Aurora

Aurora


Libro tercero

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clasicismo. ¡Con qué facilidad nos hemos dejado engañar! ¡Una instrucción encaminada a desarrollar el espíritu! Habríamos podido señalar con el dedo a los mejores profesores de nuestros liceos, y preguntar riendo: «¿Dónde está esa instrucción encaminada a desarrollar el espíritu? ¿Cómo nos la va a enseñar quien no la tiene?». ¡Y el clasicismo! ¿Hemos aprendido algo de lo que los griegos enseñaban a sus jóvenes?; ¿hemos aprendido a hablar y a escribir como ellos? ¿No hemos ejercitado sin descanso en esa gimnasia de la conversación que es la dialéctica? ¿Hemos aprendido a movernos con belleza y arrogancia como ellos, a destacar como ellos en la lucha, en los juegos, en el pugilato? ¿Hemos aprendido algo del ascetismo práctico de los filósofos griegos? ¿Nos hemos ejercitado en una sola de las virtudes antiguas, a la manera como lo hacían los antiguos? ¿No carece toda nuestra educación de una reflexión respecto a la moral, y sobre todo de la única crítica que se puede hacer a esta, de un intento valiente de vivir con arreglo a una o a otra moral determinada? ¿Ha suscitado esa educación en nosotros algún sentimiento que los antiguos estimaran más que los modernos? ¿Se nos ha enseñado a distribuir el día y la vida, así como los fines que los antiguos situaban por encima de la vida? ¿Hemos aprendido las lenguas antiguas como aprendemos las de los pueblos vivos, es decir, a hablarlas bien y con facilidad? ¡En ningún sitio encontramos una auténtica aptitud, una nueva facultad, que sea el fruto de esos años de trabajo! Sólo hallamos informes sobre lo que, en otros tiempos remotos, los hombres sabían y podían hacer. ¡Y qué informes! Con el tiempo, cada vez me va pareciendo más evidente que el mundo griego antiguo, a pesar de la sencillez y de la claridad con las que se nos presenta, es muy difícil de entender, que casi nos es inaccesible, y que la facilidad con la que suele hablarse de los antiguos no es más que o ligereza o la antigua y hereditaria jactancia de la irreflexión. Nos engañan las palabras y las ideas semejantes, pero detrás de ellas se esconde un sentimiento que

debería resultar extraño e incomprensible al sentimiento moderno. ¡Y en este terreno deben desenvolverse los niños! Si así lo hemos hecho durante nuestra infancia, habremos adquirido una antipatía casi insuperable hacia la antigüedad: la antipatía que provoca una familiaridad aparentemente estrecha. La fatuidad de nuestros educadores clásicos, que pretenden estar

en posesión del saber de los antiguos, hace que quieran transmitir esa posesión a sus educandos con la idea de que, aunque no puede hacer feliz a nadie, al menos enorgullece a los honrados y chiflados

ratones de biblioteca. Nuestra educación clásica termina con la idea de que se guarden los antiguos su tesoro, tan digno de ellos. Por nuestra parte, no hay nada que oponer. ¡Pero no pensamos sólo en nosotros!

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Los problemas más personales de la verdad. ¿Qué es, en el fondo, lo que

hago? ¿Adónde quiero yo ir? Este es el problema de la verdad que no se enseña en el estado actual de nuestra cultura, y que, por consiguiente, nadie se plantea porque no tiene tiempo para ello. Sin embargo, siempre encontramos tiempo para cosas que son de nuestro agrado: decir estupideces a los niños y no hablarles de la verdad, decir galanterías a las mujeres que luego serán madres y no hablarles de la verdad, hablarles a los jóvenes de su futuro y de sus placeres pero no de la verdad. Pero, a fin de cuentas, ¿qué son los setenta años que dura una vida? Estos pasan muy rápidos, y ¡le es tan indiferente a una ola saber adónde le lleva el viento! Hasta puede que haya una sabiduría

en ignorarlo. «De acuerdo, pero es una falta de orgullo, no

informarse siquiera; nuestra civilización no produce hombres orgullosos». ¡Mejor! «Pero ¿es verdaderamente mejor?».

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La enemistad de los alemanes hacia el racionalismo. Examinemos lo que los alemanes han aportado con su trabajo intelectual a la cultura general en la primera mitad de este siglo. Veamos, en primer lugar, los filósofos alemanes. Estos han retrocedido al grado primitivo de la especulación, pues, como los pensadores de las épocas de ensueño, se han contentado con conceptos, en lugar de explicaciones, por lo que han revivido un tipo precientífico de filosofía. Veamos, en segundo lugar, los historiadores y los románticos alemanes: sus esfuerzos se han dirigido, por lo general, a reinstaurar sentimientos antiguos y primitivos, como el cristianismo, el alma, las leyendas y las formas del habla populares, la Edad Media, el ascetismo oriental, el hinduismo. Veamos, en tercer lugar, los científicos. Estos han luchado contra el espíritu de Newton y de Voltaire, y han tratado de implantar, como Goethe y Schopenhauer, la idea de una naturaleza divinizada o diabolizada y la significación moral y simbólica de esta idea. La tendencia general y más importante de los alemanes ha sido alzarse contra el racionalismo y contra la Revolución, que, en virtud de un burdo error, ha sido considerada como una consecuencia del primero; la devoción hacia lo actualmente establecido ha tendido a convertirse en devoción por lo antiguo, sin otra finalidad que la de volver a llenar el corazón y el espíritu, sin dejar espacio para las ideas nuevas e innovadoras. Frente al culto a la razón, se alzó el culto al sentimiento, y los músicos alemanes, artistas de lo indivisible, de la exaltación, de la leyenda y del deseo infinito, contribuyeron en la edificación de un nuevo templo, con más éxito que todos los artistas de la palabra y del pensamiento. Aun aceptando que, en los detalles, se han dicho y descubierto muchas cosas buenas, y que algunas se han juzgado con mayor equidad que antes, hay que reconocer que, en conjunto, esta tendencia ha supuesto un peligro público nada insignificante: el peligro de situar el conocimiento por debajo del sentimiento, con la apariencia de conseguir un conocimiento pleno y definitivo del pasado. Por decirlo con palabras de Kant, que definió así su tarea: «Volver a abrir el camino de la fe, fijando límites a la ciencia».

Respiremos el aire libre de nuevo: ya ha pasado el momento de peligro. Y, cosa singular, los espíritus que los alemanes evocaban con tanta elocuencia se han convertido, a la larga, en el mayor peligro para las intenciones de quienes los evocaban: la historia, el conocimiento de los orígenes y de la evolución, la simpatía por el pasado, la pasión resucitada del sentimiento y del conocimiento, todo ello, tras haber estado un tiempo al servicio del espíritu obnubilado, exaltado y retrógrado, ha cambiado un buen día de condición, y ahora se eleva con unas alas mayores ante los ojos de sus antiguos evocadores y se convierte en el genio fuerte y nuevo

de aquel racionalismo contra el que se había evocado. Ahora nos toca a nosotros llevar más lejos aún ese racionalismo, sin tener en cuenta que contra él se hizo tanto

una revolución como una

gran reacción. El hecho de que se den una revolución y una reacción no es más que un juego de las olas en comparación con el inmenso oleaje en el que nos agitamos o en el que nos queremos agitar.

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Conferir un rango a su país. Tener un gran número de experiencias internas y situarse por encima de ellas, apoyándose en ellas, con la mirada propia de un intelectual, es lo que hacen los representantes de la cultura que confieren un rango a su país. En Francia y en Italia, esto fue obra de la nobleza; en Alemania, donde hasta hoy la nobleza estaba constituida por unos cuantos pobres de espíritu (aunque tal vez esto no dure mucho), dicha misión ha recaído en los eclesiásticos, en los profesores y en sus descendientes.

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Nosotros somos más nobles. Lo que llamamos

bueno, distinguido —y en lo que superamos a los griegos— es la suma de fidelidad, generosidad y pudor de la buena reputación, reunidos en un solo sentimiento. Por nada del mundo renunciaríamos a esto, ni siquiera con el pretexto de que los objetos antiguos de estas virtudes han perdido estimación (y con razón); sino que tratamos de sustituir con nuevos objetos los objetos de esta herencia, a la que consideramos como la más preciada. Para ver que los sentimientos de los griegos más nobles parecerían vulgares y casi indecorosos ante nuestra nobleza caballeresca y feudal, no hay más que recordar las palabras de consuelo que salen de la boca de Ulises en los más vergonzosos apuros; «¡Soporta esto, corazón mío, ya que has soportado cosas peores!». Como concreción práctica del modelo mítico, podemos añadir a este ejemplo la anécdota de aquel general ateniense que, al ser amenazado con un bastón por otro oficial ante el estado mayor en plano, evitó la vergüenza diciendo: «Pega, pero escucha». Quien dijo esto fue Temístocles, un hábil Ulises de la época clásica, que muy bien podía haber dirigido a

su corazón, en esa situación apurada, las mencionadas palabras de consuelo.

Los griegos estaban muy lejos de poner en juego su vida a causa de un insulto, como hacemos nosotros por influencia del espíritu aventurero y caballeresco que hemos heredado, y de una cierta necesidad de sacrificio. Por la misma razón no buscaban la ocasión de arriesgar la vida por motivos de honra, como en los duelos, ni estimaban la conservación del buen nombre (es decir, del honor) más que la mala reputación, si esta última era compatible con la gloria y el sentimiento de poder. Tampoco se preocupaban de ser fieles a los prejuicios y a los artículos de fe de una casta cuando podían impedir la llegada de un tirano. El secreto poco noble de todo buen aristócrata griego consistía en esto: una celosa rivalidad le hacía tratar en pie de igualdad a todos los individuos de su casta, pero siempre estaba dispuesto a saltar como un tigre sobre su presa: el despotismo. ¿Qué le importaba entonces la mentira, el crimen, la traición y la ruina voluntaria de su ciudad natal? La justicia era algo extremadamente difícil a los ojos de esta clase de hombres; les parecía casi increíble. La palabra

justo les sonaba a los griegos como la palabra

santo a los cristianos. Cuando Sócrates se aventuró a decir que el hombre virtuoso es el más feliz, no dieron crédito a lo que oían, y pensaron que se trataba de un absurdo. Para un ciudadano de origen noble, el hombre más feliz era el que no tenía consideración alguna, el tirano que, llevado por una pasión diabólica, lo sacrificaba todo y a todos en aras de su orgullo y de su capricho. Entre hombres que ansiaban íntimamente alcanzar de una forma salvaje semejante felicidad, no podía arraigar hondamente la veneración del Estado. Con todo, he de añadir que tratándose de hombres que no estén tan ciegos por la sed de poder como aquellos miembros de la nobleza griega, la idolatría del Estado, que antiguamente se utilizó para poner freno a este deseo, no resulta necesaria.

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Soportar la pobreza. La gran superioridad del origen noble consiste en que permite soportar mejor la pobreza.

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El futuro de la nobleza. La actitud del mundo aristocrático muestra que en todos sus miembros el sentimiento de poder ejerce constantemente un papel seductor. El individuo de hábitos aristocráticos, sea hombre o mujer, no se entrega al abandono, recostándose, por ejemplo, en los cojines del vagón, cuando viaja en tren, ni da muestras de cansancio por estar de pie horas enteras en la corte; decora y dispone su casa, no guiándose por la comodidad, sino para que produzca la impresión de que se trata de algo amplio e imponente, de una morada apta para alojar a seres más grandes y más longevos que el común de los mortales. Ante un discurso provocativo, responde con moderación, con espíritu sereno, sin mostrarse escandalizado ni desquiciado, como hacen los plebeyos. Del mismo modo que sabe conservar la apariencia de una fuerza física superior, siempre dispuesta, procura mantener también, hasta en las situaciones más difíciles, mediante una seguridad constante y mucha amabilidad, la impresión de que su alma y su espíritu están a la altura de los peligros y a la medida de las sorpresas. En lo que se refiere a la pasión, una cultura noble se asemeja o bien a un jinete que disfruta haciendo caminar al paso español a un caballo fogoso y vivo —recordemos la época de Luis XVI—, o bien a un jinete que advierte que su caballo se lanza disparado como una fuerza de la naturaleza y que ambos están a punto de perder la cabeza, pero que gozan de la carrera irguiéndose con orgullo. En ambos casos, la

cultura noble rezuma poder, y, aunque muchas veces o con frecuencia, en sus costumbres, no exige más que aparentar un sentimiento de poder, el auténtico sentimiento de poder aumenta con la impresión que causa este juego en quienes no son nobles y con el espectáculo de semejante impresión.

Este indudable privilegio de la cultura noble, basada en el sentimiento de superioridad, está empezando ahora a alcanzar un grado superior, puesto que, gracias a todos los espíritus libres, ya no sólo no es deshonroso, sino lícito, penetrar en el orden del conocimiento para buscar allí una mayor dedicación intelectual y adquirir una cortesía de orden superior, teniendo a la vista un ideal de

sabiduría victoriosa que ninguna otra época ha podido erigir ante sí con tanta razón como la época que acaba de empezar. Y es que, a fin de cuentas, ¿de qué se va a ocupar la nobleza, si cada día va resultando más indecoroso dedicarse a la política?

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Los cuidados que exige la salud. Cuando no se ha hecho más que empezar a estudiar la fisiología del delincuente, ya sabemos con certeza que no existe una diferencia esencial entre los criminales y los locos, si es que estamos en lo cierto al suponer que la forma corriente y aceptada de pensar en moral constituye el criterio para determinar el concepto de

salud mental. De todos modos, esta es la idea más extendida hoy en día. Por ello, no nos hemos de asustar a la hora de extraer las consecuencias de esta doctrina, según las cuales hay que considerar que el delincuente es un enfermo. No se le debe tratar, pues, con una caridad altanera, sino con la sabiduría y la buena voluntad de un médico. Necesita cambiar de aires y de sociedad, alejarle momentáneamente, procurarle tal vez soledad y nuevas ocupaciones. Perfectamente. Quizá él mismo reconozca que le conviene vivir durante algún tiempo sometido a una vigilancia que le proteja de sí mismo y de su molesto e

histórico instinto. ¡Muy bien! Hay que ofrecerle abiertamente la posibilidad de curarse y los medios para ello (es decir, para extirpar, cambiar, sublimar ese instinto), y hay que darle al criminal incorregible que se siente horrorizado de sí mismo, la oportunidad de que se suicide. Reservado este recurso como medio supremo de alivio, no hay que escatimar medio alguno para devolver al criminal la valentía y la libertad de espíritu que le convienen; hay que borrar de su alma todo remordimiento, como si se tratara de una limpieza moral, e indicarle la forma de compensar el daño que tal vez causara a alguien, mediante una acción que beneficie a otro, en una medida que incluso pueda superar el perjuicio causado. Todo ello con una precaución extrema y, sobre todo, de una forma anónima o haciéndole cambiar de nombre y de residencia, para que la integridad de la reputación y la vida futura del criminal corran los menos riesgos posibles.

Bien es cierto que todavía hoy aquel a quien se ha causado un daño quiere vengarse, abstracción hecha de cómo podría repararse ese daño, y se dirige a los tribunales para obtener venganza. Esta es la razón de que sigan existiendo nuestras horribles sanciones impuestas por el derecho penal, con su balanza de tendero y su afán de

compensar el delito con la pena. Pero ¿no habría forma de avanzar en este aspecto? ¡Cómo mejoraría el sentimiento general de la vida, si pudiéramos librarnos de la creencia en la culpa, así como del viejo instinto de venganza, y llegásemos a comprender la sutil sabiduría del hombre feliz que bendice a sus enemigos, como hace el cristianismo, y

hace bien a quienes le han agraviado! ¡Alejemos del mundo la idea de pecado, y rechacemos acto seguido el espíritu de

castigo! ¡Que se vayan a vivir desterrados y lejos de los hombres estos demonios, si es que se empeñan en seguir viviendo y no les mata el asco de sí mismos! Mientras tanto, hemos de pensar que el daño que los criminales causan a la sociedad y al individuo, es de la misma naturaleza que el causado por los enfermos: los enfermos difunden en torno a ellos inquietudes y malhumor, no producen nada y consumen lo que otros producen, necesitan guardianes, médicos, cuidados, y viven del tiempo y de las fuerzas de los individuos sanos. Sin embargo, quien quisiera

vengarse de todo esto en el enfermo, sería considerado casi inhumano. Bien es cierto que así se hacía antiguamente: en los estadios más primitivos de la civilización, e incluso hoy en ciertos pueblos salvajes, el enfermo es considerado como un criminal, como un peligro para la comunidad y como la morada de algún ser diabólico que, a consecuencia de las faltas del enfermo, se ha albergado en él; por eso se cree que todo enfermo es culpable y pecador. ¿Será que todavía no estamos preparados para creer lo contrario? ¿No podremos decir aún que todo

culpable es un enfermo? No, todavía no ha llegado la hora. Lo que faltan son médicos, médicos para quienes lo que hasta ahora hemos llamado moral práctica pase a ser un capítulo del arte de curar. Falta que se despierte el interés por estos temas, pero llegará un día en que ese interés sea similar a las agitaciones turbulentas que antaño suscitó la religión; las iglesias no están todavía en manos de los que cuidan a los enfermos; el estudio del cuerpo y del régimen sanitario no figura aún entre las materias obligatorias de todas las escuelas superiores y primarias; no existen todavía asociaciones privadas compuestas por personas que se comprometan a no recurrir a los tribunales, a no castigar a quienes les causen un mal y a no vengarse de ellos. Ningún pensador ha tenido aún la valentía de medir la salud de una sociedad y de los individuos que la componen en función del número de parásitos que es capaz de soportar, y ningún hombre de Estado ha impulsado su arado guiándose por el espíritu de esa máxima generosa y dulce que dice: «Si quieres cultivar la tierra, cultívala con el arado; entonces gozarán de ti el pájaro y el lobo que vayan detrás de tu arado; todas las criaturas gozarán de ti».

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Contra los malos regímenes. Huyamos de las comidas que hacen hoy los hombres, tanto en los restaurantes como en las mansiones de las clases acomodadas de la sociedad. Hasta cuando son científicos los que se reúnen en torno a una mesa, sus prácticas no difieren de las de los banqueros, siguiendo un principio que prima la

abundancia y la

variedad. Cabe, pues, deducir que los manjares se preparan con vistas al efecto que causan, y no de acuerdo con las consecuencias que producen, lo que exige el uso de bebidas excitantes para aliviar la pesadez del estómago y del cerebro. Huyamos de la disipación y de la sensibilidad exagerada, resultantes de tal costumbre, de los sueños que tendrán esas gentes, y de las artes y de los libros que son el postre de tales banquetes. Hagan lo que hagan, los actos de esas personas estarán regidos por la pimienta, por la contradicción y por un cansancio universal. (En Inglaterra, las clases ricas necesitan echar mano de su cristianismo para poder soportar sus malas digestiones y sus dolores de cabeza). Por no hablar ya de lo que todo esto tiene de repugnante, en cuanto al placer que consiguen, hay que declarar que esos hombres no tienen absolutamente nada de vividores; la actividad de nuestro siglo es más poderosa en las extremidades que en el vientre. ¿A qué responden, entonces, esas comilonas? A que son

representaciones. Y ¿qué es lo que representan? ¿El rango social? ¡Qué va! ¡El dinero! Ya no hay rangos ni jerarquías. No somos más que

individuos. Ahora bien, el dinero es lo que da poder, gloria, preeminencia, influencia. El dinero es el que determina hoy el juicio previo que nos formamos a favor o en contra de un hombre. Nadie querría esconderlo debajo de un celemín, ni tampoco mostrarlo sobre su mesa. Por eso es preciso que el dinero tenga un representante que se pueda mostrar sobre la mesa. Ese representante son vuestros banquetes.

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Danae y el dios oro. ¿De dónde procede esa significativa impaciencia que convierte hoy al hombre en criminal, en situaciones que explicarían más bien la inclinación contraria? Si este pesa con balanzas falsas, ese incendia su casa después de haberla asegurado por encima de su valor, aquel acuña moneda falsa, si las tres cuartas partes de la alta sociedad realizan fraudes legales y cargan su conciencia con operaciones de bolsa y especulaciones, ¿qué es lo que les impulsa? No se trata de una verdadera miseria; su existencia no es precaria; tal vez comen y beben sin preocuparse por el futuro. Lo que les mueve, sí, es la terrible impaciencia de ver lo lentamente que se amasa el dinero, y un apego y un amor al dinero acumulado, que les torturan día y noche. Sin embargo, en esta impaciencia y en este amor lo que reaparece es el fanatismo del

deseo de poder, inflamado en otros tiempos por la creencia de estar en posesión de la verdad, ese fanatismo que ha ostentado nombres tan hermosos que hasta podía incitar a ser inhumano con

la conciencia tranquila (a quemar judíos, herejes y buenos libros, y a exterminar totalmente civilizaciones superiores, como las de México y Perú). Han cambiado los medios de que se vale el deseo de poder, pero sigue hirviendo el mismo volcán de siempre: la impaciencia y el amor desmesurados exigen sus víctimas, y lo que antes se hacía

por la voluntad de Dios, hoy se hace por la voluntad del oro, es decir, por lo que hoy produce el sentimiento de poder más elevado y la mayor tranquilidad de conciencia.

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El pueblo de Israel. Entre los espectáculos a que nos invita el siglo próximo, hay que incluir el arreglo definitivo de los destinos de los judíos en Europa. Es evidente que han echado los dados y pasado el Rubicón; ya no les queda otro remedio que o convertirse en los amos de Europa o perder Europa, como en tiempos remotos perdieron Egipto, cuando se vieron enfrentados al mismo dilema.

En Europa se han formado en una escuela de dieciocho siglos, como no lo ha hecho ningún otro pueblo, y de una forma que las experiencias de ese terrible período de prueba han aprovechado más a los individuos que a la comunidad. La consecuencia de esto es que, entre los actuales judíos, los recursos del alma y de la inteligencia tienen una fuerza extraordinaria. Entre todos los europeos, ellos son los que con menos frecuencia recurren, en la miseria, a la bebida y al suicidio para escapar de una situación penosa, despreciando este medio que suele ser común entre individuos de menores aptitudes. Todo judío encuentra en la historia de sus padres y de sus antepasados un manantial de ejemplos de razonamiento frío y de perseverancia en situaciones terribles, del más ingenioso aprovechamiento de la desgracia y del azar. Su valor, bajo la apariencia del servilismo más mezquino, su heroísmo en el

spemere se spemi, superan a las virtudes de los santos. Se ha pretendido hacerles despreciables a base de tratarles con desprecio durante cerca de dos mil años, impidiéndoles el acceso a los honores, a todo lo honroso, y enviándoles, por el contrario, a los oficios más indecorosos, y verdaderamente este procedimiento no les ha vuelto menos sucios. Pero ¿les ha hecho despreciables? Nunca han dejado de creer que estaban llamados a los más altos destinos, ni han dejado de adornarles todas las virtudes de los que sufren. La manera que tienen de honrar a sus padres y a sus hijos, sus matrimonios y sus costumbres conyugales, les distinguen de entre todos los europeos. Y, aún más, han sabido crearse un sentimiento de poder y de venganza eterna con las profesiones que les han dejado desempeñar los europeos o que ellos mismos han abrazado. En disculpa de su usura, hay que declarar que sin la inquina con que eran tratados a causa de esta ocupación, agradable y útil en ocasiones, difícilmente hubieran podido conservar durante tanto tiempo su propia estimación. Y es que nuestra autoestimación exige que podamos hacer uso de represalias y de correspondencias en bien y en mal. Con todo, los judíos no han ido demasiado lejos en su venganza, pues poseen la libertad intelectual y de alma que producen el cambiar frecuentemente de lugar y de clima, y el contacto con las costumbres de vecinos y opresores. De este modo han llegado a alcanzar una enorme experiencia en lo que a relaciones humanas se refiere, y hasta en sus pasiones aprovechan la circunspección que proporciona esta experiencia. Tan seguros están de su flexibilidad intelectual y de su habilidad que nunca, ni en los momentos más difíciles, han tenido la necesidad de ganarse el pan con el esfuerzo físico, en trabajos rudos como los de mozo de cuerda o segador. En sus maneras se sigue observando que no se ha inculcado en su alma sentimientos caballerescos y nobles, que sus cuerpos no han ceñido arrogantes armaduras; una cierta dosis de indiscreción se combina en ellos con una sumisión casi siempre penosa, aunque muchas veces aparece revestida de afabilidad. Pero como están emparentados —y cada vez lo estarán necesariamente más— con la mejor nobleza de Europa, acabarán incorporándose de un modo considerable las buenas formas espirituales y físicas, de suerte que dentro de cien años presentarán un aspecto lo suficientemente noble como para no

avergonzar a quienes les estén sometidos por el hecho de ser sus amos.

Esto es verdaderamente lo que importa; por eso es prematura aún una salida a su situación. Saben mejor que nadie que no pueden pensar en conquistar Europa, ni en actos de violencia de ningún tipo; pero también saben que puede llegar un día en que Europa caerá en sus manos como fruta madura, sin que tengan que hacer otro esfuerzo que el de alargar el brazo.

Mientras tanto, deben destacar en todos los órdenes de la distinción europea, ser los primeros en todo, hasta que llegue un momento en el que sean ellos mismos quienes determinen qué es lo distinguido. Entonces serán los innovadores y los guías de los europeos, sin ofender el pudor de estos. ¿Y adónde fluirá todo ese abundante caudal de grandes impresiones acumuladas que la historia judía ha ido dejando en cada familia israelita, esa abundancia de pasiones, de decisiones, de renuncias, de luchas, de victorias de todo tipo, si no es a sus grandes obras y a sus insignes intelectuales? Entonces, cuando los judíos puedan mostrar esas joyas y esos vasos de oro, que serán obra suya, a los pueblos europeos de experiencia más breve y menos profunda, incapaces de producir cosas semejantes; cuando Israel haya cambiado su venganza eterna en bendición eterna para Europa, habrá llegado ese séptimo día en el que el antiguo Dios de los judíos podrá alegrarse a causa de sí mismo, de su creación y de su pueblo elegido, y todos sin excepción podremos alegrarnos con él.

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Estado imposible. Pobre, alegre e independiente son tres cualidades que pueden darse juntas en una misma persona; lo mismo cabe decir de pobre, alegre y esclavo, suma de cualidades que pueden atribuirse a los obreros esclavizados de las fábricas, si es que no les resulta

vergonzoso que les

utilicen como tornillos de una máquina y, en cierto modo, como comparsas de la inventiva humana. Que nadie crea que con un salario más elevado desaparecería lo que hay de

esencial en su miseria, en su servidumbre impersonal. Que nadie se deje convencer con el argumento de que aumentando esa impersonalidad, por medio del engranaje de la máquina de una nueva sociedad, se conseguiría convertir en virtud la vergüenza de la esclavitud. Que nadie crea que, mediante un precio cualquiera, se puede dejar de ser persona para convertirse en tornillo. ¿Sois cómplices de la actual locura de las naciones que pretenden producir mucho y enriquecerse lo más posible? Vosotros sois los encargados de presentarles otra partida, de mostrarles las grandes sumas de valor

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