Aurora

Aurora


Libro segundo

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sufre el prójimo interiormente al observarnos, cómo pierde su autodominio y cómo cede a la impresión que le producen nuestra mano o nuestro aspecto. Aunque el que aspira a distinguirse produzca o trate de producir una impresión agradable y tranquilizadora, no disfrutaría de este resultado sino en la medida en que el prójimo goce de él, esto es, en la medida en que deje su

huella en el alma de este. Aspirar a distinguirse equivale a aspirar que el prójimo quede subyugado, aunque no sea más que de una manera indirecta, es decir, mediante la acción del sentimiento o incluso simplemente en sueños.

Esta íntima ambición de dominio presenta una amplia serie de grados, y para agotar su nomenclatura se precisaría escribir prácticamente toda la historia de la civilización desde la barbarie primitiva, con todo su horrible aspecto, hasta ese gesto refinado y ese idealismo enfermizo característicos de la época moderna. Para designar por sus nombres algunos escalones de esta amplia escala, diré que el ansia de distinguirse genera, sucesivamente,

en el prójimo, tortura, espanto, asombro angustiado, sorpresa, envidia, admiración, edificación, placer, goce, risa, ironía, burla, insultos, golpes y, al final, torturas innumerables para el que pretende alcanzar la distinción. En el último escalón está

el asceta y el mártir, que, como consecuencia de su aspiración a distinguirse, cifran su mayor goce en hacer lo contrario que el

bárbaro, que era quien ocupaba el primer nivel de la escala. Así, si el bárbaro hacía sufrir a aquellos ante los que quería distinguirse, el asceta disfruta sufriendo él. La victoria del asceta sobre sí mismo, dirigiendo la mirada a su interior y viendo a un individuo que a un tiempo sufre y observa ese sufrimiento, que ya no mira hacia fuera más que para recoger leña con la que alimentar su propia hoguera, esa tragedia final del instinto de distinción en la que ya sólo queda una persona que se carboniza a sí misma, constituye un desenlace digno de los orígenes, ya que en ambos casos se alcanza un goce indecible al

contemplar a un ser torturado. Y es que, efectivamente, tal vez no haya habido nunca en el mundo una felicidad —entendida en términos de sentimiento de poder— tan intensa como la que se da en el alma de un asceta supersticioso. Esto es lo que expresaron los brahmanes en la historia del rey Visvamitra que, tras mil años de penitencias, adquirió tal poder que trató de construir un nuevo

cielo. Pienso que, en el terreno de los fenómenos internos, no somos más que torpes novicios e inseguros descifradores de enigmas, y que hace cuatro mil años habían avanzado más en esa sutileza maldita del goce de uno mismo. Puede que en aquel entonces algún pensador hindú concibiera la creación del mundo como un ejercicio ascético llevado a cabo por un dios sobre sí mismo. Ese dios se habría implicado en la naturaleza mudable como un instrumento de tortura, para sentir que se multiplicaba así su goce y su poder. Si ese ser fuera un dios de amor, ¿qué goce no supondría para él crear hombres

que sufren, y sufrir él también de una forma divina y sobrehumana, al ver el padecimiento constante de sus criaturas y martirizarse con semejante espectáculo? Más aún, si ese dios no fuera sólo un dios de amor, sino también un dios santo e inocente, ¿qué delirio no experimentaría ese asceta divino al crear el pecado, los pecadores y la condenación eterna, y, bajo su cielo, a los pies de su trono, un lugar de tormentos eternos y de gemidos interminables? No es totalmente imposible que el alma de un San Pablo, de un Dante, de un Calvino y de otros hombres similares haya intuido alguna vez los terroríficos misterios de una voluptuosidad de poder así. A la vista de semejantes estados anímicos, podemos preguntarnos si el círculo de la aspiración a distinguirse no habrá vuelto, realmente, a su punto de partida, si, con el asceta, no habrá llegado a su límite último. ¿No podría recorrerse ese círculo por segunda vez, manteniendo la idea fundamental del asceta y del Dios compasivo; quiero decir, la de hacer daño a otros para hacérselo a uno mismo, la de triunfar sobre uno mismo y sobre la compasión propia, para disfrutar de la voluptuosidad extrema del poder? Perdonad estas disgresiones que asaltan mi alma, cuando pienso en todas las posibilidades que encierra el amplio campo de las orgías psíquicas a las que se entrega el ansia de dominio.

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La intelección del que sufre. La situación en la que se encuentra el enfermo, víctima de horribles y prolongados dolores, pero que conserva la razón, no deja de tener un valor para el conocimiento, independientemente de los beneficios intelectuales que reportan la soledad y la liberación súbita de nuestros deberes y hábitos. Quien sufre mucho y se siente, en cierta medida, prisionero de su dolor, mira hacia afuera con extrema frialdad. Para él han desaparecido todos los falaces atractivos con los que se adornan las cosas cuando el hombre sano fija en ellas su mirada. Se ve a sí mismo ante él, tendido, sin brío ni color. Si el enfermo había vivido hasta entonces en una especie de peligroso desvarío, el supremo desencanto que le produce el dolor será el único medio que le librará de él. (Puede que fuera esto lo que le ocurrió al fundador del cristianismo cuando, clavado en la cruz, exclamó: «¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», ya que, interpretadas estas palabras con toda la profundidad debida, testimonian un total desencanto, una clarividencia suma frente al espejismo de la vida. Cristo se volvió clarividente respecto a sí mismo como le ocurrió a Don Quijote, según cuenta Cervantes, a la hora de su muerte).

La enorme tensión de la inteligencia que trata de enfrentarse al dolor, ilumina desde entonces con una nueva luz todo lo que mira, y el inefable encanto que confiere a las cosas toda iluminación nueva suele ser lo bastante poderosa como para vencer la tentación del suicidio y para que resulte apetecible a quien sufre seguir viviendo. Considera con desprecio el cálido y confortable mundo en el que vive sin escrúpulos el individuo sano, así como las ilusiones más nobles y queridas a las que tal vez él mismo se entregó, y disfruta verdaderamente evocando ese desprecio como si lo hiciera salir de las profundidades del infierno, sometiendo así a su alma a los más amargos dolores, que harán de contrapeso respecto a los dolores físicos. Desde su estado, comprenderá que ese contrapeso resulta necesario. Con terrible clarividencia respecto a su situación, exclama: «Sé por una vez tu acusador y tu verdugo; considera tu dolor como un castigo que te impones a ti mismo; disfruta de la superioridad que te confiere el hecho de ser juez, mejor aún, disfruta de tu caprichosa y arbitraria tiranía. Elévate por encima de la vida como por encima del dolor. Mira el fondo de las razones y de las sinrazones». Nuestro orgullo se rebela como nunca lo había hecho; experimenta una satisfacción incomparable defendiendo la vida contra un tirano como el dolor y contra todas las insinuaciones de ese tirano que trata de impulsarnos a que reneguemos de la vida y de

representar la vida ante él. Cuando nos encontramos en ese estado, nos defendemos con acritud de todo el que nos acusa de pesimistas, para que el pesimismo no aparezca como un resultado de nuestra situación y no nos humille por haber sido vencidos. Nunca como entonces nos sentimos tentados a ser justos en nuestras apreciaciones, pues la injusticia es un triunfo sobre nosotros mismos y sobre el estado más irritable que podamos imaginar, un estado que disculparía por sí solo todo juicio injusto; pero no queremos que nos disculpen, queremos demostrar que podemos ser

intachables en nuestros juicios. Sufrimos verdaderas crisis de orgullo.

Ahora bien, en cuanto surge el primer atisbo de mejora, su primera consecuencia es defendernos contra la preponderancia de nuestro orgullo. Nos consideramos estúpidos y vanidosos, como si no hubiera ocurrido nada excepcional. Humillamos, sin el menor asomo de gratitud, el orgullo omnipotente que nos dio fuerzas para soportar el dolor y exigimos violentamente un antídoto contra el orgullo; queremos convertirnos en seres extraños a nosotros mismos y desprendernos de nuestra personalidad, dado que el dolor nos había hecho forzosamente

personales durante mucho tiempo. Exclamamos: «¡Fuera el orgullo: era una enfermedad y una crisis más!». Volvemos a mirar a los hombres y a la naturaleza con ojos de deseo; sonriendo con tristeza, comprendemos que ahora tenemos nuevas ideas sobre ellos, ideas diferentes de las que teníamos antes, que ha caído el velo que teníamos delante de los ojos. Nos sentimos reconfortados al volver a captar

las delicadas luces de la vida, que emergen de aquella luz demasiado intensa, a cuyo resplandor veíamos las cosas cuando sufríamos e incluso a través de ellas. No nos irrita que vuelva a hacer su juego la magia de la salud; contemplamos este espectáculo como si hubiéramos cambiado; nos sentimos benévolos, aunque algo cansados todavía. En este estado, la música nos hace llorar.

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Lo que llamamos el «yo». El lenguaje y los prejuicios sobre los que este se configura, impiden muchas veces profundizar en el estudio de los fenómenos internos y de los instintos, habida cuenta de que sólo disponemos de palabras para designar los grados

superlativos de estos. De este modo, nos hemos acostumbrado a no observar con exactitud cuando carecemos de palabras, dado que sin ellas resulta extremadamente laborioso discurrir con precisión. En otras épocas hasta se llegó a pensar que donde acaba el reino de las palabras termina también el de la existencia. Las palabras «ira», «amor», «compasión», «deseo», «conocimiento», «alegría», «dolor» son términos que hacen referencia a situaciones extremas; los grados más mesurados e intermedios se nos escapan, y no digamos ya los grados inferiores, pese a que están actuando constantemente y a que son los que tejen la tela de nuestro carácter y de nuestro destino. Sucede a veces que estas explosiones extremas —y el placer o el desagrado más vulgares de los que tengamos conciencia pueden formar parte de estas explosiones extremas, según una valoración exacta— desgarran la tela y constituyen violentas erupciones, la mayoría de las veces como resultado de represiones. ¡A cuántos errores inducen entonces al observador, incluyendo al hombre activo!

En cuanto que somos, no somos lo que parecemos ser de acuerdo únicamente con las condiciones de las que tenemos conciencia y para las que disponemos de palabras, de censuras y alabanzas. Haciendo uso sólo de esas explicaciones burdas, que es lo único que conocemos, nos desconocemos a nosotros mismos; sacamos conclusiones en un terreno en el que las excepciones superan a la regla; nos equivocamos al interpretar el enigma de nuestro yo, que sólo resulta claro aparentemente. Sin embargo,

la opinión que tenemos de nosotros mismos, opinión que nos hemos formado por esta vía falsa, lo que llamamos nuestro yo, actúa desde ese momento para configurar nuestro carácter y nuestro destino.

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El mundo desconocido del «sujeto». No hay nada que le resulte más difícil de conocer al hombre que el desconocimiento que tiene de sí mismo, desde los tiempos más remotos hasta hoy, y no sólo respecto al bien y al mal, sino también respecto a cuestiones mucho más importantes. De acuerdo con una vieja ilusión, creemos saber con toda exactitud cómo

se lleva a cabo una acción humana en cada caso particular. No sólo Dios, que «ve en el fondo de los corazones», y el hombre que obra y reflexiona sobre su acción, sino cualquiera otra persona está segura de entender el fenómeno de la acción que lleva a cabo su prójimo. Todos los antiguos y casi todos los modernos creían y siguen creyendo que sabemos lo que queremos y lo que hacemos, que somos libres y responsables de nuestros actos, y que hacemos a los demás responsables de los suyos, que podemos designar todas las posibilidades morales, todos los movimientos internos que preceden a un acto, que cualquiera que sea la forma de actuar, nos comprendemos a nosotros mismos y comprendemos a todos los demás. Sócrates y Platón, que en esta cuestión se mostraron como grandes escépticos y como admirables innovadores, fueron, sin embargo, excesivamente crédulos en lo relativo a este nefasto prejuicio, al profundo error de pretender que

el entendimiento recto debe ir seguido necesariamente de la acción recta. A causa de este principio todos los grandes hombres heredaron la locura y la pretensión universales de suponer que se conoce la esencia de un acto. La única razón que esgrimen esos grandes hombres para demostrar tal idea es que sería horrible que la comprensión de la esencia de un acto recto no fuera seguida del acto recto correspondiente; lo contrario les parece algo impensable y absurdo. Y, sin embargo, lo contrario es, precisamente, lo que corresponde a la realidad desnuda, tal y como esta aparece diaria y constantemente, desde toda la eternidad. ¿No es una verdad

terrible que lo que podemos saber de un acto no sea nunca suficiente para llevarlo a cabo; que hasta hoy no se haya podido explicar en ningún caso el tránsito que va del entendimiento de un acto a la realización del mismo? Los actos no son nunca lo que parecen. ¡Nos ha costado tanto trabajo darnos cuenta de que lo externo no es como nos parece! Pues bien: lo mismo sucede con el mundo interno. Los actos no son, realmente, algo

ajeno —eso es todo lo que podemos decir—; y todos los actos nos son, esencialmente, desconocidos. Pero la creencia habitual es y sigue siendo lo contrario; en contra nuestra está el más viejo realismo. Hasta hoy la humanidad ha venido creyendo que un acto es como nos parece que es. (Al releer estas palabras, recuerdo un pasaje muy significativo de Schopenhauer que voy a citar como prueba de que también él seguía aferrado, sin el más mínimo escrúpulo, a este realismo moral: «Cada uno de nosotros somos, en realidad, un juez moral, competente y perfecto, que conoce con exactitud el bien y el mal, siempre y cuando no se trate de sus actos propios, sino de los ajenos, y respecto a los cuales puede contentarse con aprobarlos o desaprobarlos, recayendo sobre los hombros de otro el peso de su realización. En consecuencia, cada uno puede cumplir, como confesor, el papel de Dios»).

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En una cárcel. Sean penetrantes o débiles, mis ojos no ven más que hasta una determinada distancia. Veo y obro dentro de un espacio, constituye mi destino más cercano, grande o pequeño; un destino del que no puedo escapar. En torno a cada ser, se extiende, pues, un círculo que le es propio. De igual modo, mi oído me encierra en un pequeño espacio; y lo mismo cabe decir de mi tacto. Dentro de estos horizontes en los que nos encierran nuestros sentimientos como si fueran los muros de una cárcel, medimos el mundo diciendo que esto está cerca y aquello lejos; que esto es grande y aquello pequeño; que esto es duro y aquello blando. A esta forma de medir, que en sí no es más que un error, le llamamos

sensación.

Según el número de sucesos y de emociones que, por término medio, hemos podido tener en un tiempo determinado, medimos nuestra vida, considerándola corta o larga, rica o pobre, fecunda o estéril, y con arreglo a lo que es el término medio de la vida humana, medimos —lo que en sí no es más que otro error— la de todos los demás seres.

Si tuviéramos unos ojos cien veces más penetrantes para lo cercano, el tamaño del hombre nos parecería enorme. Cabría imaginar incluso unos órganos a través de los cuales el hombre resultaría inconmensurable. Por otra parte, determinados órganos podrían estar configurados de forma que redujeran y empequeñecieran sistemas solares enteros hasta hacerlos semejantes a una sola célula de un cuerpo humano; y para seres de un orden inverso esa sola célula podría aparecer, en su constitución, movimiento y armonía, como un sistema solar. Los hábitos de nuestros sentidos nos han envuelto en una tela de sensaciones engañosas que son, a su vez, la base de todos nuestros juicios y de nuestro

entendimiento. No hay salida ni escape posibles; no hay acceso alguno al mundo real. Estamos dentro de una tela de araña, y sólo podemos captar con ella aquello que

se deje coger.

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¿Qué es el prójimo? ¿Cuáles son los límites de nuestro prójimo, esto es, aquello en virtud de lo cual nos deja, por así decirlo, su huella? Todo lo que entendemos del prójimo son los

cambios que, en virtud suya, se operan en

nuestra persona; lo que sabemos de él es como un

molde vacío. Le atribuimos los sentimientos que sus actos provocan en nosotros y le conferimos así el reflejo de una realidad falsa. Lo concebimos de acuerdo con el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, haciendo de él un satélite de nuestro propio sistema, y cuando se ilumina o cuando se oscurece para nosotros, somos nosotros la causa última de ello, aunque supongamos todo lo contrario. ¡En qué mundo de fantasmas vivimos!: un mundo invertido y vacío, al que, sin embargo, vemos, como en un sueño, del

derecho y

lleno.

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Vivir es inventar. Sea cual sea el grado de autoconocimiento que alcancemos, lo más incompleto será siempre la imagen que nos formamos de nuestra individualidad. Ni siquiera podemos designar los instintos más primarios; su número y su fuerza, su flujo y su reflujo, su acción recíproca, y, sobre todo, las leyes que rigen su

satisfacción, nos son totalmente desconocidas. En consecuencia, esta satisfacción es obra del azar; los sucesos de nuestra vida cotidiana lanzan su presa a un instinto o a otro, que se apodera de ella con avidez, pero el vaivén de estos sucesos no guarda ninguna correlación razonable con las necesidades de satisfacción del conjunto de los instintos, de forma que siempre ocurrirán dos cosas: que unos adelgazarán y se morirán de inanición, y otros estarán sobrealimentados. Cada momento de nuestra vida hace que crezca alguno de los tentáculos de ese pulpo que es nuestro ser, y que otros se sequen, según el alimento que dicho momento les da o les deja de dar. Desde este punto de vista, todas nuestras experiencias son alimentos, aunque esparcidos por una mano ciega que ignora quién tiene hambre y quién está harto. Habida cuenta de que es el azar quien se encarga de nutrir cada una de sus partes, el estado del pulpo, en cuanto a su desarrollo completo se refiere, resulta tan fortuito como lo fue su propio desarrollo. Por decirlo más exactamente, si un instinto se encuentra en situación de tener que ser satisfecho, o de ejercer su fuerza, o de satisfacerla, o de llenar un vacío —hablando en lenguaje figurado—, considerará cada suceso del día para ver cómo puede usarlo con vistas a ese fin. Cualquiera que sea la situación del hombre —ya ande o repose, lea o hable, se enoje y luche o esté alegre—, el instinto excitado tanteará cada una de estas situaciones. En la mayoría de los casos, no hallará nada a su gusto y habrá de esperar y continuar sediento. Si pasa algún tiempo, se debilitará; y si no es satisfecho en el plazo de unos días o de unos meses, se secará como una planta a la que le falta agua.

Esta crueldad del azar quedaría tal vez de manifiesto con colores más vivos, si todos los instintos exigieran ser satisfechos con tanta urgencia como el

hambre, que no se contenta con alimentos

vistos en sueños; pero la mayoría de los instintos, sobre todo los llamados «morales», se satisfacen así, si es que cabe suponer que los ensueños pueden servir para

compensar de algún modo la falta accidental de alimento durante el día. ¿Por qué el ensueño de ayer estuvo impregnado de ternura y de lágrimas, el de anteayer resultó agradable y fantasioso, y otros, más lejanos aún, fueron aventureros y llenos de ansiosas búsquedas? ¿A qué se debe que en este ensueño disfrute de las bellezas inefables de la música y en aquel otro vuele y me eleve por encima de las más altas cumbres, con la voluptuosidad del águila? Estas fantasías en las que se descargan y se ejercitan nuestros instintos de ternura, de ironía o de excentricidad, nuestras ansias de música o de elevación (y cada uno de nosotros podría poner ejemplos más elocuentes) son las interpretaciones de nuestras excitaciones nerviosas durante el sueño, interpretaciones muy libres y muy arbitrarias, de la circulación sanguínea, de la acción intestinal, de la presión de los brazos o de la ropa de la cama, del sonido de las campanas de una iglesia, del chirrido de una veleta, de los pasos de un noctámbulo y de otras cosas por el estilo. Si este texto que, por lo general, suele ser el mismo una noche que otra, recibe comentarios tan variados que hasta la razón creadora

imagina, ayer u hoy,

causas tan diferentes para las mismas excitaciones nerviosas, ello se debe a que el inspirador de esta razón es diferente hoy que ayer; ayer era un instinto el que quería satisfacerse, manifestarse, ejercitarse, aliviarse y descargarse; y hoy es otro.

La vida en estado de vigilia no posee la misma

libertad de interpretación que la vida del ensueño; es menos poética, menos descontrolada; pero ¿he de decir que nuestros instintos, en estado de vigilia, no hacen tampoco otra cosa que interpretar las excitaciones nerviosas y determinar las causas de estas necesidades de los instintos? ¿He de añadir que no existe una diferencia

esencial entre el estado de vigilia y el de ensueño; que incluso comparando grados de cultura muy diferentes, la libertad de interpretación que se ejerce en uno de tales grados no es inferior en nada a la libertad de interpretación en sueños del otro grado; que nuestras valoraciones y nuestros juicios morales no son más que imágenes y fantasías que encubren un proceso fisiológico desconocido para nosotros, una especie de lenguaje convencional con el que se designan determinadas excitaciones nerviosas; que todo lo que llamamos conciencia no es, en suma, sino el comentario más o menos fantástico de un texto desconocido, quizá incognoscible, pero presentido?

Fijémonos en cualquier hecho insignificante. Supongamos que, al atravesar una plaza pública, un individuo se burla de nosotros. Según domine en nuestro interior un instinto u otro, este incidente tendrá para nosotros tal o cual significación, y de acuerdo con el tipo de persona que seamos, el hecho en cuestión tendrá un carácter distinto. Para uno la burla le resultará tan indiferente como una gota de lluvia; otro se la quitará de encima como si se sacudiera una mosca; otro verá en esto un motivo de pendencia; otro examinará su ropa por si hay en ella algo que haga reír; otro pensará, como consecuencia de ello, en lo ridículo en sí; y hasta puede que haya alguien que se alegre de haber contribuido involuntariamente a añadir un rayo de sol a la alegría del mundo. En cada uno de estos casos, se satisface un instinto, ya sea el de despecho, el de agresividad, el de reflexión o el de benevolencia. Cualquiera de estos instintos se apoderan del incidente como si fuera una presa. Pero ¿por qué precisamente lo hace uno en concreto? Porque estaba al acecho, ávido y hambriento.

Hace un momento, a las once de la mañana, un hombre se ha desplomado fulminantemente a mis pies. Todas las mujeres del vecindario se han puesto a dar gritos. Yo me he levantado y he estado esperando a su lado a que recobrara el habla. Mientras lo he estado haciendo, no se ha alterado ni un solo músculo de mi rostro, ni se ha apoderado de mí ningún sentimiento de miedo o de compasión. He hecho sencillamente lo que había que hacer, lo más urgente y razonable, y luego me he marchado impasible. Si el día anterior me hubieran anunciado que al día siguiente, a las once, iba a desplomarse un hombre a mis pies, habría sufrido las ansiedades más diversas, no habría dormido en toda la noche, y en el momento decisivo, tal vez me hubiera sucedido lo mismo que a ese hombre, en lugar de ayudarle. En este espacio de tiempo, todos los instintos imaginables habrían tenido tiempo de representarse el suceso y de comentarlo. ¿Qué son, entonces, los sucesos de nuestra vida? Es mucho más lo que ponemos en ellos que lo que contienen en realidad. Cabría decir incluso que, en sí mismos, son vacíos. Vivir equivale a inventar.

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Para tranquilidad del escéptico. «No tengo ni la menor idea de lo que

hago. No tengo ni la menor idea de lo que

debo hacer». Tienes razón, pero puedes estar seguro de una cosa: de que

eres tú quien lo hace, en cada momento de tu vida. La humanidad ha confundido, en todas las épocas, la voz activa y la voz pasiva. Esta ha sido su falta eterna de gramática.

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La «causa» y el «efecto». En este espejo —pues nuestra inteligencia es un espejo— hay algo que se refleja con regularidad. A una cosa determinada sucede siempre otra cosa determinada. Cuando advertimos este hecho y queremos darle un nombre, hablamos de causa y de efecto. ¡Qué insensatos somos! ¡Como si así hubiéramos entendido o podido entender algo! Lo que hemos visto no es más que las imágenes de causas y de efectos. Y esta visión en imagen es lo que nos impide ver los lazos esenciales que implica una sucesión.

122

Las causas finales referidas a la naturaleza. Quien investigue con imparcialidad la evolución del ojo y de sus formas en los seres inferiores para mostrar el lento desarrollo del órgano visual, llegará necesariamente a la sorprendente conclusión de que el fin de la formación del ojo no ha sido la vista, sino que esta surgió cuando

el azar había constituido el órgano. Un ejemplo de estos basta por sí solo para que se nos caiga de los ojos la idea de causas finales, que actúa como si fuera una telaraña.

123

La razón. ¿Cómo apareció la razón en el mundo? De un modo irracional, como debía ser: por virtud del azar. Habrá que descifrar este azar como enigma que es.

124

¿Qué es querer? Nos reímos de quien sale a la puerta de su casa en el momento en que asoma el sol por el horizonte, y dice: «Quiero que salga el sol»; y del que, al no poder parar una rueda, exclama: «Quiero que ruede»; y del que es derribado en un combate y dice: «Estoy en el suelo porque quiero». Pero —bromas aparte— ¿hacemos algo distinto de lo que hacen estos hombres cuando empleamos la palabra «quiero»?

125

«El reino de la libertad». Podemos imaginarnos muchas más cosas de las que podemos hacer y vivir, lo que quiere decir que nuestro pensamiento es superficial y que, al contentarse con la superficie, ni siquiera repara en ella. Si nuestra inteligencia se hubiese

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