Aurora

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Corvino fue el primero en captar el olor del páramo, mientras el sol matinal derramaba una luz lechosa sobre la hierba cubierta de rocío. Aunque el joven aprendiz del Clan del Viento no emitió ningún sonido, Esquirolina vio que erguía las orejas y que se sacudía de encima parte de la desgana contra la que había luchado desde la muerte de Plumosa. Corvino apretó el paso, subiendo deprisa la ladera, donde la niebla seguía envolviendo la alta hierba. Esquirolina abrió la boca y respiró hondo, hasta que también ella pudo detectar el familiar olor de la aulaga y el brezo en el frío aire matutino. Entonces echó a correr tras el joven aprendiz, con Zarzoso, Borrascoso y Trigueña pisándole los talones. Ahora ya todos percibían los olores del páramo; todos sabían que estaban cerca del final de aquel largo y agotador viaje.

Sin decir nada, los cinco se detuvieron formando una hilera en la frontera del territorio del Clan del Viento. Esquirolina lanzó una mirada a su compañero de clan, Zarzoso, y luego a Trigueña, la guerrera del Clan de la Sombra. A su lado, Borrascoso, el guerrero gris del Clan del Río, entornó los ojos contra el frío viento. Fue Corvino quien se quedó mirando con mayor emoción la dura pradera en la que había nacido.

—No habríamos llegado hasta aquí sin Plumosa… —murmuró.

—Ella murió para salvarnos a todos… —dijo Borrascoso.

Esquirolina se estremeció ante la desgarradora tristeza que había en la voz del guerrero del Clan del Río. Plumosa era la hermana de Borrascoso. Había muerto para salvarlos a todos de un feroz depredador, al que se habían enfrentado después de conocer a un grupo de gatos que habitaban en las montañas. La Tribu de las Aguas Rápidas vivía detrás de una cascada y reverenciaba a sus propios ancestros… No se trataba del Clan Estelar, sino de la Tribu de la Caza Interminable. Un gran felino de las montañas había estado dando caza a los miembros de la tribu durante muchas lunas, llevándoselos uno a uno. En su último ataque a la cueva de la tribu, Plumosa consiguió que un afilado espolón rocoso se soltara del techo y matara a la bestia. Pero ella resultó fatalmente herida y ahora descansaba bajo las rocas, en el territorio de la tribu, cerca de la cascada, para que el sonido del agua la guiara hasta el Clan Estelar.

—Era su destino… —maulló Trigueña con delicadeza.

—Su destino era completar la misión con nosotros —gruñó Corvino—. El Clan Estelar la escogió para viajar hasta el lugar donde se ahoga el sol y escuchar lo que Medianoche tenía que decirnos. Plumosa no debería haber muerto por la profecía de los ancestros de otro clan.

Borrascoso se acercó al aprendiz del Clan del Viento y lo acarició con el hocico.

—El valor y el sacrificio son parte del código guerrero —le recordó—. ¿Habrías querido que Plumosa hubiera tomado otra decisión?

Corvino se quedó mirando la aulaga sacudida por el viento, sin responder. Agitaba las orejas, como si intentara captar la voz de Plumosa en el aire.

—¡Venga, vamos allá! —exclamó Esquirolina, echando a correr sobre la escasa hierba.

De pronto, estaba ansiosa por concluir el viaje. Antes de partir, había discutido con su padre, Estrella de Fuego, y, al preguntarse ahora cómo reaccionaría él ante su regreso, sintió un hormigueo de nerviosismo. Ella y Zarzoso habían abandonado el bosque sin contarle a nadie adónde iban ni por qué. Sólo su hermana Hojarasca sabía que el Clan Estelar se había comunicado con un gato de cada clan, para decirles en sueños que fueran al lugar donde se ahogaba el sol y escucharan la profecía de Medianoche. Ninguno de ellos habría podido imaginar que Medianoche resultaría ser una vieja y sabia tejona, y menos aún que la profecía que iba a contarles sería tan trascendental para los clanes.

Corvino adelantó a Esquirolina para ponerse en cabeza, pues él era quien mejor conocía el territorio. Se encaminó hacia una zona de aulagas y desapareció por una senda de conejos, con Trigueña siguiéndolo de cerca. Esquirolina agachó la cabeza para que las orejas no se le engancharan en las espinas y los siguió por el estrecho túnel. Borrascoso y Zarzoso iban a pocos pasos de ella; la aprendiza podía sentir sus pisadas a través del suelo.

Al verse rodeada por aquel túnel de aulaga, negros recuerdos aletearon en su mente y se acordó de las pesadillas que habían perturbado su sueño: había soñado con la oscuridad, y con un pequeño espacio cargado de pánico y olor a miedo. Esquirolina estaba convencida de que esos espantosos sueños estaban conectados, de algún modo, con su hermana. Se dijo que, ahora que había vuelto a casa, podría averiguar dónde se encontraba exactamente Hojarasca… Pero al sentir una nueva oleada de angustia, corrió hacia la luz.

Redujo la velocidad al llegar a un espacio abierto y herboso. Sus compañeros salieron tras ella, con el pelo alborotado por las afiladas espinas de la aulaga.

—No sabía que le tuvieras miedo a la oscuridad —bromeó Zarzoso, deteniéndose junto a Esquirolina.

—Y no lo tengo —protestó ella.

—Nunca te había visto correr tan deprisa… —ronroneó el guerrero, moviendo los bigotes.

—Sólo quiero llegar a casa —replicó Esquirolina con tozudez.

Prefirió ignorar la mirada que intercambiaron Zarzoso y Borrascoso. Los tres iban siguiendo a Trigueña y Corvino, que ahora habían desaparecido bajo una gran mata de brezo.

—¿Qué creéis que dirá Estrella de Fuego cuando le hablemos de Medianoche? —se preguntó Esquirolina en voz alta.

Zarzoso agitó las orejas.

—¿Quién sabe?

—Nosotros sólo somos mensajeros —maulló Borrascoso—. Lo único que podemos hacer es contar a nuestros clanes lo que el Clan Estelar quería que supiéramos.

—Pero… ¿qué pensáis? ¿Nos creerán? —preguntó Esquirolina.

—Si Medianoche tenía razón, no creo que nos cueste mucho convencerlos —señaló Borrascoso, muy serio.

Esquirolina se dio cuenta en ese momento de que no había pensado en nada excepto en regresar a su hogar. Había apartado de su mente cualquier pensamiento que le recordara la amenaza a la que se enfrentaba el bosque. Pero las palabras de Borrascoso le encogieron el corazón. La aterradora advertencia de Medianoche resonó en su cabeza: «Un nuevo Sendero Atronador van a construir los Dos Patas. Pronto llegarán con sus monstruos. Árboles arrancarán, rocas romperán, la propia tierra despedazarán. No habrá lugar para los gatos. Si os quedáis, los monstruos también os despedazarán, o de hambre moriréis por falta de presas».

Un escalofrío hizo que todo su pelo se erizara. ¿Y si era demasiado tarde? ¿Habría siquiera un hogar al que regresar?

Intentó tranquilizarse recordando el resto de la profecía de Medianoche: «Pero no careceréis de guía. Al volver, subid a la Gran Roca cuando el Manto Plateado brille en lo alto. Un guerrero agonizante os mostrará el camino». Esquirolina respiró hondo. Aún había esperanza. Pero tenían que llegar a casa.

—¡Huelo a guerreros del Clan del Viento!

El grito de Zarzoso devolvió a Esquirolina al páramo.

—¡Debemos alcanzar a Trigueña y Corvino! —exclamó casi en un susurro.

El impulso de enfrentarse a constantes desafíos junto a sus compañeros de viaje se había convertido en algo tan instintivo que la aprendiza olvidó por un instante que Corvino era miembro del Clan del Viento y que, por tanto, no corrían ningún peligro ante sus compañeros de clan.

Salió como una exhalación de la mata de brezo y de pronto se encontró en un claro. Iba tan deprisa que estuvo a punto de chocar contra un escuálido gato del Clan del Viento. Esquirolina frenó en seco y se quedó mirándolo, sorprendida.

Era un atigrado muy joven. Por su aspecto, apenas tenía la edad suficiente para alejarse de la protección de la maternidad. Estaba inmóvil en el centro del claro, con el lomo arqueado y todo el pelo erizado, a pesar de que era él solo contra otros dos: Corvino y Trigueña. Se estremeció cuando Esquirolina apareció de pronto por el brezo, pero se mantuvo donde estaba, valerosamente.

—¡Sabía que había olido a intrusos! —bufó.

Esquirolina entornó los ojos. ¿Aquel patético escuchimizado pretendía de verdad enfrentarse a tres gatos completamente desarrollados? Corvino y Trigueña lo miraban con calma.

—¡Pequeño Cárabo! —exclamó Corvino—. ¿Es que no me reconoces?

El atigrado ladeó la cabeza y abrió la boca para saborear el aire.

—¡Soy Corvino! ¿Qué haces aquí, Pequeño Cárabo? ¿No deberías estar en la maternidad?

El joven agitó las orejas.

—Ahora me llamo Zarpa de Cárabo —espetó.

—Pero ¡no puedes ser aprendiz! —replicó Corvino—. Todavía no tienes seis lunas…

—Y tú no puedes ser Corvino —gruñó el atigrado—. Corvino huyó… —Pero relajó los músculos, que había tensado para pelear, y se acercó a Corvino, que permaneció quieto mientras el joven le olfateaba el costado—. Hueles raro —maulló convencido.

—Hemos hecho un largo viaje —le explicó Corvino—. Pero ahora ya estamos aquí, y necesito hablar con Estrella Alta.

—¿Quién tiene que hablar con Estrella Alta? —maulló un gato agresivamente.

Esquirolina pegó un salto al oírlo.

La aprendiza se volvió y vio que un guerrero del Clan del Viento salía de una mata de aulaga, levantando las patas para evitar las espinas. Lo seguían dos guerreros más. Esquirolina los miró, alarmada. Estaban todos tan flacos que las costillas se les marcaban bajo de la piel. ¿Es que aquellos gatos no habían cazado nada recientemente?

—¡Yo, Corvino! —exclamó el aprendiz del Clan del Viento, agitando la punta de la cola—. Manto Trenzado, ¿es que no me reconoces?

—Desde luego que sí —contestó el guerrero con tono neutro.

Sonó tan indiferente que Esquirolina sintió una punzada de lástima por su amigo. Aquello no era lo que se dice un buen recibimiento… y Corvino ni siquiera les había comunicado todavía las malas noticias a sus compañeros de clan.

—Pensábamos que habías muerto —continuó Manto Trenzado.

—Bueno, pues no es así. —Corvino frunció el ceño—. ¿El clan… está bien?

Manto Trenzado entornó los ojos.

—¿Qué están haciendo estos gatos aquí? —exigió saber.

—Han viajado conmigo —respondió Corvino—. Ahora no puedo explicártelo, pero se lo contaré todo a Estrella Alta —añadió.

Manto Trenzado no mostró mucho interés por las palabras de Corvino. Esquirolina notó la penetrante mirada del esquelético guerrero, que exclamó:

—¡Sácalos de nuestro territorio! ¡No deberían estar aquí!

Esquirolina pensó que Manto Trenzado no estaba en condiciones de echarlos si ellos se negaban a marcharse, pero Zarzoso dio un paso adelante e inclinó la cabeza ante el guerrero del Clan del Viento.

—Por supuesto que nos iremos —aseguró.

—Además, tenemos que volver con nuestros clanes —maulló Esquirolina intencionadamente.

Zarzoso le lanzó una mirada de advertencia.

—Entonces, poneos en marcha —les espetó Manto Trenzado. Y, dirigiéndose de nuevo a Corvino, añadió con un gruñido—: Sígueme. Te llevaré con Estrella Alta.

Dio media vuelta y se dirigió hacia el extremo más alejado del claro.

Corvino sacudió la cola.

—¿El campamento no está por ahí? —maulló, señalando en la dirección contraria.

—Ahora vivimos en las antiguas madrigueras de conejos —contestó Manto Trenzado.

Esquirolina vio confusión y nerviosismo en los ojos de Corvino.

—¿El clan… se ha trasladado a las madrigueras? —preguntó el aprendiz.

—Por el momento —respondió el guerrero.

Corvino asintió, aunque su mirada seguía llena de interrogantes.

—¿Puedo despedirme de mis amigos?

—¿«Amigos»? —repitió otro de los guerreros, de color marrón claro—. ¿Es que ahora debes lealtad a los gatos de otros clanes?

—¡Por supuesto que no! —afirmó Corvino—. Pero hemos viajado juntos durante más de una luna.

Los guerreros del Clan del Viento se miraron entre sí con recelo, pero no dijeron nada mientras Corvino se acercaba a Trigueña para tocarle el costado con la cabeza. Rozó afectuosamente a Borrascoso y Zarzoso, y cuando estiró el cuello para restregar su hocico con el de Esquirolina, a ella le sorprendió la calidez de su despedida. A Corvino le había costado mucho encajar en el grupo, pero, después de todo lo que habían pasado juntos, incluso él sentía el lazo de amistad que los había unido a los cinco.

—Debemos volver a vernos pronto —le recordó Zarzoso en voz baja—. En la Gran Roca, como nos dijo Medianoche. Hemos de encontrar al guerrero agonizante, para averiguar qué hacemos después. —Sacudió la cola—. Puede que no sea fácil convencer a nuestros clanes de que Medianoche dice la verdad. Los líderes no querrán oír nada de abandonar el bosque. Pero si conseguimos encontrar al guerrero agonizante…

—¿Por qué no les decimos que vengan con nosotros? —propuso Esquirolina—. Si ellos también ven al guerrero agonizante, no les quedará más remedio que creer que Medianoche está en lo cierto.

—Dudo que Estrella Leopardina acepte la invitación —murmuró Borrascoso.

—Ni Estrella Negra —coincidió Trigueña—. No estamos en luna llena, así que no hay tregua entre los cuatro clanes.

—Pero esto es muy importante —insistió Esquirolina—. ¡Tienen que venir!

—Podemos intentarlo —repuso Zarzoso—. Esquirolina está en lo cierto. Quizá ésa sea la mejor manera de dar la noticia.

—De acuerdo —declaró Corvino—. Nos reuniremos en los Cuatro Árboles mañana por la noche, con nuestros líderes o sin ellos.

—¡¿Los Cuatro Árboles?! —gruñó Manto Trenzado.

Esquirolina pegó un salto de nuevo.

Era evidente que el guerrero del Clan del Viento había estado escuchando su conversación. La aprendiza sintió una punzada de culpabilidad, aunque era consciente de que lo que estaban planeando no suponía una deslealtad hacia sus clanes… Más bien lo contrario, en realidad. Pero Manto Trenzado parecía tener otros temores en mente.

—No podéis reuniros en los Cuatro Árboles. ¡Ya no queda ni uno! —bufó.

A Esquirolina se le heló la sangre.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Trigueña.

—Hace dos días, cuando llegamos para la Asamblea, todos los clanes vimos cómo los Dos Patas destrozaban el lugar. Los Dos Patas y sus monstruos talaron los cuatro robles.

—¿Que talaron los robles sagrados? —repitió Esquirolina.

—Eso es lo que he dicho —gruñó Manto Trenzado—. Si sois lo bastante descerebrados como para ir hasta allí, lo veréis por vosotros mismos.

El intenso deseo de Esquirolina de regresar a casa, para ver a su clan, a sus padres y a su hermana, volvió a inundarla como una ola, y notó en sus patas la urgencia de correr hacia el bosque. Los demás parecían compartir esos mismos sentimientos; la mirada de Zarzoso se endureció, y Borrascoso empezó a arañar el suelo, impaciente.

Corvino miró a sus compañeros de clan, y luego a sus amigos.

—Buena suerte —maulló con voz queda—. Sigo pensando que deberíamos vernos allí mañana por la noche, a pesar de que los robles hayan desaparecido.

Zarzoso y Borrascoso asintieron, y sólo entonces Corvino se internó en el brezo, detrás de Manto Trenzado.

Cuando los gatos del Clan del Viento desaparecieron de la vista, Zarzoso olfateó el aire.

—Vayámonos —ordenó—. Nos dirigimos hacia la vieja madriguera de tejón que hay en dirección al río, Trigueña, y creo que tú deberías seguir con nosotros hasta que lleguemos a la frontera del Clan del Viento.

—Pero iría más rápido si me dirigiera directamente hacia el Sendero Atronador —objetó la guerrera.

—Creo que será más seguro si nos mantenemos todos juntos hasta que salgamos del páramo —maulló Borrascoso—. No querrás que te sorprendan sola en el territorio del Clan del Viento, ¿verdad?

—A mí no me da miedo el Clan del Viento —bufó ella—. ¿No os habéis fijado en esos guerreros? No estaban en condiciones de pelear.

—Aun así, no debemos hacer nada que pueda provocar un enfrentamiento —señaló Zarzoso—. Ningún gato sabe todavía dónde hemos estado ni qué tenemos que contarles.

—Y tampoco sabemos qué han hecho aquí los Dos Patas —añadió Borrascoso—. Si tropezamos con alguno de sus monstruos, será mejor que estemos juntos.

Trigueña miró a sus compañeros atentamente y luego asintió.

Esquirolina parpadeó, aliviada. Aún no quería tener que despedirse de otra amiga.

Zarzoso empezó a trotar por el páramo, y los otros tres lo siguieron de cerca. Mientras avanzaban sobre la hierba, el débil sol de la estación de la caída de la hoja apenas les calentaba el lomo. Corrían en silencio, y Esquirolina notó que el estado de ánimo general iba ensombreciéndose, como si una nube hubiera cubierto el cielo poco a poco. Desde que dejaron las montañas, no se habían concentrado en nada más que en llegar al bosque, todos igualmente ansiosos por regresar a casa. Sin embargo, ahora la joven aprendiza empezaba a pensar que habría sido más fácil seguir viajando, recorriendo para siempre territorios desconocidos, que enfrentarse a la responsabilidad de tener que contarles a los clanes que debían abandonar sus hogares o soportar una muerte espantosa… Aunque todavía les faltaba la señal del guerrero agonizante… Sí, primero tenían que resolver eso…

El hedor de los monstruos de los Dos Patas los envolvió al acercarse a la frontera. No había ni el menor rastro de presas: ni pájaros en el cielo ni olor a conejos entre la aulaga. Nunca había sido fácil cazar en el territorio del Clan del Viento, pero siempre había señales de presas en el aire o en el suelo arenoso. Incluso las águilas ratoneras, que a menudo planeaban sobre la vasta extensión de páramo, se habían esfumado.

Los cuatro gatos llegaron a la cima de una ladera, y Esquirolina tragó saliva con fuerza, reprimiendo las ganas de vomitar ante la pestilencia de los monstruos, cada vez más intensa. Después de tomar aire profundamente, se obligó a mirar hacia abajo. Toda una franja de tierra del páramo había sido excavada: marrón y gris quebrados, en vez de la lisa extensión verde que estaba allí cuando ellos iniciaron su viaje. En la distancia gruñían los monstruos de los Dos Patas, hundiéndose en la tierra con sus pesadas zarpas para dejar un rastro de barro inservible.

Temblando, Esquirolina susurró:

—No me extraña que el Clan del Viento se haya trasladado a las madrigueras de conejos. Los Dos Patas deben de haber arrasado su campamento.

—Lo han arrasado todo —añadió Zarzoso sin aliento.

—Salgamos de aquí —bufó Trigueña.

Esquirolina percibió ira en la voz de la guerrera, y vio cómo clavaba en la hierba sus largas y curvas garras.

Zarzoso siguió mirando el destrozado paisaje.

—No puedo creer que hayan destruido todo esto…

A Esquirolina se le formó un nudo en la garganta. Ver la desdicha de Zarzoso era casi tan duro como ver el páramo arruinado.

—Vamos —lo apremió—. Tenemos que volver a casa para averiguar qué les ha pasado a nuestros clanes.

Zarzoso asintió, y la joven aprendiza vio que el guerrero bajaba los hombros como si literalmente cargara con el peso del mensaje que debían trasmitir a sus clanes. Sin decir nada más, Zarzoso empezó a descender por la ladera, dando un rodeo para mantenerse alejado de los monstruos de los Dos Patas. Juntos, los gatos atravesaron la franja de tierra revuelta. Esquirolina se alegró de que la fría noche hubiera endurecido el barro; si lloviera, aquella zanja se convertiría en un río marrón y viscoso, suficiente para engullir a los cachorros y dificultar el paso de los guerreros de patas más largas.

Cuando llegaron a la frontera del Clan del Viento, donde la tierra descendía hacia el bosque, Trigueña se detuvo.

—Os dejaré aquí —maulló. Su voz transmitía serenidad, pero sus ojos delataban tristeza—. Nos veremos mañana en los Cuatro Árboles, sea lo que sea lo que hayan hecho los Dos Patas con ellos —prometió.

—Buena suerte con Estrella Negra —le deseó Zarzoso, restregando el hocico en la mejilla de su hermana.

—No necesito suerte —replicó, muy seria—. Haré lo que haga falta para convencerlo de que me acompañe. Nuestra misión no ha acabado todavía. Tenemos que seguir adelante por el bien de nuestros clanes.

Esquirolina notó un renovado estallido de energía cuando la guerrera parda se alejó en dirección a la frontera del Clan de la Sombra.

—¡Y nosotros convenceremos a Estrella de Fuego! —exclamó.

A medida que Borrascoso, Esquirolina y Zarzoso se aproximaban a la frontera del Clan del Río, la hierba se tornó más mullida bajo sus zarpas. La joven aprendiza no tardó mucho en captar las marcas olorosas y en oír el distante rugido del agua por el desfiladero. El territorio del Clan del Río se hallaba al otro lado, y justo más allá del desfiladero había un puente de los Dos Patas por el que Borrascoso cruzaría el río hasta el campamento de su clan.

Zarzoso se detuvo, como esperando a que Borrascoso se despidiese allí, pero el guerrero gris se quedó mirándolo a los ojos.

—Voy a ir con vosotros al campamento del Clan del Trueno —maulló en voz baja.

—¿Con nosotros? ¿Por qué? —preguntó Esquirolina.

—Quiero contarle a mi padre lo de Plumosa —contestó.

—Pero podemos hacerlo nosotros —se ofreció la aprendiza, queriendo ahorrarle el mal trago de informar a Látigo Gris, el lugarteniente del Clan del Trueno, de la muerte de su hija.

Látigo Gris se había enamorado de Corriente Plateada, una guerrera del Clan del Río, muchas lunas atrás.

Corriente Plateada había muerto al dar a luz a sus hijos, y, aunque Borrascoso y Plumosa habían crecido en el Clan del Río, siempre habían estado en contacto con su padre.

Borrascoso negó con la cabeza.

—Látigo Gris ya perdió a nuestra madre —recordó—. Quiero ser yo quien le cuente lo de Plumosa.

Zarzoso asintió.

—Entonces ven con nosotros —maulló amablemente.

En fila india, se alejaron de las extensiones de aulaga para bajar hacia el bosque. Esquirolina notó un hormigueo de expectación al captar el mohoso olor de las hojas caídas. Ya casi estaban en casa. Apretó el paso, hasta que sus patas acabaron volando sobre el blando suelo del sotobosque. Notó el roce del pelaje de Zarzoso, que también había echado a correr junto a ella.

Pero Esquirolina no corría de emoción ni alegría por regresar al bosque. Algo la reclamaba… Algo incluso más desesperado que la amenaza de los Dos Patas y sus monstruos. Los siniestros sueños que habían perturbado su descanso la rodearon de nuevo y resonaron en su corazón como el gañido de alarma de un halcón. Algo iba mal, algo iba terriblemente mal.

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