Aurora

Aurora


Libro segundo

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desarrollado seriamente, de acuerdo con la medida de nuestras fuerzas y del ejercicio que hacemos de ella, consideraríamos que el primer principio de nuestra reflexión consiste en que no podemos comprender más que lo que podemos hacer, si es que existe una comprensión en términos generales. Quien tiene sed está privado de agua, pero su espíritu le está presentando constantemente la imagen del agua, como si fuera fácil conseguirla. El carácter superficial y sumamente contentadizo de la inteligencia no puede comprender que exista una auténtica necesidad, y se siente superior a ella: está orgullosa de ser más poderosa, de correr más deprisa, de llegar en un momento a la meta. Esta es la razón de que, frente al reino de la acción, de la volición y de la

vida, el reino de las ideas aparezca como

el reino de la libertad, pese a que, como ya he dicho, no es más que el reino de lo superficial y de lo contentadizo.

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El olvido. Aún está por demostrar la existencia del olvido. Todo lo que sabemos es que no depende de nosotros el acordarnos de algo en el momento que queremos. A esa laguna de nuestro poder le hemos dado provisionalmente el nombre de olvido, contabilizándolo como si fuera un poder más. Pero ¿qué es, en última instancia, lo que depende de nosotros? Si esta palabra designa una laguna de nuestro poder, ¿no designarán también las demás palabras lagunas que deja abiertas el

conocimiento que tenemos de nuestro poder?

127

«Con vistas a un fin». Los actos humanos menos comprensibles son los que se realizan con vistas a un fin, dado que siempre han sido considerados los más inteligibles y los que, para nuestro entendimiento, resultan más habituales. Los grandes problemas se encuentran tirados en medio de la calle.

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El ensueño y la responsabilidad. ¡Queréis ser responsables de todo, excepto de vuestros sueños! ¡Qué mísera debilidad! ¡Qué falta de valentía lógica! ¡Pero si nada os pertenece tanto como lo que soñáis! ¡Nada es más obra vuestra que esto! En esta comedia, vosotros desempeñáis todos los papeles. Sois la trama, la forma, la duración, el actor y el espectador. Y esto es lo que os da miedo y vergüenza. Ya Edipo, el sabio Edipo, trataba de consolarse pensando que lo que soñamos depende de nosotros; de lo que deduzco que la mayoría de la gente tiene que reprocharse sueños terribles. Si no fuera por esto, ¡cuánto no se habría explotado su nocturna poesía en favor del orgullo del hombre! Debo añadir que el sabio Edipo tenía razón al pensar que no somos realmente responsables de nuestros sueños, como tampoco lo somos de nuestros estados de vigilia; que la doctrina del libre albedrío es hija del orgullo y del sentimiento de poder humanos. Tal vez haya repetido ya esto demasiadas veces, pero ello no es una razón para que sea mentira.

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La presunta lucha de motivos. Se habla de una

lucha de motivos, pero lo que esta expresión designa no es precisamente eso. Quiero decir que, cuando nuestra conciencia delibera antes de realizar una acción, se presentan ante ella las consecuencias de diferentes actos que creemos poder ejecutar y las comparamos entre sí. Creemos que hemos decidido realizar un acto cuando hemos considerado que sus consecuencias serán las más favorables. Antes de llegar a esta conclusión, nos atormentamos —con frecuencia lealmente— a causa de las grandes dificultades que supone prever las consecuencias y percibirlas por entero, sin excepción y en toda su extensión, después de lo cual habrá que calcular, además, la parte que hay que conceder al azar. Pero entonces viene lo más difícil: Todas las consecuencias que, con tanta dificultad, hemos estado calibrando por separado, han de ser medidas en una misma balanza para ser sopesadas entre sí. El problema está en que, muy frecuentemente, en esta casuística de las ventajas, nos falta una balanza unitaria, ya que la cualidad de cada una de las consecuencias imaginables exige un instrumento de medida diferente. Con todo, aunque saliéramos bien de esta operación, así como de las anteriores, porque el azar hubiese puesto en nuestro camino consecuencias mensurables entre sí, al imaginarnos las consecuencias de un determinado acto, nos faltará un motivo para llevarlo a cabo. ¡Sí, un motivo! Ahora bien, en el momento en que nos decidamos a obrar, nos veremos determinados por un tipo de motivos, distintos del aquí descrito: el que forma parte de

la imagen de las consecuencias. Es entonces cuando actúa el hábito de ejercitar nuestras fuerzas, o el impulso de una persona a la que tememos, respetamos o amamos, o la indolencia que nos lleva a hacer lo que tenemos más a mano, o, por último, el despertar de la imaginación que en el momento decisivo provoca cualquier acontecimiento nimio. En este instante entra en juego también el elemento corporal, que se presenta sin que podamos determinar su influencia exacta, o el humor del momento, o el asalto de cualquier pasión que, por azar, estaba preparándose a asaltarnos. Lo que quiero decir, en suma, es que en ese momento entran en juego motivos que nos son desconocidos o que no conocemos bien, y que no podemos tener en cuenta en nuestros cálculos previos.

Puede que, entre estos motivos, se dé también una lucha, un tira y afloja, una rebelión y una represión de unidades. Esta sería la auténtica

lucha de motivos, que, para nosotros, resultaría imperceptible e inconsciente. He calculado la sucesión de las cosas y los éxitos; pero esa línea de batalla resulta muy confusa: ni yo la determino, ni tan siquiera la veo. La propia lucha es secreta, como también lo es la victoria en cuanto tal; aunque sé bien que terminaré haciendo una cosa concreta, desconozco cuál ha sido el motivo que ha acabado imponiéndose. Estamos habituados, en efecto, a no tener en cuenta estos fenómenos inconscientes y a no imaginar la preparación de un acto en lo que tiene de inconsciente. Por eso confundimos la lucha de motivos con la comparación de las consecuencias posibles de los distintos actos. Y esta confusión es la más fecunda en cuanto a resultados nefastos se refiere, para el desarrollo de la moral.

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¿Causas finales? ¿Voluntad? Nos hemos habituado a creer en dos reinos: el reino de las

causas finales y de la

voluntad, y el reino del azar. En este último, todo carece de sentido; todo sucede, va y viene, sin que nadie pueda decirnos por qué ni para qué. A este poderoso reino de la gran estupidez cósmica le tenemos miedo, pues, por lo general, trabamos contacto con él cuando cae en el otro mundo (el de las causas finales y de las intenciones), como una teja desprendida de un tejado, destruyendo siempre alguno de nuestros fines sublimes.

Esta creencia en ambos reinos proviene de un antiguo romanticismo y de una leyenda: nosotros, que somos unos enanos maliciosos con voluntad y causas finales, nos vemos importunados, estorbados, pisoteados y hasta abatidos por unos gigantes imbéciles y más que imbéciles: los caprichos del azar Sin embargo, no querríamos vernos privados de la terrible poesía de semejantes vecinos, dado que estos monstruos suelen aparecer cuando, en la telaraña de las causas finales, la existencia se ha vuelto demasiado aburrida y demasiado pusilánime, y provocan una diversión de índole superior, desgarrando de pronto con sus manos toda la tela. No es que sea esta la intención de tales seres irracionales. Ni siquiera tienen conciencia de ello. Pero sus manos, toscamente óseas, pasan a través de la tela como si fuera aire puro. A este reino de lo imponderable y de la sublime y eterna falta de inteligencia, los griegos le daban el nombre de

moira, y lo situaban como un horizonte en torno a sus dioses, horizonte fuera del cual no podían ni ver ni obrar. En muchos pueblos, sin embargo, cabe observar una íntima rebeldía contra los dioses; se aceptaba adorarlos, es cierto, pero se reservaba en la mano un triunfo sobre ellos. Los hindúes y los persas, por ejemplo, imaginaban que los dioses dependían de los

sacrificios humanos, de forma que, llegado el caso, los mortales podían dejarles morir de hambre y de sed. Los duros y melancólicos escandinavos concibieron la idea de una futura caída de los dioses, lo que les procuraba el deleite de una venganza silenciosa, en compensación por el miedo constante que les inspiraban. Esto no sucede, sin embargo, en el caso del cristianismo, cuyas ideas fundamentales no eran ni hindúes, ni persas, ni griegas, ni escandinavas. El cristianismo, que enseñó a adorar, rodilla en tierra, el

espíritu de poder, y pretendió que después se besara también la tierra, dio a entender que ese todopoderoso

reino de la estupidez no está tan falto de inteligencia como parece, y que, por el contrario, los estúpidos somos nosotros, al no advertir que, tras ese reino, está un Dios amoroso, encubierto hasta entonces bajo el nombre de raza de gigantes o de

moira, y que él es quien teje la tela de las causas finales, una tela que al ser más fina aún que la de nuestra inteligencia, hace que esta la considere necesariamente incomprensible e incluso irracional.

Esta leyenda suponía una inversión tan atrevida y una paradoja tan audaz, que la extrema fragilidad a la que había llegado el mundo antiguo no pudo resistirla: tan loca y contradictoria resultaba la cuestión; ya que, dicho sea en confianza, en ella se daba una contradicción: si nuestra razón no puede adivinar la razón y los fines de Dios, ¿cómo pudo entonces adivinar la adecuación de su razón, la razón de la razón y la adecuación de la razón de Dios?

En tiempos más recientes, los hombres han cuestionado con desconfianza que la teja caída de un tejado sea lanzada por el

amor divino, y hemos empezado a volver sobre las antiguas huellas del romanticismo de los gigantes y los enanos. Ya es tiempo, pues, de que

reconozcamos que los gigantes gobiernan también en nuestro mundo particular de las causas finales y de la razón. A veces, somos nosotros mismos quienes desgarramos nuestras propias telas, y con tanta brutalidad como lo haría la famosa teja que se desprende. Todo lo que llamamos finalidad no es tal, y mucho menos es voluntad todo lo que designamos con este nombre. Si concluís diciendo que sólo existe el reino de la falta de inteligencia y del azar, no habrá más que añadir, pues tal vez no haya más que un solo reino, quizá no existan ni voluntad ni causas finales, acaso sean un producto de nuestra imaginación. Esas férreas manos de la necesidad que lanzan el dado del azar, continúan jugando indefinidamente; es preciso, pues, que ciertas jugadas tengan la apariencia perfecta de la finalidad y de la sabiduría. Puede que nuestros actos voluntarios, nuestras causas finales, no sean más que esas jugadas, y que seamos demasiado torpes y vanidosos para comprender nuestra extrema estrechez de espíritu, que no sepamos que somos nosotros mismos quienes lanzamos los dados con manos de hierro, y que hasta en nuestros actos más intencionados lo único que hagamos sea jugar al juego de la necesidad. ¡Quizá sea así! Para ir más allá de ese

quizá, se precisaría haber sido huésped del infierno, comensal de Perséfone y haber apostado y jugado a los dados con la propia anfitriona.

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Las modas morales. ¡Cómo han cambiado todos los juicios morales! Aquellas obras maestras de la moral antigua, las mayores de todas —como las que surgieron del genio de Epicteto, por ejemplo—, ignoran la exaltación del espíritu de sacrificio, del vivir para los demás, que hoy resulta habitual. Según la moral actualmente en uso, habría que tachar literalmente de inmorales a aquellos moralistas, ya que lucharon con todas sus fuerzas por su ego y en contra de la compasión que nos inspiran los demás (sobre todo sus sufrimientos y sus dolores morales). Claro que tal vez ellos nos podrían contestar: «Si eres para ti un objeto de aburrimiento y un espectáculo tan feo, haces bien en pensar en los demás antes que en ti».

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Los últimos ecos del cristianismo en la moral. «La compasión es lo que nos hace buenos, luego tiene que haber una cierta compasión en todos nuestros sentimientos». Así razona la moral de hoy en día. ¿De dónde procede esta idea? El hecho de que el hombre que realiza actos sociales a impulsos de la simpatía, del desinterés particular y del interés general sea considerado actualmente como el hombre

moral por excelencia, constituye tal vez el principal efecto, la transformación más completa que ha operado el cristianismo en Europa, muy a pesar suyo quizá y sin que esta haya sido su doctrina. Sin embargo, este y no otro fue el residuo de los sentimientos cristianos que prevaleció al decaer la creencia fundamental —totalmente contraria y profundamente egoísta— en lo

único necesario, en la importancia absoluta de la salvación eterna

personal, así como los dogmas en los que se basaba esta creencia, mientras que pasaba a primer plano la creencia accesoria en

el amor, en

el amor al prójimo, de acuerdo con la monstruosa práctica de la caridad eclesiástica. Cuanto más se separaban los hombres de los dogmas, más se buscaba la explicación de este alejamiento en el culto del amor a la humanidad. El impulso secreto de los librepensadores franceses —desde Voltaire a Augusto Comte— fue no quedarse atrás en este punto respecto al cristianismo, e incluso superarle, si fuera posible. Con su célebre fórmula «vivir para los demás», Comte

supercristianizó el cristianismo. Schopenhauer en Alemania y John Stuart Mili en Inglaterra son los que han dado mayor celebridad a la doctrina de la simpatía o de la compasión o de la utilidad para los demás, como principios de conducta, aunque, en realidad, no han sido sino ecos, puesto que, desde que se produjo la Revolución francesa, tales doctrinas surgieron por todas partes y al mismo tiempo, con extraordinaria vitalidad, bajo formas más o menos sutiles, más o menos elementales, hasta el punto de que no existe un solo sistema social que no se haya situado, sin pretenderlo, en el terreno común de dichas doctrinas.

Puede que el prejuicio más extendido hoy en día sea el creer que

sabemos en qué consiste realmente la moral. Oímos decir con visible

satisfacción que la sociedad está a punto de lograr que el individuo se adapte a las necesidades generales, y que tanto la

felicidad personal como el

sacrificio exigible a toda persona consisten en que consideremos que somos miembros útiles e instrumentos de la colectividad. No obstante, hay actualmente muchas dudas respecto a dónde hay que buscar ese todo colectivo, si en el orden establecido o en un orden futuro, si en la nación o en la fraternidad de los pueblos, o bien en las nuevas y reducidas comunidades económicas. En torno a esta cuestión, se alzan hoy muchas reflexiones, dudas y enfrentamientos muy apasionados. Sin embargo, todo el mundo está de acuerdo en la necesidad de que el

ego se oscurezca hasta que, con vistas a la adaptación al todo, se le marque nuevamente su círculo concreto de derechos y deberes, hasta que se convierta en algo nuevo y distinto de lo que ahora es. Tanto si lo reconocen como si no, lo que pretenden es transformar radicalmente, debilitar y hasta suprimir al

individuo. Quien así piensa no se cansa de ponderar todo lo que tiene de mala, dispendiosa, lujosa, amenazadora y derrochadora la existencia individual que se ha venido llevando hasta hoy en día; se espera dirigir la sociedad con menos costo, con menores peligros y mayor unidad, cuando no haya más que un

gran cuerpo con sus miembros. Se considera

bueno todo lo que, de un modo u otro, responde a este instinto de agrupación y a sus diversos subinstintos. Esta es la

corriente fundamental de la moral de hoy, con la que se funden la simpatía y los sentimientos sociales. (Kant no pertenece aún a este movimiento, ya que indica expresamente que debemos ser insensibles al dolor ajeno para que nuestros actos benéficos tengan un valor moral. Schopenhauer llama a esto el absurdo kantiano, con una irritación que, en su caso, resulta totalmente comprensible).

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«No pensar en uno mismo». Habría que estudiar seriamente por qué se arroja un individuo al agua para salvar a otro que se está ahogando, aunque no sienta simpatía alguna por su persona. Un sujeto irreflexivo contestará que lo hace por compasión; que sólo tiene en cuenta que se trata de su prójimo. ¿Por qué nos molesta y nos duele ver a alguien escupir sangre, aunque no sea santo de nuestra devoción? La persona irreflexiva de antes respondería que lo hacemos por compasión; que en ese momento no estamos pensando en nosotros mismos. Pero lo cierto es que cuando nos domina la compasión —mejor dicho, lo que equivocadamente se suele llamar así—, no pensamos en nosotros conscientemente, pero seguimos pensando —y muy

intensamente— de un modo

inconsciente; de la misma forma que, al resbalar, hacemos inconscientemente los movimientos oportunos para recuperar el equilibrio, en lo que, al parecer, empleamos toda nuestra razón. El accidente que otra persona sufre nos ofende, nos hace sentir nuestra propia impotencia y quizá nuestra cobardía, si no acudimos en su ayuda. Tal vez implique también una mengua de nuestra honra ante nosotros mismos y ante los demás. Por último, es posible que en el accidente y en el dolor de otro veamos la advertencia de un peligro que también nos amenaza a nosotros, pues aunque sólo sea como muestra de la inseguridad y de la fragilidad humanas, las desgracias ajenas pueden producir en nosotros un efecto doloroso. Rechazamos este tipo de amenaza y de sufrimiento, respondiendo a él con un acto de compasión, que puede implicar una defensa sutil de nosotros mismos e incluso una cierta dosis de venganza. No es difícil ver que, en el fondo, estamos pensando mucho más en nosotros que en los demás, al observar las decisiones que tomamos cuando no podemos evitar la contemplación de quienes sufren y gimen en la miseria. No evitamos este espectáculo cuando podemos acercamos a él a título de individuos poderosos y caritativos, cuando estamos seguros de que nos alabarán por ello, cuando queremos contemplar el polo opuesto de nuestra felicidad, o cuando esperamos distraer nuestro aburrimiento. Confundimos las cosas al llamar compasión al dolor que nos causa el espectáculo de la miseria ajena, que puede ser de muchas clases, pues semejante dolor no lo sufre quien nos lo produce; nos pertenece, como a él le pertenece su miseria. Haciendo obras a impulsos de la compasión, nos libramos de ese

sufrimiento personal. Con todo, nunca actuamos así por un solo motivo, y si bien es cierto que queremos librarnos de un dolor, también lo es que cedemos a un

impulso de alegría: la alegría que nos suscita la contemplación de una situación contraria a la nuestra, la idea de que está en nuestra mano el prestar una ayuda, la esperanza de las alabanzas y el agradecimiento que cosecharemos, el acto mismo de socorrer, siempre que dé buen resultado (y como lo da progresivamente, complace de suyo a quien lo realiza), y sobre todo la comprensión de que con nuestra intervención ponemos fin a una injusticia irritante (el dar rienda suelta a la indignación es ya suficiente para desahogarnos).

La

compasión está constituida por todo esto y por cosas más sutiles aún. ¡De qué forma tan burda ha pretendido el lenguaje expresar con una palabra algo tan complicado! La

experiencia contradice que la compasión se

identifique con el dolor cuya visión nos inspira lástima o simplemente que lo comprenda de una forma penetrante y sutil; y quien ensalza la compasión en estos dos sentidos

carece de experiencia suficiente en el terreno de la moral. Por ello me lleno de dudas al leer las cosas increíbles que dice Schopenhauer de la moral, quien, de este modo, trata de hacernos creer en la gran originalidad de su idea, consistente en que la compasión —esa compasión que tan mal ha observado y que tan mal ha descrito— constituye la fuente de todas las acciones morales presentes y futuras, en virtud, precisamente, de las atribuciones que inventó para aplicárselas.

¿Qué es lo que diferencia, en suma, a los no compasivos de los compasivos? Ante todo y a grandes rasgos, los primeros no tienen la imaginación impresionable del miedo, la sutil facultad de presentir el peligro, lo que hace que su vanidad se resienta con menos frecuencia, si ocurre algo que hubieran podido evitar (su orgullo les hace ser precavidos y no mezclarse sin necesidad en asuntos ajenos, agradándoles que cada cual se ayude a sí mismo y utilice sus propios medios). Además, por lo general, están más acostumbrados a soportar los dolores que los individuos compasivos, y no consideran injusto que sufran otros, puesto que también ellos han sufrido. Por último, les molesta tanto las manifestaciones de los corazones sensibles, como les desagrada a estos últimos la impasibilidad estoica de los indiferentes. Para los corazones sensibles, no tienen más que palabras de desdén, y temen que su espíritu viril y su fría valentía peligren ante semejantes espectáculos; ocultan sus lágrimas ante los demás y se las enjugan, irritados contra ellos mismos. Constituyen una clase de egoístas, distinta de la de los compasivos; pero establecer una diferencia a base de llamarles

malos, y considerar

buenos a los compasivos, representa una moda moral que ahora está en uso, como antes lo estuvo la moda contraria, bien que durante mucho más tiempo.

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Hasta qué punto debemos guardamos de la compasión. Por poco dolor que cause —y este debe ser aquí nuestro único punto de vista—, la compasión constituye una debilidad, como todo lo que supone ceder a una pasión

nociva. Aumenta el

dolor en el mundo, y si en algún caso consigue disminuir o suprimir indirectamente un dolor, este resultado ocasional —totalmente insignificante en relación con el conjunto— no basta para justificar las formas y las circunstancias en las que se dan consecuencias perjudiciales. Si estos últimos predominasen, aunque fuera un solo día, causarían de inmediato la perdición a la humanidad. Considerada en sí misma, la compasión no posee un carácter más beneficioso que cualquier otro instinto; sólo cuando la exigimos y la elogiamos —lo que sucede cuando no se ve el perjuicio que genera, sino que se la considera como una

fuente de placer—, va acompañada de una paz de conciencia; es entonces cuando nos abandonamos voluntariamente a ella, sin miedo a sus consecuencias. En otras circunstancias, en que se comprende con facilidad lo peligrosa que resulta, es considerada como una debilidad —lo que ocurría entre los griegos—, como el acceso periódico de una enfermedad, cuya nocividad podría evitarse mediante desahogos momentáneos y voluntarios. Quien, ante las ocasiones de ser compasivo que la vida le ofrece, trata de representarse en su fuero interno todas las miserias que su entorno le permite contemplar, se vuelve necesariamente enfermo y melancólico. Pero el que,

en un sentido o en otro, quiere servir de médico a la humanidad, deberá tomar toda clase de precauciones contra ese sentimiento, que le paraliza en todos los momentos decisivos y que obstaculiza su conocimiento y su mano diestra y bienhechora.

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El inspirar compasión. Al salvaje le aterra que le compadezcan, pues ello sería una muestra de que carece de toda virtud. Compadecer equivale a despreciar, no queremos ver sufrir a un ser despreciable, ya que esto no proporciona ningún placer. Por el contrario, el placer de los placeres consiste en ver sufrir a un enemigo cuyo orgullo consideramos igual al nuestro, y a quien no le doblega el tormento, y, en general, en ver sufrir a un individuo que se resiste a pedir compasión, es decir, a la humillación más vergonzosa y más baja. El alma del salvaje se edifica contemplando esto, y llega incluso a la

admiración. Si está en su mano, acaba matando a un valiente así, y luego tributa honras fúnebres a quien se ha mostrado de una forma tan inflexible. Si hubiera gemido, si su rostro hubiese perdido su expresión de frío desdén, si se hubiera mostrado digno de desprecio, habría podido seguir viviendo como un perro. En ese caso, no habría excitado el orgullo de quien le contemplaba, y la compasión habría sustituido a la admiración.

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La felicidad contenida en la compasión. Cuando, como hacen los hindúes, se cifra el fin de la actividad intelectual en el conocimiento de las

miserias humanas y a lo largo de muchas generaciones se sigue fielmente este espantoso precepto, la

compasión acaba adquiriendo a la vista de estos pesimistas

congénitos un nuevo valor: el de

conservar la vida, en el sentido de que ayuda a soportar la existencia, aunque esta parezca digna de ser rechazada con asco y con espanto. La compasión se convierte en el antídoto del suicidio, al ser un sentimiento que suministra placer y que nos proporciona en pequeñas dosis el goce de la superioridad. Nos aparta de nosotros mismos, nos ensancha el corazón, destierra el miedo y la pereza, incita a hablar, a quejarse y a actuar. Constituye una

felicidad relativa en comparación con la miseria del conocimiento que acosa por todos lados al individuo, quitándole el aliento y lanzándole a las tinieblas. La felicidad, en cambio, cualquiera que sea, nos suministra aire, luz y libertad de movimientos.

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¿Por qué duplicar el «yo»? Observar los acontecimientos de nuestra vida con los mismos ojos con los que miramos los acontecimientos de la existencia de otro, nos tranquiliza en gran medida y constituye una apropiada medicina. Por el contrario, observar y tomar

como si fueran nuestros los acontecimientos de la vida de los demás, reivindicando una filosofía de la compasión, nos arruinaría en poco tiempo. Hágase la experiencia, sin más dilación. Asimismo, la primera máxima es, realmente, la más acorde con la razón y con la buena voluntad racional, puesto que apreciamos con más objetividad el valor y el sentido de un acontecimiento —como la pérdida de un ser querido, un desastre económico o una calumnia, por ejemplo— cuando este afecta al prójimo y no a nosotros. La compasión, erigida en norma general de conducta y fiel a su principio de que hay que sufrir a causa de la desgracia del prójimo en la misma medida en que sufre él, haría forzosamente que el punto de vista del

yo, con sus exageraciones y desviaciones, se extendiera también al punto de vista del prójimo al que compadecemos, de forma que sufriríamos a la vez por nuestro yo y por el yo del otro, abrumándonos así voluntariamente con una doble sinrazón, en lugar de aliviar en lo posible el peso de la nuestra.

138

El enternecerse. Cuando amamos, respetamos y admiramos a una persona y nos damos cuenta de que

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