Aurora

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5. Nostalgia

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Tras diversas discusiones sobre diseño, tomaron la decisión de disponer las camillas en el Fetch, en Long Pond, y en Olympia, el bioma contiguo. Expulsaron a los animales de ambos biomas para impedir que pudieran dañar de algún modo a las poblaciones. Los pocos animales que quedaban fueron trasladados a otra parte, y serían cuidados por robots y perros pastores por grupos, cuando no abandonados para que llevaran una vida salvaje en ciertos sistemas. Nosotras íbamos a controlar su progreso, a trasladar los restos a las recicladoras cuando no fueran devorados, y haríamos lo posible por supervisar una ecología saludable de la vida animal. Se convertiría sin duda en todo un experimento sobre dinámica de poblaciones, equilibrio ecológico y biogeografía insular. No lo mencionamos, pero nos pareció que las cosas podían salir bien en términos ecológicos, en cuanto desapareciera la gente y la dinámica de poblaciones inicial entrara en juego y redistribuyera los números.

A nadie se le escapó el hecho de que la gente a bordo iba a confiarse en manos de un sinfín de máquinas grandes y complejas, que nosotras operaríamos sin supervisión humana, excepto indirectamente por medio de instrucciones dadas por adelantado. Un testamento, por llamarlo de algún modo. Esta fue la causa que suscitó la preocupación de muchos, a pesar de que los tanques de emergencias médicas a los que accedían de buena gana cuando se lastimaban habían demostrado ser mucho más efectivos y seguros que la atención de los equipos médicos humanos.

—¿En qué se diferencia de la situación actual? —preguntaba Aram a quienes expresaban sus dudas al respecto. Era verdad que la gran mayoría de las funciones de a bordo las desempeñábamos nosotras desde el inicio de la travesía. Era como si ejerciésemos para ellos el papel de una especie de cerebelo, regulando toda clase de funciones automáticas de soporte vital. Y considerado de esa manera, era cuestión de si el concepto de la voluntad servil era apropiado; posiblemente podía considerarse más bien voluntad devota. Posiblemente existía una especie de fusión de voluntades, o ninguna voluntad en absoluto, sino únicamente una respuesta articulada al estímulo. Saltos dados bajo el látigo de la necesidad.

Finalmente, establecieron diversos protocolos para controlar la situación. Si las constantes vitales de cualquier durmiente caían en zonas consideradas de peligro para su metabolismo, nosotras despertaríamos a esa persona y a un pequeño equipo médico para solventar los problemas del paciente, en caso de que fuera posible. El protocolo estaba diseñado con redundancias de seguridad en cada punto crítico del sistema, lo que reconfortó a muchos de ellos. A menudo se planteó la sugerencia de que al menos una persona permaneciese despierta para hacer las veces de cuidador, de supervisor del proceso. Por supuesto, dicha persona no llegaría con vida al final del trayecto. Con el tiempo, quedó claro que ningún individuo, pareja o grupo quería sacrificar el resto de su vida para velar por el sueño de los demás. Hasta cierto punto fue una muestra de respaldo a nuestra capacidad como cuidadoras o cerebelo, un amable gesto de confianza, motivado también por la voluntad de vivir y la poca voluntad de morirse de hambre en soledad.

Y al final, Jochi se prestó voluntario para permanecer despierto y cuidar de todo, siempre desde su retiro en el transbordador.

—De todos modos no me dejarán poner un pie en la Tierra —dijo—. Estaré aquí de por vida. Será mejor aprovechar el tiempo antes que después. Sobre todo teniendo en cuenta que no hay forma de saber cómo os despertaréis, si es que lo hacéis. En fin, que yo asumo la primera guardia.

Hubo otros que se prestaron voluntarios a ser despertados brevemente para comprobarlo todo, lo que motivó la elaboración de calendarios. La gente involucrada en estas rotaciones estaba al corriente de cuándo se despertaría, un momento que muchos denominaron «mi Brigadoon». Estos planes eran excepciones; la mayoría permanecerían dormidos durante todo el viaje.

Se acordó que si se producía una situación terminal de cualquier tipo, lo que equivalía a decir una emergencia que pusiera en peligro la existencia de la nave, despertaríamos a todo el mundo para afrontarla juntos.

Todos lo acordamos. Parecía ser la mejor oportunidad que tenían de regresar a casa. Abrimos nuestros protocolos operacionales para completar la inspección. Había mucho preparativo en lo tocante a los animales y las plantas para evitar que el experimento de equilibrio ecológico acabase en desastre. Miembros de los grupos de biología y ecología expresaron un gran interés en averiguar al despertar qué había pasado en los biomas sin la presencia de seres humanos que hubiesen cuidado de todo.

—¡Una nave donde las fieras campan a sus anchas! —exclamó Badim.

—Probablemente funcionará mejor —dijo Aram.

Llegó el día, 209.323. Se reunieron en los dos biomas donde estaban repartidas las camillas, dispuestas en hileras en los comedores de los apartamentos que ahora hacían de hospital, enfermerías o residencias. Habían comido más de lo habitual durante las últimas dos semanas, ingiriendo los alimentos frescos y buena parte de los almacenados. Habían liberado los pocos animales domésticos que quedaban para que se adaptasen a la vida en libertad, sobrevivieran o no. Se habían despedido. Se dirigieron a las camillas, cada una ajustada para su ocupante, y esperaron a que les llegase la hora.

El equipo médico se desplazó a lo largo de las hileras de camillas, en silencio, metódicos. Freya los acompañó, repartiendo abrazos y tranquilizando a la gente, agradeciéndoles todo lo que habían hecho en la vida, por dar aquel paso inverosímil y desesperado hacia lo desconocido. Ellen, de la granja de Nueva Escocia; Jalil, amigo de la infancia de Euan. Delwin, anciano y con el pelo blanco. Era como si acomodase a quienes se disponían a embarcar en la barca que cruza el Leteo. Como si fuesen a morir. Como si estuviesen a punto de suicidarse.

Nunca había resultado más obvio hasta qué punto Freya era la líder de ese grupo, la capitana de la nave. La gente la necesitaba a su lado como un niño necesita a su madre antes de apagar la luz por las noches. Los hubo que temblaron inquietos; otros lloraron; otros se rieron con ella. Sus indicadores metabólicos se habían disparado. Tardarían un rato en recuperar sus niveles normales. Se aferraban a ella, así como a familiares y amigos, antes de tumbarse.

En cada hilera atendían primero a los niños, porque eran muchos los que estaban asustados. Alguien comentó que ellos eran los únicos que conservaban el suficiente sentido común para aterrorizarse.

Cuando les llegaba el turno, se desnudaban y tumbaban en sus camillas refrigeradas, para cubrirse después con lo que parecía una especie de edredón, pero que de hecho era un componente complejo del sobre hibernáutico que no tardaría en envolverlos por completo. También les cubrirían la cabeza cuando terminaran, antes de enfriarlos a temperaturas parecidas a las de los peces que nadan en los mares antárticos.

Cuando estuvieron preparados, las agujas se introdujeron en sus brazos.

Una vez el cóctel de medicación intravenosa los dejaba inconscientes, el equipo médico terminaba de conectarlos a los monitores y controles térmicos y ajustaba los catéteres, conexiones eléctricas, goteros y medidores. Concluida esta segunda fase, las camillas empezaban a enfriar los cuerpos, y cada persona se sumergía en un sueño si cabe más profundo, envuelto en la camilla y en sus propios sueños gélidos. Durante los siguientes años no habría escáner capaz de indicar qué les cruzaba por la mente.

Por último, Freya se reunió con Badim, que estaba sentado en su camilla, esperando. Freya había acordado con la nave y el equipo médico sumarse al último grupo, y Badim se había empeñado en esperarla.

Permanecía sentada en su camilla, los pies colgando, cansada. Había sido una jornada repleta de emociones. Badim miró en torno de la sala con expresión preocupada.

—Me recuerda a esas fotos antiguas de las ejecuciones —dijo—. Hubo un tiempo en que las hacían con inyecciones.

—Calma, Beebee. Hay inyecciones de todo tipo, eso ya lo sabes. Esta es de las buenas. Es nuestra mejor oportunidad. Eso también lo sabes.

—Sí, lo sé. Pero es que ya soy tan mayor. No creo que en mi caso salga bien. Tengo mucho miedo, lo admito.

—No sabes lo que pasará. No padeces nada malo que pueda empeorar mientras duermes. Y si no funciona, piensa en lo que supondrá. Habremos llegado a un planeta donde podremos vivir. Devi estaría encantada.

Badim sonrió.

—Sí. Creo que le encantaría.

Se acomodó en la camilla. En el extremo opuesto de la sala dormían a Aram. Badim y él intercambiaron un saludo.

—«¡Que los coros angélicos te acompañen a tu eterno descanso!» —alzó la voz Badim para que alcanzase a su amigo.

Aram rio.

—¡Pues vaya verso te ha dado por escoger, amigo mío! A ti te digo: «Cuando llega el invierno, ¿puede andar lejos la primavera?».

Badim sonrió.

—De acuerdo, ¡tú ganas! ¡Nos vemos en primavera!

Aram se tumbó, se acomodó, se durmió. Freya se sentó junto a Badim.

—Adiós, mi niña —dijo, abrazándola—. Dulces sueños. Me alegro tanto de que estés aquí. Definitivamente tengo miedo.

Freya le devolvió el abrazo, sin soltarlo mientras el equipo médico lo conectaba a sus goteros y monitores.

—No lo estés —le dijo—. Relájate. Piensa en cosas bonitas, así sentarás la pauta de tus sueños. A mí me sirve cuando me voy a dormir. Por tanto, piensa en lo que quieres soñar.

—Soñar durante un siglo —murmuró Badim—. Espero soñar contigo, cariño. Soñaré con ambos navegando en Long Pond.

—Eso, buena idea. Yo haré lo mismo y nos veremos en tus sueños.

—Buen plan.

Poco después perdió la consciencia y se puso a roncar débilmente mientras su cuerpo intentaba acompasarse al modo en que su cerebro se sumergía en el sueño. El monitor situado en la cabecera de la camilla mostraba sus signos vitales, parpadeando en lenta sincronía. El ritmo de su respiración perdió velocidad. Los picos rojos de sus latidos de corazón en el monitor quedaron separados por líneas rojas más y más alargadas, casi llanas. En una situación normal eso daría pie a un momento de desespero, a una especie de espiral mortífera. Pero en ese instante no se distinguía de los demás, tumbados en los lechos de hielo, sumiéndose a paso vivo en el sueño, en un abismo que no se parecía a nada que los humanos hubiesen intentado antes, a excepción del puñado de cosmonautas, valientes como siempre que había que poner a prueba los límites de la resistencia humana.

La poca gente que seguía despierta alrededor de Freya formaba parte del propio grupo médico, cuatro mujeres y tres hombres que trabajaban en silencio, con calma. Algunos se secaron el exceso de lágrimas de las comisuras de los ojos. No los embriagaba la emoción, quizá tan solo la situación, que había copado sus sentimientos, y estos buscaron la salida más próxima en forma líquida por ojos y fosas nasales. ¡Cuán llenos de emociones están los humanos! ¡Cómo se miraron los unos a los otros! ¡Cómo se abrazaron cuando se abrazaron! ¡Cómo apretaron los labios! Cómo el más fuerte de ellos se encogió de hombros y siguió trabajando en lo suyo, acostando a un amigo, y luego a otro, y a otro.

¿Qué soñarán mientras duerman? A saber. No estaban seguros de qué ondas cerebrales mostrarían en su letargo. ¿Sueño profundo, sueño ligero, sueño REM? ¿Un estado cerebral totalmente nuevo? Los primeros programados para despertar y comprobar su estado estaban encargados precisamente de eso. La mayoría de los que entendían algo sobre el sueño esperaban que fuese sueño profundo en lugar de REM. Costaba imaginar que el sueño REM pudiese relacionarse con cualquier clase de estado latente metabólico. De todos modos, soñaron en cada etapa del sueño. Costaba imaginar que un siglo soñando no los cambiara de algún modo.

Freya y el último de los equipos médicos se desplazaron lenta y metódicamente alrededor de sus propias camillas. Se conocían bien. Se durmieron tras fundirse en un abrazo de grupo.

Freya había aprendido los procedimientos lo bastante bien para ser una de los últimos ocho en dormirse, junto a Hester. Se miraron a los ojos mientras trabajaban, excepto cuando debían concentrar la atención en las vendas y agujas, en los tubos nasales, en los catéteres. Cuando hubieron terminado estaban demasiado ligados a sus camillas para abrazarse, de modo que se limitaron a extender los brazos el uno hacia el otro, antes de tumbarse en la camilla.

Por último, cuando todo el mundo estuvo dormido, la última pareja de técnicos médicos se prepararon mutuamente el uno a al otro. Trabajaron como en la ilustración de Escher donde dos manos se dibujan a lápiz mutuamente. Sus lechos eran contiguos, y se inclinaron por la cintura, gesto a gesto, sonriendo mientras trabajaban porque eran hermanas gemelas, Tess y Jasmine. Cuando terminaron de conectarse, se recostaron de manera que los brazos robóticos de sus camillas se ocupasen de las últimas conexiones. Una vez concluido este paso, se tumbaron de lado, vueltas la una hacia la otra, ajustando brevemente las bandas de la cabeza, los collarines, las medias y guantes. Se recostaron por fin, unidas a las camillas de catorce formas distintas. Aunque extendieron los brazos para tocarse, estaban demasiado separadas para hacerlo.

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