Aurora

Aurora


7. Qué es esto

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Freya se quita las botas, se pone en pie, se desnuda, se rocía con protector solar, recoge las aletas azules que le han prestado, y camina con tiento hacia las olas rotas que chapotean en la orilla. Sigue sin sentir los pies, es como andar sobre zancos cortos, aunque parece haber ganado cierta tracción en ambos dedos gordos. El agua es fría al principio, lo nota en los huesos de los pies, pero se acostumbra rápidamente. No tan fría. Hay una ola que rompe en la playa y le llega a la altura de los tobillos, para después retroceder. Bajo ella el agua burbujea blanca, más burbujas que agua, burbujas que sisean al romper, proyectando una suave llovizna al alzarse a la altura de la cadera. El agua de una ola entrante pierde inercia de pronto al trepar por la pendiente de arena, luego retrocede con rapidez para formar una especie de arruga triple que únicamente se distingue cuando las olas se alejan. Tal vez esa sea la auténtica altura del mar. Ahí donde se encuentra ella, el agua chapotea a un lado y a otro, también arriba y abajo, pero sobre todo de un lado a otro. Las olas rompen en la playa, eso parece, eso siente. Hay algo que se desencadena un poco en su interior, y tiembla, sintiéndose menos mareada que enardecida. Enardecida pero temblorosa.

Mantiene la cabeza gacha, a pesar de lo cual ve o siente que en lo alto el cielo es azul, mezclado con mucho blanco en torno al horizonte.

Ahí abajo hay mucho ruido, el estruendo del agua, el estampido del oleaje; a veces no es más que un crujido cuando una ola azul se pliega y cae, para a continuación estallar en espuma blanca y rociarla. Por encima de todo el sonido es un constante rugir de agua que se precipita y rompe sobre sí misma, estallido de un sinfín de burbujas. Todo el borde del mar es una especie de cascada baja que se precipita sobre sí misma una y otra vez. El resplandor de la luz del sol se dispersa en un millar de lugares en el agua, rebotando en sus ojos. Se ha quitado las gafas de sol y hay demasiada luz para que pueda hacer más que entornar los ojos hasta prácticamente cerrarlos. Es tan brillante que las cosas se antojan de algún modo oscuras.

Kaya se le acerca en una ola, solo su cabeza asoma del agua. Se sitúa a su lado y señala a sus amigos.

—Mira, ahí está Pam, a la izquierda. ¿La ves?

—¿Podemos estar aquí? —le pregunta, sin tenerlas todas consigo—. ¿No nos quemará vivos la radiación?

Jadea. No puede mirar cerca del sol, es demasiado brillante para eso, bizquea, lagrimea un poco ante la explosión de luz que proviene de las olas rompientes.

—Haces bien en preocuparte por eso. Mírate. ¿Te has puesto protector solar?

—Sí.

—Tienes la piel muy blanca.

—Es la primera vez que hago algo así —confiesa ella—. Nunca me había expuesto a la luz del sol.

Se la queda mirando.

—Qué barbaridad, aunque debo decir que tienes una piel preciosa. Se te ven todas las pecas y lunares. Pero, sí, si te cubres de protector la verdad es que te protegerá bien. Donde no te hayas puesto, la piel se quemará.

—¡Y que lo digas!

—Sí, claro. Renuévalo cada dos horas y no tendrás problemas. Te ayudaré la próxima vez que lo hagas.

—¿Tú no usas?

—Ah, a veces, pero ya sabes, estoy moreno, así que ya no me quemo. Por la tarde me pongo en la nariz y en los labios, sobre todo si llevo todo el día.

—¿Todo el día?

—Claro, no hay mejor día que el que pasas en la playa.

—¿Me pondrías ahora? Tengo miedo de haberme dejado algo.

—Sí, cómo no.

Él se agacha para quitarse las aletas, y luego camina con ella hasta donde ha dejado la toalla, sosteniéndola por el codo en la arena húmeda. Le rocía todo el cuerpo con protector solar.

—Tienes un cuerpo bonito, tan blanco, eres como esa diosa que se encarama a la rompiente. Ahí, déjame ponerte en las piernas y el culo. No puedes dejarte ni un centímetro, o te quemarás de lo lindo.

¡Quemaduras de sol! ¡Quemarse por la radiación de una estrella! Vuelve a temblar, procura no levantar la vista. Su sombra se extiende en el agua, oscura en la arena clara. Sigue lagrimeando, el puño en la boca. La arena es demasiado brillante para mirarla. Hay demasiada luz.

Él la ayuda a volver al agua. Es ágil y tiene la piel marrón, como un animal más que un ser humano, un hombre acuático, un tritón salido del agua para conducirla hacia su elemento. Un duende del agua. Ella tiembla, pero no de frío. Posiblemente el choque de la inmersión le impedirá vomitar.

Vuelve a meterse en el agua hasta la altura del tobillo. Ahí está, en la Tierra, adentrándose en el mar entre un estallido de luz. Apenas puede creerlo. Es como si viviera la vida de otro, dentro de un cuerpo que no puede manipular bien. Kaya la ayuda a tenerse en pie. Se adentra con ella en la avalancha de agua que traza un arco de espuma que se precipita mar adentro. Rodeados de burbujas, el sonido líquido. Debe levantar un poco la voz para que Kaya la oiga.

—¡Esta vez no está tan fría!

—Eso sucede siempre —dice él con una sonrisa burlona—. Hoy el agua está a unos veinticuatro grados, así que está bien. Dentro de una hora se enfriará, pero no pasa nada. Mira, cuando nos alcanza la altura del muslo, el fondo empieza a subir y bajar, y cuando venga una ola lo bastante grande, tú métete debajo de ella. Es la mejor manera de meterse. Tú no dejes pasar mucho tiempo.

La coge de la mano y ambos caminan sobre las ondas que ha mencionado. Las olas entran rotas, siseando, alcanzándoles en la cintura antes de recular a la altura del muslo. Cuando una ola rota de mayor tamaño se les acerca, Kaya le suelta la mano y con un grito se sumerge en ella. La ola lo anega, y a ella la empuja hacia la orilla, y Freya da un salto, gritando por el frío y la humedad. El agua tiene un gusto salado pero limpio, frío en los labios. Le escuecen los ojos, pero no mucho, y esa sensación dura poco. Kaya se inclina un poco para beber, y escupe parte del agua al cielo como una fuente.

—Bebe un poco —la anima—. Te sentará bien. Es nuestra misma salinidad. ¡Volvemos a nuestra gran mamá!

Y con otro salto se sumerge bajo la siguiente ola y asoma tras el agua que la sigue. De nuevo ella vuelve a sumergirse demasiado tarde y el agua la empuja hacia atrás.

Kaya nada hacia ella, y sigue nadando a pesar de que podría ponerse en pie.

—Ponte las aletas. Luego bucea bajo las olas. Mira, cuando la ola rompa, parte del agua se va directa al fondo y luego recula por debajo, así —lo ilustra ondulando la mano—. Así que si buceas y alcanzas esa agua, te llevará bajo la ola y te impulsará a la superficie, fuera de la rompiente. Sentirás cómo tira de ti cuando te introduzcas en ese flujo.

Ella se calza las aletas mientras se aproxima otra ola; las olas no dejan de arremeter, una tras otra, es un movimiento perpetuo que al parecer se da cada siete o diez segundos, ola tras ola tras ola. Se sumerge debajo de la siguiente, se hunde demasiado y tantea la arena del fondo, que asciende en remolinos hasta su cara, y siente el tirón que la lleva hacia arriba, y al sacudir las piernas siente las aletas a pesar de los pies insensibles, e instantes después sale al sol. Una increíble explosión de luz en los ojos, agua salada en boca, nariz y ojos, tose un poco pero apenas le escuecen.

—¿Tienes los ojos abiertos cuando buceas? —grita a Kaya.

—Pues claro que sí —responde el joven, sonriendo sumergido a excepción del rostro, los hombros, el pelo y las manos, nadando como nadie. Con la mano ahuecada, arroja, juguetón, agua espumosa a Freya.

Seguidamente se incorpora y se sitúa a su lado.

—Bueno, el primer juego consiste en coronar las olas a medida que se te acerquen. Que el agua te cubra el pecho, ahí es donde rompen la mayoría de las que nos interesan. Las mayores lo hacen más lejos, y debes nadar hacia donde rompen. Las pequeñas no romperán hasta que nos rebasen. Así que tú estate atenta y, a medida que se te acerquen, salta a la ola cuando se alce a tu alrededor y deja que te lleve. Deja que la parte superior te rompa en la cara, te impulse hacia arriba y cae de espaldas. Ahí está la diversión. Sentirás cómo te levantan. Luego, cuando te acostumbres a eso, y cuando veas cómo tienden a romper, cuando una grande te alcance y esté a punto de romper, gira cuando te levante y da un salto hacia la orilla. Te llevará consigo, te deslizarás boca abajo sobre ella. Cuando toques fondo, puedes levantar la barbilla y encogerte de lado, colarte debajo de la ola y ponerte en pie de nuevo, con el agua a la cintura. Dedícale un rato a eso.

Se lo dedica. Las olas se levantan ante ella; cuando son pequeñas y no han roto aún se encarama sobre ellas, y en la parte alta ve el mar, ve las olas que se aproximan en líneas que siguen llegando una tras otra, bajas y sin formar. A veces distingue que una será mayor, y para cuando repara en ello, los demás nadadores, puesto que ya son una docena, nadan con alma hacia afuera para alcanzarla antes de romper, y si lo hacen, montan la ola sobre un costado, al frente de la parte rota mientras se desplaza a izquierda o derecha, los rostro empapados vueltos de modo que encaren la ola que se alza al frente de su movimiento. Entiende que sus cuerpos actúan como tablas de surf. Unos pocos jinetes de las olas llevan bajo el pecho tablas pequeñas de gomaespuma. Se saludan con risotadas mientras las montan, y cuando la rompiente cierra sobre ellos desaparecen en la ola, y cuando vuelve a verlos ya nadan de vuelta para tomar la siguiente.

En lo alto de la ola, levantada por ella; atraviesa la pared traslúcida iluminada por el sol de agua que la corona, cae sobre el pecho en la parte posterior azul. Kaya estaba en lo cierto; de por sí esa es una sensación magnífica. Pierde el miedo, se libra de él con cada salto, con cada caída. Encaramada por la ola, cae; y otra vez, y otra y otra. Agua salada en los labios. El susurro y el siseo y el estampido que la rodea, el agua sobre el agua. No es necesario hablar con nadie, ni pensar. El sol prende un cuadrante entero del cielo, ¡imposible levantar la vista hacia allí! El mar tiene tan buen sabor, no es como la sangre, es limpio y frío y salado, pero más agradable que salado. Como si fuera agua de verdad.

Empieza a recuperar sensaciones, a ser consciente de su cuerpo. Es cierto que flota más en ese lugar de lo que había flotado antes, y por un instante recuerda la ingravidez que sentía en la columna de la nave. Hace ese recuerdo a un lado, pero entonces lo recupera y se aferra a él; con el corazón encogido, flota sobre las olas por la nave, por Jochi, por Devi y por Euan y por todos los que ya no están. Incluso el recuerdo que le viene de pronto a la mente, el de Euan en el océano de Aurora, no es malo, sino bueno. Escogió un buen final. Montar esas olas por él y con él. Es una especie de comunión. Superará su miedo a nado. Sigue temblando.

Finalmente llega una ola que parece querer romper pero sin lograrlo, una pendiente inclinada de agua que se alza ante ella con un movimiento imponente. Freya ve una oportunidad, se da la vuelta y salta hacia la orilla, y la ola la recoge y la eleva, y mientras ella flota se desliza también boca abajo a la misma velocidad, de modo que al mismo tiempo cuelga suspendida y vuela, y se ríe asombrada cuando la pendiente de la ola se vuelve más vertical y ella se desliza de pronto hacia abajo hasta el fondo, cae en el agua que no es ola, la ola la alcanza y rompe, le da la vuelta en una pirueta que inyecta agua en sus fosas nasales, en la garganta y los pulmones, se ahoga un poco pero sigue en la pirueta de la ola rota, imposible ganar la superficie, siquiera sabe dónde está, da en el fondo y lo descubre, nada hacia arriba, irrumpe a través de la superficie de burbujas y jadea, tose, resopla, aspira aire, jadea mientras aspira y respira, rompe a reír. Todo esto ha durado tal vez cinco segundos. Bajo el agua es mejor mantener la boca cerrada. Obviamente.

Intenta transmitir esto a Kaya cuando lo ve acercarse a ella, desaparecer, y situarse seguidamente a su lado con el agua a la altura del pecho.

—¿Todo bien? —pregunta el joven.

—¡Sí! ¡Me ha dado un revolcón!

—Un centrifugado. Acabas de salir de una lavadora. —Ríe.

—¡Debo contener la respiración bajo el agua!

—¡Sí, claro! Y expulsar aire por la nariz cuando estés dando tumbos —añade él—. Ya verás qué diferencia. Así no tragarás agua.

Vuelve a encaramarse a las olas. Cabalga unas cuantas más y se las apaña mejor cuando la hunden en las aguas calmas que fluyen bajo el oleaje rompiente. Cuando encuentra el equilibrio entre el ascenso y la caída y vuela, experimenta la misma sensación de ausencia de gravedad en el estómago que tenía cuando flotaba columna abajo. Piensa de nuevo en la nave y lanza un grito, una risotada de dolor por toda su vida. Ay, Dios, que todo tuviera que suceder de ese modo, tan absurda toda la existencia, tan ridícula, tan estúpida. Tantas muertes. Pero ahí está ella, y a la nave le complacería verla ahí fuera entre el oleaje, está tan segura de ello como pueda estarlo de cualquier cosa.

Tiene la impresión de que el sol le lastima un poco la piel del rostro, y también, entre la llegada de una ola y la siguiente, ve que está temblando; es un temblor distinto al anterior, sencillamente tiene frío. Las olas mayores llegan en grupos de tres, le informa Kaya al pasar por su lado, y ella comprueba que esto suele ser verdad. También entiende cómo pueden haber llegado a pensar tal cosa. Ven llegar un grupo, e intentan encaramarse a una antes de que rompa, luego nadan hasta un punto donde puedan tener una posición ventajosa de las siguientes dos. Freya quiere encaramarse a la parte anterior de una, tal como hacen ellos. Cuesta lograrlo. Parece que tendrá que ir un poco más rápido para lograrlo, y Kaya se muestra de acuerdo cuando ella lo expresa así.

—¡Sírvete de las aletas cuando quieras ganar velocidad!

—¡Estoy temblando!

—Ya, yo estoy a punto de hacerlo también. Ve a tumbarte un rato al sol, recuperarás enseguida la temperatura. Yo enseguida salgo.

Ella intenta montar una todo el trayecto, pero mete la pata en la salida, se ve arrastrada en el centrifugado de la lavadora, vuelve a tragar agua, no puede respirar durante más de la cuenta, no puede ganar la superficie. De pronto alguien la aferra y tira de ella, se ahoga, expulsa agua salada entre toses, a punto de vomitar.

Es Kaya quien la ha sacado del agua; hace pie aunque el agua le llega a la altura del pecho, y la mira fijamente. Tiene los ojos azul claro.

—¡Eh! Ten cuidado ahí fuera —dice—. Recuerda que esto es el mar. Si te descuidas lo pagas. Al mar no le importa si te hundes. Es mucho más fuerte que nosotros.

—Lo siento, no lo había previsto.

—Hagamos una cosa. Quédate aquí un rato en los bajíos. Hazte el muerto. Túmbate en el mar donde la ola rota alcanza la playa, estarás flotando, pero también te darás con el suelo ondulado del fondo. Tú deja que el agua te zarandee como si fueras madera de balsa. Es casi tan divertido como cualquier otra cosa que pueda hacerse por aquí.

Lo prueba y es verdad. No hay que hacer esfuerzos. Mantiene la cara fuera del agua, y se olvida de todo lo demás. Flota como un tronco. Da un tumbo aquí y allá sobre la arena sumergida. Ve que la playa está más llena, hay niños en la orilla que construyen castillos y gritan. Sigue imponiéndose el rumor de las olas, el ambiente está lleno de una bruma compuesta de burbujas. Hay burbujas por todas partes, más que agua. La acompañan largas tiras de algas, con bulbos como de plástico que revientan expulsando un olor. «¡Es aliento de ballena embotellado!», le dice una niña que se sienta cerca, cuando ve que lo revienta y huele. Freya mastica una hoja; sabe al alga que cultivaban en el pequeño estanque salino, qué pequeño era, una bañera para pájaros. Flota dentro y fuera, dentro y fuera.

Al cabo de un rato, incluso ahí, donde el agua es más cálida y tiene el sol a la espalda y en la parte posterior de las piernas, incluso ahí ha caído tanto la temperatura de su cuerpo que está temblando. Se quita las aletas, se pone en pie como puede y camina con cuidado hasta la toalla, aunque se cae una vez. Es arena y no tiene importancia.

Se tumba en la arena seca y ardiente junto a la toalla, al sol. Rápidamente recupera la temperatura y se seca. Tiene una capa de sal en la piel que prueba con la lengua. Cuando estaba mojada, la arena, que está ardiendo, se le pegaba; pero ya seca, puede sacudírsela del cuerpo con la mano. Puede hundir manos y pies en la arena, y sentir su peso; el calor se extiende un trecho, pero más allá la arena se vuelve fría. Cava un agujero en ella y alcanza un punto en que el fondo está húmedo. Las paredes de este agujero se derrumban y sepultan el pequeño estanque que había cavado. Cuando levanta la mano llena de arena húmeda y deja que se le deslice entre los dedos, la arena cae en el borde del estanque y el agua se filtra y la arena forma grumos que se amontonan unos sobre otros. En una o dos ocasiones, saca unos cangrejos pequeños que le arrancan un grito ahogado cuando los ve corretear desesperadamente por la palma de su mano, y los deposita en el estanque y ellos excavan en la arena para desaparecer. Después de recogerlos unas cuantas veces, cae en la cuenta de que no pueden morderla, porque las mandíbulas, dientes o lo que sea que tienen son demasiado blandos. Por lo visto, hay un montón de bichos así bajo la arena. Posiblemente vivan de los restos de algas. Los constructores de playas deben de haberlos puesto allí, para empezar. A lo largo del húmedo trecho de playa ve una bandada de aves yendo de un lado a otro, pisándose mutuamente las sombras que proyectan en la arena. Tienen un pico largo que emplean para hurgar en ella, sin duda en busca de los cangrejos. Se detienen y hunden el pico en las burbujillas que hay en la arena y que seguramente obedecen a las exhalaciones de los cangrejos. Tiene sentido. Esta playa está viva.

A su regreso a la orilla, Kaya tiembla visiblemente y tiene la piel de gallina, azulada bajo el bronceado, los labios blancos, la nariz púrpura. Se deja caer en su toalla, donde tiembla con fuerza un rato, tanto que da la impresión de dar botes en la superficie. Lentamente ceden los temblores y yace tumbado boca abajo como un bebé dormido, boquiabierto, los ojos cerrados. Su piel se seca rápidamente al sol, y Freya distingue la película blanca que le ha impreso la sal. Su pelo es una maraña de rizos, es todo músculo y hueso, relajado como un gato. Un gato al sol. Un joven dios marino, un hijo perdido de Poseidón.

Freya mira alrededor de la playa, los ojos entornados. Hay demasiada luz. El constante rumor grave de las olas que rompen, el susurro del estallido de las burbujas. Una bruma en la distancia, visto todo en un talco de luz.

—¿De verdad podemos seguir aquí así de expuestos? —pregunta de pronto, sintiendo de nuevo una punzada de miedo—. ¿La luz de la estrella, la radiación no nos matará?

Él abre los ojos, levanta la vista hacia ella sin moverse.

—¿La luz de la estrella?

—Me refiero a la del sol. Tiene que ser una dosis enorme de radiación, puedo sentirla.

Él se sienta en la toalla.

—Sí, claro. Puede que sea momento de renovar la protección solar. Como tienes la piel tan blanca… —Presiona levemente con la yema del dedo índice en la parte superior del brazo de Freya—. Ah, mira, ¿ves cómo está un poco rosada y se vuelve blanca cuando presiono ahí, y tarda un poco en recuperar el tono rosa? Te estás quemando. Pongamos otra capa de protector solar.

—¿Bastará con eso?

—Te durará una hora, más o menos. Creo. Sobre todo si vuelves al agua. No acostumbramos a tumbarnos al sol. Solo lo suficiente para entrar en calor y salir de nuevo.

—¿Cuántas veces salís?

—No sé. Muchas.

—¡Debéis de acabar hambrientos!

—Sí, sí. —Kaya ríe—. Dicen que los surfistas somos gaviotas. Comemos todo lo que encontramos a nuestro paso.

Le rocía la piel con protector solar. Ella se nota algo salada, reseca, y la loción es agradable. Cuando la toca, cuando le extiende con las manos la loción tras las orejas y la raíz del pelo, percibe que ha tocado anteriormente, y que, a pesar de ser tan joven, sería un buen amante. Cuando se tumba de nuevo lo mira indiscreta. Se siente un poco encendida, por fin ha desaparecido el nudo en el estómago, fresca pero caliente, y dice:

—¿Y lo del sexo en esta playa? ¿Bajo el sol? ¡Imagino que lo haréis!

—Sí —responde él con una sonrisa discreta, dándose la vuelta para tumbarse boca abajo, quizá por decoro—. Debes asegurarte de que no te entre arena en ciertas partes. Pero, ya sabes, es algo que aquí se hace principalmente de noche.

—¿Y eso? Es una playa pública, ¿no?

—Bueno, sí. Pero eso no quiere decir lo que «público» quiere decir literalmente.

—Creía que «público» quería decir que te pertenecía, que puedes hacer lo que quieras.

—Supongo que sí, claro, pero público también significa que aquí no haces cosas privadas.

—¡Creo que deberías hacer lo que quisieras! Es más, me abalanzaría sobre ti aquí y ahora.

—No sé. Podrías meterte en líos. —Levanta la vista hacia ella—. Además, ¿qué edad tienes?

—Ni idea.

Él ríe.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso, que no lo sé. ¿Te refieres a cuánto he vivido, o cuánto hace desde que nací?

—A cuánto has vivido, supongo.

—Un día —responde ella sin titubear—. De hecho, unas dos horas. Desde que me metí en el agua.

Él ríe de nuevo.

—Qué graciosa. Pareces nueva en esto. Pero mira por dónde he recuperado la temperatura y voy a meterme otra vez. —Se pone en pie después de darle un rápido beso en la mejilla—. Nos vemos allí. Iré controlándote, me quedaré en el borde e iré mirando en tu dirección.

Él echa a correr hacia las olas, chapoteando en la parte baja y dando saltos a medida que se adentra en el agua, antes de zambullirse en el oleaje y sentarse para ponerse las aletas, después de lo cual se aleja nadando a gran velocidad, sumergiéndose bajo las olas rotas justo antes de que lo alcancen. Parece que no emplee esfuerzo alguno.

Ella lo sigue. Encuentra el agua un poco más fría que la otra vez, siente la piel tensa y cálida, más sensible al agua. Pero no tarda en acostumbrarse y sentirse a gusto, y una ola la levanta y la devuelve al sol, y ya está en su elemento.

Las olas son un poco mayores, algo más pronunciadas. Dice Kaya que eso se debe a que la marea retrocede. El sol también está más alto, y el mar está como prendido con largos bancos de luz líquida, que a medida que se alzan ante ella adoptan un verde oscuro traslúcido. Ahora que flota puede mirar hacia abajo y ver a través del agua clara el fondo arenoso, amarillo, liso. Bajo la superficie flotan suspendidos largas marañas de algas, un pez con el dorso manchado, cuya visión le produce una punzada de miedo; desaparece, pero ella avisa a Kaya, y cuando el joven se le acerca nadando, ríe y le dice que es un tiburón leopardo, que es inofensivo y tiene la boca muy pequeña, y que no le interesan las personas.

Se está acostumbrando a las aletas, y descubre que puede impulsarse haciendo fuerza desde la cadera. Nada a lo que a ella se le antoja que es gran velocidad. Es como una sirena. Se agacha bajo las olas rotas, acusa el tirón del oleaje que recula, asoma la espalda a través de las aguas verdes. O sobre las olas justo cuando se disponen a romper, nada rápidamente hacia ellas, las alcanza de lleno cuando se alzan, se estampa en sus crestas y cae sobre sus lomos, riendo. El estallido de una primera ola que se derrumba justo al frente. Nadar con la corriente intentando romper, puede mantenerse a su altura, la levanta y se desliza de nuevo boca abajo, esta vez inclinada por delante de la rompiente, deslizándose de costado antes de que rompa, y sobre la superficie de la ola, que sigue ascendiendo ante ella, volviéndose más pronunciada a la velocidad justa para impedir que caiga de bruces sobre ella. Manteniéndola en alto, inmóvil, sin hacer nada más, pero volando, volando tan rápido que emerge del agua por la cintura, puede incluso posar las palmas de las manos en el agua como los demás surfistas y deslizarse sobre las manos, y seguir volando. Volando.

Fantástico.

Ve a un anciano, acompañado por la que parece ser su nieta o bisnieta, en una tabla redonda, y cuando las olas se alzan la arroja sobre ellas como quien lanza un avión de papel, y ambos ríen como locos. Tritones y sirenas giran a veces sobre sí en la parte frontal, se incorporan dándoles la cara, bailan con la forma y el tempo particular de cada ola.

Las olas se vuelven mayores, más pronunciadas. Se oye un grito y todo el mundo nada con alma hacia el mar, intentando tomar un conjunto considerable. Cuando corona una ola, ve lo que ellos han visto y se le corta la respiración: es una enorme, y ni siquiera al alcanzar los bajíos ha empezado a alzarse. Parece que romperá lejos de donde está. Nada tan rápido como puede, igual que los demás.

El resto corona la gran ola antes de que rompa, pero ella sigue dentro y debe bucear por debajo. Ir derecha al fondo, aferrar un puñado de arena, sentir cómo la ola rota la empuja, la eleva y la empuja de nuevo al fondo, ondeándola como una bandera, y en mitad de esa pierde una de las aletas. Sigue en el fondo, asoma tras impulsarse con el pie en la arena, gana la superficie justo a tiempo de que la siguiente ola rompa sobre ella, la arroje al fondo y hacia arriba, y sin que ella mueva un dedo alcanza la superficie, acompañada por un burbujeo insuflado de arena que ha sido desgajado del fondo. Ahora está inmersa en un lodo líquido de arena y agua marina. Un rugido inmenso. Y ahí llega la tercera ola, ganando corpulencia, e intenta apartarse antes de que rompa, y la parte superior de la ola se abalanza de pronto sobre ella y comprende con desespero que está precisamente en el lugar equivocado, que va a caer sobre ella, así que llena de aire los pulmones y encoge la cabeza sobre el pecho.

Buam. La golpea con tal fuerza que expulsa el aire de los pulmones, y seguidamente se ve zarandeada de un lado a otro, todo su cuerpo dando tumbos, incapaz de distinguir arriba de abajo, un tumbo bestial, de lavadora, sí, pero mucho mayor, tanto que está indefensa, muñeca de trapo, preguntándose cuándo la soltará. ¿Acaso lo hará? Se está quedando sin aire, sintiendo un vacío en la cabeza que no ha sentido anteriormente, la desesperada necesidad de respirar que tampoco antes ha experimentado y que da paso al pánico. ¡Sencillamente ha de respirar ahora! Y ahí va girando entre la arena arrancada del fondo, los ojos cerrados con fuerza, dando vueltas sobre sí, a un tris de ceder y tragar agua, maldita sea, no tengo más remedio, piensa, después de todo lo que ha pasado, volver a casa y ahogarse al cabo de un mes. La chica del espacio muerta a manos de la Tierra, qué estúpida…

Entonces asoma de nuevo al exterior, aspira con fuerza, traga un poco de agua, tose, y tose, aspira y respira.

Ve que hay una cuarta ola que rompe. ¡No es justo!, piensa, y rompe, vuelve a verse empujada al fondo, un duro golpe esta vez. Tiene una fuerza increíble. No le queda aire, debe aguantar la respiración. Ahora se ahogará de verdad. La vida pasa veloz ante sus ojos, un clásico. Estúpida chica de las estrellas, chica espacial, date por muerta.

Abre los ojos, brega hacia la luz. Está algo mareada, vacía por dentro, con la sangre ardiendo, el deseo de respirar es tan grande que no puede impedirlo, tanto que lo hará aunque inspire agua, ¡no puede evitarlo! No lo hagas. Pero lo logra mientras da vueltas, arriba la luz, abajo la oscuridad, intenta ascender, pero da tumbos indefensa, no es más que una muñeca de trapo que gira como una peonza.

Asoma de nuevo a la superficie, aspira y respira, cuidando esta vez de no tragar agua. Rápidas lecciones, mira a su alrededor para ver si hay otro ola que se acerque. La hay. Pero ¿qué es esto? ¡Pretenden acabar con ella!

Sin embargo no parece tan grande. Pese a todo, se ha adentrado demasiado para encaramarse a ella antes de que rompa, está demasiado cansada para nadar fuera de su alcance, tan solo puede respirar, llenar de aire los pulmones, desesperada, a medida que la ola se alza, rompe y se abalanza sobre ella como una gigantesca pared blanca, caos, no hay modo de colarse debajo, aspirar aire y buam, otro golpe, otra vez a dar tumbos sin control, a aguantar el embate porque no queda otro remedio, a contener la respiración. Solo que esta vez no dura mucho porque no hay gran cosa que dar, imposible contener el aliento cuando no puedes, cuando te estás asfixiando y va a tener que aspirar agua. Maldita sea. Vaya manera de morir. Pero vuelve a la superficie, jadeando, aspirando y respirando, se vuelve para mirar y, en efecto, otra jodida pared surcada de espuma y burbujas que se le acerca, pero cae antes de alcanzar su posición, se alza de nuevo al cielo, pero cuando la alcanza el caos blanco ha perdido brío. Se deja mecer por ella, que la arrastre a la orilla. Contiene el aliento, o bien perderá la conciencia y morirá, o bien acabará de vuelta en la orilla.

Da en el fondo, se empeña en reubicarse. No siente los pies, ha perdido ambas aletas, sale disparada hacia la luz, vuelve a caer, otra ola la mantiene en el fondo, pero el fondo está ahí, de modo que se impulsa de nuevo, dando tumbos, aunque en su torpe pirueta logra asomar la cabeza por encima del agua y respirar. Si el fondo fuese rocoso habría muerto, pero es arena y se aparta impulsándose. Parece que ahí toca fondo, pero otra ola rota vuelve a hundirla. ¡Maldita sea! Contener el aliento, dar tumbos sin oponer resistencia, localizar el fondo, ponerse en pie, respirar, un nuevo golpe, contener el aliento, dar tumbos. En esta ocasión, cuando se incorpora, cae porque no hay agua que la sustente, está hundida hasta el muslo, la rodilla, cae ante un nuevo empujón que le llega por la espalda, pero a la mierda, es mejor dejarse arrastrar, contener el aliento, levantarse, respirar.

Llega un momento en que se encuentra a cuatro patas en el agua, alejándose hacia la orilla. El siguiente empujón la lleva a los bajíos, es donde se hacía la muerta, ahora hay unos niños que gritan porque las olas han derruido sus castillos, fundiéndolos de inmediato, convirtiéndolos en meros montoncitos de arena húmeda. Nadie le presta la menor atención. Estupendo. Gatea orilla arriba. La siguiente ola que la alcanza ni siquiera la tumba, tan solo discurre debajo de ella con su blanco susurro burbujeante, el ambiente lleno de una bruma salina, el retroceso de la ola intentando arrastrarla de vuelta al mar. Pero hunde los dedos en la arena, el agua da saltos alrededor de sus antebrazos y rodillas, hace un surco su cuerpo en la arena donde se ha posado hasta que otra ola la golpea por detrás. Pero ya nada puede moverla. Unas cuantas olas más la rebasan y reculan, se hunde un poco más en el surco de arena húmeda. Levanta las manos, las rodillas y asienta los pies, gatea un poco por la orilla. Una ola arrastra a su altura una aleta azul, extiende el brazo para alcanzarla, pero no lo logra. Los castillos de arena quedan muy lejos. Se detiene ahí, aún a cuatro patas, apoyando las rodillas, descansando. Todo está iluminado, pero también cargado de negrura. Recupera el aliento, aspirando, respirando, con un poco de náuseas, escupiendo agua salada.

Kaya corre hacia ella, apoya una mano en su espalda.

—¿Estás bien?

Ella asiente.

—Sí —dice—. Sí.

—¡Estupendo! ¡Vaya conjunto de olas! —Vuelve a adentrarse en el agua.

El sol tamborilea en su espalda, la orilla húmeda resplandece. Todo reluce y deslumbra, tan brillante que no puede ni mirarlo. Una ola rota lame la orilla, se detiene e imprime una huella de espuma. Una lámina de agua retrocede por la pendiente hacia ella, le rodea las muñecas, las rodillas, se hunde un poco más en la arena húmeda. El agua que burbujea arrastra granos de arena de vuelta al mar, motas negras que forman pautas en V entre granos rubios, trazando nuevos deltas ante su mirada. Deltas, piensa, deltas. Vaya mundo. Agacha la cabeza y besa la arena.

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