Aurora

Aurora


Introducción

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supercristianizó el cristianismo. Schopenhauer en Alemania y John Stuart Mili en Inglaterra son los que han dado mayor celebridad a la doctrina de la compasión o de la utilidad o de la simpatía para con los demás, como principios de conducta, aunque, en realidad, no han sido sino ecos, puesto que, desde que se produjo la Revolución francesa, tales doctrinas surgieron por todas partes y al mismo tiempo, con extraordinaria vitalidad, bajo formas más o menos sutiles, más o menos elementales, hasta el punto de que no existe un solo sistema social que no se haya situado, sin pretenderlo, en el terreno común de dichas doctrinas».

He aquí, pues, la clave explicativa del auge de la moral igualitaria en el pensamiento social moderno: el modelo de organización social que se impone —según la ideología burguesa primero y según la ideología proletaria después— se basa en el principio de la igualdad de todos los seres humanos ante la ley. La soberanía reside en el pueblo, que elige a sus gobernantes y legisladores por sufragio universal. Desde esta perspectiva la moral constituye el principio del orden social y los valores y las costumbres cumplen un papel unificador de los miembros del colectivo. Bien es cierto que los filósofos sociales modernos tienen conciencia del carácter convencional del orden social —no en vano se habla de «contrato»— que trata de superar la situación de «guerra de todos contra todos», propio del «estado de naturaleza». La utilidad de la vida en sociedad se justifica en función de las ventajas que reporta al individuo la convivencia con seres iguales a él. De todos modos, la tensión entre las exigencias psicobiológicas individuales y los requisitos jurídico-morales de la vida en sociedad representa una cuestión sin liquidar en el seno de la filosofía social moderna. Hito fundamental de semejante tensión vendrá representado por Freud, para quien el avance de la civilización se opera necesariamente mediante una creciente represión y dominación de los impulsos naturales del hombre.

Valgan estas breves —y, en consecuencia, inexactas— consideraciones para hacer ver al lector que la crítica nietzscheana a la moral implica un rechazo de los principios rectores de la organización de los modernos sistemas sociales que surgen con el triunfo de la burguesía. Efectivamente, para Nietzsche, la moral de las costumbres es un fenómeno paralelo al de la aparición del Estado. En un primer momento, la moralidad nace de la coacción impuesta por los fuertes y poderosos, que han obligado a los más débiles a cumplir una serie de reglas sociales. «Dondequiera que exista una comunidad —se nos dice en

Aurora—, y, en consecuencia, una moral basada en las costumbres, domina la idea de que el castigo por la transgresión de las costumbres afecta a toda la comunidad», por lo que el Estado impone una pena «como una especie de venganza sobre el individuo». Ahora bien, en el terreno de esta moral de las costumbres que sirve de base a la vida en comunidad, se produce un cambio sustancial. Esta transformación es la que se produce con «la rebelión de los esclavos», cuyo primer momento correspondió al pueblo judío, paladín de la casta de los impotentes. En la época moderna esta rebelión de los resentidos viene protagonizada por los movimientos democráticos y socialistas, cuyo modelo de orden social preconiza la moral igualitaria del rebaño. Nietzsche lanza aquí todo el peso de su denuncia contra el colectivismo moderno, que pretende «transformar radicalmente, debilitar y hasta suprimir al

individuo. Quien así piensa —señala— no se cansa de ponderar todo lo que tiene de mala, dispendiosa, lujosa, amenazadora y derrochadora la existencia individual que se ha venido llevando hasta hoy en día; se espera dirigir la sociedad con menos costo, con menores peligros y mayor unidad, cuando no haya más que un

gran cuerpo con sus miembros. Se considera

bueno todo lo que, de un modo u otro, responde a este instinto de agrupación y a sus diversos subinstintos. Esta es la

corriente fundamental de la moral de hoy, con la que se funden la simpatía y los sentimientos sociales».

¿Dónde confluyen la crítica a la religión, la crítica al colectivismo que ahoga la individualidad y la crítica a la moral centrada en el castigo, críticas que, en este estudio preliminar, han ido apareciendo de una forma dispersa? A mi modo de entender, Nietzsche ve en el monoteísmo el fundamento del igualitarismo social: la idea de un solo Dios lleva emparejada la de la igualdad de los hombres, en cuanto que hijos de un mismo Padre y, en consecuencia, en cuanto que hermanos entre sí. El lema de «libertad, igualdad y fraternidad» que inspira a las modernas revoluciones burguesas no es sino una secularización de ideas religiosas. Un solo Dios legislador y remunerador significa una misma moral para todos, una igualdad de derechos y de deberes. La unicidad de Dios es el fundamento y la garantía de la unidad del género humano. El Dios trascendente que dicta leyes goza, lógicamente, de la prerrogativa de premiar y de castigar, crea sujetos responsables dotados de libertad para reservarse la posibilidad de actuar como juez de «buenos» y «malos», de separar a los justos de los réprobos. En este sentido, la idea moderna de «humanidad» significa una supervivencia del concepto cristiano de «pueblo de Dios». Pero muerto el Dios uno de la religión monoteísta, los hombres toman a ser individuos singularizados por su grado de fortaleza y de poder. Los modernos filósofos sociales buscarán nuevos fundamentos teóricos que justifiquen el igualitarismo, supuesto básico del orden social burgués y liberal, y en éticas secularizadas como la kantiana, el concepto ilustrado de Razón una y universal representará el «equivalente funcional» del viejo Dios del monoteísmo. Ahora bien, la crítica de la religión implica también la denuncia del conceptualismo metafísico. El nominalismo nietzscheano supone la renuncia a todo concepto universal, y, en consecuencia, el rechazo de todo fundamento teórico que sirva de base a toda organización social que parta de la igualdad de los miembros del colectivo. Los nuevos dioses que se vislumbran con la aurora que anuncia el «gran mediodía» serán los herederos directos del Dios del voluntarismo y del contingentismo moral concebido por los últimos filósofos medievales. Son dioses que hacen las cosas buenas o malas al quererlas o al rechazarlas, más allá de toda «razón necesaria» que les trascienda. Un nominalismo consecuente ha de rechazar también la idea de un Dios universal; ha de hablar de dioses y no de Dios. De este modo, no hay nada bueno o malo en sí, que trascienda a la voluntad de poder del individuo singular. Paralelamente, la idea de una moral de castigos pierde su justificación ante la inexistencia de leyes universales y ante la denuncia del resentimiento de los débiles que esgrimen la «razón social» del rebaño para segar el florecimiento de los individuos excepcionales.

Estas son, a mi juicio, las ideas rectoras que articulan la unidad temática contenida en la crítica nietzscheana a la moral dispersa en los aforismos de

Aurora. Nietzsche ha iniciado una campaña contra la moral que proseguirá en obras ulteriores como

Más allá del bien y del mal, La genealogía de la moral, El ocaso de los ídolos y

El Anticristo. Nuestro pensador es consciente de que el problema del origen de los valores morales dista mucho de ser una cuestión meramente especulativa; que representa un problema de primer orden en la medida en que determina el futuro de la humanidad. Y es que, como señala Nietzsche comentando

Aurora, la verdad es «que la humanidad ha estado hasta ahora en las

peores manos, que ha estado gobernada por los fracasados, por los vengativos más astutos, los que se llaman “santos”, y calumnian el mundo y denigran al hombre».

Ciertamente, el pensamiento nietzscheano —como en buena medida también el de Marx y el de Freud— no ha dejado indiferente al hombre contemporáneo. La clara luz mediterránea que se proyecta en sus escritos y el aire puro y gélido de las montañas alpinas que orea su pensamiento, cuartea los presuntos cobijos y los dogmas pretendidamente incuestionables. Puede que Nietzsche, Marx y Freud sean los responsables de que el hombre contemporáneo resulte suspicaz y receloso en extremo. Pero indudablemente ellos han sentado las bases de esa probidad, de esa honradez y de esa sinceridad intelectual, personal y moral, que hoy representan tal vez las virtudes más valoradas y buscadas de nuestro tiempo.

¡Hay tantas auroras que aún no han despuntado!

RIG VEDA

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