Aurora

Aurora


Libro primero

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Hay que rectificar las muchas calumnias que recayeron sobre los que violaron con sus acciones la autoridad de una costumbre, y a los que, por lo general, se les ha llamado criminales. A todos los que han echado por tierra la ley moral establecida se les ha considerado

malvados en un primer momento; pero si dicha ley violada no se restablece y los hombres se habitúan al cambio, el calificativo irá variando paulatinamente. Toda la historia se reduce prácticamente a hablar de esos

malvados a los que luego se les consideró

buenos.

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El «cumplimiento de la ley». En el caso de que la observancia de un precepto conduzca a un resultado distinto del que se esperaba y se perseguía, y no reporte al sujeto que se ajusta a las buenas costumbres la felicidad prometida, sino dolor y miseria, siempre le queda al hombre sensible ante el deber y timorato el recurso de decir: «El error ha estado en la ejecución». Pero, al final, una humanidad oprimida que sufre profundamente, terminará declarando: «Es imposible cumplir bien el precepto: somos débiles y pecadores hasta el fondo de nuestra alma, y totalmente incapaces de ser morales; en consecuencia, no nos es lícito aspirar ni a la felicidad ni al triunfo. Los preceptos morales son para seres mejores que nosotros».

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Las obras y la fe. Los doctores protestantes siguen propagando ese error básico consistente en afirmar que lo único importante es la fe, y que las obras son una consecuencia natural de ella. Esta doctrina no es cierta, pero su apariencia es tan sugestiva que deslumbró a inteligencias más lúcidas que la de Lutero (me refiero a Sócrates y a Platón), pese a que nuestra experiencia diaria nos pruebe lo contrario.

A pesar de las promesas que encierran el conocimiento y la fe, estos no pueden conferirnos ni fuerza ni habilidad para actuar. No pueden sustituir al hábito de ese mecanismo sutil y complejo que hay que poner en marcha para que algo pueda pasar de la representación al acto. Ante todo son las obras; es decir, ¡el ejercicio, el ejercicio y el ejercicio! La fe que necesitamos se nos dará por añadidura. ¡De eso podéis estar seguros!

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En qué somos más sagaces. Como durante miles de años se ha venido considerando que las cosas (la naturaleza, los instrumentos, cualquier objeto de propiedad) estaban vivas y animadas, y que podían dañar a los hombres al margen de sus intenciones, la sensación de impotencia de estos ha sido mayor y más frecuente de lo que hubiera sido menester, ya que tenían que dominar a los objetos, de la misma forma en que dominaban a los otros hombres y a los animales: mediante la fuerza, la imposición, la adulación, los pactos y los sacrificios. Esto originó la mayoría de las costumbres supersticiosas, esto es, de una parte, quizá la mayor, y por supuesto la más inútilmente derrochada, de la actividad humana. No obstante, como la sensación de impotencia y de miedo se encontraba en un estado tan violento, tan constante y casi permanente de tensión, el sentimiento de poder ha venido desarrollándose de un modo tan sutil, que, en este terreno, el hombre actual puede competir con el más sensible de los mecanismos para cazar animales. Este sentimiento acabó convirtiéndose en su inclinación más fuerte. Casi puede decirse que el descubrimiento paulatino de los medios para satisfacer esa inclinación constituye la historia de la cultura.

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La demostración del precepto. Por regla general, el valor o el no valor de un precepto se demuestra por el hecho de que se consiga o no se consiga el resultado propuesto, siempre y cuando se siga aquel escrupulosamente. Sin embargo, no ocurre lo mismo con los preceptos morales, ya que, en este campo, no es posible comprobar, interpretar ni delimitar los resultados. Estos preceptos se basan en hipótesis de escaso valor científico, sin que quepa apelar a los resultados para demostrarlos o refutarlos. Con todo, en otras épocas, cuando las ciencias eran rudimentarias y primitivas y se exigía muy poco para considerar que algo quedaba demostrado, el valor o el no valor de un precepto moral se determinaba del mismo modo que el de cualquier otro precepto: recurriendo a los resultados.

Entre los indígenas de la América rusa hay un precepto que dice: «No eches ni al fuego ni a los perros los huesos de los animales». Y a título de demostración, añade: «Porque si lo haces, no tendrás buena suerte en la caza». Ahora bien, como por una razón u otra no se tiene suerte en la caza, no resulta fácil refutar, de este modo, el valor del precepto. En consecuencia, siempre se dará alguna circunstancia que demostrará aparentemente el valor de un precepto.

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Las costumbres y la belleza. No debemos ocultar un argumento a favor de las costumbres. Se trata de que los órganos de ataque y de defensa, tanto físicos como intelectuales, de quien se somete a ellas, de corazón y desde un primer momento, se atrofian; y ello le embellece cada vez más, dado que el ejercicio de dichos órganos y el sentimiento que les acompaña afea e impide el embellecimiento. Esta es la razón de que un babuino viejo sea más feo que uno joven, y que la hembra joven de esta especie animal sea más semejante al hombre y más bella que el resto de sus congéneres. Sáquese de aquí la correspondiente conclusión respecto al origen de la belleza en la mujer.

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Los animales y la moral. Las prácticas que se exigen en una sociedad refinada —precaverse de todo lo ridículo, extravagante y pretencioso; reprimir tanto las virtudes como los deseos violentos; ser ecuánime; someterse a las reglas; empequeñecerse—, en cuanto moral social, se da hasta en la escala más inferior del reino animal. Precisamente en esa escala más inferior descubrimos las ideas que se esconden tras la capa de todas esas amables reglamentaciones: se trata de escapar de los perseguidores y de resultar favorecido en la captura del botín. Por eso los animales aprenden a dominarse y a disfrazarse hasta el punto de que algunos llegan a adoptar el color de las cosas que les rodean (en virtud de las llamadas «funciones cromáticas»), a simular que están muertos, a adquirir la forma y el color de otros animales, o la apariencia de la arena, de las hojas, de los líquenes o de las esponjas (eso que los naturalistas ingleses llaman

mimicry: mimetismo).

De igual forma, el individuo se esconde tras la universalidad del término genérico «hombre» o se confunde con la «sociedad», o se adapta plenamente a la forma de ser de los príncipes, a las castas, a los partidos o a las opiniones de su época y de su país. Todas estas formas sutiles de aparentar felicidad, agradecimiento, poder o amor tienen su equivalencia en el reino animal. También comparte el hombre con el animal el sentido de la verdad, el cual, en última instancia, se reduce al sentido de la seguridad; procurar no dejarse engañar o confundir por uno mismo; escuchar con recelo las voces de nuestras pasiones; dominarse y desconfiar de uno mismo; todo eso es entendido de igual forma por el animal que por el hombre: también en aquel el autodominio nace del sentido de la realidad, de la prudencia.

Del mismo modo, el animal observa los efectos que produce en la imaginación de los demás animales, y aprende a dirigir su mirada sobre sí mismo, a considerarse objetivamente y, en cierta medida, a autoconocerse. El animal aprecia los movimientos de sus enemigos y de los seres a los que puede considerar amigos, y llega a obtener un conocimiento minucioso de las particularidades de unos y de otros. Renuncia, de una vez por todas, a enfrentarse con los ejemplares de una determinada especie, y al acercarse a ciertas especies de animales, adivina sus intenciones pacíficas o bélicas. Los orígenes de la justicia, de la templanza, de la valentía —en una palabra, de todo lo que designamos con el nombre de virtudes socráticas— están en los animales. Tales virtudes son una consecuencia de los instintos que llevan a buscar el sustento y a escapar de los enemigos. En consecuencia, si consideramos que todo lo que ha hecho el hombre superior ha sido elevar y refinar la calidad de sus alimentos y la idea de lo que considera contrario a su naturaleza, habremos de concluir que el fenómeno moral es algo que afecta a todo el reino animal.

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El valor de la creencia en las pasiones sobrehumanas. La institución matrimonial hace que se mantenga obstinadamente la creencia de que aunque el amor sea una pasión, se trata de una pasión susceptible de durar en cuanto a tal; de que la regla es el amor duradero, de que dura toda una vida. En virtud de la tenacidad de una noble creencia, sostenida a pesar de que sus refutaciones son tan frecuentes que casi constituyen la regla, la institución matrimonial ha revestido el amor de una nobleza superior. Toda aquella institución que ha otorgado a una pasión el convencimiento de que esta es duradera y la responsabilidad de hacer que sea así, aun en contra de lo que es en sí una pasión, le ha conferido un nuevo rango. Desde ese momento, quien se siente dominado por dicha pasión, no se verá disminuido ni en una situación de peligro, sino que, por el contrario, pensará que dicha pasión le eleva ante sus ojos y los de los demás. Consideremos las instituciones y costumbres que han convertido el arrebato pasional de un momento en una fidelidad eterna, el placer de la ira en una venganza eterna, la desesperación en un duelo eterno, la palabra de un día en un compromiso eterno y exclusivo. A causa de semejantes transformaciones, se ha introducido en el mundo mucha hipocresía y mucha mentira, pero también, y sólo a este precio, se ha generado una concepción sobrehumana que eleva al hombre.

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La disposición de ánimo como argumento. ¿De dónde procede esa gozosa disposición de ánimo que se apodera de nosotros cuando vamos a realizar un acto? Esta cuestión ha preocupado mucho a los seres humanos. La respuesta más antigua y todavía muy extendida es que la causa de ello es Dios, quien nos hace saber así que aprueba nuestra decisión. En los tiempos en que se consultaba a los oráculos, quienes los interrogaban querían volver a sus casas con esa gozosa disposición de ánimo, y cuando se encontraban ante varias alternativas posibles, deshacían sus dudas diciéndose: «Haré lo que vaya acompañado de este sentimiento». No se decidían por lo más razonable, sino por aquello que, al imaginarlo, les colmaba el alma de resolución y de esperanza. En la balanza que determinaba la decisión pesaba más la buena disposición del alma que la razón, y ello porque se interpretaba dicha disposición de una forma supersticiosa, esto es, como el efecto producido por un Dios que garantizaba, así, el éxito y que manifestaba mediante este lenguaje una sabiduría superior. Consideremos, sin embargo, las consecuencias que se siguen de semejante prejuicio cuando lo utilizaban —y lo utilizaban— individuos astutos y ávidos de poder. Disponiendo los ánimos favorablemente no hace falta dar ningún argumento y se pueden superar todas las objeciones.

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Los comediantes de la virtud y del pecado. Entre los hombres que se hicieron célebres en la antigüedad a causa de su virtud hubo, al parecer, muchos que

representaban la comedia incluso delante de ellos mismos. Ello ocurrió principalmente entre los griegos que, como cómicos consumados que eran, empezaron fingiendo inconscientemente para acabar convenciéndose de lo útil que resulta fingir. Por otra parte, como la virtud de cada uno competía y emulaba la virtud de otro o del resto, no se rehuía recurso alguno para hacer alarde de virtud. ¿De qué servía una virtud si no se podía hacer ostentación de ella o no quedaba por sí misma de manifiesto? El cristianismo puso un freno a estos comediantes de la virtud. Introdujo la costumbre de mostrar los pecados propios en público, de hacerlos ostensibles, e hizo que la gente

fingiera ser pecadora, cosa que todavía hoy está bien considerada entre los buenos cristianos.

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La crueldad refinada como virtud. He aquí una inclinación moral totalmente basada en la tendencia a lo distinguido, que no debe inspiramos demasiada confianza. ¿De qué inclinación se trata? ¿Qué segunda intención la rige? Consiste en tender a que el hecho de contemplarnos haga daño al prójimo, que despierte su espíritu de envidia, así como un sentimiento de impotencia y de inferioridad; en hacer que experimente lo amargo de su destino, poniéndole en la lengua una gota de «nuestra» miel, a la vez que les miramos de los pies a la cabeza con aire de superioridad. Ya le tenemos humillado, hasta el punto de que resulta perfecto en su humildad. Ahora buscad aquellos a quienes iba a atormentar, desde mucho tiempo atrás, a causa de su humildad, y pronto daréis con ellos. Aquel se muestra compasivo con los animales, y se le admira por ello, mientras que, de este modo, hace a determinadas personas objeto de su crueldad. Observad a un gran artista: el placer que saborea previamente al imaginar la envidia que despertará en sus rivales al superarles, le proporciona una energía que no le permitirá reposo alguno hasta no llegar a convertirse en una celebridad. Considerad la castidad de la monja: ¡con qué ojos amenazadores mira a las mujeres que no llevan una vida retirada! ¡Qué alegría vengativa hay en esa mirada! El tema no da para mucho, pero sus variaciones son tan numerosas que nunca llegará a aburrirnos, pues afirmar que la moral de la distinción se reduce, en última instancia, al placer que proporciona la crueldad refinada, constituye una novedad demasiado paradójica y casi ofensiva. Ahora bien, he de señalar que me estoy refiriendo a la primera generación, pues cuando el hábito de una acción que distingue se hace

hereditario, la intención última no se transmite (lo que se hereda son los sentimientos, no los pensamientos). De este modo, en la segunda generación no se da ya el goce de la crueldad, a menos que lo reactive la educación, quedando sólo el placer que suministra el hábito de esa acción por sí misma. Pero este placer constituye el primer grado del bien.

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El orgullo del espíritu. El orgullo del individuo que rechaza la doctrina de que descendemos de los animales y que establece un gran abismo entre la Naturaleza y el hombre, se basa en un prejuicio relativo a la índole del espíritu, que es relativamente reciente. Durante el largo período que ha constituido la prehistoria de la humanidad, se creía que todas las cosas tenían espíritu, y que esto no era una prerrogativa del hombre. Como, por el contrario, se consideraba que lo espiritual (al igual que los instintos, las malicias, las inclinaciones) era patrimonio común y algo muy extendido, los hombres no se avergonzaban de descender de animales o de árboles (las razas nobles hasta se sentían honradas por semejantes leyendas). Se juzgaba, pues, que el espíritu es aquello que nos une a la Naturaleza, y no lo que nos separa de ella. De este modo, y también a consecuencia de un prejuicio, los seres humanos aprendieron a ser

modestos.

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El freno. Sufrir moralmente y descubrir luego que esta clase de dolor se basa en un error, es algo que nos indigna. El único consuelo consiste en afirmar mediante el dolor que existe un

mundo verdadero más excelente, real y sólido que ningún otro. De este modo, se prefiere, con mucho, sufrir, con tal de sentirse transportado por encima de la realidad (sobre la base del convencimiento de que, así, nos acercamos a ese mundo más profundamente verdadero), que vivir sin dolor, pero privados de ese sublime sentimiento. En consecuencia, lo que se opone a la nueva interpretación de la moral es el orgullo y la forma en que este se ha venido satisfaciendo. ¿De qué fuerza podemos hacer uso para neutralizar ese freno? ¿De una mayor dosis de orgullo? ¿De una nueva forma de orgullo?

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El desprecio de las causas, de las consecuencias y de las realidades. Las desgracias que asaltan a un pueblo, tales como las tormentas, las sequías o las epidemias, despiertan en los individuos la idea de que han cometido faltas contra las costumbres, o hacen creer en todos los miembros del grupo que hay que inventar nuevas costumbres para aplacar a un nuevo poder sobrenatural o a un nuevo capricho de los demonios. Esta forma de sospechar o de razonar impide que se profundice en la verdadera causa natural y hace que la causa demoníaca se erija en la razón primera del hecho. He aquí uno de los factores que determinan los errores hereditarios del espíritu humano, junto con otro que le suele acompañar: el de conceder de un modo igualmente sistemático una atención mucho menor a las

consecuencias verdaderas y naturales de un acto que a las sobrenaturales (los premios y los castigos divinos). Existe, por ejemplo, un precepto que exige bañarse en determinadas ocasiones, y los individuos no se bañan para estar limpios, sino porque está mandado. Con este precepto no se aprende a evitar las consecuencias reales de la suciedad, sino la supuesta cólera divina que se produciría en el caso de que no se cumpliera lo mandado. Bajo el peso de este miedo supersticioso, se concede más importancia de la que tiene al hecho de lavarse cuando se está sucio; se recurre a interpretaciones de segundo y de tercer orden, con lo que se destruye el placer natural del acto y su auténtico sentido, y se acaba por no dar importancia al hecho de lavarse más que

en función de su posible carácter simbólico.

De este modo, bajo el imperio de la moral de las costumbres, el hombre menosprecia primero las causas, luego, las consecuencias, y, por último, la realidad, refiriendo todos sus sentimientos

elevados (de veneración, nobleza, orgullo, gratitud, amor)

a un mundo imaginario, al que llama mundo superior. Todavía cabe ver las consecuencias: desde el punto en que el sentimiento de un hombre

se eleva de un modo u otro, entra en juego ese mundo imaginario. Es triste decirlo, pero el científico debiera sospechar, en principio, de todo

sentimiento elevado, dadas las ilusiones y extravagancias con las que suelen ir mezclados. No quiero decir que estos sentimientos deban ser sospechosos en sí y en cualquier caso, sino que, de entre todas las purificaciones graduales que la humanidad tiene por delante, la de los sentimientos elevados será una de las más lentas.

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Los sentimientos morales y los conceptos morales. Los sentimientos morales se transmiten mediante la herencia y la educación, como puede comprobarse en los niños, cuyo desarrollado instinto de

imitación les impele a apropiarse el conjunto de simpatías y de antipatías de los adultos que les rodean. Más tarde, cuando tales sentimientos han pasado a formar parte de su naturaleza, analizan la conveniencia o inconveniencia de los motivos que los inspiran en relación a la vida. Ahora bien, la

exposición de motivos que llevan a cabo no afecta ni al origen ni al grado de esos sentimientos, sino que se reduce a la necesidad que tiene un ser racional de ofrecer argumentos a favor y en contra de su conducta y de poder manifestarlos de un modo aceptable. De esta forma, la historia de los sentimientos morales difiere muchísimo de la historia de los conceptos morales. Los primeros obran

antes de que actuemos; los segundos entran en juego después, y en virtud de la necesidad que tenemos de dar una explicación de nuestros actos.

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Los sentimientos y el efecto que los juicios ejercen en ellos. Se nos dice que nos dejemos llevar de nuestro corazón o de nuestros sentimientos. Pero resulta que los sentimientos no son algo definitivo ni originario, tras ellos se encuentran juicios y apreciaciones que nos son transmitidas en forma de sentimientos (preferencias, antipatías). La inspiración que surge de un sentimiento es nieta de un juicio (y muchas veces de un juicio falso), y, en cualquier caso, de un juicio que no es nuestro. Dejarnos llevar por nuestros sentimientos equivale a obedecer a nuestro abuelo, a nuestra abuela y a los abuelos de estos, y no a esos dioses que habitan en nosotros y que son nuestra razón y nuestra experiencia.

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Una devoción loca, cargada de segundas intenciones. ¿Será verdad que los inventores de las antiguas culturas, los que fabricaron los primeros utensilios, como cuerdas, carros, canoas y casas, los primeros que observaron la conformidad de las leyes cósmicas y de la tabla de multiplicar, fueron diferentes y superiores a los inventores de hoy? ¿Tendrían, entonces, los primeros pasos del progreso un valor que no podrían igualar, en el campo de los descubrimientos, todos nuestros viajes, todas nuestras navegaciones alrededor del mundo? Quien así habla es el prejuicio, y lo hace para restar mérito al ingenio de hoy. Sin embargo, es evidente que, en los primeros tiempos, el mejor inventor, el mejor observador y el benéfico inspirador de aquellas ingeniosas épocas fue el azar, mientras que hasta en las invenciones más insignificantes que se realizan hoy en día se emplea más ingenio, más energía y más imaginación científica de la que se desplegó antaño a lo largo de enormes períodos de tiempo.

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Conclusiones equivocadas que se sacan a partir de la utilidad. Cuando se trata de demostrar la gran utilidad de algo, no se dice absolutamente nada respecto a su origen, lo que demuestra que no se puede explicar el origen de algo recurriendo a su utilidad. Pese a ello, el juicio que ha dominado hasta hoy, incluso en el campo de las ciencias más rigurosas, es que la existencia de algo constituye un índice de su necesidad. ¿No llegaron los astrónomos al extremo de pretender que la presunta utilidad de los satélites (sustituir la luz del sol en los casos en que una gran distancia debilitaba sus rayos, para que los habitantes de un astro no careciesen de luz) era la causa última de los mismos y lo que explicaba su origen? Recordemos, igualmente, el razonamiento de Cristóbal Colón: la tierra ha sido hecha para el hombre; por consiguiente, donde haya tierra firme, tiene que estar habitada. «¿Cómo va a esparcir el sol sus rayos sobre la nada? ¿Cómo se va a derrochar durante la noche el brillo de las estrellas sobre unos mares sin surcar y unas regiones deshabitadas?».

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Los instintos transformados por los juicios morales. Un mismo instinto pasa a ser o el doloroso sentimiento de la

cobardía, bajo el impacto de la censura que las costumbres ejercen sobre él, o el sentimiento grato de la

humildad, cuando cae en manos de una moral como la cristiana que lo califica de «bueno». Lo que supone que un mismo instinto proporcionará unas veces buena conciencia y otra mala. En sí,

como todo instinto, es independiente de la conciencia, no posee carácter ni intención morales; ni siquiera va acompañado de un placer o un dolor determinados. Todo esto lo adquiere como una segunda naturaleza cuando se relaciona con otros instintos que ya han sido bautizados como buenos o como malos, o cuando se le aplica a un ser que la gente ya ha caracterizado y valorado moralmente.

Así, los antiguos griegos experimentaban la

envidia de una forma diferente a nosotros. Hesíodo la incluye entre los efectos de la Eris

buena y bienhechora, y nadie dudaba de que los dioses tenían algo de envidiosos. Esto es comprensible en una situación cuyo espíritu era la lucha, a la que se consideraba como algo bueno y apreciable. Del mismo modo, los griegos se distinguían de nosotros en la valoración que les merecía la

esperanza, a la que juzgaban como una especie de ceguera y de perfidia. Hesíodo expresó en una fábula lo más violento que se puede decir contra la esperanza, y lo que señala nos resulta tan ajeno que ningún intérprete moderno lo ha podido comprender, dado que es contrario al nuevo espíritu emanado del cristianismo, para el cual la esperanza constituye una virtud. Entre los griegos, en cambio, conocer el futuro no parecía algo totalmente inaccesible, y en muchísimos casos existía incluso el deber religioso de averiguar el porvenir. Mientras que nosotros nos contentamos con la esperanza, los griegos, basándose en las profecías de los adivinos, la menospreciaban, colocándola incluso entre los males y los peligros. Los judíos, que consideraban la

cólera de una forma diferente a nosotros, la santificaron; por eso situaron tan alta la sombría majestad del hombre dominado por la cólera, que un europeo no puede captarla; concibieron la santidad de Jehová encolerizado, a partir de la santidad de sus profetas encolerizados. Según esta medida, los europeos más coléricos no son, en cierto modo, sino criaturas de segundo orden.

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El prejuicio del «espíritu puro». Dondequiera que ha imperado la doctrina de la

espiritualidad pura, ha destruido con sus excesos la fuerza nerviosa. Enseña que hay que despreciar el cuerpo, descuidarle y mortificarle; que el hombre mismo, a causa de sus instintos, ha de mortificarse y despreciarse. Produce almas sombrías, rígidas y oprimidas, que creen conocer la causa de sus miserias y esperan poder eliminarla. Pensaban: «La causa debe encontrarse en el cuerpo, que aún está demasiado pujante», cuando, en realidad, la carne, con sus dolores, no dejaba de rebelarse contra el constante desprecio a la que se veía sometida. Un nerviosismo exagerado, convertido en fenómeno general y crónico, acaba siendo la característica de esos virtuosos espíritus puros, que no conocen el goce más que bajo la forma del éxtasis y de otros estados de locura. Su sistema llegaba al apogeo cuando consideraban que el éxtasis era el punto culminante de la vida y la piedra de toque para condenar todo lo terreno.

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Las investigaciones de las costumbres. Los numerosos preceptos morales que se extraían apresuradamente de un acontecimiento singular y extraño en un momento determinado, acababan pronto por hacerse incomprensibles. Deducir las intenciones a las que obedecían estos preceptos resultaba tan difícil como determinar los castigos que debían disuadir las transgresiones. Se despertaban dudas incluso respecto al orden de sucesión de las ceremonias, y mientras los hombres trataban de ponerse de acuerdo en relación a este tema, iba creciendo en importancia el objeto de semejante investigación, hasta el punto de que lo más absurdo de una costumbre acababa convirtiéndose en algo sacrosanto. No juzguemos a la ligera el esfuerzo que ha dedicado la humanidad a esto durante milenios, y menos todavía el efecto que tales investigaciones ejercían en las costumbres. Estamos ante el enorme radio de acción de la inteligencia, en el que no sólo se desarrollaron y perfeccionaron las religiones, sino donde también la ciencia tuvo sus precursores venerables, aunque todavía terribles. En este terreno se formaron y crecieron el poeta, el pensador, el médico y el legislador. El temor a lo ininteligible, que, de una forma equívoca, exige de nosotros ceremonias, fue adquiriendo paulatinamente el atractivo de lo que resulta difícil de entender, y cuando no se lograba descifrar el misterio, entraba en juego la creencia.

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