Aurora

Aurora


Libro primero

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1

Razón ulterior. Todo lo que pervive durante mucho tiempo se ha ido cargando poco a poco de razón, hasta el extremo de que nos resulta inverosímil que en su origen fuera una sinrazón. ¿No nos parece sentir que estamos ante una blasfemia o ante una paradoja siempre que alguien nos muestra el origen histórico concreto de algo? ¿No está todo buen historiador constantemente

en contradicción con su medio ambiente?

2

Prejuicio de los sabios. Los sabios están en lo cierto cuando juzgan que, en todas las épocas, los hombres se han hecho la ilusión de creer que

ahora estamos

mejor informados que en ninguna otra época.

3

Cada cosa a su tiempo. En aquella época remota en que el hombre atribuía su sexo a todas las cosas, lo único que pretendía era ampliar sus conocimientos, sin tener conciencia de que aquello era únicamente un juego de su imaginación. Sólo mucho más tarde reconoció la inmensidad de su error, aunque incluso hoy no haya asumido eso plenamente.

Del mismo modo el hombre ha relacionado todo lo existente con la moral, echando sobre los hombros del mundo el manto de una

significación ética. Pero llegará un día en que esto tendrá exactamente el mismo valor que hoy le concedemos a la creencia de que el sol tiene sexo.

4

Contra el sueño de que entre las esferas se da una disonancia. Hay que quitarle al mundo toda esa abundancia de

falsa sublimidad, porque va en contra de la justicia que las cosas pueden reivindicar. Por eso es muy importante no concebir el mundo con menos armonía de la que tiene.

5

¡Dad las gracias! Lo mejor que ha logrado hasta ahora la humanidad es no necesitar vivir con el temor constante a los animales salvajes, a los bárbaros, a los dioses y a nuestros sueños.

6

El prestidigitador y su opuesto. Lo que hay de sorprendente en la ciencia es precisamente lo opuesto a lo que nos sorprende en el arte de la prestidigitación. Este último pretende que veamos una causalidad muy simple donde actúa una causalidad sumamente compleja. La ciencia, por el contrario, hace que dejemos a un lado la creencia en la causalidad simple, en casos en que todo parece tan sumamente sencillo que nos dejamos llevar por las apariencias. Las cosas más simples son las más complicadas, por mucho que ello nos asombre.

7

Cambiemos la idea que tenemos del espacio. ¿Qué ha contribuido más a la felicidad humana, lo real o lo imaginario? Lo cierto es que el espacio existente entre la mayor de las alegrías y la más honda desgracia sólo se puede calcular recurriendo a cosas imaginarias. En consecuencia, esa idea del espacio se va reduciendo cada vez más bajo el influjo de la ciencia; de la misma forma que la ciencia nos ha enseñado y nos enseña que la tierra es pequeña y que todo el sistema solar no es más que un punto en la inmensidad del infinito.

8

Transfiguración. Rafael dividió a la humanidad en tres grados: los que sufren sin esperanza, los que sueñan de una forma confusa, y los que se extasían ante el más allá. Hoy ya no concebimos así el mundo, y ni siquiera Rafael tendría derecho a seguir concibiéndolo de este modo: vería con sus propios ojos que se ha producido una nueva transfiguración.

9

Idea de la moral de las costumbres. Si comparamos las distintas formas de vida que durante miles de años ha seguido la humanidad, comprobaremos que los hombres de hoy vivimos en una época muy inmoral; la fuerza de la costumbre se ha debilitado de una forma sorprendente, y el sentido moral se ha vuelto tan sutil y tan elevado que casi se podría decir que se ha evaporado. Por eso nosotros, que somos hombres tardíos, intuimos con tanta dificultad las ideas rectoras que presidieron la génesis de la moral, y, si llegamos a descubrirlas, nos resistimos a comunicarlas a los demás, porque nos parecen toscas y atentatorias contra la moral.

Consideremos, por ejemplo, la afirmación principal: la moral no es otra cosa (en consecuencia, es

antes que nada) que la obediencia a las costumbres, cualesquiera que sean, y estas no son más que la forma tradicional de comportarse y de valorar. Donde no se respetan las costumbres, no existe la moral; y cuanto menos determinan estas la existencia, menor es el círculo de la moral. El hombre libre es inmoral porque quiere depender en todo de sí mismo, y no de un uso establecido. En todos los estados primitivos de la humanidad, lo «malo» se identifica con lo «intelectual», lo «libre», lo «arbitrario», lo «desacostumbrado», lo «imprevisto», lo que «no se puede calcular previamente». En estos estados primitivos, de acuerdo con la misma valoración, si se realiza un acto, no porque lo ordene la tradición, sino por otras razones (como, por ejemplo, buscando una utilidad personal), incluyendo las que en un principio determinaron la aparición de la costumbre, dicho acto es calificado de inmoral hasta por el individuo que lo realiza, ya que no ha estado inspirado en la obediencia a la tradición.

¿Qué es la tradición? Una autoridad superior a la que se obedece, no porque lo que ordene sea útil, sino por el hecho mismo de que lo

manda. ¿En qué se diferencia este sentimiento de respeto a la tradición del miedo en general? En que el sentimiento de respeto a la tradición es el temor a una inteligencia superior que ordena, el temor a un poder incomprensible e indefinido, a algo que trasciende lo personal. Tal temor tiene mucho de superstición.

En otros tiempos,

toda forma de educación, los preceptos higiénicos, el matrimonio, el arte de la medicina, la agricultura, la guerra, el lenguaje y el silencio, las relaciones con los demás hombres y con los dioses entraban dentro del campo de la moral. La moral exigía que se siguieran determinadas reglas, sin que el sujeto tuviera en cuenta su individualidad al obedecerlas. En esos tiempos primitivos todo dependía, pues, de los usos establecidos y de las costumbres, y quien pretendiera situarse por encima de las costumbres, tenía que convertirse en legislador, en curandero, en algo así como una especie de semidiós; es decir, tenía que

crear nuevas costumbres, lo que no dejaba de ser terrible y peligroso.

¿Qué hombre es más moral?

Por un lado, el que cumple más escrupulosamente la ley, el que, como el brahmán, tiene presente la ley en todo momento y lugar, de forma que se las ingenia para ver constantemente ocasiones de cumplirla.

Por otro, el que cumple la ley en las situaciones más difíciles, el que con mayor frecuencia

sacrifica cosas en aras de las costumbres. Y ¿cuáles son los mayores sacrificios? Del modo como se conteste a esta pregunta se deriva una gran cantidad de morales diferentes, aunque la diferencia más importante es la que distingue la moral basada en la observancia más frecuente, de la moral basada en el cumplimiento más difícil.

Con todo, no nos dejemos engañar respecto a los motivos de esta última moral, que exige, como prueba de moralidad, el que se siga una costumbre en los casos más difíciles. El que se venza a sí mismo no es algo que se exija al hombre en virtud de las consecuencias útiles que ello pueda reportar al individuo en cuestión, sino en función de que sean las costumbre y la tradición quienes aparezcan como dominantes, esto es, por encima de todo deseo e interés individuales. Lo que la moral de las costumbres exige es que el individuo se debe sacrificar. Por el contrario, los moralistas que, como los sucesores de Sócrates, aconsejan al individuo que se domine a sí mismo y que sea sobrio en orden a su felicidad personal, constituyen una excepción. Tales moralistas abren una nueva senda y son víctimas de la desaprobación manifiesta de todos los representantes de la moral de las costumbres; al automarginarse de la moral, son inmorales, y, en su sentido más profundo, malos. De esta forma, un romano virtuoso de la vieja escuela consideraba que un cristiano era malo

porque aspiraba, por encima de todo, a su salvación individual.

Dondequiera que exista una comunidad, y, en consecuencia, una moral basada en las costumbres, domina la idea de que el castigo por la transgresión de las costumbres afecta ante todo a la comunidad entera. Tal castigo es sobrenatural, por lo que su forma de manifestarse y su alcance resulten muy difíciles de especificar para quien lo analiza en medio de un temor supersticioso. La comunidad puede obligar a un individuo a que indemnice a otro del propio grupo en conjunto por el daño directo que ha causado con su acción. Igualmente, puede ejercer una especie de venganza sobre el individuo, ya que por su causa —en virtud de una presunta consecuencia de su acto—, la comunidad se ha visto expuesta a las nubes y a las explosiones de la cólera divina; si bien dicha comunidad considera que la culpa del individuo afecta a toda la colectividad, y que el castigo de aquel recae sobre el conjunto de esta.

Cuando suceden casos así la gente lanza exclamaciones asegurando que se ha producido una «relajación de las costumbres». Pero lo cierto es que causa pavor todo acto y toda forma de pensar individuales. No podemos imaginar cuánto han tenido que sufrir, en el transcurso de los tiempos, los individuos selectos, singulares y espontáneos, por el hecho de que se les haya juzgado sistemáticamente como malvados y peligrosos, y de que

ellos mismos se hayan considerado así. Bajo el imperio de la moral de las costumbres, toda suerte de originalidad planteaba problemas de conciencia; el horizonte de los individuos selectos se presentaba más oscuro que lo que hubiera cabido esperar.

10

La relación recíproca entre el sentido de la moralidad y el sentido de la causalidad. Al aumentar el sentido de la causalidad, disminuye el de la moralidad. Conforme vamos comprendiendo que los efectos se siguen necesariamente y nos los representamos al margen de las contingencias del azar, desechamos paralelamente una gran cantidad de causalidades imaginarias que hasta entonces se creía que constituían el fundamento de la moral; al mismo tiempo hacemos que desaparezca del mundo una parte del miedo y de la coacción que implican las costumbres, así como una dosis de la veneración y de la autoridad que estas disfrutan. En suma, la moral experimenta una pérdida global.

Por el contrario, quien trata de ampliar el ámbito de la moralidad ha de procurar que no se puedan someter

a prueba los resultados.

11

Moral popular y medicina popular. Sobre la moral que impera en una comunidad se ejerce una acción constante en la que participan todos sus miembros. La mayor parte de estos tratan de añadir nuevos ejemplos que demuestren la

presunta relación entre la causa y el efecto, esto es, entre el crimen y el castigo, con lo que contribuyen a reforzar la base de dicha relación y a aumentar la fe que se tiene en ella. Hay quienes hacen nuevas observaciones sobre los actos y sus consecuencias, extrayendo de ello conclusiones y leyes; pero sólo un número reducido de estas llega a formularse de una forma desordenada y a debilitar la creencia relativa a tal o cual punto.

Todos se parecen en la forma tosca y anticientífica de proceder. Ya se trate de aportar ejemplos, observaciones o dificultades, o bien de demostrar, afirmar, formular o refutar una ley, el resultado es siempre el mismo: un conjunto de materiales o de fórmulas carentes de valor, similares a los materiales y a las fórmulas de la medicina popular. Ello obliga a que ambas sean juzgadas de la misma manera, y no de una forma tan distinta como se suele hacer. Tanto la moral popular como la medicina popular no son más que ciencias

aparentes del tipo más peligroso.

12

La consecuencia como don coadyuvante. Antaño se consideraba que el buen resultado de una acción no era una consecuencia de la misma, sino un don gratuito concedido por Dios. ¿Cabe imaginar una confusión más estúpida? Según eso, hay que realizar dos esfuerzos por separado, utilizando prácticas y medios completamente distintos: uno para realizar la acción y otro para obtener un buen resultado.

13

Para la nueva educación del género humano. Hombres serviciales y bienintencionados, si queréis colaborar en una acción provechosa, ayudad a desterrar del mundo la idea de castigo que le invade por doquier, porque es la más peligrosa de todas las malas hierbas.

Esta idea no sólo se ha introducido en las consecuencias de nuestra acción —¿hay algo más funesto e irracional que interpretar la causa y el efecto en términos de falta y de castigo?—, sino que se ha hecho algo todavía peor: se le ha quitado su inocencia a los acontecimientos puramente fortuitos, con la ayuda de ese maldito arte de interpretar presidido por la idea de castigo. La locura ha llegado hasta el extremo de considerar que la existencia misma es ya un castigo. Cabría decir que lo que hasta ahora ha dirigido la educación de la humanidad ha sido la negra imaginación de carceleros y verdugos.

14

Significado de la locura en la historia de la humanidad. Si pese al formidable yugo de la moral de las costumbres bajo el que han vivido todas las sociedades humanas; si durante miles de años antes de nuestra era, e incluso en el transcurso de esta hasta la actualidad (y téngase en cuenta que vivimos en un pequeño mundo excepcional y, en cierto sentido, en la peor de las zonas), las ideas nuevas y divergentes, y los instintos opuestos han resurgido siempre, ello se ha debido a que se hallaban protegidos por un terrible salvoconducto: casi siempre ha sido la locura la que ha abierto el camino a las nuevas ideas, la que ha roto la barrera de una costumbre o de una superstición venerada.

¿Comprendéis por qué ha sido necesaria la ayuda de la locura; esto es, de algo tan terrorífico e indefinible, en la voz y en los gestos, como los demoníacos caprichos de la tempestad y del mar; de algo que fuese a un tiempo digno de miedo y de respeto; de algo que, como las convulsiones y los espumarajos del epiléptico, llevara el sello visible de una manifestación totalmente involuntaria; de algo que pareciera que imprimía al enajenado la marca de una divinidad, de la que él sería la máscara y el portavoz; de algo que infundiese incluso al promotor de la nueva idea veneración y miedo de sí mismo, en lugar de remordimiento y le impulsara a ser el profeta y el mártir de dicha idea? Aunque hoy se nos esté constantemente diciendo que el genio tiene un grado más de locura que de sentido común, los hombres de otros tiempos se acercaban mucho más a la idea de que en la locura hay algo de genio y de sabiduría, algo de divino, como se decía en voz baja. A veces esta idea se expresaba a las claras. «Lo que más beneficios ha deparado a Grecia ha sido la locura», decía Platón, acorde con toda la humanidad antigua. Demos un paso más y veremos que todos los hombres supremos impulsados a romper el yugo de una moral cualquiera y a proclamar nuevas leyes, si

no estaban realmente locos, se sintieron forzados a fingirlo o se volvieron verdaderamente tales.

Lo mismo les ha sucedido a los innovadores en cualquier ámbito, y no sólo en el terreno sacerdotal y político. Incluso los innovadores de la métrica poética se vieron forzados a acreditarse por medio de la locura. (Hasta en las épocas más moderadas, había una especie de acuerdo en que la locura constituía un patrimonio de los poetas; y Solón recurrió a ella cuando enardeció a los atenienses para que se lanzaran a la conquista de Salamina).

¿

Cómo volverse loco cuando no se está ni se tiene la valentía de aparentarlo? Casi todos los grandes hombres de la civilización antigua se han hecho esta pregunta, y se ha conservado una doctrina secreta, compuesta de artificios y reglas para lograr este fin, a la vez que se mantenía el convencimiento de que semejante intención y semejante ensueño eran algo inocente e incluso santo. Las fórmulas para llegar a ser médico entre los indios americanos, santo entre los cristianos de la Edad Media,

anguecoque entre los groenlandeses,

paje entre los brasileños, son, en sus preceptos generales, las mismas; ayunos continuos, abstinencia sexual constante, retirarse al desierto o a un monte, o incluso encaramarse a lo alto de una columna, o «vivir junto a un viejo sauce a orillas de un lago», y, sobre todo, el mandato de no pensar más que en lo que pueda provocar el rapto y la perturbación del espíritu.

¿Quién es capaz de fijar los ojos en el infierno de angustias morales —las más amargas e inútiles que se han podido dar— en el que se consumen probablemente los hombres más fecundos de todas las épocas? ¿Quién tendría valor para escuchar los suspiros de los solitarios y de los extraviados?: «¡Concededme, Dios mío, la locura, para que llegue a creer en mí! ¡Mándame delirios y convulsiones, momentos de lucidez y de oscuridad repentinas! ¡Asústame con escalofríos y ardores tales que ningún mortal los haya sentido jamás! ¡Rodéame de estrépitos y de fantasmas! ¡Déjame aullar, gemir y arrastrarme como un animal, si de ese modo puedo llegar a tener fe en mí mismo! La duda me devora. He matado la ley, y esta me inspira ahora el mismo horror que a los seres vivos un cadáver. Si no consigo situarme por encima de la ley, seré el más réprobo de los réprobos. ¿De dónde viene si no de ti este espíritu nuevo que late en mi interior? ¡Demostradme que os pertenezco, poderes divinos! ¡Sólo la locura me lo puede probar!».

Este fervor conseguía muchas veces su objetivo: «En la época en que el cristianismo resultó ser más fecundo y ello se tradujo en una proliferación de santos y anacoretas, existieron en Jerusalén grandes “manicomios” para atender a los santos fracasados, a aquellos que habían sacrificado hasta el último vestigio de su razón».

15

Las formas más antiguas de consolarse. Primer grado. El hombre ve en todo malestar, en toda calamidad que le toca en suerte, algo que le permite hacer sufrir a otro, sea quien sea. De este modo toma conciencia del poder que le queda, y ello le sirve de consuelo.

Segundo grado. El hombre ve en todo malestar, en toda calamidad que le toca en suerte, un castigo; es decir, la expiación de una falta y la forma de escapar de un «mal de ojo», de un hechizo real o imaginario. Quien llega a ver esta «ventaja» que reporta la desdicha, ya no se considerará obligado a hacer sufrir a otro a causa de su dolor: renunciará a este género de satisfacción, porque ya dispone de otra.

16

Primer principio de la civilización. Hay en los pueblos primitivos un tipo de costumbres que parece que tienden a convertirse en un uso generalizado. Lo que prescriben suele ser ridículo y, en realidad, superfluo (por ejemplo, la costumbre existente entre los kamtchadales de no quitarse del calzado la nieve con un cuchillo, de no cortar el carbón con un cuchillo, de no poner nunca un hierro al fuego; preceptos cuya violación sería castigada con la muerte); pero estas prescripciones mantienen viva la idea de «costumbre», su carácter de coacción constante. Tales preceptos ratifican el gran principio que preside el comienzo de la civilización: el de que cualquier costumbre vale más que la carencia de costumbres.

17

La naturaleza buena y la naturaleza mala. Los hombres empezaron atribuyendo a la naturaleza su propia forma de ser; es decir, se figuraron ver su humor variable, bueno o malo, en las nubes, en las tempestades, en los animales feroces, en los árboles y en las plantas. Entonces inventaron la idea de que «la naturaleza es mala».

Sin embargo, después vino una época —la de Rousseau— en la que el hombre se quiso diferenciar de la naturaleza. Tan hartos estaban los hombres de sí mismos que quisieron disponer de un rincón al que no pudiera llegar la miseria humana. Fue entonces cuando inventaron la idea de que «la naturaleza es buena».

18

La moral del sufrimiento voluntario. ¿Cuál es el mayor placer que pueden experimentar unos hombres que viven en estado constante de guerra, en esas pequeñas comunidades rodeadas siempre de peligros, donde impera la moral más estricta? O mejor: ¿cuál es el mayor placer que pueden experimentar las almas vigorosas, sedientas de venganza, rencorosas, desleales, preparadas para los acontecimientos más espantosos, endurecidas por las privaciones y por la moral? El placer de la

crueldad. Esta es la razón de que, en el caso de tales almas y en semejantes situaciones, se considere que inventar formas de venganza y tener sed de venganza constituye una virtud. La comunidad se robustece contemplando actos de crueldad y puede superar por un instante el peso del miedo y la inquietud que le produce el tener que estar constantemente al acecho. La crueldad es, pues, uno de los placeres más antiguos de la humanidad.

De ahí que se haya creído que también los dioses se animan y se alegran cuando se les ofrece el espectáculo de la crueldad. De este modo surgió en el mundo la idea del sentido y del valor superior que implica el sufrimiento voluntario y el martirio libremente aceptado. Poco a poco, las costumbres de la comunidad fueron estableciendo prácticas acordes con estas ideas. Desde entonces los hombres desconfían de todo exceso de felicidad y recuperan la confianza cuando se ven afligidos por algún dolor intenso. Se piensa que los dioses nos serían hostiles cuando nos vieran felices y propicios cuando nos vieran sufrir. ¡Nos serían hostiles, pero no se compadecerían de nosotros! Pues se considera que la compasión es algo despreciable e indigno de un alma fuerte y terrible. Si se muestran propicios hacia nosotros cuando somos desgraciados es porque les divierten las miserias humanas y les ponen de buen humor, dado que la crueldad suministra la voluptuosidad más elevada del sentimiento de poder.

Así es como se ha introducido en el concepto de «hombre moral» existente en el seno de la comunidad la virtud del sufrimiento frecuente, de la privación, de la vida penitente, de la mortificación cruel; y no como una expresión de disciplina, de autodominio y de aspiración a la felicidad personal, sino como una virtud que dispone a los malos dioses a favor de la comunidad, al estar esta elevando constantemente hasta ellos el humo del sacrificio expiatorio.

Todos los conductores espirituales de pueblos que consiguieron hacer que fluyese el fango estancado y terrible de las costumbres necesitaron, para hacerse creer, no sólo de la locura, sino también del martirio voluntario, y, principalmente, de la fe en sí mismos. Cuanto más rectamente se introducía su espíritu por nuevos caminos, atormentado por los remordimientos y por el temor, más cruelmente luchaba ese espíritu con su propia carne, con sus propios deseos y con su propia salud, con la finalidad de ofrecer a la divinidad en compensación una alegría si se irritaba viendo que las costumbres eran incumplidas u olvidadas y que tales hombres se proponían nuevos fines.

Con todo, no debemos suponer en un exceso de optimismo que en nuestros días nos hemos liberado plenamente de esta lógica del sentimiento. ¡Pregúntense respecto a esto las almas más heroicas en su fuero interno! El menor paso hacia adelante en el terreno de la libertad de pensamiento y de la vida individual se ha dado en toda época a costa de tormentos intelectuales y físicos. Y no sólo los pasos adelante, sino cualquier paso, cualquier movimiento, cualquier cambio, han tenido necesidad de innumerables mártires a través de esos miles de años en que los hombres buscaban caminos y echaban los cimientos de la sociedad, pero que no se tienen en cuenta cuando se habla desde la perspectiva de ese período de tiempo ridículamente breve al que se ha dado el nombre de «historia universal». Incluso dentro de esta historia universal, que no pasa de ser el ruido que se ha levantado en torno a determinados acontecimientos, no hay una cuestión más esencial e importante que la antigua tragedia de los mártires que quieren

remover el pantano. Nada ha costado más que ese breve destello de razón humana y de espíritu de libertad del que tan orgullosos estamos hoy. Sin embargo, este orgullo es, precisamente, lo que nos imposibilita hoy en día caer en la cuenta del enorme lapso de tiempo en que imperó la

moral de las costumbres y que antecedió a la

historia universal, época real y decisiva, con una importancia fundamental en la historia, ya que marcó el carácter de la humanidad; época en que se consideraba que el dolor era una virtud, la crueldad una virtud, el disimulo una virtud, la venganza una virtud, la negación de la razón una virtud; y, por el contrario, el bienestar, un peligro, al igual que la sed de saber, la paz y la compasión. Se juzgaba que eran una vergüenza el trabajo y el mover a la piedad; que la locura era algo divino, y los cambios algo inmoral y sumamente arriesgado.

¿Creéis que todo esto ha cambiado y que ha variado el carácter de la humanidad? ¡Ay, vosotros que conocéis el corazón humano, aprended a conoceros mejor!

19

Moral y embrutecimiento. Las costumbres son la representación de las experiencias adquiridas por los hombres anteriormente respecto a lo que consideraron útil o nocivo; pero el estar apegado a las costumbres (la moral) no dice referencia ya a tales experiencias, sino a la antigüedad, santidad e incuestionabilidad de las costumbres. Por ello, este sentimiento se opone a que se corrijan las costumbres, lo que significa que la moral se opone a que se formen nuevas y mejores costumbres. En consecuencia, embrutece.

20

Los que obran libremente y los que piensan libremente. Quienes obran libremente en la vida se hallan en una situación más desfavorable que quienes piensan libremente, dado que a los hombres les afectan de una forma más directa las consecuencias de los actos que las consecuencias de los pensamientos. Ahora bien, si tenemos en cuenta que unos y otros tratan de satisfacer sus inclinaciones y que quienes piensan libremente lo consiguen reflexionando sin más sobre lo prohibido y expresándolo, comprenderemos que se confundan los dos casos cuando se les considera sólo en relación con los motivos de la conducta. Y respecto a los resultados, quienes obran libremente aventajan a los que piensan libremente, siempre y cuando no se juzgue de acuerdo con lo que aparece de una forma más visible y vulgar; esto es, como lo hace todo el mundo.

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