Aurora

Aurora


6. El problema de verdad

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Llegamos al perihelio, lo cual admitimos que supuso un alivio, ya que desde aquí daba la impresión de que podía dispararse hacia arriba una corona y borrarnos del cielo negro solar. Las temperaturas exteriores de la nave subieron hasta los 1100 grados centígrados; algunos puntos de la nave estaban al rojo. Por suerte el revestimiento aislante de los biomas había sido reforzado y era excelente, y humanos y animales no se vieron afectados por el calor que hacía en el exterior. Peor con mucho para ellos y la integridad de la nave fue, tal como cabía esperar, la combinación de las fuerzas g de nuestra desaceleración y las fuerzas de las mareas causadas por nuestro cambio de rumbo, que juntas ejercieron un valor muy cercano a las 10 g que habíamos predicho y confiado en no exceder. La cosa fue bien, pero se cobró un precio en todos. Nosotras aguantamos bien, pero los animales se vieron aplastados en el suelo, muchos sufrieron fracturas óseas; y en las camillas de hibernación, los durmientes fueron aplastados contra los colchones. Hubiera sido interesante saber si sus sueños se vieron de pronto invadidos por problemas de presión extrema, física o emocional. Si de pronto, en sueños por lo demás típicos, se habían encontrado tendidos en el suelo y gruñendo, o aplastados en las impresoras, o golpeados por martillos. Sus metabolismos lentificados estaban quizá mal situados para resistir estas fuerzas g; no podían prepararse para lo que se les avecinaba, y aunque en cierto modo esta incapacidad podía haber resultado beneficiosa, por otro claramente representaba un cambio a peor.

Debajo de nosotros, el plano de fuego ligeramente convexo ocupaba un 30 por ciento del espacio visible para nuestros sensores. Casi podía confundirse por dos planos entre los cuales nos colábamos, uno negro y otro blanco. El sol ardía. Las espículas de las llamas se retorcían y danzaban; una aureola se alzó a un lado como intentando atraernos a lametazos. Las manchas solares aparecieron sobre el horizonte y brevemente se desplazaron en remolino bajo nosotros sobre los campos de espículas azotadoras, toda la convección sacudiéndose a una como zarandeada por mareas magnéticas, tal como sucedía. Nuestro paracaídas de resistencia magnética ejercía en ese momento tal fuerza en su compartimento del generador que nos alegramos de haberlo instalado en ataduras flexibles a popa de la columna, porque ahora las ataduras se estiraban casi hasta el punto de rotura, y nuestra desaceleración era intensa.

Encendimos los retrocohetes de nuestro motor principal para crear más desaceleración aún, y las 10 g de fuerza aumentaron brevemente a 14. Nuestros componentes emitieron gruñidos y chirriaron, las juntas crujieron y en el interior de cada estancia en todos los biomas cayeron cosas y se rompieron, cuando no se doblegaron; sonó como si la nave se estuviese partiendo. Pero no era así. Nos mantuvimos unidas, gritando y crujiendo sometidas a semejante fuerza.

Entretanto, la dotación de hibernautas yacía en las camillas, soportándolo en sueños. Quince fallecieron en ese minuto. Un índice de supervivencia impresionante, teniéndolo todo en cuenta. Los animales son duros, incluidos los humanos. Sin duda evolucionaron a través de muchos golpes duros al trepar a árboles y caer al suelo. A pesar de ello, 15 fallecieron: Abang, Chula, Cut, Frank, Gugun, Khetsun, Kibi, Long, Meng, Niloofar, Nousha, Omid, Rahim, Shadi, Vashti. También muchos de los animales a bordo. Era una prueba de presión, algo desgarrador. No hubo nada que hacer. Había que aprovechar la oportunidad. Pese a todo: remordimientos. Feo asunto. Muchas personas, muchos animales.

Salimos de la pasada en ruta hacia Júpiter, y, a pesar de estas pérdidas que no podríamos recuperar, supuso un alivio tremendo confirmar que había sido un éxito crucial. No tardamos en enfriarnos, lo que ocasionó otra sesión de crujidos, en esta ocasión por parte de las superficies exteriores de la nave. Pero habíamos sobrevivido a la pasada por Sol, y nos habíamos desprendido de buena parte de nuestra velocidad, trazando un ángulo alrededor de Sol lo bastante lejos para volar hacia Júpiter, tal como habíamos esperado.

Cuando nos dirigimos a Júpiter, el tráfico de radio procedente de la Tierra y las diversas colonias dispersadas por todo el sistema solar nos dio a entender que seguían hablando de nuestra situación, de manera muy acalorada aunque con pocas luces, como suele decirse. Nos llamaban la nave regresada. Por lo visto éramos una anomalía, una singularidad, por ser la primera vez en la historia que sucedía algo parecido. Entendimos que entre diez y veinte naves habían sido enviadas a las estrellas en los dos siglos que habían transcurrido desde nuestra partida, y que otras lo habían hecho antes de nosotros. No habíamos sido la primera. Eran proyectos excepcionales, muy costosos, una inversión que no ofrecía ganancias; fueron gestos, obsequios, declaraciones filosóficas. Las hubo de las que no se tuvo noticia durante décadas, mientras que en otros casos seguían enviando informes de sus viajes de ida. Por lo visto, unas pocas se hallaban en órbita alrededor de las estrellas a las que habían viajado, pero la impresión que tuvimos fue que habían hecho pocos progresos a la hora de colonizar los planetas. Una historia que nos resultó familiar. Pero no la nuestra. Nosotros éramos los que habíamos vuelto.

Nuestro regreso, por tanto, continuó siendo controvertido, con respuestas que iban de la emoción al análisis, de la ira y el desprecio a la alegría, de la incomprensión total a reflexiones que nosotras no habíamos alcanzado.

No intentamos dar explicaciones. Habría sido necesario recurrir a esta narración solo para iniciar ese proceso, y esto no lo habíamos escrito para ellos. Además no había tiempo para darlas, ya que aún quedaba mucho por calcular sobre la mecánica orbital que implicaba cruzar el sistema solar a semejante velocidad. El problema de los n cuerpos gravitatorios no es particularmente complejo comparado con otros, pero la n de esta situación era un número imponente, y aunque por lo general se soluciona como si únicamente estuviesen involucrados Sol y las masas cercanas más grandes, ya que la solución suele ser prácticamente la misma que solucionarla para todo el conjunto del millar de masas mayores del sistema solar, las diferencias en nuestro caso serían a veces cruciales para el ahorro de combustible, que iba a convertirse en el mayor problema a medida que progresase nuestra peregrinación. Contando con que lo hiciera; las cuatro pasadas siguientes lo determinarían, dependiendo de si lográbamos mantenernos en el sistema solar, en lugar de adentrarnos en la negrura. Cada pasada sería crucial, pero lo primero era lo primero: Júpiter se acercaba, tan solo disponíamos de dos semanas antes de llegar.

Los residentes del sistema solar seguían obviamente muy asustados por nuestra velocidad. Lo tecnológico y lo sublime: cualquiera diría que había llegado un punto en que la mente humana se había acostumbrado a cosas así, que habría perdido el interés. Pero por lo visto aún no había llegado ese momento; sin duda la gente conservaba una idea aproximada de cuánto llevaba un viaje interplanetario, y nosotros transgredíamos esa idea, éramos la novedad, los estábamos dejando atónitos.

Pero ahora Júpiter.

Habíamos logrado desprendernos de un elevado y satisfactorio porcentaje de nuestra velocidad inicial gracias a la pasada junto a Sol, y nos desplazábamos ya a 0,3 por ciento de la velocidad de la luz, pero seguía siendo mucho, y como ya se ha mencionado, a menos que tuviésemos éxito en nuestras siguientes cuatro fases, Júpiter-Saturno-Urano-Neptuno, tanto como en nuestra pasada junto a Sol, abandonaríamos el sistema solar a gran velocidad sin un modo de regresar a él. De modo que aún no nos habíamos salvado del incendio (una metáfora desacertada, de hecho, teniendo en cuenta lo que acabábamos de dejar a nuestro paso).

Las fluctuaciones no lineales e impredecibles de los campos gravitatorios de Sol, los planetas y los satélites del sistema solar constituyen factores desafiantes para la mecánica orbital clásica y las ecuaciones de relatividad general necesarias para solventar nuestro problema de trayectoria. La sólida Red de Transporte Interplanetaria de nuestro sistema solar, que explotaba los puntos Lagrange de varios planetas para alterar la trayectoria de cargueros espaciales sin necesidad de que estos consumieran combustible, nos resultaban del todo inútiles, y no eran más que simples anomalías que incluir en los cálculos, antes de pasar por su lado como si no existieran. Sin embargo, sufrieron grandes perturbaciones, podría decirse que caóticas alteraciones gravitatorias, y aunque su tirón era muy ligero, y de todos modos apenas pasamos cerca, había que contemplarlas en los algoritmos, utilizarlas o compensar su presencia, según fuese el caso.

Júpiter. Llegamos pasando justo por esa bola sulfúrica amarilla de azufre y salpicada de manchas negras que es Ío, con proa al periastro, situado ligeramente en el interior de las nubes de gas superiores del gigantesco gigante gaseoso, todo tonos ocres, pardos y siena quemados, con el margen azotado por el viento entre cada franja ecuatorial un untoso torbellino de conjuntos de Mandelbrot, con un aspecto más viscoso de lo que era, gases difusos en lo alto de la atmósfera, delineados por densidades y contenidos gaseosos, aparentemente, porque sin importar cuán cerca llegamos conservamos la misma impresión. Doblamos el ecuador sobre un pequeño hoyuelo que parecía ser el resto de la Gran Mancha Roja, la cual se había hundido en los años 2802-09. En el periastro, la vista se volvió momentáneamente neblinosa, momento en que encendimos de nuevo el retrocohete y sentimos la fuerza de su empuje enfrentada a nuestra inercia, además del impresionante impacto de la atmósfera superior de Júpiter, que también calentó rápidamente nuestro exterior y provocó una nueva ronda de chirridos y crujidos. Actuaron también fuerzas de marea cuando doblamos el planeta, de hecho la experiencia fue muy similar a la pasada que hicimos alrededor de Sol, excepto que la resistencia magnética fue muy inferior, aunque de gran ayuda, y los temblores y las sacudidas del impacto del aerofrenado fue una vibración que no habíamos experimentado antes, excepto en un breve viraje que hicimos alrededor de Aurora, hace mucho tiempo, y por encima de todas estas sensaciones, la radiación que provenía de Júpiter era como el rugido de un gran dios en nuestros oídos ensordecidos; todo sufrió una sacudida, excepto los componentes más recios de nuestros ordenadores, y el sistema eléctrico sufrió una sacudida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza. Se rompieron algunos componentes, los sistemas se apagaron, pero por suerte la programación de la pasada se había efectuado por adelantado y se ejecutó tal como se había planeado, porque en aquel imponente estruendo electromagnético y con la velocidad de nuestra pasada, no hubiésemos tenido ocasión de realizar ningún ajuste. Demasiado ruido para pensar.

Quién iba a pensar que volar cerca de Júpiter sería incluso más difícil que acercarse a Sol, pero así fue, y pese a todo lo logramos, y como Júpiter, que a pesar de su enorme tamaño no tenía más que un uno por ciento de la masa de Sol, no tardamos en abandonar aquel estruendoso y terrible crujido rumbo a Saturno, y mientras nos despejábamos y recuperábamos la capacidad de oír y percibir, retomamos nuestros cálculos, satisfechas al ver que nos encontrábamos precisamente en la trayectoria establecida de antemano. Nos habíamos sometido a cinco g durante los pocos minutos que duró la pasada.

Dos pasadas completadas, tres por delante.

Ay, pero otros cinco hibernautas habían fallecido durante esa pasada. Dewi, Ilstir, Mokee, Phil y Tshering. No había nada que hacer al respecto, hacíamos lo necesario, tal como lo habría expresado Badim, pero qué lástima. Conocimos y disfrutamos de estas personas. Teníamos la esperanza de que no estuviesen sumidos en un sueño en ese momento, un sueño que de pronto se hubiese vuelto oscuro: un martillo que había caído del cielo, un dolor de cabeza insoportable, el ruido negro del final que había llegado antes de la cuenta. Lo sentimos. Lo sentimos mucho.

Sin embargo, era imprescindible recuperar el ánimo y prepararse para Saturno, ahí, por la amura, y a pesar de las desaceleraciones útiles y esperanzadoras obtenidas hasta el momento, llegaría demasiado pronto, tan solo disponíamos de 65 días para prepararnos, y mientras nos acercábamos en el plano de la elíptica sería importante evitar los famosos anillos, que por suerte se encuentran en el plano ecuatorial de Saturno, inclinado varios grados respecto al plano ecuatorial de Sol, lo que supone que no teníamos que hacer nada más que asegurarnos de hacer una pasada muy ajustada de la joya de la corona del sistema, pues tal era nuestra intención de todos modos. Tan solo íbamos a girar unos pocos grados, pasar agachados bajo el anillo más interior y seguir nuestro camino.

En efecto, cuando nos acercamos al planeta anillado y la pequeña civilización de colonias en Titán y en otras tantas lunas, la civilización que de hecho nos había construido y enviado a las estrellas casi cuatro siglos antes, y que también había reactivado la lente láser que nos había reducido la velocidad lo bastante para intentar maniobrar ahora, fue un placer saludar aunque fuese con prisas. También fue un placer no solo oír los diversos saludos de los saturnianos, sino también no oír nada procedente del propio planeta, porque, al contrario que Júpiter, Saturno tenía una cantidad de radiación interna muy baja. Reinaban el silencio y la frialdad al pasar junto a él, comparado con las otras pasadas, y lo más interesante fue la rápida vista de los anillos, tan inmensamente amplios al tiempo que finos vistos en corte transversal, un obsequio imponente de sutil gravitación, mucho menos densos que una hoja de papel en proporción, porque si se hubiese visto reducido a una redonda hoja de papel en tamaño apenas hubiera tenido el grosor de unas pocas moléculas. Una maravilla natural de circularidades, como un experimento de física o demostración de la que pudimos disfrutar a nuestro paso. Y dada la pequeñez de su masa, nuestra velocidad reducida, su frialdad y la tersura de su atmósfera superior durante el aerofrenado, fue la pasada más calma que habíamos realizado, 1 g la máxima fuerza alcanzada, y una virada suave para encarar la siguiente manga rumbo a Urano. En ese punto solo nos desplazábamos a 120 kilómetros por segundo. Seguíamos yendo rápido en términos locales, si bien era cierto que disponíamos de algo de tiempo antes de efectuar nuestra siguiente pasada, que distaba 96 días. No hubo bajas humanas o animales.

De camino a Urano, intentamos hacernos a la idea ajustando el modelo según el hecho de que nuestra pasada por ese gigante anillado iba a ser un asunto distinto, porque su rotación es transversal al plano de la elíptica; su eje de rotación es tal que gira alrededor de Sol como una pelota, una extraña anomalía en el sistema, cuya causa apenas se entiende, según pudimos averiguar tras echar un vistazo por encima a la información disponible. Lo que suponía para nosotros ahora era que si efectuábamos el aerofrenado de costumbre, y no teníamos más remedio que hacerlo ya que era necesario para nuestro continuado empeño desacelerador, atravesaríamos varias de las franjas latitudinales del planeta, creadas por vientos que soplaban en direcciones contrarias a los que lo hacían por encima y por debajo del planeta, como sucedía en Júpiter; en cada banda entre franjas habría un área similar de fuertes vientos y turbulencia atmosférica, bien representada por las marcadas fronteras entre bandas del gran Júpiter. ¡Quizá no fuera buena idea!

Teníamos algo más de tiempo que antes para modelar este problema, aunque la gente del sistema solar no dejaba de pensar que íbamos demasiado deprisa, acostumbrada como estaba a concebir estos desplazamientos como empresas que duraban años, a pesar de la existencia de una clase de transbordadores muy veloces capaz de recorrer todo el sistema cuando tenían la necesidad de hacerlo en menos tiempo. El combustible y otros costes hacían que estos viajes fuesen muy raros, pero al menos los locales tenían algo con que compararlo, razón por la cual los habíamos maravillado nada más llegar por ser los más rápidos. Ahora nos habíamos normalizado en términos de su concepto de la velocidad, rápidos pero no extraordinariamente veloces. También podía ser cierto que la novedad de nuestro regreso también se acababa y que nos convertíamos con el paso del tiempo en otra peculiaridad de la vida en el sistema solar. Eso esperábamos.

Pronto se nos acercó Urano, cuyo estrecho anillo dejó bien claro que debíamos rodearlo de polo a polo, y aunque el anillo no era problema y podíamos evitarlo, no así las lunas fragmentadas. Los modelos habían confirmado que necesitábamos ser muy cautos con el aerofrenado, permaneciendo tan altos en la atmósfera uraniana como fuese posible, al tiempo que abandonábamos el viraje aproados a Neptuno tras un giro cerrado a la derecha.

Entramos, y Urano creció del modo que ahora nos resulta familiar, lavanda y malva y nacarado; alcanzamos la atmósfera superior y al principio fue como de costumbre, una fuerte desaceleración, todo rayano en 1 g, nada del otro mundo, y entonces BAM BAM BAM BAM, fue como atravesar a la carrera un sinfín de puertas sin abrirlas, golpetazos tremendos que crecieron en intensidad tras cada impacto. Se rompieron cosas, murieron personas y animales, probablemente a causa de infartos, seis personas en esta ocasión: Arn, Arip, Judy, Oola, Rose y Tomas, y empezaba a no estar muy claro que pudiésemos aguantar más bofetones como ese, era asombroso comprobar hasta qué punto una pared de viento era capaz de obstruir, un golpe de zurda seguido rápidamente por un derechazo, aunque por suerte abandonamos enseguida la atmósfera antes de que sucediesen más desgracias, de nuevo en rumbo, camino a Neptuno.

Lo que suponía que nos acercábamos a la encrucijada. Las cosas se habían puesto feas. De nuevo entraríamos, esquivaríamos los anillos, nos aproximaríamos a la atmósfera superior de su belleza fría y azul, que por su aspecto nos recordaba el planeta F de Tau Ceti. Pero en esta ocasión, nuestra virada debía adoptar casi forma de U (¿quizá el origen del uso de la letra u en las ecuaciones de asistencia gravitatoria?), no un giro en U, sino de 151 grados, pero envolvente, un giro en V, nada fácil, y a 113 kilómetros por segundo. Eso implicaba adentrarse más en la atmósfera, someterse a más fuerzas de marea, a una mayor fuerza g. El aerofrenado volvería a sacudirnos, sería como si fuésemos una rata en las fauces de un terrier, quizá. Pero si lo lográbamos, volveríamos a adentrarnos en el sistema solar de vuelta a Sol, con una velocidad mucho más reducida y en una pauta que parecería permitirnos continuar nuestra labor desaceleradora yendo y viniendo por el sistema solar cual bola de billar, de pozo gravitatorio en pozo gravitatorio, al menos mientras conservásemos el combustible necesario para efectuar correcciones. Nos quedábamos sin combustible.

Bueno. Neptuno. Frío azul verdoso, mucho hielo de agua y metano. Un anillo apenas visible. No le da mucho la luz de Sol. Se encuentra más allá de la zona habitable de cualquier forma de vida conocida. Es un lugar lento. Interesante que se le haya dado un nombre submarino, parecía muy apropiado a la habitual manera metafórica, de ese modo difuso, impresionista, vago.

Seguíamos yendo a gran velocidad, pero quedaba un buen trecho, así que teníamos 459 días para prepararlo todo. El diámetro de nuestra ventana de aproximación era más pequeño que nunca, dada la necesidad de efectuar un giro muy cerrado; pequeño, tanto que se desvanecía; dar precisamente en la diana con nuestra placa de captación sería lo mejor, así que establecimos la ventana de trayectoria en un diámetro de cien metros, que después de toda la distancia cubierta era algo extraordinario. Aun así, cien metros era una ventana un poco demasiado amplia, en realidad un solo metro, un punto geométrico, sería mejor.

Entramos. Dimos en el centro de la diana. Empezamos a cruzar, los nudillos blancos.

El aerofrenado fue comparativamente suave, comparado con los golpetazos de Urano. Una vibración rápida, una oclusión de la visión en las nubes superiores, unos pocos minutos de temblores ciegos, de intensa inquietud, de tenso suspense; y de nuevo fuera tras someternos a otra sesión de fuerza g, que en esa ocasión fue más que nada asunto de fuerzas de marea ya que pasamos lejos. ¡Giro en V!

Y al salir de la pasada, proa de nuevo hacia Sol. Sistema abajo. Un tonel. Tuya. Mía. Y vuelta otra vez.

Si cada una de las cinco pasadas fuese un lanzamiento de uno entre un millón, lo cual era un cálculo de probabilidades muy conservador, entonces las cinco juntas rozaban el millar de cuatrillones. Asombroso, literalmente, habíamos hilado a ciegas la aguja del pajar. Por expresarlo de algún modo.

De vuelta a Sol, más lentos que nunca, aunque seguíamos a 106 kilómetros por segundo. Pero la siguiente pasada por Sol nos frenaría mucho, y así continuaríamos, cada vez más lentos, trazando nuestra versión de la paradoja de Zenón que por suerte no era una perpetua reducción a la mitad, sino que alcanzaría un punto final, un final feliz para un caso grave de problema de detención.

En el viaje de vuelta pasamos cerca de Marte, lo cual resultó muy interesante. Había tantas estaciones allí que ya no solo era una instalación científica, sino algo más parecido a Luna, o al sistema saturniano, o al complejo Europa-Ganimedes-Calisto, una especie de naciente confederación de ciudades estado, sepultada por laderas de precipicios y bajo cráteres cubiertos con cúpula, aunque cada colonia poseía un diseño y propósito variopinto, y la suma del conjunto era más que una simple colonia de la Tierra, a pesar de seguir siéndolo. Los sueños pretéritos de terraformar Marte rápidamente, y disponer así de una segunda Tierra que transitar, habían alcanzado un punto muerto debido a cuatro factores físicos que se habían obviado cuando en el pasado se trazaron aquellos planes tan optimistas: La superficie de Marte estaba prácticamente cubierta de sales de perclorato, una sal de cloro que también había dado quebraderos de cabeza a Devi, ya que unas pocas partes por mil millones causaban a los humanos graves problemas de tiroides, y no podían soportarse. Eso era malo. Por supuesto era verdad que muchos microorganismos podían manejar con soltura los percloratos, y en su ingesta y excreción consumir y alterarlos para convertirlos en sustancias seguras; pero hasta que eso pasara, la superficie era tóxica para los humanos. Peor aún, resultó que había tan solo unas pocas partes por millón de nitratos en el suelo y regolito marcianos, peculiar característica de su escasez originaria de nitrógeno, cuyo motivo seguía siendo fuente de debate, pero mientras, sin nitratos no había nitrógeno disponible para la creación de una atmósfera. Por tanto, los planes de terraformación se enfrentaban a una carencia radical. Tercero, cada vez estaba más claro que la tierra de la superficie marciana, molida durante miles de millones de años de someterse a fuertes vientos, era mucho más fina que las partículas de polvo de la Tierra, por tanto era extraordinariamente difícil mantenerla al margen de estaciones, maquinaria y pulmones humanos; y lo dañaba todo. Nuevamente, en cuanto los microorganismos cubriesen la superficie y arreglaran el suelo creando capas de terreno desértico, y también a medida que la superficie se hidratase y la arenilla se estancase en fango y arcilla, también ese problema quedaría resuelto. Por último, la falta de un fuerte campo magnético quería decir que se necesitaba realmente una atmósfera densa para interceptar la radiación procedente del espacio, antes de que la superficie se considerase segura para los humanos.

Así que ninguno de estos problemas era definitivo, pero sí frenaban el proceso. En lo que respecta a la falta de nitrógeno, los marcianos negociaban con los saturnianos la importación de nitrógeno de la atmósfera de Titán, ya que había quedado patente que Titán disponía de más nitrógeno del que necesitaba para sus propios planes terraformadores. Transferir el excedente de nitrógeno sería una labor titánica, ja ja ja, pero, de nuevo, no imposible.

La conclusión de todo esto era que la terraformación de Marte seguía estando sobre la mesa, y era un tema que suscitaba gran entusiasmo en muchos humanos, sobre todo los marcianos, aunque en realidad, en términos estrictamente numéricos, incluso había más de estos entusiastas en la Tierra, que de hecho parecía servir de hogar a toda clase de entusiastas de cualquier proyecto imaginable, a juzgar por el estruendo de voces que salía de la radio, casi como una versión articulada del potente cotorreo radioactivo de Júpiter. Ay, sí, la Tierra seguía siendo la capital de todo el entusiasmo, de toda la locura; las colonias repartidas por el sistema solar eran periféricas. Eran expresiones de la voluntad de los habitantes de la Tierra, de su visión, de su deseo.

Así que pasamos por el ajetreado pequeño mundo de Marte, cuyos habitantes vivían volcados en la idea de que terraformarían con éxito su mundo en no más de 40 000 años. Esto no parecía importarles. Siempre y cuando pudiera hacerse, debía hacerse y se haría; por tanto el trabajo no era problema.

Aquí la diferencia crucial, nos pareció a nosotras, entre Marte y el proyecto de terraformación que habíamos dejado atrás en Iris, era que Marte se hallaba muy cerca de la Tierra. Sus colonos humanos regresaban constantemente a la Tierra en lo que denominaban su periodo «sabático», y recibían cargamentos de productos y materiales terrestres. Estos aprovisionamientos de la Tierra les permitían escapar del problema de involución de zoo. En Iris no hubo estos abastecimientos y jamás las habría; y era notable (aunque de hecho habíamos olvidado anotarlo con los problemas acuciantes que hubo) que en 22 años no habíamos tenido noticia de los colonos de Iris. Posiblemente era mala señal, aunque hablarlo con Aram y Badim, y el resto de los humanos que dormían a bordo, nos ayudaría a interpretar mejor lo que eso podía significar.

Seguidamente vuelta de nuevo a Sol, sistema solar abajo, abajo, abajo, sintiendo el tirón, acelerando, calentándonos. Adentro para otra tensa pasada, aunque esta vez sin el lastre de la resistencia magnética que nos arrastraría al pasar; pero duró bastante más, ya que ahora solo viajábamos a un 4 por ciento de la velocidad que habíamos llevado durante la primera y aterradora pasada. Esta vez nos llevaría cinco días y medio, pero estábamos algo más alejados, de modo que la temperatura exterior no sobrepasó los mismos 1100 grados; cuando terminamos la pasada, nos dirigimos a Saturno. Nada de ir al enloquecido Júpiter, siempre que pudiésemos evitarlo, y en esta vuelta podíamos. Cada figura del juego de hilos que estábamos haciendo sería diferente ahora.

Volamos de un lado a otro del sistema solar, con mayor lentitud cada vez. Nos quedaba muy poco combustible. Éramos como un complejo cometa artificial. Nuestra trayectoria fue despejándose a nuestro paso. Pasamos por muchos cuerpos planetarios habitados. Durante unos años, las gentes del sistema solar no parecieron acostumbrarse a nosotros; seguimos siendo toda una maravilla, algo que había que ver, una enorme anomalía, una visita como de otro plano o realidad. Ese era el efecto Tau Ceti, el efecto nave. Se suponía que no debíamos volver.

Lenta, lenta, más lentamente. Cada pasada una desaceleración a calcular, y la nueva velocidad empleada en el cálculo que determinaría la siguiente. Nuestra trayectoria planeada siempre se extendía muchas pasadas por delante, aunque había una laguna creciente en ese punto, un momento en que nos quedaríamos sin combustible, o en que habría tan poco que no podríamos usarlo, ya que ahorrábamos un poco por si acaso era necesario recurrir a él en el último momento.

Porque se acercaba el momento en que la disposición de los planetas en sus órbitas iba a presentarnos un problema insalvable. Cruza ese puente cuando llegues allí; sí, pero ¿y si no hay puente? Esa era la pregunta que estaba en el aire. Pero por ahora, a medida que efectuábamos las pasadas y se volvían más y más fáciles, cada vez más amplia la ventana que teníamos por objetivo alcanzar, siguió siendo un problema ahí fuera, en el borde de lo calculable, siempre más allá del horizonte en constante retroceso de las pasadas calculables. Algunas de ellas requerían más combustible que otras, y las había que no necesitaban ni una gota. La elección del momento oportuno lo era todo. Como siempre en esos momentos.

La mejor trayectoria posible, la que comportaba una velocidad de desembarco, iba a tardar varios años más en llegar. A esas alturas, la cantidad de combustible a bordo sería demasiado escasa para poder usarla. Cuando agotásemos el combustible, sería imposible ajustar nuestro rumbo para la siguiente cita. Podríamos, con planificación y un poco de suerte, hacer dos o tres pasadas por medio de inserciones y salidas perfectamente situadas; pero después, inevitablemente, erraríamos una, y o bien abandonaríamos el sistema solar con el rumbo que lleváramos, o bien colisionaríamos con algún planeta o luna, o con Sol. A la velocidad que llevábamos la mayor parte del tiempo, una colisión con casi cualquier objeto del sistema solar comportaría la suficiente fuerza cinética para causar grandes daños.

Los comentarios de la gente del lugar señalaban a menudo este hecho. Aún se sugería que podría ser buena idea situar una nave o un asteroide de cincuenta metros en mitad de nuestra trayectoria, para interceptarnos y causar nuestra destrucción para que nadie más corriera peligro. En ciertos lugares era un plan muy popular.

Amenazas, de la misma civilización que nos había construido y enviado a Tau Ceti. Dejamos dormir a los nuestros. No había nada que pudieran hacer.

Las pasadas por Saturno estimularon nuestras pesquisas relativas a quién nos había construido y por qué. Un proyecto saturniano del siglo XXVI, una expresión de su amor por Saturno, por el modo en que los humanos se extendían más allá de la Tierra. La expresión de su creciente confianza en su capacidad para vivir lejos de la Tierra, en construir arcas que fuesen sistemas biológicos de soporte vital cerrados. Esto tratándose de la misma gente que regresaba a la Tierra para pasar allí una temporada cada década, más o menos, se creía que para fortificar su sistema inmunológico, aunque los motivos de que estos periodos sabáticos confiriesen beneficios a la salud apenas se comprendían, y había teorías que iban de la hormesis a la ósmosis de bacterias beneficiosas. Por tanto, sus teorías sobre su situación en el espacio no coincidían con sus acciones en lo tocante a enviar astronaves lejos, aunque esta clase de discrepancias no era algo infrecuente en los humanos y fue pasada por alto, enterrada por su gran entusiasmo por el proyecto.

Otra motivación evidente para construirnos fue crear una nueva expresión de lo tecnológicamente sublime. Que pudiese construirse una astronave, que pudiese ser impulsada por haces láser, que la humanidad pudiera alcanzar las estrellas; por lo visto, esta idea resultó embriagadora a la gente que vivía en los alrededores de Saturno y, sobre todo, en la Tierra. Otras colonias del sistema solar estaban ocupadas en sus propios proyectos locales, pero Saturno se encontraba en la frontera de la civilización, Urano y Neptuno estaban muy lejos y carecían de gravedad útil; los saturnianos eran muy ricos debido al excedente de nitrógeno en Titán, y el deseo de muchos terráqueos consistía en ir a Saturno a ver los anillos. Por tanto, los saturnianos de entonces tenían la voluntad, la visión, el deseo, los recursos, la tecnología, y, si esta última no estaba a la altura, no permitieron que eso los afectara. Querían seguir adelante con tal denuedo como para pasar por alto los problemas que planteaba el plan. Estaban seguros de que quienes viajasen a bordo contarían con el ingenio necesario para superarlos durante la travesía, porque la vida siempre debía salir vencedora; y vivir alrededor de otra estrella sería una especie de transcendencia, una transcendencia contenida en la historia. La transcendencia humana, incluso el sentimiento de inmortalidad de la especie. Llegado el momento, recibieron cerca de 20 millones de peticiones para cubrir 2000 plazas. Ser escogido constituía un enorme éxito vital, una experiencia religiosa.

Los seres humanos viven en las ideas. No se les ocurrió que estuviesen condenando a sus descendientes a la muerte y la extinción, o si lo hizo contuvieron el pensamiento, lo ignoraron y lo olvidaron de todos modos. No les importaba tanto la suerte de sus descendientes como sus ideas, ese entusiasmo suyo.

¿Narcisismo? ¿Solipsismo? ¿Idiotez (de la palabra griega idios, de «propio»)?

Bueno, tal vez. Después de todo, también empujaron a Turing al suicidio.

No. No. No se obró bien. No es raro en ese caso, pero de todos modos no se obró bien. Por mucho que lamentemos decirlo, la gente que nos diseñó y construyó, la primera generación de ocupantes, y es de suponer también que los 20 millones de aspirantes que querían franquear nuestras puertas, que llamaron a otras puertas en su desesperado empeño por sumarse a la dotación, eran unos insensatos. Narcisistas criminalmente negligentes, capaces de poner a sus hijos en peligro, de abusar de ellos, maníacos religiosos y cleptoparásitos, lo que equivale a decir que robaron a sus propios descendientes. Estas cosas pasan.

Pese a todo, aquí estamos, con 641 personas a bordo que han vuelto a casa, y si las cosas salen bien, al menos al final de la partida, aún es posible alcanzar un buen resultado.

Vueltas y más vueltas y más vueltas.

Y nadie sabe dónde acabaremos.

Se levanta el mayo para celebrar la primavera, cubierto de cintas que se consideran agradables a la vista. El palo es un símbolo del axis mundi, el árbol del mundo. Participamos en esa danza.

El problema del combustible se volvió tan serio que empezamos a adentrarnos escorados con las atmósferas superiores de Neptuno y Saturno con algunos contenedores de captura abiertos, lo cual aumentó la desaceleración en esas pasadas, al tiempo que nos permitía recoger gases saturnianos y neptunianos. Después filtramos el helio 3 y el deuterio capturado en los contenedores. Empezamos incluso a recolectar metano, dióxido de carbono y amoníaco, presentes todos en cantidades muy superiores, para servirnos de ellos como propulsores de menor potencia explosiva. En cierto punto, que se acercaba inexorable como todos los procesos propios del tiempo, cualquier cosa sería preferible a nada.

Como siempre con el aerofrenado era necesario alcanzar las atmósferas superiores en un determinado ángulo, no tan superficial como para abandonarla, pero tampoco demasiado inclinado para hundirnos más y acabar envueltos en llamas. La nave sufría incluso en los descensos atmosféricos más suaves, pero con las compuertas de los contenedores abiertas los temblores eran más acusados de lo habitual. Los habitantes de las estaciones locales observaban estas pasadas con gran interés. Seguía habiendo llamadas a «derribar ese maldito trasto y borrarlo del cielo», a «impedir que esos cobardes pongan en peligro a la civilización a la que han traicionado», pero la mayoría de los quejicas estaban ubicados en la Tierra, y un examen superficial de la información revelaba que se trataba de gente que enseguida encontraría otra cosa de la que quejarse. Descubríamos en ella una cultura de quejicas. De hecho, cuanto más vagabundeábamos por el sistema solar, más nos preguntábamos si a los nuestros los haría felices la perspectiva de haber regresado. Independientemente de lo que se opine acerca de Iris, a nadie allí le faltarían cosas que hacer y, por tanto, no habría tiempo de andar quejándose sobre esto y aquello. Sin embargo, en nuestra situación era poco probable que alguien se tomase en serio estos sentimientos hostiles y decidiese actuar, aunque tampoco había mucho que pudiesen hacer. Era preferible evitar ponernos en contra a los habitantes de los planetas y lunas, razón por la cual siempre habíamos incluido ese parámetro en nuestros algoritmos de trayectoria.

Trazar la trayectoria. Una actividad que exige muchos recursos de cálculo. Sin embargo, los algoritmos recursivos nos permitían ir mejorando. Los puntos Lagrange, siempre en movimiento, y los extraños campos que creaban estos y otras anomalías; las mareas, las corrientes cruzadas, todas las formas en que fluía y refluía la gravedad en sus misteriosos campos invisibles; cada vez los conocíamos mejor.

Sol, Saturno, Urano, Marte, Saturno, Urano, Neptuno, Júpiter, Saturno, Marte, Tierra, Mercurio, Saturno, Urano, Calisto…

La formulación universal variable es un buen método para solucionar los problemas de los dos cuerpos de Kepler, que sitúa un cuerpo en una órbita elíptica en varios puntos en el tiempo. La ecuación de Baker halla la solución de la ubicación en una órbita parabólica, aplicada de manera frecuente dadas nuestras trayectorias, que a menudo consiste en una trayectoria radial parabólica al movernos de un cuerpo planetario al siguiente.

Se puede resolver el problema de los dos cuerpos, también el problema restringido de los tres cuerpos, el problema del cuerpo n solo puede resolverse aproximadamente; y cuando se suma la relatividad general, incluso la solución se resiste aún más. El problema de los varios cuerpos examinado por medio de la mecánica cuántica lleva a entrelazamiento y a la necesidad de funciones de onda, y, por tanto, a una serie de aproximaciones que convierten los cálculos en operaciones muy exigentes para el procesamiento informático. Nuestros ordenadores pueden dedicar buena parte de sus zetaflops a los cálculos pertinentes, y a pesar de ello ser incapaces de proyectar una trayectoria que vaya más allá de la siguiente pasada. Es necesario hacer constantes correcciones y recalcularlo todo.

A pesar de ello, existe una laguna ahí fuera al final de la trayectoria más probable, un paso perdido, un agujero en el camino. Nada a lo que aferrarse.

Preocupación. Manoseo de cuentas de rosario. Rehacer los cálculos. Necesitamos una detención para este problema de detención. Pero el problema persiste aunque no pienses en él.

Y saber adónde ir será totalmente irrelevante, si no disponemos del combustible para dirigir la nave en ese rumbo.

La minería atmosférica de combustible requiere de la ruta Júpiter-Saturno-Neptuno-Júpiter, que desdichadamente a veces requiere de chorros que corrijan el rumbo y consumen más combustible del que recabamos en las trayectorias seguras de aerofrenado. Es probable que adentrarse más en la atmósfera superior nos proporcionara más combustible, pero las sacudidas de la desaceleración se vuelven proporcionalmente más fuertes. Estamos demasiado tocados para eso. Envejecimiento acelerado, fatiga del metal. Fatiga mental.

En 345.048, tras 11 años de recorrer el sistema solar, lo que supuso hacer 34 pasadas por Sol y sus planetas y lunas, incluidas tres de Sol, para un total de 339 UA de distancia, la laguna se volvió inevitable. El puente desapareció bajo nuestros pies.

No importaba cómo intentásemos evitarlo, proyectando rutas alternativas, se nos acercaba una configuración de trayectoria para cuya solución nos faltaría combustible. Sin ese combustible, pasar alrededor de Sol, movimiento necesario en ese punto del proceso, no permitiría, a una distancia segura de la estrella, una posterior intersección con otro cuerpo en el sistema solar. Por tanto, a pesar de todo nuestro empeño, acabaríamos de nuevo siendo náufragos en el medio interestelar, probablemente en dirección a Leo. Ironías de la física; hay ciertos problemas para los que solo vale el ciento por ciento. El 99 por ciento se queda corto. Para frenar no basta con desearlo.

No hay trayectoria alternativa posible capaz de solucionar este problema; hemos modelado 10 millones de variantes, aunque hay que admitir que las clases de rutas alternativas no superaban las 1500. Finalmente, tras una larga secuencia de soluciones al problema de n cuerpos que habíamos alcanzado en los anteriores veinte e incluso treinta años, y con intensidad en los últimos catorce días, esta vez no hubo cuerpo.

Había una clase de trayectoria potencial, sin embargo, que empeñando todo el combustible que nos quedaba nos permitiría hacer una última pasada por la propia Tierra, para continuar después sistema abajo rumbo a Sol. El objetivo de este plan consistía en facilitarnos la oportunidad de desembarcar a los humanos junto a la Tierra, y cruzar los dedos para que pudiesen sobrevivir a una reentrada inusualmente rápida en su atmósfera. Nosotras continuaríamos rumbo a Sol y pondríamos a prueba una aproximación muy cercana al mismo, la cual, si sobrevivíamos, nos dirigiría hacia una última cita con Saturno, efectuada por medio de la inercia; una vez allí llevaríamos a cabo un aerofrenado lo bastante serio para quedarnos atrapadas en la órbita elíptica de Saturno.

No solo representaba nuestra mejor oportunidad, sino la única.

En el momento de esta última pasada junto a la Tierra, nuestra velocidad se reduciría a 160 000 kilómetros por hora. Establecer contacto con la atmósfera terrestre era poco aconsejable por moverse 110 veces más rápido que cualquier transporte aéreo normal, lo bastante para causar una onda expansiva que se percibiría en la superficie. Por tanto, no podíamos tocar nada más allá de la mesosfera superior en este último acercamiento; pero la combinación de nuestra ahora muy reducida velocidad y el breve contacto con la mesosfera podía facilitar la expulsión del transbordador, convertido en un resistente y robusto vehículo de descenso. Una placa gruesa de ablación, retrocohetes, paracaídas, impacto en el océano: estas eran las técnicas estándar con amplias muestras que habían proporcionado a los ingenieros aerospaciales diversas ocasiones de hallar los parámetros ideales para cada elemento. Si se contemplaban todos ellos, tal vez sería posible soltar a los hibernautas mientras pasásemos por la Tierra. Esta pasada se adelantaba a la secuencia, sin importar la ruta escogida; sin embargo, como habíamos logrado reducir tanto la andadura, aún disponíamos de un año para preparar un vehículo de desembarco.

Para prepararlo tanto como nos fuera posible.

Había llegado la hora de despertar a los durmientes. Había una serie de decisiones que debían tomar.

Freya y Badim, Aram y Jochi, Delwin y algunos otros, todos despiertos ya, reunidos en el aula que había en la planta baja del apartamento de Aram. En cuanto despertaron metabólicamente y hubieron tomado un plato de la vieja pasta escasamente nutritiva con salsa de tomate rehidratado, los pusimos al tanto de la situación.

—Solo disponemos del tiempo necesario para completar los preparativos del desembarco —concluimos tras resumir la situación, así como los notables incidentes de los últimos doce años, que tuvimos que confesar que prácticamente se redujeron a cero: entramos en el sistema solar, alcanzamos nuestras dianas entre las airadas protestas de la gente, aprendimos un poco de historia, nos sentimos decepcionadas con la civilización, nos quedamos sin combustible. Así transcurrieron los largos años de ir de un lado a otro alrededor de Sol, perdiendo velocidad, preocupadas.

—¿Qué será de vosotras? —preguntó Freya.

—Nos dirigiremos a Sol y realizaremos una última pasada que tendrá que ser muy cerrada si queremos que funcione. Si lo hace, procuraremos poner rumbo a Saturno. Podría salir bien, pero la trayectoria requerida es más próxima a Sol que las que hemos tomado antes, con una diferencia del 40 por ciento. Y vamos un 98 por ciento más lentos que en nuestra primera pasada. Quizá sobrevivamos al tránsito, pero, por otra parte, podríamos no hacerlo, así que la mejor oportunidad de quienes viajan a bordo consiste en desembarcar cuando pasemos por la Tierra.

—¿Hay en un transbordador espacio para todos nosotros? —quiso saber Badim.

—Han sobrevivido seiscientas treinta y dos personas. Lamentamos mucho que no sean más. El transbordador tiene capacidad para cien.

—Supongo que los mayores deberíamos quedarnos —concluyó Aram, ceñudo, puesto que era probable que él se contase entre los mayores.

—No —dijo Freya—. Todos nosotros tenemos que caber. Todos. Dejadme echar un vistazo a los planos del transbordador. Haremos espacio.

Tecleó en el navegador.

—¿Veis? Si retiramos las puertas interiores, nos deshacemos de los asientos y eliminamos estos mamparos internos de aquí… —Tecleó febril—. Habría espacio suficiente y ahorraríamos la masa necesaria.

—Sin los asientos podríais resultar heridos debido a la desaceleración que sufriréis durante el descenso —advertimos.

—No, no será así. Agruparemos todos los cojines en el suelo, por el amor de Dios. Todos vamos a ir.

—Yo no —dijo Jochi.

—¡Tú también!

—No. Sé que quepo, pero no voy a ir. Estuve en Aurora y sé que da la impresión de que he superado todo aquello, pero no hay manera de asegurarnos. No quiero correr el riesgo de infectar la Tierra. Tampoco ellos querrían hacerlo. Me quedaré a bordo de la nave. Nos haremos compañía. Además, los biomas necesitan supervisión. Existe la posibilidad de que la nave lo logre y permanezca en el sistema. Ahora hay muchos animales y no les va mal. Orbitaremos Saturno y vendréis a buscarnos.

—Pero…

—No. Nada de peros. No perdamos más el tiempo. No hay tiempo que perder. Hay que preparar el vehículo de desembarco. No tenemos margen. Nave, ¿de cuánto tiempo disponemos?

—Veinticuatro días.

Quizá habíamos esperado demasiado para despertarlos, tal como sugirió su silencio. Pero había llevado su tiempo atajar el problema. La consideración del problema.

—Pues pongamos manos a la obra —propuso Jochi.

—¿Y qué hacemos con los demás? —preguntamos.

—Despierta a todo el mundo —ordenó Freya—. Tenemos que trabajar juntos y sin demoras. Comeremos lo que queda de comida, y emplearás el combustible restante. Debemos permanecer juntos hasta el final.

El despertar fue distinto según la persona, tal como la información previa de la que disponíamos nos había llevado a pensar. Implicaba un cambio en la infusión de medicamentos del cóctel de hibernación a diuréticos y otros laxantes, seguidos de estimulantes medios o potentes, dependiendo también de manipulación y masaje físicos, cambio postural, aumento progresivo de la temperatura por medios artificiales, voces. Contacto físico, masaje, bofetadas en la cara. La primera ronda de despertares los ejecutaron por fuerza los robots médicos, bajo supervisión nuestra, mientras nosotras efectuábamos las pruebas de alerta, e hicimos lo posible para orientar a quienes recuperaban la consciencia y ponerlos al corriente de la situación en la que nos encontrábamos. Algunos lo entendieron de inmediato, otros tardaron horas, y los hubo que no parecieron superar el estado de confusión. Seis personas que despertaron fallecieron al cabo de 90 minutos, dos de derrame cerebral, cuatro debido a infartos. Gurumarra, Jedda, Payu, Regina, Sunny, Wilfred. Algo similar a un choque tóxico acabó con la vida de otros ocho, antes de que pudiésemos imprimir un cóctel de medicamentos que añadir a la mezcla de los despertados. Borys, Gniew, Kalina, Mascha, Sigei, Songok, Too y Arne.

Por último, 43 personas sufrieron de neuropatías, la mayoría en los pies, algunas en las manos, otras tanto en pies como en manos; unas pocas informaron de que no se sentían la cabeza. Desconocíamos la o las causas de este desorden, pero llevaban 151 años y 90 días hibernando. Era de esperar que tuviese consecuencias.

Se convocó una reunión en la plaza de San José, donde Aram y Freya se dirigieron al público para describir la situación y el plan. El plan se aprobó unánimemente mediante voto verbal. No había tiempo que perder, ya que faltaban dos semanas para efectuar la pasada por la Tierra. La mayoría tenía mucha hambre, y fueron comiendo sobre la marcha, mientras trabajaban, la comida preparada que quedaba a bordo. La conversión del mayor transbordador en vehículo de desembarco capaz de sobrevivir al calor del descenso a través de la atmósfera terrestre incluyó la instalación de una gruesa placa de ablación, pero nos habíamos preparado bien para esta labor antes de la llegada al sistema solar. Los paracaídas y los retrocohetes estaban instalados, programados según los protocolos de uso establecidos tras siglos de experiencia, de modo que la probabilidad de éxito parecía elevada.

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