Aurora

Aurora


Libro quinto

Página 24 de 30

L

I

B

R

O

Q

U

I

N

T

O

423

En el gran silencio. Junto al mar nos olvidamos de la ciudad. Las campanas tocan el avemaría con un sonido fúnebre aunque dulce en esta hora crepuscular. Aguardad un poco más. Todo se encuentra ahora en silencio. Se extiende el mar pálido y brillante. No puede hablar. A esta hora de la tarde, el cielo representa su eterno papel, revestido de rojos colores, de tintes amarillentos y verdosos. Las rocas y arrecifes que se precipitan en el mar como tratando de encontrar un lugar más solitario, tampoco pueden hablar. Hay una íntima quietud. ¡Qué hermoso y qué cruel es este gran silencio que nos sorprende repentinamente! ¡Qué doblez encierra esta belleza muda! Si quisiera, ¡cuántas cosas diría y qué malas serían estas cosas! Su lengua y la doliente felicidad que hay impresa en su rostro no es más que malicia para burlarse de su compasión. ¡Que así sea! No me avergüenza servir de risa a semejantes poderes. Pero yo te compadezco, naturaleza, porque te han de hacer callar, aunque no sea sino la malicia lo que te hace enmudecer. Sí, me apena tu malicia.

Mira cómo aumenta el silencio y cómo se oprime y se espanta mi corazón ante una nueva verdad;

tampoco él puede hablar; se ha puesto de acuerdo con la naturaleza para burlarse también. Cuando la boca trata de pronunciar palabras en medio de esta belleza, mi corazón disfruta con la dulce malicia del silencio. En medio de este, la palabra y el propio pensamiento me resultan odiosos. ¿Acaso no escucho detrás de cada frase la risa y el error, la imaginación y la ilusión? ¿Habré de burlarme de mi compasión y de mi propia burla? ¡Oh mar! ¡Oh tarde! ¡Sois seres malignos!: enseñáis al hombre a dejar de ser hombre. ¿Habrá de abandonarse este a vosotros y convertirse en lo que sois vosotros, algo pálido, brillante, mudo, inmenso, aquietado en sí mismo, elevado por encima de sí?

424

¿Para qué la verdad? Hasta ahora han sido los errores las fuerzas más

fecundas para consolar; ahora esperamos los mismos servicios de las verdades reconocidas, pero la espera se va haciendo aburrida. ¿Acaso no servirán las verdades de consuelo? ¿Podrá ser este un argumento contra las verdades? ¿Qué tienen estas en común con el estado enfermizo de ciertos hombres para que se les pueda exigir que sean útiles a tales individuos? Nada se prueba contra la verdad de una planta demostrando que no sirve para curar a los enfermos. Pero antaño se pensaba ciegamente que el hombre es el fin de la naturaleza, hasta el punto de aceptar, sin más, que el conocimiento no podía revelarnos nada que no fuese útil y saludable para el hombre, y que en el mundo no existía nada que no respondiera a esta finalidad.

Tal vez quepa deducir de esto que la verdad como entidad total no existe más que para las almas fuertes y desinteresadas, alegres y tranquilas (como la de Aristóteles); y que estas almas son las únicas que la

buscan, dado que las demás

buscan remedios para utilizarlos; por mucho orgullo que pongan en alabar su inteligencia y la libertad de esa inteligencia, en realidad no buscan la verdad. Por eso la ciencia agrada tan poco a esos hombres que le reprochan su frialdad, su sequedad y su inhumanidad. Así enjuician los enfermos los ejercicios que realizan los sanos. Los dioses griegos tampoco sabían consolar; cuando la humanidad griega acabó cayendo enferma, sus dioses perecieron también.

425

Nosotros, dioses desterrados. Por los errores relativos a su origen, a su situación única en el universo y a su destino, y por las exigencias basadas en estos errores, la humanidad se ha

superado a sí misma, pero, por estos mismos errores, se han introducido en el mundo dolores indecibles, persecuciones, sospechas y desconocimientos recíprocos, y un número todavía mayor de penalidades para el individuo en sí y sobre sí. Los hombres se han convertido en criaturas

que sufren, y lo que han conseguido ha sido el convencimiento de que son, por naturaleza, demasiado buenos para la tierra, en la que están sólo de paso. Por el momento, el tipo superior de hombre lo constituye el

orgulloso que sufre.

426

El daltonismo de los pensadores. Los griegos veían la naturaleza de distinta forma que nosotros, pues hay que aceptar que sus ojos eran ciegos para el azul y el verde, y que, en lugar del azul, veían un marrón oscuro, y, en lugar del verde, un amarillo (ya que designaban con una misma palabra el color de una melena oscura, el de los ancianos y el de los mares meridionales; y, con una sola palabra también, el color de las plantas verdes y el de la piel humana, el de la miel y el de las resinas amarillas; de forma que sus mejores pintores, como se ha podido demostrar, no supieron reproducir el mundo que les rodeaba más que con el negro, el blanco, el rojo y el amarillo). ¡Qué diferencia y cuánto más cercana al hombre debía de parecerles la naturaleza, puesto que, a sus ojos, los colores del hombre predominaban en la naturaleza, y esta nadaba, en cierto modo, en el éter coloreado de la humanidad! (El azul y el verde son los colores que más despojan a la naturaleza de su

humanidad).

En virtud de este

defecto, se desarrolló esa facilidad infantil, tan característica de los griegos, de considerar los fenómenos de la naturaleza como dioses y semidioses, es decir, de imaginárselos con forma humana.

Sirva esto de símbolo para otra suposición. Todo pensador pinta su mundo y las cosas que le rodean con menos colores

de los que tienen, porque es ciego para determinados colores. Esto no es sólo un defecto. En función de esta simplificación y de esta combinación, introduce

en las cosas armonías de color que tienen un gran encanto y que pueden generar un enriquecimiento de la naturaleza. Es posible que por esta vía haya aprendido la humanidad a

disfrutar de la contemplación de la existencia, por el hecho de que esta se le ofreció primero con uno o dos tonos, y, en consecuencia, de una forma más armoniosa; así, se habituó, en cierto modo, a esos tonos simples, antes de pasar a matices más variados. Y todavía hoy, algunos individuos se esfuerzan en superar un daltonismo parcial, para alcanzar una visión más rica y una mayor diferenciación, con lo que no sólo descubren nuevos goces, sino que también se ven obligados a

abandonar y a

perder algunos de los antiguos.

427

El embellecimiento de la ciencia. Al igual que en la horticultura el gusto

rococó surgió de la idea de que la naturaleza es fea, salvaje y aburrida, y que, en consecuencia, hay que embellecerla (¡

embelleced la naturaleza!), la idea de que la ciencia es fea, seca, árida, desesperante, difícil y aburrida, y que, por consiguiente, hay que embellecerla, provoca siempre la reaparición de eso que llamamos

filosofía. Esta quiere lo que quieren todas las artes y todos los poemas:

divertir, antes que nada. Pero quiere hacerlo con una altivez congénita, de una forma superior y sublime, y ante un público de espíritu selecto. Ahí es nada crear para ella una especie de horticultura, cuyo encanto consistiría, como para la horticultura más

corriente, en producir una

ilusión óptica (por medio de templetes, perspectivas, grutas, laberintos y cascadas, hablando en sentido figurado), presentar la ciencia en extracto, con toda suerte de iluminaciones maravillosas y súbitas, mezclando con ella cierta vaguedad, algo de absurdo y de ensueño, para poder pasearse por ella

como por la naturaleza salvaje, pero sin molestias ni aburrimiento. Quien está poseído de ella, sueña hasta con hacer superflua la religión, que para los hombres de antaño constituía la forma más elevada del arte de agradar y entretener.

Esta tendencia se va abriendo paso para alcanzar un día su punto culminante, pero ya se dejan oír voces de oposición contra la filosofía, voces que exclaman: «¡Volvamos a la ciencia, a la naturaleza, a lo que hay de natural en la ciencia!». Por ello, tal vez está

comenzando una época que descubre la belleza más poderosa en las partes «salvajes y horribles» de la ciencia; del mismo modo que, hasta llegar a Rousseau, no se descubrió el sentido de la belleza de las altas montañas y de los desiertos.

428

Dos clases de moralistas. Captar totalmente desde el primer momento una ley de la naturaleza, es decir,

demostrar esta ley (como la de la caída de los graves, la de la refracción de la luz, etc.), es algo distinto a

explicarla, y corresponde también a inteligencias diferentes. Así se diferencian también los moralistas que observan y recogen las leyes y las costumbres humanas —moralistas con oídos, olfato y vista sutiles—, de los moralistas que explican lo que han observado. Estos últimos han de ser, ante todo,

inventivos, y han de tener una imaginación liberada por la sagacidad y el saber.

429

La nueva pasión. ¿Por qué tememos y aborrecemos la posibilidad de retroceder a la barbarie? ¿Será porque la barbarie haría a los hombres más desgraciados de lo que son? ¡No! Los bárbaros de todas las épocas eran más felices; no nos engañemos. Pero nuestro

instinto de conocimiento se ha desarrollado demasiado para que podamos seguir apreciando la felicidad sin conocimiento, o por lo menos la felicidad de una ilusión sólida y vigorosa.

La sola imaginación de un estado así nos causa dolor. La inquietud de descubrir y adivinar ha adquirido para nosotros un encanto tal que ha llegado a sernos tan indispensable como el amor no correspondido lo es para el enamorado, que no lo cambiaría a ningún precio por una actitud de indiferencia. Quizá seamos nosotros también amantes

desgraciados. El conocimiento se ha convertido para nosotros en una pasión, a la que no asusta sacrificio alguno ni teme otra cosa que extinguirse. Creemos sinceramente que toda la humanidad, agobiada por el peso de esta pasión, se cree más grande y mejor consolada de lo que nunca estuvo hasta ahora, dado que aún no había superado las satisfacciones groseras que acompañan a la barbarie. La pasión por conocer acabará quizá haciendo que perezca la humanidad. Pero tampoco esta idea nos impresiona. ¿Se asustó acaso el cristianismo ante una idea semejante? ¿No van hermanadas la pasión y la muerte? Sí, odiamos la barbarie, todos preferimos que perezca la humanidad antes de que retroceda y se pierda el conocimiento. Y, en última instancia, si la

pasión no hace perecer a la humanidad, esta sucumbirá por

debilidad. ¿Qué es preferible? ¿Queremos que la humanidad encuentre su fin en el fuego y la luz, o en la arena?

430

También esto es heroico. Hacer las cosas más malolientes, esas cosas de las que ni siquiera nos atrevemos a hablar, pero que son útiles y necesarias, constituye también un heroísmo. Los griegos no se avergonzaron de incluir, entre los trabajos de Hércules, la limpieza de un establo.

431

Las opiniones de los adversarios. Para calibrar la medida natural de sutileza o de debilidad de los cerebros —incluidos los más inteligentes—, no hay forma mejor que fijarse en cómo conciben y expresan las opiniones de sus adversarios: en esto se revela la medida natural de la inteligencia. El sabio perfecto eleva involuntariamente a su adversario en la idea que se forma de él y, limpia la contradicción de este de toda mancha y de todo lo accidental; sólo lucha con su adversario, cuando este se ha convertido en un dios de relucientes armas.

432

Investigador y tanteador. No hay método científico fuera del cual no exista saber. Es preciso que procedamos con las cosas como por tanteo; que seamos con ellas unas veces buenos y otras malos, actuando alternativamente con justicia, con pasión y con frialdad. Hay quien trata a las cosas como un policía, o como un confesor, o como un viajero curioso. Con simpatía o con violencia se consigue arrebatarles una partecita de ellas. Uno avanza y llega a ver claro gracias a la veneración que les inspiran los secretos de las cosas; otro, merced a la forma indiscreta y maliciosa en que interpreta los misterios. Nosotros los investigadores, como todos los conquistadores, los exploradores, los navegantes y los aventureros, tenemos una moral audaz, y es bueno que nos tengan por malos.

433

Ver con buenos ojos. Si, como creo que es cierto, la belleza artística ha consistido siempre en la

representación del hombre feliz, según la idea de felicidad que tiene una época, un pueblo o un individuo singular que se autolegisla gustosamente, ¿qué revelará respecto a la felicidad de hoy ese arte de los artistas actuales al que llaman realismo? Es indudable que esta es la clase de belleza que hoy captamos con mayor facilidad y la que más nos hace disfrutar. Cabe deducir, por consiguiente, que a la felicidad actual, a

nuestra felicidad, le complace el realismo, con una sensibilidad lo más afinada posible y con una concepción lo más fiel posible de la realidad. Ahora bien, lo que agrada no es la realidad en sí, sino lo que

se sabe acerca de la realidad. Los resultados de la ciencia han avanzado tanto en profundidad y en extensión, que los artistas de nuestro siglo se han convertido involuntariamente en los panegiristas de la

suprema felicidad científica.

434

Intercesión. Los paisajes sin pretensiones son para los grandes paisajistas; los paisajes singulares y raros, para los pequeños. Es decir, que las grandes cosas de la naturaleza y de la humanidad deben interceder con sus admiradores en favor de todo lo pequeño, mediocre y vanidoso; y lo

grande intercede por las cosas sencillas.

435

No perecer imperceptiblemente. No una vez, sino constantemente, quedan esterilizadas nuestra capacidad y nuestra grandeza; la vegetación parasitaria que crece por todas partes, aniquila lo que hay de grande en nosotros. Todo contribuye a ello: la pequeñez de nuestro ambiente, lo que tenemos diariamente y a todas horas ante la vista, las mil raicillas de este o de aquel sentimiento mezquino que crece a nuestro alrededor, aquello que frecuentamos y el uso que hacemos de nuestro tiempo. Si dejamos que crezca esta hierbecita, sin que lo notemos, nos hará perecer imperceptiblemente. Y si queréis perderos, es preferible que lo hagáis

de golpe y repentinamente. Al menos, lo que quede de vosotros serán unas

ruinas altivas y no madrigueras de topos, como es de temer que suceda ahora. El musgo y la mala hierba que cubren esas madrigueras de topos son indicios de pequeñas victorias, de victorias humildes como en otro tiempo y demasiado mezquinas para acabar triunfando.

436

Casuística. Hay una amarga alternativa que sorprende a nuestra valentía y a nuestro carácter: consiste en descubrir, cuando viajamos en barco, que el capitán y el piloto cometen errores peligrosos y que nosotros les superamos en conocimientos náuticos. Entonces nos preguntamos: «¿Y si organizamos un motín y los hacemos prisioneros a ambos? ¿No nos obliga a ello nuestra superioridad? Pero ellos, a su vez, ¿no tienen derecho a encerrarnos, puesto que conspiramos contra su obediencia?».

Este ejemplo constituye un símbolo de situaciones más elevadas y más comprometidas, y, a fin de cuentas, siempre queda en pie la cuestión de saber qué es lo que en tales casos garantiza nuestra superioridad y la confianza en nosotros mismos. ¿El éxito? Pues entonces es preciso llevar a cabo la empresa en cuestión, que implica toda suerte de peligros, no sólo para nosotros, sino también para la embarcación.

437

Privilegios. Quien es, realmente, dueño de sí mismo, esto es, quien se ha

conquistado definitivamente, considera que uno de sus privilegios consiste en castigarse, perdonarse, compadecerse de sí mismo. No necesita conceder esto a nadie, aunque puede transferirlo libremente a otro, por ejemplo, a un amigo; pues sabe que, haciéndolo, le otorga un

derecho, y que, para conferir derechos, antes hay que estar en posesión del

poder.

438

El hombre y las cosas. ¿Por qué no ve el hombre las cosas? Porque es él mismo quien se interpone en el camino, ocultando las cosas con su cuerpo.

439

Signos característicos de la felicidad. Todas las sensaciones de poder tienen dos cosas en común: la

plenitud del sentimiento y la

vanidad que deriva de él, de forma que el hombre feliz se encuentra tan en su elemento como el pez en el agua. Los buenos cristianos saben muy bien lo que es la prodigalidad cristiana.

440

No abdicar. Renunciar al mundo sin conocerlo, como una

monja, equivale a realizar un sacrificio estéril, quizá melancólico. Esto no tiene nada que ver con la soledad de la vida contemplativa que lleva el pensador. Cuando este escoge dicha soledad, no trata de renunciar a nada; por el contrario, la renuncia, la melancolía y la autodestrucción serían, para él, el continuar llevando una vida activa. Renuncia a esta porque la conoce y se conoce. Así es como da un salto en su agua; así conquista su serenidad.

441

Por qué el prójimo está cada vez más lejos de nosotros. Cuanto más pensamos en todo lo que ha sido y en todo lo que será, más atenuado nos parece lo que se encuentra fortuitamente en el presente. Si vivimos con los muertos y si morimos con su agonía, ¿qué es

el prójimo para nosotros? Nos volvemos más solitarios, porque todo el oleaje de la humanidad bulle a nuestro alrededor. El ardor que hay en nosotros, ese ardor que abrasa todo lo humano, aumenta sin cesar; por eso miramos cuanto nos rodea como si cada vez nos resultara más indiferente, más semejante a un fantasma. Pero la frialdad de nuestra mirada

ofende.

442

La regla. Quien piense que la regla es más interesante que la excepción, habrá avanzado mucho en el conocimiento y se encontrará entre los iniciados.

443

Respecto a la educación. Poco a poco he ido viendo claro cuál es el defecto más general de nuestra forma de enseñar y de educar. Nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña

a soportar la soledad.

444

La sorpresa que provoca la resistencia. Cuando algo ha terminado siendo transparente para nosotros, nos figuramos que ya no se nos podrá resistir, y nos encontramos con que podemos ver a través de ello, pero no atravesarlo. Es la misma necedad y la misma sorpresa de la mosca que se encuentra ante un cristal.

445

En lo que se engañan los más nobles. Acabamos dando a alguien lo mejor que tenemos, nuestro tesoro; y, después, el amor ya no tiene nada más para dar. Pero el que lo acepta no encuentra en ello lo mejor que tiene, y, por consiguiente, carece de esa gratitud plena y definitiva con la que cuenta el que da.

446

Clasificación. Hay, primero, pensadores superficiales; segundo, pensadores profundos, que ven en las profundidades de las cosas; y, tercero, pensadores fundamentales, que descienden hasta el fondo último de las cosas, lo que tiene más valor que asomarse simplemente a sus profundidades. Por último, hay pensadores que sumergen la cabeza en la ciénaga, lo que no debe tomarse como una muestra de profundidad ni de pensamiento profundo.

447

Maestro y discípulo. Es preciso que el maestro ponga a sus discípulos en guardia contra él. Esto forma parte de su humanitarismo.

448

Honrar la realidad. ¿Cómo podemos contemplar sin lágrimas y sin aplausos esa alegre muchedumbre popular? En otros tiempos, considerábamos despreciativamente sus motivos de alegría, y lo mismo seguiría ocurriendo hoy si no hubiésemos

vivido también nosotros esas alegrías. ¿Adónde pueden arrastrarnos los acontecimientos? ¿Qué son nuestras opiniones? Para no perdernos, para no perder la razón, hay que huir ante los acontecimientos. Así es como Platón huye de la realidad y no quiere contemplar más que las pálidas imágenes ideales de las cosas; su extrema sensibilidad le hacía ver lo fácilmente que pasan sobre la razón las olas de la sensibilidad. ¿Debería decirse, por consiguiente, el sabio: «quiero honrar la

realidad, pero volviéndole la espalda, porque la conozco y la temo? ¿Debería hacer como ciertos pueblos africanos que, cuando están delante de su soberano, no se acercan a él, sino que retroceden, como muestra de veneración y al mismo tiempo de temor?».

449

Lo que sería vivir. ¡Ay! ¡Cómo me repugna imponer a otros mis pensamientos! Quiero alegrarme con cada pensamiento que me llega, con cada cambio íntimo que se produce en mí, en el que las ideas de otros se resisten contra las mías. Pero de vez en cuando se produce una alegría mayor aún: cuando tenemos la posibilidad de esparcir nuestros bienes espirituales, como el confesor que, sentado en el confesionario, espera que llegue a él alguien que necesite consuelo y que le hable de la miseria de sus pensamientos, para colmarle de nuevo el corazón y las manos, y para aliviar su alma inquieta. El confesor no sólo renuncia a la gloria por el bien que hace, sino que quisiera escapar incluso de la gratitud, ya que esta resulta indiscreta e impúdica ante la soledad y el silencio.

Una vida, una razón para vivir mucho tiempo sería vivir sin fama o, siendo objeto de amistosas burlas, de un modo lo bastante oscuro como para no suscitar envidias ni enemistades, provisto de un cerebro sin fiebre, de un puñado de conocimientos y de un bolsillo lleno de experiencias; ser, en cierto modo, un médico de los pobres de espíritu; ayudar a este o a aquel, cuando su cabeza está

turbada por opiniones, sin que el individuo en cuestión se dé cuenta de que se le ayuda; no tratar de tener la razón ante ellos ni celebrar una victoria, sino hablarles de forma que, a la más mínima e imperceptible indicación u objeción, ellos mismos descubran la verdad y se enorgullezcan de haberla descubierto; ser como un modesto albergue que acoge a todo el que lo necesita, pero el que luego se olvida y hasta inspira burlas; no tener ventaja alguna, ni en una alimentación mejor, ni en un aire más puro, ni en un espíritu más alegre, sino dar siempre, devolver, comunicar, empobrecerse, saber hacerse pequeño para ser accesible a muchos, sin humillar a nadie; tomar sobre sí muchas injusticias y arrastrarse como gusanos sobre toda clase de errores a fin de poder entrar por caminos secretos en lo más íntimo de muchas almas; estar en posesión de un poder y, sin embargo, mantenerse oculto, renunciando a él; estar constantemente expuesto al sol de la dulzura y de la gracia, sabiendo, no obstante, que el acceso a lo sublime está al alcance de nuestra mano.

450

La seducción del conocimiento. Una simple mirada al dintel de la ciencia ejerce en los espíritus exaltados la mayor de las seducciones. Tales espíritus terminan volviéndose imaginativos y, en el mejor de los casos, poéticos, tan grande es su avidez por la alegría de conocer. ¿No cautiva todos vuestros sentidos ese tono de dulce seducción con el que la ciencia anuncia su buena nueva con cien palabras, y con la más maravillosa de todas, la ciento una, que dice: «Haz desaparecer la ilusión, y así dejarás también de quejarte y de compadecerte de ti mismo; y cuando dejes de quejarte y de compadecerte de ti mismo, desaparecerá también el dolor». (Marco Aurelio)?

451

Los que necesitan un bufón. Los que son muy hermosos, muy buenos, muy poderosos, no captan casi nunca la verdad entera y vulgar, cualquiera que sea el tema de que se trate, pues, en su presencia, se miente involuntariamente un poco, ya que se está influido por la seducción de tales individuos, y, por efecto de dicha impresión, se presenta la verdad atenuada o adaptada a las circunstancias (falseando el color y el grado de los hechos, omitiendo o añadiendo detalles y prescindiendo de lo que no se puede asimilar). Cuando, a pesar de ello, los hombres de esta especie quieren saber la verdad a cualquier precio, necesitan un bufón, un ser que tenga esa prerrogativa de los locos consistente en no poder asimilar las cosas.

452

Impaciencia. En los hombres de pensamiento y de acción, hay un grado de impaciencia que, al más mínimo fracaso, les hace pasarse al campo contrario y les lleva a apasionarse y a entregarse a nuevas empresas, que terminan abandonando también cuando dudan del éxito. De este modo, andan errantes, aventureros y violentos, de un lado para otro, conociendo numerosos reinos y numerosas situaciones, y puede suceder que el conocimiento universal de los hombres y de las cosas, conseguido por la maravillosa experiencia de sus aventuras, termine haciendo de ellos individuos sumamente prácticos. Así, un defecto de carácter puede llegar a ser una escuela del genio.

453

Ir a la siguiente página

Report Page