Aurora

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—¡Sasha! —llamó Vaharina de nuevo—. ¿Eres tú?

No hubo respuesta.

Hojarasca pegó el hocico a la rejilla y miró hacia fuera. Había oído hablar de Sasha muchas veces, y sentía curiosidad por ver a la gata que había sido pareja de Estrella de Tigre y que después llegó al Clan del Río con sus cachorros, a los que abandonó allí mientras ella volvía a la vida solitaria de los proscritos. Sin embargo, en la penumbra de la caseta de madera sólo pudo entrever el pelaje leonado de Sasha, agazapada al fondo de la jaula en la que la había llevado el Dos Patas.

—Sasha, ¿te encuentras bien? —insistió Vaharina de forma más apremiante.

—Dale tiempo para recuperarse —le aconsejó Cora—. Los nuevos siempre están muy callados.

—Yo no necesito tiempo para recuperarme —bufó rabiosa la recién llegada—. ¿Cómo se atreven a meterme aquí? Si pudiera salir, ¡le arrancaría la piel a ese Dos Patas!

—¿Qué estabas haciendo en el bosque? —preguntó Vaharina.

—Quería ver a mis hijos —respondió Sasha—. Había oído que los Dos Patas estaban arrasando el bosque, y quería asegurarme de que estaban a salvo.

—¡Yo vi a Ala de Mariposa no hace mucho! —exclamó Hojarasca—. Estaba bien… Va a convertirse en curandera.

—¿Quién ha hablado? —maulló Sasha.

—Me llamo Hojarasca. Soy la aprendiza de curandera del Clan del Trueno —le explicó—. Ala de Mariposa y yo somos amigas.

—¿Conoces también a Alcotán? —quiso saber Sasha—. ¿Se encuentra bien?

Hojarasca no respondió. Notó un hormigueo en las zarpas al pensar en el hijo de Sasha. El joven gato tenía una mirada azul como el hielo, como el cielo en la estación sin hojas, y sus omóplatos eran tan anchos y poderosos como los de los guerreros que lo doblaban en edad y experiencia. La última vez que Hojarasca lo había visto, Alcotán había amenazado con llevarse a Acedera a rastras al campamento del Clan del Río, porque la guerrera había traspasado la frontera sin darse cuenta. Afortunadamente, Ala de Mariposa lo había convencido para que dejara ir a Acedera.

—Alcotán estaba bien la última vez que lo vi, sí —contestó Vaharina desde su jaula.

—Menos mal —suspiró Sasha.

El alivio de su voz sorprendió a Hojarasca.

—Parece tan preocupada como lo estaría una reina de clan —le susurró a Cora a través de la rejilla que las separaba.

—Por supuesto. —Cora había estado escuchando atentamente la conversación en silencio—. Está hablando de sus hijos… Al fin y al cabo, ella es una gata como cualquier otra.

—Pero ¡renunció a sus hijos para que se criaran en el Clan del Río! —exclamó la aprendiza, olvidándose casi de hablar en voz baja.

—¿Por qué no dejó que los criara su propio clan? —Cora sonó perpleja.

—Sasha no es una gata de clan. Es una proscrita.

—Eso es, insultadme sólo porque he decidido no vivir entre vosotros —gruñó Sasha, que había oído perfectamente sus palabras—. Aunque no me importa, mientras mis hijos estén sanos y salvos.

—Lo lamento —se disculpó Cora—. Este sitio es tan pequeño que resulta difícil no… preocuparse de los demás.

Miró de soslayo a la jaula contigua, donde había un proscrito negro de aspecto andrajoso que no había dado la menor muestra de estar escuchando la conversación.

—En algunos casos, al menos —se corrigió intencionadamente.

Hojarasca sabía que Cora había intentado entablar amistad con su vecino, pero no había conseguido sacarle nada más que su nombre: Carbón.

—Tú eres una minina casera, ¿verdad? —le preguntó Sasha a Cora sin rodeos—. Suenas demasiado educada para ser una proscrita, y estás demasiado gorda para ser una gata de clan.

Hojarasca vio cómo a Cora se le erizaba el pelo.

—¡Cora es una amiga! —protestó, saliendo en su defensa.

—Yo no he dicho que no lo sea —replicó Sasha—. Sólo estoy tratando de saber quién es quién en este agujero.

—Básicamente hay proscritos —le explicó Vaharina—. Pero hay algunos gatos de clan —añadió, y Tojo, Nimbo Blanco y Centella la saludaron—. Por lo que sabemos, Cora es la única minina doméstica aquí.

—¿Alguno de vosotros ha pensado en una forma de escapar de esta madriguera de zorros? —preguntó Sasha.

—Todavía no —admitió Vaharina.

—Ni siquiera el Clan Estelar nos ha dado una pista —añadió Hojarasca.

—¡El Clan Estelar! —resopló Sasha en la oscuridad—. Vosotros, gatos de clan, ¿aún creéis en esa tontería después de lo que está sucediendo en el bosque?

—¡Por supuesto que sí! —bufó Hojarasca.

—Bueno, pues ruega a tus antepasados por mí, pequeña. —Inesperadamente, Sasha suspiró—. Creo que vamos a necesitar toda la ayuda que podamos reunir.

El sol ya había pasado su cénit, y la tibia calidez del mediodía empezó a disiparse.

—Aquí viene de nuevo el Dos Patas —advirtió Cora a los demás gatos.

Por encima del distante rugido de los monstruos de los Dos Patas, Hojarasca oyó el sonido de pisadas en el exterior, e instintivamente se agazapó al fondo de la jaula. Se abrió la puerta de la caseta, y el Dos Patas entró cargado con una bolsa de comida.

—Es imposible que lo convenzas para que nos deje salir de aquí a base de ronroneos —le susurró Hojarasca a Cora mientras el Dos Patas empezaba a abrir las jaulas y a rellenar los comederos.

—Supongo que tienes razón —contestó Cora encogiéndose de hombros—, pero no está de más que acabe fiándose de mí.

Mientras la atigrada hablaba, un bufido estalló en la jaula vecina. El Dos Patas reculó de un salto, apartándose de la jaula abierta de Carbón. Le brotaba sangre de la mano, y se puso a dar vueltas por la caseta, gritando de rabia.

Hojarasca trató de ver a Carbón a través de la jaula de Cora. Apenas pudo distinguir la oscura silueta del gato, que se agazapaba en un rincón. A la joven aprendiza le latía la sangre en los oídos cuando se volvió hacia el Dos Patas. Había dejado de chillar y estaba mirando a Carbón amenazadoramente. De pronto, con un bramido cruel, metió repentinamente la mano en la jaula, y Hojarasca oyó cómo el proscrito aullaba de dolor. Rezongando entre dientes, el Dos Patas cerró la jaula con un golpe.

Hojarasca se estremeció. ¿Qué le había hecho a Carbón?

Cuando el Dos Patas rellenó el comedero de Cora, la gata se mantuvo lejos de él, asustada. Esta vez no le ronroneó.

En cuanto el Dos Patas salió de allí, Hojarasca gritó:

—Carbón, ¿estás bien?

De la jaula del gato brotó un gruñido estrangulado:

—¡Ese apestoso Dos Patas!

Hojarasca olfateó el aire y captó el cálido olor de la sangre.

—Tiene mala pinta —le susurró Cora a la aprendiza—. Hay sangre en el suelo de su jaula.

—¿Dónde estás herido? —le preguntó Hojarasca.

—Me ha hecho un corte en la pata —contestó él—. La zarpa de tejón de ese Dos Patas me ha empujado contra algo afilado.

Hojarasca pensó deprisa. ¿Qué empleaba Carbonilla para detener las hemorragias?

—¿Alguien puede alcanzar una telaraña? —exclamó—. Venga; ¡tenemos que ayudar a Carbón!

—Hay una cerca de mí —respondió Tojo—. Creo que puedo alcanzarla. Espera…

Hojarasca observó cómo Tojo alargaba una zarpa desde una jaula inferior. Una larga telaraña se extendía desde el suelo de la caseta hasta lo alto de la jaula. El guerrero llegó hasta ella retorciendo la pata a través de un agujero en el lateral de su jaula. Por fin, logró clavar las uñas en la espesa tela y tirar de ella. Alargando la pata cuanto podía, acercó la telaraña hacia Hojarasca.

La aprendiza se pegó al suelo de su jaula e intentó alcanzarla. La rejilla le arañaba la piel, pero apretó los dientes y estiró un poco más la zarpa, hasta que consiguió recoger la pegajosa bola de telaraña que le tendía Tojo. Se dispuso a pasársela de inmediato a Cora.

—¡Dale esto a Carbón! —la apremió, empujando la bola a través de un agujero en la rejilla que las separaba.

Cora asintió, incapaz de hablar porque estaba recogiendo la bola con la boca. Al tirar de ella, parte de la tela se enganchó en los bordes del agujero, con lo que se perdieron unas cuantas hebras del preciado material.

—¡Ten cuidado! —exclamó Hojarasca, nerviosa.

Entonces sonó la angustiada voz de un proscrito, situado más abajo:

—¡Hay sangre goteando en mi jaula! ¡Ese gato está malherido!

A Hojarasca se le aceleró el corazón.

—¡Carbón! ¿Te encuentras bien?

—Esto no va a dejar de sangrar —respondió Carbón con voz temblorosa.

—¡Recoge la telaraña que tiene Cora! —ordenó la aprendiza—. Y mantenla apretada contra la herida tanto tiempo como puedas.

Oyó cómo Cora resollaba mientras pasaba la bola a la jaula contigua, y luego el sonido de las zarpas de Carbón arañando el suelo cubierto de sangre.

—¡No temas, Carbón! Sólo tienes que presionar el corte con la telaraña.

—¡Ya está empapada de sangre! —jadeó Carbón.

—No pasa nada —lo tranquilizó Hojarasca—. Igualmente impedirá que salga más sangre. Tú limítate a mantenerla ahí.

Esperó. La caseta se había sumido en el silencio. A Hojarasca empezó a darle vueltas la cabeza, y se obligó a tomar bocanadas de aire lentas y profundas.

—¿Cómo está Carbón? —preguntó Centella al cabo de un rato.

—¡En mi jaula ya no cae sangre! —informó el proscrito que estaba en la parte inferior.

—¿Carbón? —preguntó Hojarasca—. ¿Cómo va la herida?

De la jaula de Carbón brotó un suspiro entrecortado.

—Esto parece que está mejor —murmuró—. Ya ni siquiera me duele.

Hojarasca suspiró de alivio.

—Mantén la telaraña sobre el corte un poco más —le indicó—. Luego puedes lamerlo con delicadeza para limpiarlo. Pero ¡no demasiado fuerte…! No queremos que vuelva a sangrar.

—Bien hecho, Hojarasca —susurró Cora desde su jaula.

La aprendiza parpadeó. Por primera vez desde que la habían capturado, no se sentía completamente impotente. Cerró los ojos para darle las gracias al Clan Estelar en silencio. Nunca había ayudado a un gato proscrito, pero sabía que sus antepasados guerreros lo aprobarían. La lealtad a un solo clan ya no era la forma de sobrevivir.

Su estómago empezó a rugir de hambre. Quizá debería seguir el consejo de Cora y hacer lo posible por conservar las fuerzas. Procuró ignorar el espantoso olor de la comida, y se puso a masticar las repugnantes bolitas que les había llevado el Dos Patas. «Supongo que debería sentirme agradecida por contar con comida fácil», pensó, mientras se obligaba a tragar aquellos bocados secos.

—Está asqueroso —masculló.

—No es lo mejor que he probado —coincidió Cora—. Mis dueños intentaron darme algo similar una vez, pero enseguida les dejé claro lo que pensaba, y nunca más volvieron a ponerme algo así en el plato.

Hojarasca estuvo a punto de atragantarse por la sorpresa.

—¿Tú puedes lograr que tus Dos Patas hagan lo que quieres?

—No son tan difíciles de adiestrar —maulló Cora, que se sentó y comenzó a limpiarse las patas.

—¿Puedes adiestrar a ese indeseable que ha herido a Carbón para que sea más amable? —preguntó Sasha desde el otro extremo de la caseta.

—Lo dudo —respondió Cora—. Estos trabajadores no se parecen en nada a mis dueños.

Hojarasca vio la cara de Centella al otro lado de la rejilla de su jaula. Las manchas canela de su pelaje blanco parecían casi negras en la penumbra, y era imposible ver el lado de su cara que había quedado espantosamente destrozado por el ataque de un perro, muchas lunas atrás. La guerrera se dio cuenta de que estaba mirándola.

—¿Qué crees que van a hacer con nosotros? —le preguntó a Hojarasca.

—Quizá pretendan convertirnos en mininos domésticos —aventuró la aprendiza. Por mucho que le disgustase la idea, eso podría darles la oportunidad de escapar y regresar al clan.

Sonó un resoplido desde la jaula de Sasha.

—Eso lo dudo mucho —replicó con aspereza—. Estamos lejos de ser los gatos peludos y consentidos que les gustan a los Dos Patas.

Hojarasca miró de soslayo a Cora, esperando que no se ofendiese, pero, para su sorpresa, su vecina estaba asintiendo con la cabeza.

—Sasha tiene razón —coincidió la atigrada—. A estos tipos no les importan los gatos, ya sean de clan, proscritos o domésticos. Creedme, sé qué clase de… ¿cómo los llamáis vosotros? ¿Dos Patas? Pues bien, algunos pueden ser buenos dueños, pero éstos sólo quieren deshacerse de nosotros.

Hojarasca quiso tragar saliva, pero su boca se había secado de repente, y las bolitas que había tragado parecían habérsele atascado en mitad de la garganta. Tratando de no vomitar, bebió un poco de aquella agua viscosa. Reprimió el deseo de acurrucarse al fondo de la jaula y perderse en el sueño. No podía esperar que el Clan Estelar pudiera ayudarlos a salir de aquel lugar. Estaba convencida de que sus antepasados guerreros estaban presenciando la destrucción del bosque, pero sus instintos le decían que eran impotentes contra la crueldad de los Dos Patas. No, ahora tendría que confiar en su propia inteligencia. Debía encontrar una forma de escapar. No podía defraudar a Cora ni a sus compañeros de clan.

Recordó cómo Tojo había sacado la pata para recoger la telaraña.

—Cora —maulló—. Dices que has intentado alcanzar el pestillo que cierra la jaula.

—Sí, pero no he podido llegar hasta él —admitió Cora.

—¿Y qué me decís los demás? —preguntó, dirigiéndose a los otros gatos—. ¿Alguno puede abrir su cerrojo?

—El mío está demasiado duro para moverlo con una sola pata —contestó Tojo.

—La rejilla de mi jaula está rota —informó Nimbo Blanco—, y yo casi puedo sacar las dos patas, pero no llego al pestillo.

—Estáis todos perdiendo el tiempo —gruñó Sasha—. Afrontadlo: no hay modo de salir de aquí.

Fuera, el ruido que hacían los Dos Patas no cesaba. Incluso provocaba que la caseta temblara. Hojarasca no podía creer que no hubiese manera de escapar de allí, dijera lo que dijese Sasha. Si se daba por vencida, no quedaría la menor esperanza. Mientras oía cómo los Dos Patas se llamaban broncamente unos a otros en la decreciente luz, sacó la zarpa por la parte delantera de su jaula y empezó a arañar el pestillo que la mantenía cerrada.

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