Como un relámpago y mucho más rápido de lo que pensé que nadie tan viejo podía moverse, cogió mi querida fotografía.

¿Cómo te has atrevido a traer esto aquí?

—¡No! —grité pero en un instante la había roto en dos.

—¡Esa foto era mía, mi única foto! —exclamé entre lágrimas. Ella se irguió todo lo alta que era.

—Estas personas eran secuestradores, ladrones de niños, ladrones. Te lo he dicho —dijo a través de los dientes apretados y con los labios tan tensos que no eran más gruesos que la línea hecha por un lápiz—. No deseo ningún contacto con ellos. Bórralos de tu memoria.

Tiró el retrato de Madre a la pequeña papelera.

—Baja a la cocina en diez minutos. La familia tiene que dar buen ejemplo a los empleados —añadió y salió cerrando la puerta.

Las lágrimas corrían por mis mejillas.

¿Por qué se portaba mi abuela tan terriblemente mal conmigo? ¿Es que no podía ver el dolor que estaba padeciendo al haber sido arrancada de la familia que yo creía que era la mía? ¿Por qué no se me daba un poco de tiempo para adaptarme a mi nueva casa y a una nueva vida? Lo que hacía era tratarme como si yo fuese alguien que había crecido salvaje e inútil. Me ponía furiosa. Odiaba este lugar, odiaba estar aquí.

Me levanté rápidamente, me vestí con un par de téjanos y una blusa. Sin pensar en nada más que en irme de este horrible lugar, salí de mi habitación corriendo por la entrada lateral. No me importaba el desayuno, no me importaba llegar tarde a mi nuevo trabajo. Sólo podía pensar en los ojos odiosos de mi abuela.

Seguí caminando con la cabeza baja, sin importarme adonde iba. Podía caerme de un acantilado sin sentirlo. Después de un rato, sin embargo, alcé la vista y me encontré delante de un gran arco de piedra. Las palabras talladas en ella decían CUTLER’S COVE CEMETERY. «Qué apropiado», pensé. Me sentía que como si prefiriese morir.

Miré más allá del oscuro portal, hacia las piedras que brillaban como tantos otros huesos a la luz del sol de la mañana y me sentí atraída como una persona hipnotizada. Descubrí un sendero a la derecha y caminé por él lentamente. Era un cementerio bien cuidado, con la hierba esmeradamente cortada y las flores bien atendidas, sin malas hierbas. Al cabo de un rato, encontré la parte de los Cutler y contemplé las lápidas de mis antepasados, tumbas de gente que tenían que ser mi bisabuelo y bisabuela, tías y tíos, primos. Había un gran monumento que señalaba la tumba de mi abuelo e inmediatamente detrás y a la derecha había una lápida muy pequeña.

Curiosa, me acerqué a la pequeña lápida y me detuve en seco cuando pude leer lo que decía. Parpadeé con ojos incrédulos. ¿Estaba leyendo correctamente o era un juego de la luz matinal? ¿Cómo era posible? ¿Por qué tenía que ser esto? No tenía sentido. ¡Simplemente no tenía sentido!

Lentamente me arrodillé en el pequeño monumento, pasando los dedos sobre las letras talladas mientras leía las pocas palabras.

Eugenia Grace Cutler

Recién Nacida

Desaparecida pero no olvidada

El estómago se me encogió aún más al ver las fechas que señalaban mi nacimiento y mi desaparición. No había forma de negar el hecho. Ésta era mi propia tumba.

De repente, la tierra bajo mis rodillas pareció quemarme. Sentí hielo goteando por mi nuca. Me puse de pie rápidamente, sobre mis piernas temblorosas, desviando los ojos de la prueba de mi no existencia. No hubo ninguna duda en mi mente sobre quién había sido la autora de la tumba: la abuela Cutler. Ciertamente estaría mucho más feliz si mi cuerpo hubiera estado allí. Pero ¿por qué? ¿Por qué tenía tantos deseos de tenerme enterrada y olvidada?

De alguna forma me tenía que enfrentar con esta odiosa vieja y demostrarle que yo no era una criatura infecta sobre la que se podía escupir y a quien se podía atormentar. No estaba muerta. Estaba viva y ella no podía hacer nada para negar mi existencia.

Cuando volví al hotel y a mi habitación, busqué en la papelera y saqué la fotografía rota de Madre. Había sido rasgada por su bella sonrisa. Era como si mi abuela hubiera roto mi corazón. Escondí los pedazos rotos bajo mi ropa interior en la cómoda. Trataría de pegarla, aunque nunca sería lo mismo.

Me puse el uniforme y fui directamente a la cocina. Cuando llegué, ya estaba llena con los camareros, otras camareras, los auxiliares de cocinas, los botones y los recepcionistas. Las conversaciones se detuvieron y todas las caras se volvieron hacia mí. Me sentí de la misma forma que cuando entraba en una nueva clase. Supuse que la mayor parte de ellos sabrían ya quién era.

Mrs. Boston me llamó y me reuní con ella y con otras camareras. Me di cuenta que tenían en mi contra el hecho de que había ocupado el empleo de otra persona, de alguien que verdaderamente lo necesitaba. Sin embargo, me presentó a todos y señaló a Sissy. Me senté junto a ella.

Era una chica de color, cinco años mayor que yo aunque no lo parecía. Yo era un par de centímetros más alta que ella. Llevaba el pelo muy corto, cortado de forma uniforme, como si alguien le hubiera puesto un bol en la cabeza y lo hubiera recortado.

—Todo el mundo está hablando sobre ti —me dijo—. La gente siempre había oído hablar del bebé Cutler que se había perdido, pero todos pensaban que habías muerto. Mrs. Cutler incluso hizo poner una lápida en el cementerio familiar —añadió.

—Lo sé —repuse—. La he visto.

—¿La has visto?

—¿Por qué lo hicieron?

—He oído decir que Mrs. Cutler la hizo hacer años después, cuando llegó a la conclusión de que no ibas a ser encontrada viva. Yo era demasiado pequeña para ir al funeral, por supuesto, pero mi abuela me contó que tampoco fue nadie de la familia. Mrs. Cutler le dijo a todos que el día que te raptaron era como si hubiera sido el día de tu muerte.

—Nadie me lo mencionó —repuse—. Sólo llegué al lugar por puro accidente, cuando paseando me acerqué al cementerio y encontré la parte de la familia.

—Supongo que ahora la harán quitar —dijo Sissy.

—No si mi abuela hace lo que quiere —murmuré.

—¿Qué dices?

—Nada —contesté. Aún estaba temblando por la visión de la pequeña piedra con el nombre inscrito sobre ella. Aunque no fuera el nombre que yo aceptaba, la lápida era para mí. Me sentí contenta de empezar a trabajar y distraerme con otras cosas.

Después del desayuno fuimos con otras camareras a la oficina de Mrs. Stanley. Repartió los trabajos, las nuevas habitaciones que debían ser preparadas, las habitaciones que debían ser limpiadas porque los huéspedes se marchaban. Sissy y yo debíamos hacer lo que era llamado el ala este. Teníamos quince habitaciones. Nos repartimos las habitaciones a lo largo del pasillo. Justo antes del almuerzo mi padre vino a buscarme.

—Tu madre está preparada para verte, Eugenia —dijo.

—Te lo he dicho… me llamo Dawn —repliqué. Ahora que había visto la lápida, el otro nombre me parecía aún más despreciable.

—¿No crees que Eugenia tiene un sonido más distinguido, cariño? —me preguntó mientras caminábamos—. Te pusimos ese nombre por una de las hermanas de mi madre. Era una chica joven cuando murió.

—Lo sé, pero no he crecido con ese nombre y no me gusta.

—Quizá llegue a gustarte, si le das una oportunidad —sugirió

—No lo haré —insistí, pero él no pareció ni oírme ni importarle.

Entramos en la parte antigua del hotel y nos dirigimos a la escalera. Mi pulso latía más y más fuerte con cada pisada que daba hacia delante.

La parte superior de las escaleras parecía recién empapelada con un papel cuyo dibujo eran lunares azul claro y el pasillo tenía una elegante alfombra color crema. Una enorme ventana en el extremo lo hacía luminoso y aireado.

—Ésta es la habitación de Philip —explicó mi padre cuando llegamos a una puerta a la derecha—, y la próxima puerta es la habitación de Clara Sue. Nuestra suite está aquí mismo a la derecha. La suite de tu abuela está situada justamente al dar la vuelta al pasillo.

Nos detuvimos frente a la puerta cerrada de su dormitorio y el de mi madre, y mi padre aspiró profundamente, abriendo y cerrando los ojos, como si tuviera un gran peso en su pecho.

—Debo explicarte algo —comenzó—. Tu madre es una persona muy delicada. Los médicos dicen que tiene los nervios alterados, de manera que debemos evitarle cualquier tensión o presión. Proviene de una vieja familia de aristócratas del Sur, y toda su vida ha estado muy protegida. Por eso la quiero. Para mí es como… una obra de arte, una porcelana, frágil, bella, exquisita —dijo—. Alguien que necesita ser protegido, querido y cuidado tiernamente. En fin, ya te puedes imaginar lo que este asunto le ha producido. Te tiene un poco de miedo —añadió.

—¿Me tiene miedo? ¿Por qué? —pregunté.

—Bien… educar a nuestros dos hijos ha sido una gran presión sobre ella. Que repentinamente tenga que enfrentarse con una hija que suponía perdida desde hace mucho tiempo y que ha vivido una vida completamente diferente… la asusta. Todo lo que te pido es que seas paciente. De acuerdo —dijo, haciendo otra profunda inspiración y alcanzando el pomo de la puerta—. Entremos.

Era como entrar en otro mundo. Primero entramos en un saloncito con una alfombra de terciopelo color burdeos. Todos los muebles, aunque de aspecto brillante, nuevo y limpio, eran evidentemente antiguos. Más tarde sabría que eran todos muy valiosos. Todo era auténtico y de principios de siglo.

A la izquierda había una chimenea de piedra con una larga y ancha repisa. Sobre ésta, había un retrato de una mujer joven con una sombrilla en la playa. Estaba vestida con un traje de color claro con un largo dobladillo. En ambos extremos de la repisa habían colocado esbeltos jarrones con una única rosa en cada uno.

Encima de la repisa había un cuadro de lo que debía haber sido el «Hotel Cutler Cove» original. Había gente sobre el césped y gente sentada en el porche que rodeaba la casa. Un hombre y una mujer estaban de pie en la puerta principal. Me pregunté si no serían mis abuelos. El cielo por detrás y sobre el hotel, estaba lleno de nubecillas pequeñas creadas por el viento.

A mi izquierda inmediata había un piano. Había una partitura sobre él, pero parecía que había sido colocada para hacer bonito. De hecho, todo el salón parecía que no fuera usado, que no se tocaba nada, como una sala de un museo.

—Por aquí —dijo mi padre indicando las puertas dobles frente a nosotros. Sostuvo ambos pomos y abrió las dos puertas con un movimiento grácil. Entré en el dormitorio y casi me quedé sin aliento de asombro. Era muy grande, pensé que era más grande que la mayoría de los apartamentos en los que había vivido. La tupida alfombra de color azul mar se extendía hasta alcanzar una enorme cama con dosel en el otro extremo de la habitación. Había grandes ventanas a cada lado de la cama, con blancos visillos de encaje. Las paredes estaban tapizadas de terciopelo azul oscuro. A la derecha había un tocador de mármol blanquísimo con vetas rojo cereza, y dos sillas gemelas de respaldo alto y cojines. Jarrones llenos de junquillos estaban colocados de forma espaciada sobre la mesa. Un espejo que llegaba del suelo hasta el techo cubría la pared tras el tocador y hacía que la habitación pareciese aún más grande y ancha.

Una puerta que se abría en la izquierda conducía a un armario empotrado mayor que la habitación en la que yo dormía. Había otro armario empotrado no lejos de este último. El cuarto de baño estaba a la derecha. Sólo lo vi de refilón, pero pude contemplar las griferías de oro y la enorme bañera.

Mi madre estaba casi perdida en la enorme cama. Se hallaba recostada sobre dos enormes y mullidas almohadas. Llevaba una bata de seda de color rosa brillante y un camisón de algodón y encajes. Al acercarnos, levantó la vista de la revista que tenía en sus manos y dejó un bombón otra vez en la caja que tenía al lado de la cama. Aunque estaba en la cama, llevaba unos pendientes de perlas, pintura de labios y los ojos acentuados con un lápiz. Parecía como si pudiera salir de la cama, ponerse un traje elegante e irse a bailar.

—Laura Sue, aquí estamos —canturreó mi padre, constatando lo evidente. Se detuvo y se volvió hacia mí, haciéndome señas de que me acercara—. ¿No es una chica muy guapa? —añadió cuando me coloqué junto a él.

Miré a la mujer que se me había dicho era mi verdadera madre. «Sí, había un parecido», pensé. Ambas éramos rubias, mi pelo tenía su mismo tono claro de sol de la mañana. Yo tenía sus ojos y su cutis color melocotón y crema. Ella tenía un cuello grácil y hombros delgados y su pelo descansaba suavemente sobre ellos y parecía como si lo hubieran cepillado mil veces, dada la apariencia tan suave y brillante que tenía.

Me miró rápidamente, recorriéndome con sus ojos de la cabeza a los pies y entonces respiró profundamente, como tratando de recobrar el aliento. Llevó su mano al medallón en forma de corazón que descansaba entre sus pechos y jugueteó con él nerviosamente. Llevaba una sortija con un enorme brillante, que era tan grande, que parecía inadecuado y fuera de lugar en su delgado y corto dedo.

Yo también aspiré profundamente. La habitación estaba impregnada con el perfume de los junquillos, que se hallaban en jarrones sobre las mesas auxiliares y sobre una mesa del fondo.

—¿Por qué lleva un uniforme de camarera? —le preguntó mi madre a mi padre.

—Oh, ya conoces a mamá. Quería que se acostumbrase inmediatamente a la vida del hotel —le contestó. Ella hizo una mueca y movió la cabeza.

—Eugenia —dijo finalmente en un murmullo dirigiéndose a mí—. ¿Verdaderamente eres tú? —Incliné la cabeza y ella pareció confundida. Se volvió rápidamente a mi padre. Las cejas de él se unieron en un ceño de preocupación.

—Tengo que decirte, Laura Sue, que a Eugenia hasta ahora le han dado el nombre de Dawn y se siente un poco incómoda cuando la llaman por cualquier otro nombre —explicó. Una expresión de extrañeza pasó por la cara de ella y arrugó su frente. Agitó las pestañas y frunció los labios.

—¿Oh? Pero la abuela Cutler fue la que te puso el nombre —me lo dijo como si significase que estaba escrito sobre piedra y jamás pudiese ser cambiado ni desafiado.

—Eso no me importa —contesté. De repente pareció asustada y esta vez cuando miró a mi padre fue para pedir ayuda.

—¿Le pusieron por nombre Dawn? ¿Solamente Dawn?

—Sin embargo, Laura Sue —dijo mi padre—, Dawn y yo hemos hecho un acuerdo y dará una oportunidad a que se le llame Eugenia.

—Nunca dije que lo aceptaba —contesté rápidamente.

—Oh, esto va a ser tan difícil —dijo mi madre moviendo la cabeza. Movía la mano cerca de su garganta y los ojos se le habían oscurecido. Algo que me asustaba surgía en mi corazón sólo de contemplar sus reacciones. Madre había estado enferma de muerte pero nunca había tenido un aspecto tan débil y desvalido como tenía mi verdadera madre.

—Cada vez que alguien le llame Eugenia no va a saber que la están llamando. Ahora no puedes llamarte Dawn —me dijo—. ¿Qué pensaría la gente? —gimió.

—¡Pero si es mi nombre! —exclamé. Parecía que ella iba a echarse a llorar.

—Ya sé lo que haremos —dijo de repente dando una palmada con las dos manos—. Cada vez que te presentemos a alguien importante te presentaremos como Eugenia Grace Cutler. Pero aquí en la vivienda de la familia te llamaremos Dawn si eso es lo que quieres. ¿No te parece sensato, Randolph? ¿No se lo parecerá a mamá?

—Veremos —contestó él aunque no parecía muy contento. Pero mi madre puso una expresión dolorosa y él se calmó y sonrió—. Yo hablaré con ella.

—¿Por qué no puedes decirle simplemente que eso es lo que tú quieres? —le pregunté a mi madre. En este momento sentí más curiosidad que ira. Ella movió la cabeza y se puso la mano en el pecho.

—Yo… no soporto las discusiones —dijo—. ¿Es necesario tener discusiones, Randolph?

—No te preocupes por esto, Laura Sue. Estoy seguro de que entre Dawn, mamá y yo vamos a solucionarlo todo.

—Muy bien —respiró hondo—. Muy bien —repitió—. Eso está arreglado —comentó.

¿Qué era lo que estaba arreglado? Miré a mi padre. El me sonrió como diciendo que lo dejase estar. Mi madre sonreía de nuevo con el aspecto de una niña pequeña a la que han prometido algo maravilloso como un vestido nuevo o un día en el circo.

—Acércate, Dawn —me pidió—. Déjame verte de cerca. Ven, siéntate junto a la cama. —Me hizo señas para que me acercase una silla. Lo hice rápidamente y me senté.

—Eres una chica muy bonita —comentó—, con un hermoso pelo y bellos ojos. —Estiró la mano para acariciar mi pelo y pude ver sus largas y perfectas uñas sonrosadas—. ¿Te sientes feliz de estar aquí, de estar en casa?

—No —le contesté rápidamente, quizá demasiado rápido, porque parpadeó y se encogió como si le hubiese pegado—. No estoy acostumbrada a esto —le expliqué— y añoro a las únicas personas que conocí como familia.

—Naturalmente —contestó—. Pobre, pobre niña. Qué horrible tiene que ser todo esto para ti. —Me sonrió, una sonrisa muy bonita, pensé y cuando miré a mi padre pude ver cómo él la adoraba—. Te conocí sólo durante unas pocas horas, te tuve en mis brazos sólo un rato. Mi enfermera, Mrs. Dalton, te conoció más tiempo que yo —se lamentó. Ella volvió los ojos tristes hacia mi padre y él asintió apenado.

»Cada vez que pueda recibirte tienes que estar tanto tiempo conmigo como te sea posible, contándome todo sobre ti, dónde has estado y lo que has hecho. ¿Te trataban bien? —preguntó haciendo muecas como si se preparase para oír las peores cosas, historias de haber sido encerrada en armarios o, me hubiesen pegado o hecho pasar hambre.

—Sí —le contesté—firmemente.

—¡Pero eran tan pobres! —exclamó.

—El ser pobre no me importaba. Ellos me querían y yo les quería a ellos —declaré. No pude evitarlo. Añoraba tanto a Jimmy y a la pequeña Fern que me hacía temblar por dentro.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó mi madre volviéndose a mi padre—. Esto va a ser tan difícil como pensé que iba a serlo.

—Se tomará tiempo —repitió él—. No te asustes, Laura Sue. Todo el mundo ayudará, especialmente mamá.

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