Aurora

Aurora


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Esquirolina se acurrucó al lado de Topillo y trató de no pensar en la cálida guarida tapizada de musgo en la que dormían antes los aprendices. Por lo menos, la grieta en la que se encontraban los protegía bastante de la fría brisa nocturna. Le resultaba extraño dormir lejos de Zarzoso, después de su largo viaje juntos, pero al menos Topillo parecía contento de tenerla de vuelta. Le dolían las patas de cansancio, y cerró los ojos, enroscando la cola por encima del hocico para estar más cómoda. Al principio no podía dejar de pensar en la desastrosa reunión en los Cuatro Árboles, pero poco a poco el sueño se coló en sus pensamientos y cayó dormida.

Estaba sola entre los árboles y podía oler a las presas. Un viento frío susurraba en el bosque. Levantó la nariz y saboreó el aire. Su olfato detectó a un rechoncho ratón que estaba rebuscando entre las hojas. Era la presa más rolliza que había visto desde su regreso al bosque, y se pasó la lengua por el hocico, hambrienta. A Zarzoso le encantaría compartir aquella pieza.

Agazapándose, Esquirolina avanzó en silencio hacia la desprevenida criatura, que tenía la cabeza semienterrada debajo de una hoja de roble y no había reparado en ella. Aquélla iba a ser una captura fácil. De pronto, sonaron unas pisadas rápidas a sus espaldas. Aterrorizado, el ratón salió corriendo y se escondió bajo las raíces de un árbol. Esquirolina se volvió en redondo, con el pelo erizado de rabia.

Una gata parda de dulces ojos ámbar se hallaba tras ella.

—Hola, Esquirolina —maulló—. Tengo que enseñarte algo.

—¡Acabas de ahuyentar a la mejor pieza que iba a conseguir en todo el día! —le espetó la aprendiza. Jamás había visto a aquella gata, aunque tenía el olor del Clan del Trueno. Se detuvo, ladeando la cabeza—. Por cierto, ¿quién eres?

—Soy Jaspeada.

Esquirolina pestañeó. Había oído hablar de esa curandera del Clan del Trueno, fallecida mucho tiempo atrás. ¿Por qué se le aparecería Jaspeada?

Dio un paso adelante para tocar la nariz de la gata a modo de saludo, pero, al acercarse más, la imagen se desvaneció.

Desconcertada, Esquirolina se quedó mirando a los árboles. Aguzó las orejas, intentando captar algún movimiento, pero no oyó nada. El olor a presas que impregnaba el aire resultaba demasiado tentador, de modo que decidió continuar con la caza. Quizá Jaspeada sólo quería saludarla.

Esquirolina se internó más en el bosque, siguiendo una senda que llevaba a las Rocas de las Serpientes. Sin embargo, conforme avanzaba entre la vegetación, el bosque pareció cambiar: ya no reconocía los árboles que la rodeaban. A esas alturas, debería haber llegado ya a las Rocas de las Serpientes. ¿Habría tomado un camino equivocado? Apretó el paso hasta acabar trotando por un bosque que no había visto jamás.

Una vocecilla en su mente le recordó que aquello sólo era un sueño y que ella no estaba realmente perdida. Parpadeó, tratando de despertarse. Aun así, al abrir de nuevo los ojos, seguía atrapada en aquel extraño bosque, y se sintió más alarmada; el corazón le golpeaba en el pecho como el pico de un pájaro carpintero contra un tronco. Aceleró el trote, con la esperanza de encontrar un lugar reconocible, pero el bosque se tornó más oscuro y silencioso. Tenía incluso la sensación de que los árboles estaban observándola, aunque en aquel bosque no parecía haber nada vivo… Ya no oía el susurro de las presas, ni percibía el olor de sus compañeros de clan o de otros clanes.

—¡Jaspeada! —llamó—. ¡Ayúdame!

No hubo respuesta.

Allí los árboles eran más frondosos, y las sombras que había entre los troncos engulleron a Esquirolina, que al final apenas podía ver dónde pisaba.

—No tengas miedo…

La dulce voz parecía proceder de todas las direcciones, y Esquirolina giró sobre sí misma, tratando de encontrar su origen. Había un tenue olor al Clan del Trueno, y entonces vio el claro pelaje de Jaspeada, reluciendo entre los árboles como la lejana luna en un cielo moteado.

—¡Estoy perdida, Jaspeada!

—No, no lo estás —la tranquilizó la curandera con ternura—. Sígueme.

Jadeando de alivio, Esquirolina serpenteó entre los troncos de los árboles. A medida que se acercaba, las sombras parecieron retirarse y el bosque se iluminó, aunque la joven no podía ver ni el cielo ni la luna.

—Sígueme… —repitió Jaspeada en un murmullo.

Se volvió y fue hacia los árboles, corriendo con tanta confianza como si estuviera recorriendo un sendero invisible. Esquirolina fue tras ella.

Jaspeada corría como el viento, pero la joven aprendiza la siguió hasta que tuvo la sensación de estar volando entre los árboles, como los pájaros. La invadió la euforia, y apenas reparó en que el bosque había vuelto a ser el de siempre. Entonces reconoció el Gran Sicomoro, que se elevaba hacia el cielo. Y allí estaban las Rocas de las Serpientes, un montón desordenado de grandes rocas redondas y arenosas, donde las serpientes disfrutaban del sol en la estación de la hoja verde… y donde había buenas presas en los días de frío. Jaspeada saltó a lo alto de las rocas, y luego bajó por el otro lado y continuó a través del bosque. Esquirolina se apresuró a seguirla.

Prosiguieron hasta que la aprendiza detectó el hedor del Sendero Atronador de los Dos Patas. De pronto, sin previo aviso, Jaspeada se detuvo. Esquirolina frenó en seco, chocando casi con la curandera, y siguió su mirada. Delante de ellas habían arrancado todos los árboles, y el suelo se había transformado en un páramo lleno de barro hasta el borde del Sendero Atronador. Vio algunas casetas de madera de los Dos Patas al borde del claro, y los monstruos mecánicos agazapados y en silencio al lado del Sendero Atronador.

—Por aquí —maulló Jaspeada, guiando a Esquirolina por la resbaladiza tierra llena de rodadas, en dirección a las casetas.

—Qué silencio —susurró la aprendiza.

Curiosamente, se sintió calmada por la escalofriante quietud, y siguió a Jaspeada a campo abierto sin el menor temor.

La curandera se detuvo junto a una de las casetas, y Esquirolina miró la construcción con sorpresa.

—¿Qué es este sitio? —maulló—. ¿Por qué me has traído aquí?

Jaspeada movió su cola dorada y marrón.

—Mira por ese agujero —la apremió—. Mira las jaulas.

«¿Jaulas?». A Esquirolina le sonó extraña esa palabra. Reparó en una pequeña abertura en la pared, más o menos a la altura a la que podría llegar un zorro. Se plantó sobre las patas traseras y las estiró al máximo, rozando con la barriga la áspera madera, y miró al interior.

En las paredes había hileras y más hileras de guaridas hechas con una especie de telaraña reluciente de aspecto frío. Eso debían de ser las «jaulas». En cada una de ellas vio una figura oscura y de contorno redondeado… ¡Eran gatos! Se le desbocó el corazón al captar varios olores: el Clan del Río, el Clan del Viento, proscritos… Casi sin aliento, se quedó mirando a través del agujero, y entonces reconoció el cálido olor del Clan del Trueno. Con un sobresalto, vio a su hermana acurrucada en una de las jaulas, cerca del techo de la caseta de madera.

—¡Hojarasca! —exclamó con voz estrangulada.

Se impulsó hacia arriba con las patas traseras, tratando de colarse por el agujero.

—No puedes entrar, Esquirolina. —Jaspeada se plantó a su lado—. Esto sólo es un sueño —dijo en un susurro—. Pero, cuando te despiertes, Hojarasca seguirá estando aquí, atrapada en esta caseta.

—¿Podré rescatarla?

—Espero que sí —respondió dulcemente la curandera.

—Pero ¿cómo? —maulló Esquirolina, saltando de nuevo al suelo.

—¡Para ya de moverte, por el Clan Estelar! —masculló Topillo.

Esquirolina abrió los ojos de golpe. Estaba tumbada en una estrecha grieta de las Rocas Soleadas. El hueco estaba oscuro, y apenas pudo distinguir las suaves formas de los otros gatos dormidos a su alrededor. Se incorporó para mirar por encima del borde de la grieta. Fuera, la escarcha relucía sobre la lisa piedra; más allá se veía la silueta de los árboles sin hojas, negros y puntiagudos, apuntando al cielo.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Topillo, adormilado.

—¡Sé dónde está Hojarasca! —maulló Esquirolina—. Tengo que ir a rescatarla.

Topillo abrió los ojos de inmediato.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Me lo ha revelado Jaspeada en un sueño!

—¿Estás segura?

—¡Por supuesto que sí! —le espetó Esquirolina.

Topillo agitó las orejas.

—No puedes desaparecer así como así, sin decirle a nadie adónde vas —le advirtió.

No añadió «otra vez», pero Esquirolina supuso que eso era lo que estaba insinuando.

—Podría despertar a Estrella de Fuego —sugirió ella—. Ahora que sé dónde está Hojarasca, él puede organizar una patrulla de rescate.

—No en mitad de la noche —señaló Topillo—. Hace demasiado frío. Además, sólo ha sido un sueño.

—Ha sido más que un sueño —insistió la aprendiza.

—Pero ¡tú no eres curandera! —le rebatió Topillo—. Nadie va a lanzarse a una misión de rescate en mitad de la noche porque tú hayas tenido un sueño… —Sus ojos ámbar eran amables, a pesar de todo—. Quizá te escuchen por la mañana. Acuéstate y vuelve a dormir.

Esquirolina suspiró, pero sabía que Topillo tenía razón. Volvió a acurrucarse, viendo todavía la caseta de madera llena de jaulas.

Topillo estaba tumbado junto a ella, y posó la cola en su costado para reconfortarla.

—Encontraremos a Hojarasca… por la mañana… —prometió, cerrando los ojos.

Poco a poco, su respiración se tornó más lenta y volvió a dormirse, pero Esquirolina permaneció despierta, contemplando la estrecha franja del Manto Plateado que podía ver desde el interior de la grieta. ¡Un miembro del Clan Estelar la había visitado para revelarle dónde estaba Hojarasca! Sabía que Jaspeada había tenido una relación especial con su padre cuando él llegó al bosque. ¿Sería posible que la curandera quisiera ayudar a las hijas de Estrella de Fuego porque todavía lo amaba?

Esquirolina abrió los ojos y se incorporó con un respingo. Una brillante luz se filtraba en la grieta, pero tenía frío porque todos los demás aprendices se habían marchado. Se desperezó deprisa y saltó al exterior. Todavía recordaba el sueño con claridad. Tenía que contárselo enseguida a su padre para que pudiera organizar una partida de rescate.

Topillo estaba aseándose delante de aquella precaria guarida.

—¿Dónde está Estrella de Fuego? —le preguntó Esquirolina.

—Ha salido a patrullar con Látigo Gris —contestó el aprendiz, frotándose los bigotes con la pata.

Esquirolina sacudió la cola con frustración.

—¿Por qué no me has despertado?

—Esta noche no has dormido muy bien, ¿recuerdas? —maulló Topillo—. He pensado que te iría bien un poco de descanso extra, para que salgamos juntos a patrullar más tarde. Estrella de Fuego ha estado de acuerdo.

—¿Le has hablado de mi sueño? —Esquirolina irguió las orejas—. ¿Qué ha dicho Estrella de Fuego? ¿Cuándo va a organizar una patrulla?

—Yo… yo no le he mencionado nada del sueño —tartamudeó Topillo—. Pensaba que lo habrías olvidado. Después de todo, no era más que un sueño…

Esquirolina lo fulminó con la mirada.

—¡Era un mensaje del Clan Estelar!

—Lo lamento muchísimo. —El joven arañó el suelo, bajando la mirada.

Esquirolina dejó que su pelaje se alisara de nuevo.

—No, soy yo quien lo lamenta. —Suspiró—. No es culpa tuya que me haya quedado dormida.

—No pasa nada —respondió Topillo encogiéndose de hombros—. ¿De verdad viste a Hojarasca en sueños?

Esquirolina asintió.

—Y a los otros gatos del bosque desaparecidos. O, por lo menos, capté el olor del Clan del Viento y el Clan del Río.

—¡Eso es asombroso! —Topillo miró por encima de la aprendiza y agitó los bigotes, olfateando—. Parece que hoy ha ido bastante bien la caza. Eso debería poner de buen humor a Estrella de Fuego.

Esquirolina se volvió: Zarzoso estaba trepando por la ladera rocosa con un campañol entre los dientes. El guerrero fue hasta Fronda, que estaba tumbada al sol, observando cómo jugaban sus cachorros. La reina aceptó la pieza de Zarzoso con apenas un guiño de sus ojos verdes, como si no le quedaran fuerzas para darle las gracias de otro modo.

Con una punzada de desazón, Esquirolina reparó en lo diminutos que eran los hijos de Fronda. Apenas parecían lo bastante mayores para dejar la maternidad, y muchísimo menos para afrontar un viaje hasta el lugar donde se ahogaba el sol. En la estación sin hojas, los cachorros solían estar fuertes y sanos, listos para enfrentarse a la estación más cruda de todas. Si Esquirolina y Zarzoso conseguían convencer al clan de que debían abandonar el bosque, ¿cuántos gatos llegarían a ver su nuevo hogar?

La aprendiza sacudió la cabeza. En esos instantes, no quería ir a ninguna parte sin rescatar antes a Hojarasca.

—¡Zarzoso! —Bajó la ladera a saltos para reunirse con él—. ¡Sé dónde está Hojarasca! ¡El Clan Estelar me ha visitado en sueños! Los Dos Patas la han atrapado en una pequeña casa, más allá de las Rocas de las Serpientes. Tenemos que ir a rescatarla.

Zarzoso irguió las orejas.

—¿Lo dices en serio? —Paseó la mirada por las Rocas Soleadas—. ¿Se lo has contado a Estrella de Fuego? ¿Está organizando una patrulla de rescate?

Esquirolina negó con la cabeza.

—Ha salido a patrullar. Pero, si tú vienes conmigo, podríamos rescatarla juntos.

Zarzoso parpadeó.

—¿Te has vuelto loca? ¿Rescatarla de una casa de los Dos Patas? Nosotros solos no tendríamos ni la menor oportunidad.

Esquirolina notó un hormigueo de frustración.

—Pero ¡el Clan Estelar sin duda quiere que la rescatemos ya! —protestó—. ¿Por qué, si no, Jaspeada no ha aparecido antes? Hojarasca debe de estar corriendo más peligro que nunca.

—Esperemos hasta que vuelva Estrella de Fuego. Él sabrá qué hacer.

Esquirolina no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Eso significa que no vas a ayudarme?

—¡Significa que no voy a permitir que te metas en una misión tan peligrosa! —espetó Zarzoso.

A Esquirolina le dieron ganas de arañarle las orejas de rabia.

—¡Tienes miedo! —le dijo a su amigo para intentar provocarlo.

Zarzoso erizó el pelo.

—¿Y si tratamos de rescatar a Hojarasca y nos atrapan a nosotros? —señaló—. ¿Quién más conoce el camino a través de las montañas? ¿Quién guiaría al Clan del Trueno a su nuevo hogar?

—¡No eras igual cuando estábamos de viaje! ¡Accediste a volver para salvar a Borrascoso!

Los ojos del guerrero centellearon de frustración.

—Sí, y mira lo que le pasó a Plumosa.

—Pero ¡es que se trata de mi hermana! —Esquirolina sacudió la cola—. ¿No puedes entenderlo?

Zarzoso parpadeó.

—Sólo te pido que esperes hasta que regrese Estrella de Fuego…

—¡O sea, que no vas a ayudarme ahora! —La aprendiza no pudo ocultar la desesperación en su voz.

La mirada del guerrero se ablandó.

—Esperemos hasta que vuelva Estrella de Fuego. Él enviará a una patrulla. Necesitamos más guerreros…

Pero Esquirolina ya no podía seguir escuchando impedimentos.

—No pensaba que tú, precisamente tú, fueras a defraudarme —bufó. Luego se dio la vuelta y se dirigió hacia los árboles.

Al llegar al sotobosque, un sonido de pisadas veloces hizo que se detuviera a mirar atrás. Tenía la esperanza de que fuese Zarzoso, y que hubiera cambiado de opinión, pero se trataba de Acedera.

—¡He oído lo que le estabas contando a Zarzoso! —exclamó la guerrera sin resuello—. Si el Clan Estelar te ha mostrado dónde está Hojarasca, debe de querer que la rescatemos lo antes posible.

—Eso es lo que yo pienso —gruñó Esquirolina—, pero Zarzoso no quiere ayudarme…

—Yo te acompañaré —se ofreció Acedera, con expresión apenada—. No pude impedir que los Dos Patas se llevaran a tu hermana, pero haría cualquier cosa por ayudarla ahora.

—¿Hablas… en serio? —Esquirolina procuró sofocar una punzada de celos… ¿Por qué Hojarasca no iba a hacer nuevas amistades mientras ella estaba lejos?

—¡Por supuesto!

—¡Entonces vamos! —maulló la aprendiza—. ¡Adelante!

Salió disparada hacia el bosque. Quería alejarse antes de que algún guerrero veterano la viera y le ordenase que se uniera a una partida de caza, o, peor aún, que alguien la hubiese oído y le contara a Estrella de Fuego lo que su hija estaba planeando. Oyó las veloces pisadas de Acedera tras ella. Las dos gatas pasaron junto al barranco sin detenerse siquiera a mirar el campamento abandonado, y se dirigieron al Gran Sicomoro. Los monstruos seguían allí, y continuaban devorando más y más partes del bosque. Esperanzada, Esquirolina pensó que si los monstruos no tenían cuidado, acabarían cayendo por el barranco y haciéndose pedazos.

—Agáchate —le advirtió a Acedera, pero la guerrera ya estaba agazapada, siguiéndola entre los helechos marchitos.

—¡Gracias al Clan Estelar, que nos ha dejado unos cuantos árboles tras los que escondernos! —bufó Acedera.

Treparon por las Rocas de las Serpientes. Esquirolina estaba decidida a hacer exactamente el mismo recorrido que le había enseñado Jaspeada en su sueño, aunque esperaba que el débil sol no hubiera atraído al exterior a alguna serpiente. Cruzaron la zona de las grandes rocas, y siguieron un trecho al lado del Sendero Atronador, escondiéndose entre los árboles para no exponerse demasiado.

Esquirolina captó el odioso tufo de los monstruos de los Dos Patas unos segundos antes de oír sus rugidos, más adelante. Al llegar al borde del claro embarrado, le costaba respirar y le temblaban las patas. El miedo la atenazó desde la punta de las orejas hasta la cola.

Acedera frenó en seco a su lado y asomó la cabeza por un espeso zarzal.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—No estoy segura —admitió la aprendiza.

El claro estaba lleno de Dos Patas que iban con sus monstruos mecánicos de un lado a otro, gritando y revolviendo la tierra a su paso. Aquello no se parecía en nada a su sueño, aunque estaba convencida de que habían ido al lugar correcto. No había ni rastro de la quietud y el silencio que inundaban el claro cuando ella lo atravesó confiadamente con Jaspeada. Pero el ruido y la actividad hicieron que se sintiera más decidida. El Clan Estelar la había guiado hasta allí, aun sabiendo lo peligroso que sería. Sus antepasados debían de tener fe en ella.

—Hojarasca está allí…

Esquirolina señaló con la cola la caseta de madera a la que la había llevado Jaspeada. Había un monstruo agazapado junto a la puerta, gruñendo quedamente: parecía que hablara para sí mismo. Era muchísimo más pequeño que los devoradores de árboles, y sus redondeadas zarpas negras estaban medio hundidas en el barro.

—Mira —siseó de pronto—. ¡Han dejado la puerta abierta!

Se quedó de piedra cuando un Dos Patas salió de la caseta cargado con una jaula. Dentro llevaba a un atigrado sarnoso, con los ojos dilatados de espanto. El Dos Patas lo metió en las entrañas del monstruo, y luego regresó al interior de la caseta y volvió a aparecer con otra jaula.

Esquirolina se quedó mirando horrorizada el bulto de pelo acurrucado en la jaula.

—¡Hojarasca!

Sin pararse a pensar, salió de debajo de los árboles a la carrera.

Hojarasca debió de verla, porque cuando el Dos Patas estaba metiéndola dentro del monstruo, gritó:

—¡Esquirolina, aléjate de aquí!

Su chillido sobresaltó al Dos Patas, que se volvió de golpe y descubrió a Esquirolina de inmediato. Con ojos centelleantes de triunfo, dejó en el suelo la jaula de Hojarasca y corrió hacia la aprendiza. La gata patinó al dar media vuelta para intentar volver a toda prisa a la seguridad de los árboles. El Dos Patas la perseguía estirando las zarpas delanteras: sus largas patas acortaban la distancia con la gata, que luchaba por avanzar sobre el resbaladizo barro. «¡Clan Estelar! ¡Ayúdame!», suplicó para sus adentros.

Justo cuando el corazón estaba a punto de estallarle de miedo, Acedera apareció de golpe desde los arbustos lanzando un bufido despiadado. Corrió hacia el Dos Patas, propinándole un zarpazo en la mano y consiguiendo que chillara de dolor. Luego agarró a Esquirolina por el pescuezo y la arrastró en dirección a los árboles. La aprendiza consiguió recuperar el equilibrio con un respingo, y Acedera la soltó. Juntas, corrieron hacia el bosque. Cuando alcanzaron la seguridad de los zarzales, Esquirolina se detuvo.

—¡Sigue corriendo! —bufó Acedera—. No van a darse por vencidos tan fácilmente —insistió, empujando con fuerza a su compañera para que siguiera metiéndose en el zarzal.

Esquirolina trastabilló cuando las espinas se engancharon en su pelaje.

—¿Y qué pasa con Hojarasca?

—¿Quieres unirte a ella? —le gritó Acedera—. ¡Sigue corriendo!

Demasiado aterrorizada para pensar con claridad, Esquirolina obedeció y corrió tras la guerrera entre los árboles.

Acedera sólo redujo el paso cuando llegaron a las Rocas de las Serpientes, resollando. La aprendiza se paró a su lado, demasiado conmocionada para hablar.

—En el nombre del Clan Estelar, ¿qué está ocurriendo? —El profundo maullido de Látigo Gris resonó contra las piedras cuando salió de entre los helechos, con Espinardo y Orvallo a la zaga.

El lugarteniente del Clan del Trueno se quedó mirando a las dos gatas temblorosas.

—¿Qué es lo que os pasa? ¡Parece que hayáis visto al espíritu de Estrella de Tigre!

—¡Es Hojarasca! —exclamó Esquirolina—. La hemos encontrado, pero los Dos Patas están metiéndola dentro de uno de sus monstruos. Van a llevársela de aquí, ¡estoy segura!

Látigo Gris entornó los ojos y abrió la boca para hablar, pero un ruido llamó su atención y se volvió de golpe hacia los arbustos que había a sus espaldas.

—¿Zarzoso? —llamó—. ¿Eres tú?

—Sí. —Las ramas se estremecieron, y apareció Zarzoso—. Estaba buscando a Esquirolina. —Parpadeó al ver a la aprendiza al lado de Acedera—. ¿Estás bien?

—¡He encontrado a Hojarasca! —respondió ella—. ¡Los Dos Patas van a llevársela lejos! Tenemos que rescatarla de inmediato, o nunca podremos volver a encontrarla.

Látigo Gris miró a Zarzoso, y luego a Orvallo y Espinardo. Los guerreros del Clan del Trueno se cuadraron alzando la barbilla y exhibiendo sus potentes músculos.

—No podemos permitir que los Dos Patas se lleven a los nuestros. Debemos hacer algo para impedírselo —gruñó Orvallo.

—No deberíamos rendirnos sin pelear —coincidió Espinardo.

Sus palabras estaban claras. Aquél todavía era su bosque. Quizá no habían podido defenderlo contra aquella multitud de Dos Patas y sus monstruos, pero podían librar aquella batalla.

Látigo Gris miró a Esquirolina entrecerrando los ojos.

—Muy bien. Enséñanos dónde está tu hermana.

—Por aquí —respondió ella sin aliento.

Volvió a subir por las Rocas de las Serpientes, con Acedera pisándole los talones. Las siguieron Látigo Gris, Espinardo, Orvallo y Zarzoso. Al oír sus pasos detrás de ella, Esquirolina sintió una oleada de confianza. Con cinco guerreros del Clan del Trueno a su lado, ¡tenía que poder rescatar a su hermana!

Cuando llegaron a los zarzales donde terminaban los árboles, Látigo Gris ordenó a los gatos que se detuvieran.

—Manteneos agazapados —susurró.

Para alivio de Esquirolina, el pequeño monstruo seguía esperando delante de la caseta de madera. El Dos Patas estaba sacando más jaulas para meterlas en sus entrañas.

—Hojarasca ya está dentro del monstruo —susurró la aprendiza.

—De acuerdo —musitó Látigo Gris—. Espinardo, tú y yo atacaremos al Dos Patas. Tenemos que distraerlo mientras Acedera, Zarzoso y Orvallo sacan a los otros gatos.

—¿Y qué hago yo? —preguntó Esquirolina.

—Tú te quedas aquí a vigilar —le ordenó Látigo Gris, cortante—. Avísanos si ves que vienen más Dos Patas.

La aprendiza se quedó mirándolo sin poder reaccionar.

—Pero… —empezó a decir; sin embargo, Látigo Gris no le hizo caso.

—A estas alturas, la mayor parte de los gatos estarán ya dentro del monstruo —continuó—. Zarzoso y Acedera, quiero que vosotros os metáis en ese monstruo y empecéis a sacarlos de ahí. Orvallo, tú entra en la caseta y ayuda a los que queden dentro.

Esquirolina miró ceñuda al lugarteniente.

—¡Yo voy a sacar a mi hermana de ese monstruo!

Él se quedó mirándola un largo instante, y ella sintió como si se le hubiera olvidado respirar.

—Está bien —accedió por fin Látigo Gris—. Pero, si algo va mal, vuelve corriendo a los árboles tan deprisa como puedas.

Esquirolina asintió. Luego se volvió hacia Zarzoso, y descubrió que en sus ojos brillaba la sombra de la inquietud. «Me enfrenté a peligros mayores que éste durante el viaje al lugar donde se ahoga el sol —quiso espetarle a su amigo—. ¡Deja de tratarme como a una cachorrita!».

—Bien —maulló Látigo Gris, sin dejar de mirar hacia el monstruo—. El Dos Patas va a ir por otro. Estaremos listos para pillarlo por sorpresa cuando salga.

Echó a correr desde los árboles, pero avanzó más agachado al llegar a la extensión de barro. Espinardo, Acedera, Orvallo y Zarzoso salieron de las zarzas y corrieron sobre la tierra revuelta detrás de su lugarteniente. Esquirolina los siguió, notando cómo el barro se le pegaba a las patas y al pelo de la barriga.

A unas pocas colas de la puerta abierta, Látigo Gris siseó:

—¡Esperad!

Y todos los gatos se detuvieron en el pegajoso barro.

El Dos Patas salió de la caseta de madera. Llevaba otra jaula, y no vio a los seis gatos que aguardaban para tenderle una emboscada.

—¡Ahora! —aulló Látigo Gris, al tiempo que saltaba sobre el Dos Patas.

Cuando le clavó los dientes en la pata trasera, el Dos Patas soltó la jaula, que cayó al suelo y se abrió con un ruido como el de una rama al quebrarse. Esquirolina se quedó atónita al reconocer el pelaje gris de Vaharina. La guerrera del Clan del Río salió a toda prisa y se abalanzó contra la otra pierna del Dos Patas, bufando de rabia. Espinardo se unió al ataque, clavando sus uñas en el pantalón como si estuviera trepando a un árbol. El hombre chillaba de dolor y daba saltos con un gato aferrado a cada pierna.

—¡Ahora, Esquirolina! —aulló Zarzoso.

El guerrero se metió de un brinco en las entrañas abiertas del monstruo, seguido de cerca por Acedera. La aprendiza notó cómo la sangre le rugía en los oídos al ver que Orvallo se colaba en la caseta. ¡Esperaba que no hubiese otro Dos Patas allí dentro! Tomó aire y se subió al monstruo tras Zarzoso y Acedera.

En la penumbra, vio las hileras de jaulas apiladas. El olor a miedo era abrumador, y por un momento se quedó paralizada. ¿Cómo, en el nombre del Clan Estelar, iban a rescatar a todos aquellos gatos? Entonces vio la cara de Hojarasca, pegada a la rejilla de su jaula.

—¡Esquirolina! ¡Aquí, estoy aquí! —chilló Hojarasca.

—¡Ya voy! —La aprendiza corrió hacia su hermana y usó los dientes y las patas para tirar del pestillo situado en la parte delantera de la jaula—. ¡Está cediendo! —exclamó, cuando el pestillo empezó a separarse como el ala de una tórtola.

Tiró todo lo que pudo, hasta que la puerta de la jaula se abrió de golpe y ella cayó al suelo de las entrañas del monstruo.

Hojarasca bajó de un salto y restregó el hocico contra el de su hermana.

—¡Eres tú de verdad! —gritó con voz estrangulada, admirada de que su hermana hubiera regresado.

—¡Jaspeada me reveló dónde estabas! —explicó Esquirolina sin aliento, poniéndose en pie.

Hojarasca parpadeó y luego sacudió la cabeza.

—Me lo contarás todo después. Venga, ¡tenemos que liberar a todos estos gatos!

Corrió a la jaula más cercana y comenzó a tirar del cerrojo.

Esquirolina se volvió hacia otra y tiró hasta creer que se había roto un diente, pero por fin se abrió el pestillo, y un proscrito desgreñado quedó libre. Sin una sola palabra de agradecimiento, el gato salió pitando del monstruo y corrió hacia el bosque.

—¡De nada! —masculló Esquirolina antes de ir a la siguiente jaula.

Gatos desconocidos saltaron a su alrededor a medida que Zarzoso, Acedera y Hojarasca iban abriendo una jaula tras otra. En casi todas ellas había proscritos, que desaparecían en cuanto tenían la puerta abierta. Entonces Esquirolina advirtió que una gata pasaba a su lado, internándose más en las entrañas del monstruo: Vaharina. La guerrera del Clan del Río fue derecha hacia la jaula del fondo.

—¡Sasha! —aulló Vaharina, y empezó a arañar el cerrojo con las zarpas.

—Así es mejor —le indicó Esquirolina, apartándola suavemente para emplear las patas y los dientes al mismo tiempo.

El pestillo cedió, y Sasha salió de la jaula.

—¡Sal de aquí! —la instó Vaharina.

Sasha vaciló, mirando hacia las jaulas que seguían cerradas.

—¡Nosotros nos encargaremos de eso! —le prometió Vaharina.

Sasha tenía el pelo totalmente erizado, y sus ojos azules estaban dilatados de miedo. Temblaba tanto que no habría podido abrir ninguna jaula aunque lo hubiera intentado. Al final asintió y salió del monstruo de un salto.

Sólo unos pocos gatos estaban aún encerrados en las jaulas. Hojarasca examinó el interior del monstruo y llamó a Esquirolina:

—¡Centella y Nimbo Blanco siguen dentro de la caseta! Intenta liberarlos. Yo tengo que sacar a Cora.

—¿Cora? ¿Quién es Cora?

—¡Te lo contaré después! ¡Deprisa! ¡Ve a por Centella y Nimbo Blanco!

Esquirolina salió del monstruo y corrió hacia la caseta de madera. Le dio un vuelco el corazón cuando vio que otro Dos Patas había acudido a auxiliar a su compañero. Espinardo no pudo seguir aferrado al primero, y aterrizó duramente en el barro, pero consiguió ponerse en pie de nuevo y volvió a unirse a Látigo Gris en el ataque.

Cuando Esquirolina entraba a toda velocidad en la caseta, un proscrito atigrado de color marrón, que salía disparado, estuvo a punto de chocar con ella. La aprendiza se apresuró a esquivarlo e inspeccionó el lugar, buscando a Nimbo Blanco y Centella.

Nimbo Blanco ya estaba libre, y ayudaba a Orvallo a arañar el cerrojo de la jaula de Centella.

—¡No podemos abrirlo! —aulló Nimbo Blanco, alzando la voz desesperado.

—¡Prueba con los dientes! —le gritó Esquirolina.

Nimbo Blanco mordió con fuerza la pieza metálica, y Esquirolina vio cómo temblaba con el esfuerzo, pero apenas consiguió desplazarlo un poco. En el exterior sonaron más voces de Dos Patas, y Látigo Gris entró en la caseta corriendo.

—¡Hay demasiados Dos Patas! —gritó el lugarteniente—. ¡Tenemos que salir de aquí! —Empujó a Esquirolina hacia la puerta—. ¡Vuelve a los árboles!

—Pero ¡Centella sigue atrapada!

—¡Yo me ocuparé de ella! —aseguró Látigo Gris, empujando a la aprendiza con el hocico—. ¡Tú sal de aquí!

El lugarteniente se acercó a Orvallo y Nimbo Blanco, que continuaban tirando del cerrojo de la jaula de Centella, y los apartó.

—¡Id a los árboles! —bufó—. ¡Ya!

Nimbo Blanco no se movió; se quedó paralizado, mirando con horror la jaula de la guerrera. Ella tenía la cara pegada a la rejilla, con expresión de terror.

—¡Vamos, Nimbo Blanco! —le dijo Orvallo, empujándolo hacia la puerta.

Esquirolina miró por encima del hombro a Látigo Gris, y, antes de salir de allí para seguir a los demás hasta el bosque, vio que agarraba el cerrojo con sus potentes mandíbulas.

Al salir, un Dos Patas se abalanzó sobre ella, pero la aprendiza hizo un quiebro y se dirigió hacia un lateral de la caseta. Había Dos Patas por todas partes, bramando de rabia. Vio que Nimbo Blanco y Orvallo iban hacia los árboles, y corrió tras ellos, internándose en el enmarañado zarzal. Orvallo siguió corriendo bosque adentro, pero Nimbo Blanco frenó en seco y se volvió para ver lo que estaba pasando en el exterior de la cabaña. Esquirolina se agazapó a su lado y miró hacia el claro. Hojarasca y una atigrada gordita a la que no reconoció corrían hacia ellos.

—¡Deprisa! —chilló Hojarasca.

Un Dos Patas les pisaba los talones: sus enormes extremidades daban zancadas gigantescas sobre el barro. Mientras Esquirolina observaba la escena, deseando que las dos gatas dejaran atrás a su perseguidor, vio el pelaje blanco y canela de Centella en la puerta de la caseta. ¡Látigo Gris había abierto su jaula!

La guerrera del Clan del Trueno se lanzó como una flecha hacia los árboles; las cicatrices de su rostro quedaban medio ocultas por el barro. Pasó entre las piernas del Dos Patas que perseguía a Hojarasca, lo que hizo que él perdiera el equilibrio sobre el resbaladizo suelo y cayera con un bramido.

Hojarasca y la atigrada alcanzaron la seguridad de los arbustos y se internaron en el zarzal.

—¡No puedo creer que nos hayas salvado! —exclamó la atigrada sin resuello.

Esquirolina ya estaba restregando la nariz contra el hocico de su hermana, aspirando su familiar aroma.

—Lamento mucho que hayamos estado a punto de llegar demasiado tarde —susurró.

—¡Pensaba que no volvería a verte nunca más! —contestó Hojarasca sin aliento—. ¿Dónde está Zarzoso?

Esquirolina sintió un sobresalto de alarma y olfateó el aire. Captó el olor fresco de Espinardo y Acedera. Luego reconoció un mechón de oscuro pelo atigrado enganchado en una espina, con un poco de sangre todavía húmeda. Tembló de alivio. Si Zarzoso había logrado llegar hasta allí, debía de haber escapado.

—Estará bien —maulló—. ¿Vaharina ha salido?

—En cuanto el último gato ha quedado libre, se ha dirigido a los árboles —respondió Hojarasca.

—¡Entonces, todos han escapado! —Esquirolina suspiró de alivio.

Mientras hacían recuento, llegó Centella con los ojos dilatados de terror.

—¡Látigo Gris! —exclamó la guerrera con voz estrangulada.

—¿Dónde está? —quiso saber Esquirolina.

Nimbo Blanco estuvo a punto de derribar a Centella al lanzarse sobre ella.

—¡No debería haberte dejado ahí! —exclamó el guerrero, lamiendo su cara desfigurada por las cicatrices.

—¿Dónde está Látigo Gris? —repitió Esquirolina.

—¡Los Dos Patas! —resolló Centella, separándose de Nimbo Blanco.

A Esquirolina le pareció que el corazón quería escapársele del pecho.

—¿Qué quieres decir?

—¡Uno de ellos lo ha atrapado!

La aprendiza se asomó entonces entre la maleza. Un Dos Patas estaba cerrando las entrañas del monstruo, y, rugiendo y bufando a los otros Dos Patas que daban vueltas como locos por el claro, se montó en la parte delantera. El monstruo cobró vida con un rugido, escupió barro con sus gruesas zarpas negras y empezó a moverse. Entonces Esquirolina vio algo que la aterrorizó: una cara solitaria se asomó desde el interior del monstruo, una cara que ella conocía desde que era una cachorrita. Miraba desesperadamente a los árboles, mientras el monstruo cobraba velocidad y se alejaba.

—¡Látigo Gris! —exclamó Esquirolina con un nudo en la garganta.

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