Aurora

Aurora


Libro tercero

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buenos aquellos actos que tiendan a la seguridad general y a robustecer la sensación de seguridad de la sociedad. ¡Qué pocos placeres deben procurarse los hombres a sí mismos, si semejante tiranía del miedo les prescribe la ley moral superior y se dejan convencer de que deben prescindir de ellos mismos, pasar de largo de ellos mismos, teniendo en cambio unos ojos de lince para percibir todo dolor ajeno! Con esta intención nuestra que llega al absurdo de extirpar de los contornos de la vida todo lo áspero y todos los rincones, ¿no estamos en trance de reducir la humanidad a arena, a arena fina, blanda, granulada, infinita? ¿Es este vuestro ideal, héroes de los afectos simpáticos? Por otra parte, queda por resolver si servimos mejor al prójimo corriendo siempre e inmediatamente en su ayuda y socorriéndole (cosa que sólo se puede hacer muy superficialmente, a menos de caer en la tiranía), o haciendo para uno mismo algo que el prójimo vea con placer (por ejemplo, un bello jardín tranquilo y reservado, con altos muros que le defiendan de la tempestad y del polvo de los caminos, pero que tenga también una puerta hospitalaria).

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Idea fundamental de una cultura de comerciantes. Actualmente estamos viendo aparecer, de diferentes modos, una sociedad cuya alma es el comercio, como la lucha singular lo era de la cultura de los antiguos griegos, y la guerra, la victoria y el derecho, la de los romanos. Quien se entrega al comercio sabe tasarlo todo sin producirlo, de acuerdo con las necesidades del consumidor y no con las suyas propias. Para él, la cuestión fundamental consiste en saber

cuántas y qué personas consumen tal artículo. En consecuencia, aplica a todo de un modo instintivo y constante el criterio de la tasación, incluyendo, lógicamente, las obras artísticas y científicas, lo que producen los pensadores, los sabios, los artistas, los hombres de Estado, los pueblos, los partidos y hasta las épocas enteras. Se informa de la relación existente entre la oferta y la demanda respecto a todo lo que se produce, con vistas a poder

fijar por sí mismo el valor de una cosa. Esto, elevado a la categoría de principio de toda cultura, estudiado en todas sus infinitas aplicaciones, hasta los más leves detalles, impuesto a todo tipo de voluntades y de saberes, constituirá vuestro motivo de orgullo, hombres del siglo que viene, si es que los profetas de la clase comerciante logran transmitirlo a vosotros. Pero yo tengo poca fe en estos profetas. Por decirlo con palabras de Horacio:

Credat Judaeus Apella.

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La crítica de los padres. ¿Por qué no soportamos ya la verdad sobre el pasado más reciente? Porque siempre aparece una nueva generación que no está de acuerdo con ese pasado y que, al criticarlo, goza de las primicias del sentimiento de poder. Por el contrario, en otros tiempos, la generación nueva quería apoyarse en la antigua y comenzaba a tener conciencia de sí misma, no sólo aceptando las opiniones de los padres, sino defendiéndolas, si podían, más severamente aún. Antaño se pensaba que criticar la autoridad de los padres constituye un vicio; ahora, los jóvenes idealistas

empiezan por ahí.

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Aprender a estar solo. ¡Pobre parias, los que vivís en las grandes ciudades de la política mundana, jóvenes de talento, martirizados por la vanidad! Consideráis que tenéis la obligación de dar vuestra opinión respecto a todo lo que sucede (pues siempre sucede algo). Cuando habéis levantado una polvareda y armado mucho escándalo, creéis que sois el carro de la historia. Estáis constantemente escuchando, a la espera de poder dirigir la palabra al público, y por eso perdéis toda verdadera fecundidad. Por muy ardiente que sea vuestro deseo de realizar grandes obras, no llega a vosotros el profundo silencio de la incubación. El suceso del día os arrastra como una brizna de paja, aunque sois tan pobres diablos que os hacéis la ilusión de que impulsáis al acontecimiento. Cuando se quiere representar en escena el papel de héroe, no hay que ser uno del coro, ni siquiera hay que saber corear.

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Los que se desgastan a diario. Hay jóvenes que no carecen de carácter, de disposición ni de celo, pero a los que no se les ha dado tiempo para que se marquen una directriz, habida cuenta de que se han acostumbrado desde niños a recibir directrices. En el momento en que estaban maduros para

ser enviados al desierto, se procedió con ellos de distinta forma: se les utilizó, se les separó de ellos mismos, se les enseñó a

desgastarse a diario, haciendo de esto un deber y un principio, y ahora ya no pueden prescindir de ello ni quieren obrar de otra manera. Pero a estas pobres bestias de carga no se les puede privar de vacaciones (como llaman a ese ideal de ocio obligado, propio de un siglo tan cargado de trabajo), en las que pueden holgazanear y comportarse de un modo estúpido y pueril.

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La menor cantidad de «Estado» posible. Todo el conjunto de condiciones políticas y sociales no valen lo suficiente para que las inteligencias más capacitadas se vean obligadas y tengan la necesidad de ocuparse de ellas. Semejante despilfarro de inteligencia es mucho más grave que un estado de miseria. La política es el campo de acción de cerebros mediocres, y este campo no debería estar abierto a los espíritus más elevados, aunque la máquina se haga pedazos. Pero, tal como están hoy las cosas, cuando todos no sólo se creen con derecho a estar informados diariamente de los asuntos políticos, sino que quieren intervenir activamente en ellos y abandonan por esto su trabajo, la locura no puede ser mayor ni más ridícula. A este precio, pagamos muy cara la

seguridad pública; y lo más absurdo es que, por este medio, se consigue precisamente lo contrario, como lo está demostrando nuestro excelente siglo, de una forma desconocida hasta ahora. Proteger a la sociedad contra los ladrones e incendiarios, hacerla lo más cómoda posible para toda clase de comercio y de relaciones, y convertir al Estado en la Providencia (en el bueno o en el mal sentido), son fines inferiores, secundarios y en absoluto indispensables, a cuyo servicios no deberían estar los fines e instrumentos más elevados de que

se dispongan, los cuales habrán de reservarse para los fines superiores y más extraordinarios. Aunque nuestra época habla mucho de economía, es bastante pródiga. Despilfarra lo más preciado: la inteligencia.

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Las guerras. Las grandes guerras contemporáneas son consecuencia de los estudios históricos.

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Gobernar. Unos gobiernan por el placer de gobernar; otros, para que no les gobiernen. Entre estos dos males, es menor el segundo.

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La lógica vulgar. Se dice, con mucho respeto, de un hombre que es todo un carácter, si muestra una lógica vulgar, que salta a la vista hasta de los menos avisados. Pero cuando se trata de un espíritu más perspicaz y más profundo, que es consecuente a su modo (es decir, de un modo superior), los espectadores niegan que sea un carácter. Esta es la razón de que los hombres de Estado que son astutos representen siempre su comedia con la máscara de una lógica vulgar.

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Viejos y jóvenes. No faltarán quienes piensen que tiene algo de inmoral la existencia de los Parlamentos, pues en ellos se da el derecho a expresar opiniones en contra del gobierno, mientras que debemos sustentar respecto a todo la opinión que nos dicte nuestro dueño y señor. Para algunos de esos veteranos chapados a la antigua que viven principalmente en la Alemania del Norte, este constituye el undécimo mandamiento. Hoy nos burlamos de esto, como de una moda caída en desuso, pero en otros tiempos la moral era así. Puede que llegue un día en que la gente se ría a su vez de la moral que profesa esta generación joven educada en el parlamentarismo, es decir, de esa moral que consiste en considerar que la política de los partidos ha de estar por encima del criterio personal, y que todo lo que afecta al bien público ha de ser juzgado según los vientos que soplan en las velas del partido. Este es el precepto que defiende tal opinión. En pro de semejante moral, se llevan a cabo hoy en día toda clase de sacrificios, incluyendo el vencerse y el atormentarse a uno mismo.

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El Estado de los socialistas. En los países sometidos a la disciplina civil, siempre hay retardatorios que se resisten a ella y que son los primeros en engrosar las filas socialistas, con mayor facilidad que ningún otro sitio. Si alguna vez llegaran a dictar

leyes, podemos estar seguros de que se pondrían férreas cadenas y de que ejercerían una terrible disciplina. ¡

Los conocemos muy bien! Soportarían tales leyes, juzgando que se las habían impuesto a sí mismos. El sentimiento de poder, de

este poder, es, para ellos, demasiado reciente y demasiado seductor como para que no lo sufran todo por su causa.

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Los mendigos. Hay que suprimir a los mendigos, porque nos molestan tanto cuando les damos limosna como cuando no se la damos.

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Los hombres de negocios. Vuestros negocios, que es lo que más os preocupa, os atan al lugar donde vivís, a vuestra sociedad, a vuestros gustos. Estáis embebidos en los negocios, pero sois perezosos en las cuestiones del espíritu; os satisface vuestra deficiencia, y tenéis el delantal del deber prendido a esa satisfacción. Así vivís, y así queréis que vivan vuestros hijos.

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Un futuro posible. ¿No cabría imaginar un estado social en el que el propio malhechor se declarara culpable y se impusiera su castigo, con el orgullo de que así honraba la ley que él mismo se había dictado, ejerciendo al castigarse el poder del legislador? Algunas veces fallaría, pero, con su castigo voluntario, se elevaría por encima de la bajeza de su delito, y no sólo lavaría su culpa, sino que, por su franqueza, su magnanimidad y su paz, produciría con su conducta un beneficio público. Así sería el criminal de un futuro posible, cuya condición previa sería la existencia de una legislación futura, basada en la idea de que, en lo grande y en lo pequeño, sólo hay que someterse a la ley que uno mismo se ha dictado. ¡Cuántas cosas habría que intentar! ¡Cuántos

futuros deberían ser sacados a luz!

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Embriaguez y nutrición. Los pueblos se engañan hasta el punto de que siempre buscan a un impostor, que sea como un excitante vino que despierte sus sentidos. Con tal de tener ese vino, se contentan con la mitad de pan. Aprecian más la embriaguez que la nutrición. Siempre se dejarán coger con ese anzuelo. ¿Qué son para ellos los hombres que se distinguen de su medio, aunque sean los especialistas más autorizados, al lado de los brillantes conquistadores y de las antiguas y suntuosas dinastías principescas? Para que un hombre del pueblo se abriese camino, necesitaría ponerles ante la vista una perspectiva de conquistas y de pompa; tal vez así confiarían en él. Los pueblos obedecen siempre e incluso van más allá de la obediencia, con tal de que se les deje emborracharse. No se les puede brindar el placer, si no va acompañado de la corona de laurel y de la fuerza enloquecedora que simboliza esa corona. Pero este gusto plebeyo que

aprecia más la embriaguez que la nutrición, no tiene su origen en las capas inferiores del populacho, sino que ha sido llevado y trasplantado allí para que crezca tardíamente, aunque con abundancia: procede de los espíritus más elevados, en los que floreció durante milenios. El pueblo es el último

terreno inculto donde puede prosperar aún esa embriaguez. ¿Y queremos entregar la política al pueblo? Tal vez sea para que se embriague con ella a diario.

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La gran política. Cualquiera que sea la parte que corresponda en la

gran política al utilitarismo y a la vanidad de los individuos y de los pueblos, la fuerza viva que les impulsa es la

necesidad de poder, que brota de vez en cuando no sólo en el alma de los príncipes y de los poderosos, sino también, y en abundante proporción, en las capas inferiores del pueblo. De tiempo en tiempo y en diferentes épocas, siempre llega un momento en que las masas

están dispuestas a sacrificar su vida, su fortuna, su conciencia y su virtud para lograr el placer supremo de reinar, como nación victoriosa y tiránica, sobre otras naciones (o, por lo menos, para figurarse que reinan). Entonces brotan tan abundantemente los instintos de prodigalidad, de sacrificio, de esperanza, de fe, de audacia extraordinaria y de entusiasmo, que el soberano ambicioso, previsor o prudente puede aprovechar el primer pretexto para una guerra, haciendo que su injusticia le parezca al pueblo una cuestión de conciencia. Los grandes conquistadores han empleado, para enardecer, el lenguaje patético de la virtud, y siempre han tenido a su alrededor masas exaltadas, que no querían oír sino discursos exaltados. ¡Singular locura de los juicios morales! Cuando el hombre está dominado por el instinto de poder, se cree y se declara

bueno, mientras que aquellos sobre los que hace sentir su poder, le consideran

malo. En sus fábulas de las edades del hombre, Hesíodo pintó dos veces seguidas la misma época —la de los héroes de Homero—, convirtiendo así una época en

dos. Vista por quienes se hallaban sometidos a una opresión espantosa, bajo la ley de hierro de aquellos aventureros esforzados, o por quienes habían oído hablar de ese sometimiento a sus antepasados, dicha época aparecía como

mala; pero los descendientes de aquellas generaciones señoriales, la veneraban, considerándola como los

buenos tiempos pasados, en los que casi se era feliz. Por eso el poeta no pudo salvar el obstáculo más que como lo hizo, pues probablemente tenía ante sí a un público compuesto por individuos de los dos tipos.

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La antigua cultura alemana. Cuando los alemanes empezaron a despertar interés en los otros pueblos de Europa (no hace mucho de esto), ello se debió a una cultura que hoy ya no poseen, porque la han rechazado a impulsos de un ardor ciego, como si fuera una enfermedad, sin haberla sustituido por nada mejor que la locura política y nacional. Bien es cierto que de este modo han terminado despertando más interés aún en los demás pueblos que antes con su cultura; dejémosles esa satisfacción. Sin embargo, es innegable que la cultura alemana engañó a los europeos, pues no merecía ni ser imitada, ni el interés que suscitó, ni mucho menos que se tomara de ella la gran cantidad de cosas que se tomaron. Recojamos hoy información sobre Schiller, Guillermo de Humboldt, Schleiermacher, Hegel, Schelling; leamos su correspondencia, introduzcámonos en el amplio círculo de sus adeptos. ¿Qué encontramos que tienen en común, qué es lo que nos impresiona, tal y como somos actualmente, unas veces de una forma insoportable, y otras de un modo tan conmovedor y lamentable? Por un lado, el furor por parecer a toda costa moralmente impresionados; por otro, el deseo de una universalidad brillante y sin solidez, junto con la intención deliberada de verlo todo de color de rosa (los caracteres, las pasiones, la épocas, las costumbres). Lamentablemente, ese

color de rosa respondía a un mal gusto indefinido, que se jactaba de proceder de Grecia. Se trata de un idealismo suave, bonachón, de reflejos plateados, que pretende tener sobre todo actitudes y acentos notablemente simulados; algo tan presuntuoso como inofensivo, lleno de una cordial aversión hacia la realidad

fría y

seca, hacia la anatomía, hacia las pasiones en general, hacia todo tipo de continencia y de escepticismo filosófico, y, particularmente, hacia el conocimiento de la naturaleza, desde el momento en que este deja de servir a la simbolización religiosa. Goethe asistió a su modo a estas agitaciones de la cultura alemana, quedándose fuera, resistiendo de un modo suave y silencioso, y afirmándose cada vez más en su propio camino, que era mejor. Un poco después, asistía también Schopenhauer, gracias al cual volvieron a quedar al descubierto el mundo verdadero y sus diabluras, de los que habló con tanta poesía como entusiasmo, ya que tales diabluras resultaban hermosas. ¿Qué es lo que sedujo a los extranjeros, impidiéndoles que hicieran lo que Goethe y Schopenhauer, o, simplemente, que apartaran la vista? Pues ese tono mate, esa enigmática luz de vía láctea que brillaba en torno a toda la cultura alemana y que hacía a los extranjeros decir: «Aquí hay algo que está lejos, muy lejos de nosotros, algo que está más allá de la vista, del oído, del entendimiento, del sentido del placer y del cálculo, pero que podrían ser estrellas. ¿Habrán ido descubriendo los alemanes poco a poco un rincón del cielo, instalándose en él? Tendremos que acercarnos a los alemanes». Y se acercaron a ellos, si bien al poco tiempo esos mismos alemanes empezaron a tratar de desembarazarse de esa vía láctea. ¡Bien sabían ellos que no habían estado en el cielo, sino en una nube!

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Hombres mejores. Dicen que nuestro arte va dirigido a los hombres del presente, ansiosos, insaciables, indómitos, hastiados, atormentados, y que les muestra una imagen de la beatitud, de la elevación y de la sublimidad, junto a la imagen de su propia fealdad, para que por un momento consigan olvidar y respiren libremente, sacando tal vez de este olvido un estímulo para la conversión. ¡Pobres artistas, con semejante público, que han de hacer de sacerdotes y de médicos alienistas! ¡Cuánto más feliz era Corneille —

el gran Corneille, como decía Madame de Sevigné, con el acento de la mujer que contempla a todo un hombre—! ¡Cuán superior era

el público de Corneille, al que podía hacer feliz con las imágenes de la virtud caballeresca, del deber severo, del sacrificio generoso, de la heroica disciplina de sí mismo! ¡De qué modo tan distinto al de ahora amaban uno y otro la existencia! No la concebían como la creación de una

voluntad ciega e inculta, a la que se maldice por no poderla destruir. Amaban la existencia como un lugar en el que puede coexistir la grandeza y la humanidad, y en donde ni la más rígida opresión en las formas, ni la sumisión a la voluntad del príncipe o del poder eclesiástico pueden ahogar el orgullo, ni los sentimientos caballerescos, ni la gracia, ni el ingenio de cada individuo, sino que constituyen un

encanto más y un

aguijón para crear un contraste con la soberanía y la nobleza de linaje, con el poder hereditario del querer y la pasión.

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El deseo de enemigos perfectos. No puede negarse que Francia ha sido el pueblo más cristiano de la tierra, no porque en ella la devoción de las masas haya sido mayor que en ningún otro lugar, sino porque las formas más difíciles de realizar del ideal cristiano han encarnado allí en hombres, no quedándose en el puro nivel de los conceptos, las intenciones y los bosquejos imperfectos. Véase a Pascal, el cristiano que mejor ha sabido unir el fervor, el ingenio y la lealtad, ¡y hay que ver todo lo que hay que conciliar en semejante cúmulo de cosas! Véase a Fenelón, la expresión más perfecta y seductora de la

cultura cristiana en todas sus formas; un término medio sublime, cuya posibilidad nos sentimos tentados como historiadores a negar y que fue realmente una perfección de una dificultad e inverosimilitud infinitas. Véase a Madame de Guyon, entre los quietistas franceses: todo lo que la elocuencia y el ardor del apóstol Pablo trató de adivinar sobre el estado semidivino del cristiano (el estado más sublime, más amante, más silencioso, más estático), se ha hecho verdad en ella, aunque despojado de esa importunidad judía respecto a Dios que manifiesta San Pablo, importunidad que evita gracias a esa ingenuidad tan femenina, tan distinguida y tan francesa en la palabra y en el gesto. Véase al fundador de la Trapa, el último que tomó en serio el ideal ascético cristiano, que no fue una excepción entre los franceses, sino un auténtico francés, ya que hasta hoy su sombría creación no ha podido aclimatarse y prosperar más que entre franceses, a los que acompañó a Alsacia y a Argelia. No olvidemos a los hugonotes: no ha vuelto a darse después de ellos una unión más bella entre el espíritu guerrero y el amor al trabajo, las costumbres refinadas y la austeridad cristiana. Véase, por último Port Royal, en donde asistimos a la última floración de la elevada erudición cristiana, floración de un tipo que en ningún otro lugar es entendido por los grandes hombres como en Francia. Lejos de ser superficial, un gran francés tiene siempre superficie, entendida esta como una envoltura natural que guarda un contenido y una profundidad, mientras que la profundidad de un gran alemán suele estar encerrada en un frasco de forma extraña, como un elixir al que se trata de proteger de la luz del día y de las manos torpes con un casco duro y regular. Adivinéis después de esto por qué este pueblo, que contó con los tipos más perfectos de la cristiandad, generó necesariamente los tipos contrarios —los más perfectos también— del librepensamiento anticristiano. El librepensador francés se ha tenido que enfrentar, en su fuero interno, con grandes hombres de carne y hueso, y no sólo con dogmas y con abortos sublimes, como los librepensadores de otros pueblos.

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Espíritu (esprit[3]) y moral. El alemán, que posee el secreto de ser aburrido teniendo inteligencia, saber y sentimiento, y que se ha habituado a considerar moral el aburrimiento, ante el espíritu francés, siente una especie de miedo de que este le saque los ojos a la moral, miedo semejante al temor y a la alucinación que experimenta un pajarillo ante una serpiente de cascabel. Entre los alemanes célebres, ninguno ha tenido quizá más

esprit que Hegel, pero tenía también un miedo tan grande y tan alemán al

esprit, que le hizo tener un estilo muy defectuoso. Lo característico de ese estilo consiste en envolver un núcleo y en seguir envolviéndolo más y más hasta que apenas se transparente y pueda aventurar una mirada curiosa y avergonzada,

como la mirada de una joven a través de su velo, por usar una expresión de aquel antiguo enemigo de las mujeres que fue Esquilo. Ese núcleo es una salida ingeniosa, impertinente a veces, sobre un tema muy intelectual, una combinación de palabras, sutil y ósea, como la que se requiere en un grupo de pensadores, una especie de entremés de la ciencia. Ahora bien, al estar tan farragosamente expuesta, resulta una ciencia abstrusa y produce el más completo aburrimiento moral. Los alemanes consideran que esta es una forma lícita del

esprit, y gozan tanto de ella que un hombre con una inteligencia tan clara como Schopenhauer se quedó estupefacto de asombro, y durante toda su vida estuvo criticando violentamente el espectáculo que ofrecían los alemanes, sin saber nunca explicárselo.

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La vanidad de los maestros de moral. El poco éxito que han tenido los maestros de moral se debe al hecho de que querían demasiadas cosas a la vez, y a que eran tan ambiciosos que pretendían dar preceptos válidos

para todo el mundo. Pero esto es vagar en el vacío o lanzar discursos a los animales para que se conviertan en seres humanos. ¿Qué tiene de raro que los animales se aburran? Hay que escoger círculos restringidos y buscar y fomentar la moral en ellos; lanzar, por ejemplo, discursos a los lobos para que se conviertan en perros. Con todo, quien tiene más éxito es el que no pretende ni educar a todo el mundo, ni siquiera a un círculo restringido, sino que se limita a un solo individuo, y no mira a derecha e izquierda. Precisamente el siglo pasado fue superior al nuestro porque contó con muchos hombres educados individualmente y con educadores en la misma proporción que cifraron en esto la

misión de su vida y su dignidad ante sí mismos y ante cualquier otra

buena compañía.

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Lo que llamamos «educación clásica». ¡Qué terrible es descubrir que nuestra vida está

consagrada al conocimiento y que la malgastaríamos, o mejor, que la habríamos malgastado si esa consagración no nos defendiera de nosotros mismos; repetir con frecuencia y emoción aquellos versos que dicen:

Yo te sigo, destino. Y aunque no quisiera, habría de hacerlo por necesidad, aún a costa de mis lágrimas; y luego, retrocediendo en el camino de la vida, descubrir igualmente que la disipación de nuestra juventud es algo irreparable, porque nuestros educadores no emplearon esos años fogosos y ávidos de saber en llevarnos al conocimiento de las cosas, sino en impartirnos la

educación clásica! ¡Qué derroche el de nuestra juventud cuando con tanta torpeza como barbarie se nos inculca un saber imperfecto sobre los griegos y los romanos, así como sobre sus lenguas, obrando en contra de ese principio supremo de toda cultura, según el cual no hay que dar un alimento a nadie que no tenga hambre de él! ¡Qué derroche supone el que se nos haya impuesto a la fuerza las matemáticas y la física, en lugar de habernos preparado previamente haciéndonos ver lo desesperante que es la ignorancia y el reducir nuestra vida diaria, nuestros movimientos y todo cuanto sucede de la mañana a la noche en el taller, en el cielo y en la naturaleza, a miles de problemas que atormentan, humillan e irritan, para mostrar entonces a nuestro deseo que necesitamos, por encima de todo, un saber matemático y mecánico, y comunicarnos de inmediato esa primera embriaguez científica que nos proporciona la lógica absoluta de este tipo de saber! ¡Pensar que ni siquiera nos han enseñado a

respetar estas ciencias, que no se estremezca nuestra alma, aunque sea por una vez, ante las luchas, las derrotas y los nuevos combates de sus grandes hombres, ante ese martirologio que constituye la historia de la ciencia pura! Por el contrario, sentíamos cierto desprecio hacia las verdaderas ciencias y apreciábamos más los estudios

históricos, la

instrucción encaminada a desarrollar el espíritu y el

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