Aurora

Aurora


Libro segundo

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sufre, sentimos un cierto asombro, pues nos parece imposible que el goce que esta nos procura no provenga de un placer

personal de ella. Nuestro sentimiento de amor, de respeto y de admiración se transforma entonces en su esencia; se hace más cariñoso, más

tierno, es decir, que el abismo que nos separa de dicha persona parece colmarse, produciéndose entre ambos un acercamiento de igual a igual. Es entonces cuando nos parece posible darle algo en correspondencia, mientras que antes pensábamos que estaba por encima de nuestro agradecimiento. Esta facultad de dar algo a cambio, de corresponder a los beneficios recibidos, nos conmueve y nos causa un gran placer. Tratamos de adivinar qué podría calmar el dolor de nuestro amigo, y se lo damos. Si quiere palabras de consuelo, miradas compasivas, atenciones, favores o regalos, se los procuramos. Pero, principalmente si lo que quiere es ver que sufrimos al contemplar su dolor, hacemos que sufrimos, ya que ello nos proporciona, antes que nada,

las delicias del agradecimiento activo, que, en suma, es algo equivalente a una

buena venganza. Por el contrario, si no quiere aceptar nada de nosotros, nos alejamos tristes y fríos, casi resentidos; es como si rechazara nuestro agradecimiento, y en lo que respecta a esa honrilla, hasta el mejor de los hombres resulta susceptible. De todo esto hay que deducir que, incluso en el mejor de los casos, el dolor tiene algo de humillante, y la compasión algo que nos hace superiores, lo cual separa eternamente ambos sentimientos.

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Una presunción de superioridad. ¿Decís que la moral de la compasión es más elevada que la moral del estoicismo? Probadlo, pero tened en cuenta que para determinar lo que en moral es

superior o

inferior, no es posible apelar a valoraciones morales, ya que no existe una moral absoluta. Buscad, pues, en otros sitios vuestras medidas y tened cuidado.

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Alabanzas y censuras. Cuando una guerra termina en un fracaso, se pregunta quién ha tenido la

culpa. Si acaba victoriosamente, se alaba al triunfador. Siempre que se produce un fracaso, se buscan responsabilidades, pues el fracaso lleva consigo un descontento contra el que involuntariamente se hace uso del único recurso posible: una nueva excitación del

sentimiento de poder, excitación que radica en la

condena del

culpable. En contra de lo que podría pensarse, este culpable no es la víctima expiatoria de las culpas ajenas, sino la víctima de los débiles, de los humillados, de los abatidos, que quieren demostrarse a sí mismos, en la cabeza de alguien, que siguen teniendo fuerza.

La exaltación del triunfador, por el contrario, es muchas veces el resultado, no menos ciego, de un instinto que también busca su víctima, si bien, en este caso, el sacrificio le resulta dulce y seductor a dicha víctima. Ello sucede cuando un pueblo logra colmar su sentimiento de poder con un éxito tan grande y prestigioso que se produce un

cansancio de la victoria y se abandona una parte del orgullo, generándose entonces un sentimiento de

abnegación que busca un objeto. Ya seamos

alabados o

censurados, solemos ser para nuestros prójimos ocasiones, traídas frecuentemente por los pelos, de descargar los instintos de alabanza o de censura acumulados en ellos. En los dos casos les hacemos un beneficio, sin que exista mérito alguno por nuestra parte ni gratitud alguna por la suya.

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Más bella, pero de menos valor. La moral pictórica es la moral de las pasiones que ascienden en escarpadas líneas, de las actitudes y de los gestos patéticos, incisivos, terribles y solemnes. Es el grado

casi salvaje de la moral; no nos dejemos tentar por su encanto estético y le asignemos un rango superior.

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La simpatía. Si para entender al prójimo, es decir, para

reproducir sus sentimientos en nosotros, volvemos una y otra vez a escudriñar el fondo de esos sentimientos, en cualquiera de sus determinaciones —preguntándonos, por ejemplo, por qué estará triste para ponernos tristes también nosotros por la misma razón—, con más frecuencia aún olvidamos esta precaución y provocamos en nosotros tales sentimientos según los efectos que se manifiestan y se hacen visibles en el prójimo, imitando en nuestro cuerpo la expresión de su mirada, de su voz, de su forma de andar, de su actitud (por lo menos hasta lograr una cierta semejanza en el movimiento de los músculos y en la inervación[1]), o representando todo esto mediante el lenguaje, la pintura o la música. Surge entonces en nosotros un sentimiento análogo, a consecuencia de una antigua asociación de movimientos y de sentimientos, que hemos aprendido a extender en ambas direcciones. Hemos avanzado mucho en este arte de entender los sentimientos ajenos y lo practicamos casi involuntariamente en cuanto tenemos a alguien delante. Observemos en concreto el juego de facciones que se da en el rostro de una mujer, y comprobaremos que se produce a impulsos de una constante imitación, reproduciendo sin cesar los sentimientos que se agitan a su alrededor.

Sin embargo, la música es lo que con mayor claridad manifiesta la maestría que hemos adquirido tanto en la adivinación rápida y sutil de los sentimientos como en la simpatía, dado que la música es la imitación de una imitación de sentimientos, y, a pesar de lo que hay en ella de alejado y de vago, nos sigue haciendo partícipes con mucha frecuencia de esos sentimientos, de forma que nos pone tristes sin que exista un motivo real para estarlo, como les sucede a los locos, simplemente porque oímos sonidos y ritmos que recuerdan de algún modo la entonación, el movimiento o lo que habitualmente hacen quienes están tristes. Se cuenta de un rey danés que, al oír la música de un trovador, se vio impulsado por un entusiasmo guerrero tal, que se levantó del trono y mató a cinco cortesanos que estaban junto a él. No había ni querrá ni enemigos ni nada parecido, pero el poder de sugestión de la música, al retrotraer el sentimiento a su causa, fue lo bastante violento para imponerse sobre la evidencia y la razón. Este suele ser el efecto que produce la música (si es que se puede decir que ejerce algún efecto), y no hace falta apelar a casos tan excepcionales para tener conciencia de ello: el estado sentimental al que nos transporta la música está casi siempre en contra de nuestra verdadera situación y de la razón, que reconoce y comprende esta situación real.

Si preguntamos cómo ha llegado a ser tan corriente esta imitación de los sentimientos ajenos, la respuesta no será difícil: al ser el hombre la criatura más miedosa por su fragilidad y su perspicacia, ha encontrado en esta predisposición al miedo una forma de iniciarse en la simpatía y en la rápida comprensión de los sentimientos ajenos (incluidos los de los animales). Durante miles de años, el ser humano ha visto un peligro en todo lo que le rodeaba, en todo lo que le era extraño, en todo ser vivo. Desde el momento en que veía algo de este tipo, imitaba los movimientos y la actitud de aquellos a los que tenía delante, y sacaba una conclusión respecto a las intenciones buenas o malas que pudiera haber detrás de tales apariencias. Luego, extendió a los seres inanimados esta interpretación de todos los movimientos y de todos los gestos en el sentido de las intenciones, a impulsos de la ilusión de que en la naturaleza no había nada realmente inanimado. Creo que aquí está el origen de lo que llamamos sentimiento de la naturaleza, de la impresión que nos produce el aspecto del cielo, de los valles, de las rocas, de los bosques, de las tempestades, de las estrellas, de los mares, de los paisajes, de la primavera, etc. Sin el antiguo hábito del miedo, que nos obligaba a ver todo esto desde una perspectiva secundaria y remota, no disfrutaríamos hoy de los goces que la naturaleza nos procura. Del mismo modo, no nos deleitaría la contemplación del hombre y de los animales si no hubiéramos dispuesto de ese gran maestro de todo saber que es el miedo. Por otro lado, las alegrías, las sorpresas agradables y, por último, el sentido del ridículo, son hijos menores de la simpatía y hermanos mucho más jóvenes del miedo. La facultad de comprender rápidamente las cosas —que se basa en la facultad de disimular rápidamente— disminuye en los hombres y en los pueblos altivos y soberanos, dado que estos son menos miedosos; mientras que, por el contrario, en los pueblos temerosos cabe encontrar habitualmente toda clase de comprensión y de disimulo. Ellos son la verdadera patria de las artes imitativas y de la inteligencia superior.

A la vista de esta teoría de la simpatía que acabo de exponer, ¡qué asombro y qué tristeza produce esa otra teoría sacrosanta, tan apreciada hoy en día, según la cual, la piedad, mediante un proceso místico, hace que dos seres se fundan en uno, pudiendo así cada uno de ellos comprender inmediatamente al otro! ¡Y pensar que un cerebro tan lúcido como el de Schopenhauer haya podido deleitarse con estas fantasías exaltadas y miserables, comunicando este placer a otros cerebros más o menos lúcidos! ¡Qué placer tan grande nos deben proporcionar estas incomprensibles estupideces! ¡Qué cerca de la insensatez sigue estando el hombre cuando presta oídos a sus secretos deseos intelectuales!

(¿Qué era lo que hacía que Schopenhauer le estuviera tan agradecido a Kant, que se sintiera tan obligado con él? Él mismo lo dijo sin rodeos. Alguien había hablado de la forma de despojar al imperativo categórico de la

cualidad oculta para hacerlo inteligible, ante lo cual, Schopenhauer exclamó; «¿El imperativo categórico inteligible? ¡Qué idea más equivocada! ¡Tinieblas de Egipto! ¡Ojalá no resulte nunca inteligible! ¡Si precisamente el gran éxito de Kant consiste en su certeza de que hay algo limitado, condicionado, finito, falible!». Dejo al criterio del lector la pregunta de si puede haber una auténtica voluntad de

conocer las cuestiones morales en un sujeto que se entusiasma desde un primer momento con la idea de que estas son ininteligibles; en un individuo que sigue creyendo con toda sinceridad en las revelaciones del cielo, en la magia, en las apariciones y en la fealdad metafísica del sapo).

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¡Pobres de nosotros como se extienda esta tendencia! Si la tendencia a la abnegación y a la solicitud por los demás (la

simpatía) llegara a ser más fuerte aún de lo que es, la vida en el mundo resultaría

insoportable. Basta con pensar en las tonterías que hacemos a diario y a todas horas, a causa de la abnegación y de la solicitud para con

uno mismo, y en lo insoportable que resulta nuestro aspecto. ¿Qué sería entonces si acabáramos convirtiéndonos para los demás en objeto de esas locuras y de esas impertinencias, que hasta ahora sufre cada cual sólo en la parte que le corresponde? En cuanto un

prójimo se acercara a nosotros, habría que salir huyendo; y tendríamos que condenar la simpatía con las mismas palabras injuriosas con las que hoy criticamos el egoísmo.

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Hacer oídos sordos a las desgracias ajenas. Si dejamos que nos apenen las miserias y dolores de los demás mortales, cubriendo así de nubes nuestro cielo, ¿quién pagará las consecuencias? Por supuesto que los demás mortales, lo que supondrá añadir una desgracia más a las que ya padecen. Si nos convertimos en el eco de sus males y estamos constantemente atendiendo a sus desdichas, no podremos ser para ellos ni

caritativos ni

consoladores, a menos que aprendamos el arte de los dioses del Olimpo y hagamos que nos

edifique la visión de las desgracias de los hombres, en lugar de compartirlas con ellos. Pero esto es demasiado olímpico para nosotros, aunque al gozar de la tragedia hayamos avanzado ya hacia ese canibalismo ideal de los dioses.

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¿Algo carente de egoísmo? Hay quien está vacío y quiere llenarse, y hay quién está colmado y desea vaciarse. Uno y otro buscan a un individuo que pueda ayudarles. Si interpretamos este fenómeno desde una perspectiva superior, le daremos en ambos casos el nombre de

amor. ¿Cómo es posible, entonces, que digamos que el amor es algo carente de egoísmo?

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Mirar más allá del prójimo. ¡Cómo! ¿Pensaremos que la esencia de lo auténticamente moral radica en considerar las consecuencias próximas e inmediatas que pueden tener nuestros actos para los demás hombres y decidir nuestra conducta de acuerdo con tales consecuencias? Esta es una moral estrecha y burguesa, aunque sigue siendo una moral. Sin embargo, creo que sería más elevado y perspicaz

mirar más allá de estas consecuencias inmediatas para el prójimo, en orden a desplegar designios más amplios, aún a riesgo de hacer sufrir a los demás; por ejemplo, fomentar el conocimiento a pesar de la certeza de que nuestra libertad de espíritu empezará por sumir a los demás en la duda, en el dolor y en algo peor. ¿No tenemos derecho, al menos, a tratar al prójimo como nos tratamos a nosotros mismos? Y si cuando se trata de nosotros mismos no pensamos de un modo tan estrecho y tan burgués en las consecuencias y en los inconvenientes inmediatos de los actos, ¿por qué hemos de hacerlo cuando se trata de los demás? Si tenemos, respecto a nosotros, un espíritu de sacrificio, ¿qué nos impide implicar al prójimo en ese sacrificio nuestro, como han hecho hasta ahora los Estados y los monarcas, al sacrificar al ciudadano a los demás ciudadanos

por el interés general, como solía decirse? Pues nosotros tenemos también intereses generales, quizá los más generales de todos. ¿Por qué no habríamos de tener derecho a sacrificar a algunos individuos de la generación actual en provecho de las generaciones futuras, si sus dolores, inquietudes, desesperaciones, dudas y errores fueran necesarios para que la reja de un nuevo arado abriera surcos en la tierra y la hiciera fecunda para todos? Por último, transmitimos al prójimo un sentimiento que le lleva a

considerarse víctima, le persuadimos a que acepte el papel que le hemos asignado. En eso, somos implacables. Pero si,

más allá de nuestra piedad, quisiéramos vencemos a nosotros mismos, ¿no sería esta una actitud moral más elevada y más libre que la de limitarnos a considerar si un acto

hace un bien o un mal al prójimo? Mediante ese sacrificio que nos afecta tanto a nosotros como a nuestro prójimo, fortaleceríamos y elevaríamos el sentimiento de poder humano, aunque no consiguiéramos nada más. Ello supondría un aumento positivo de

felicidad. Y, por último, si así fuera… Pero ¡ni una palabra más! Basta una mirada; ya me habéis entendido lo que quiero decir.

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La causa del altruismo. Si los hombres hablan del amor con tanto énfasis y con tanta adoración es porque, en última instancia, nunca han encontrado mucho y jamás han podido saciarse de semejante alimento. Esto ha hecho que acabe siendo para ellos una ambrosía, un

manjar de dioses. Si un poeta tratara de describir la realización de la utopía del

amor universal entre todos los hombres, tendría que pintar el estado más atroz y ridículo que jamás se haya dado en la tierra. Todo individuo se vería acosado, importunado y deseado, no por un solo amigo, como sucede ahora, sino por miles, por todo el mundo incluso, en virtud de una tendencia irresistible, que acabaría siendo tan maldecida e insultada, como se ha maldecido el egoísmo. Si a los poetas de esa nueva era les dejaran tiempo para escribir sus obras, no harían más que soñar con el pasado feliz y sin amor, con el divino egoísmo, con la soledad que en otro tiempo era posible en la tierra, con la tranquilidad que proporciona el estado de antipatía, de odio, de desprecio o del nombre que se le quiera dar a la infamia de la animalidad en que vivimos.

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Con la mirada a lo lejos. Si, como suelen definirse, sólo son morales los actos que realizamos en beneficio del prójimo, y sólo en beneficio del prójimo, habremos de concluir que no existen actos morales. Si —como se dice en otra definición— sólo son morales los actos que realizamos por influjo de una voluntad libre, tampoco hay actos morales.

¿Qué es, entonces, lo que llamamos acto moral, lo cual es algo que existe y que, en consecuencia, exige una interpretación? ¿Qué serían los

actos morales, si dejamos a un lado esos errores? A causa de tales errores, hemos otorgado a ciertos actos un valor superior al que realmente tienen; los hemos diferenciado de los actos

egoístas y de los actos

no libres. Si los unimos nuevamente a estos —que es lo que se debe hacer—, disminuiremos ciertamente su valor (la apreciación de su valor), incluso más allá de lo justo, dado que los actos egoístas y los actos no libres han sido valorados en muy poco hasta ahora, a causa de esa suprema, íntima y profunda diferencia. ¿Se realizarán con menos frecuencia esos actos cuando se les confiera un menor valor? Sin embargo, volveríamos a dar a los hombres a cambio el ánimo necesario para realizar los actos que hasta ese momento eran tachados de egoístas, y les restauraríamos su valor, despojándoles de

la mala conciencia que les acompañaba. Y como los actos egoístas han sido los más comunes, y lo seguirán siendo por toda la eternidad, le quitaríamos a los actos y a la vida su

apariencia de inmoralidad. Este sería un resultado superior. Cuando el hombre ya no se considere malo, dejará de serlo.

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