Aurora

Aurora


Libro tercero

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interior que se desperdician para lograr ese fin exterior. Pero ¿dónde está vuestro valor interior si no sabéis lo que es respirar con libertad, si apenas sabéis poseeros a vosotros mismos, si con frecuencia estáis cansados de vosotros mismos, como de una bebida que ha perdido su fragancia, si prestáis atención a los periódicos y miráis de reojo a vuestro vecino rico, consumidos por la envidia viendo el alza y la baja rápidas que se producen en el terreno del poder, del dinero y de las opiniones, si no tenéis ya fe en la filosofía que se viste con harapos, ni en la libertad de espíritu de quien no necesita nada, si la pobreza voluntaria e idílica, la falta de profesión y el celibato, que deberían ser los ideales de los más intelectuales de vosotros, os parecen algo irrisorio? Por el contrario, la flauta socialista de los cazadores de ratones os suena a música celestial: esos cazadores de ratones que quieren enardeceros con esperanzas absurdas, y que os dicen que estéis preparados y nada más, dispuestos de hoy a mañana, esperando algo exterior, de forma que esperéis constantemente, viviendo respecto a lo demás como de costumbre, hasta que esa espera se convierta al fin en hambre y sed, en fiebre y locura, y amanezca, por último, en todo su esplendor el día del triunfo de la bestia.

Por el contrario, deberíais pensar: «¡Más vale emigrar y acabar siendo

dueños de comarcas nuevas y salvajes, y sobre todo dueños de nosotros mismos; cambiar de residencia mientras nos siga amenazando la esclavitud, no huir de la aventura ni de la guerra, y estar en último término dispuestos a morir, con tal de que no siga este indecoroso servilismo, con tal de que acabe esta tendencia a agriarnos, a volvemos venenosos y conspiradores!». He aquí cuál sería la forma correcta de ver las cosas: los obreros europeos deberían considerar que nada pueden hacer realmente

en cuanto clase, no como algo duramente condicionado y falsamente organizado; deberían iniciar una nueva era en la que el enjambre emigre de la colmena europea, de una forma nunca vista hasta hora, y protestar mediante el acto de elegir libremente el lugar de residencia —un acto de gran estilo—, contra la máquina, contra el capital y contra esa alternativa que les amenaza, consistente en ser o esclavos del Estado o esclavos de un partido revolucionario. Que Europa se libere de la cuarta parte de sus habitantes. Será un alivio para ella y para ellos. En las remotas empresas coloniales a las que emigren en enjambres, podrá apreciarse cuánto sentido común, cuánta equidad, qué sana desconfianza ha inculcado la madre Europa en sus hijos, en esos hijos que ya no soportaban vivir al lado de esa vieja chocha, y que corrían el riesgo de volverse sombríos, irritables y licenciosos como ella. Fuera de Europa, las virtudes de Europa viajarían con estos trabajadores, y lo que en la tierra natal empezaba a degenerar en un malestar peligroso y en una inclinación criminal, adquiriría fuera un carácter salvaje y hermoso, que se llamará heroísmo. A su vez, en la vieja Europa, demasiado poblada y demasiado replegada en sí misma, se respiraría un aire más puro. ¡Qué importa que falten

brazos para el trabajo! Acaso entonces nos demos cuenta de que nos habíamos acostumbrado a necesitar muchas cosas porque era fácil conseguirlas. Bastará con que desarraiguemos de nosotros esa costumbre. Tal vez entonces traigamos chinos que aporten la manera de vivir y de pensar que conviene a las hormigas laboriosas. Esto podría contribuir incluso a infundir en la sangre de esta Europa turbulenta, que se consume, un poco de calma y de espíritu de contemplación asiáticos, y —lo que es más necesario— de capacidad asiática para

resistir el dolor.

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Cómo se comportan los alemanes ante la moral. El alemán es capaz de grandes cosas, pero es poco probable que las realice, porque

cuando podría obrar con libertad, obedece, como suele ser norma entre espíritus perezosos por naturaleza. Si se ve en la situación peligrosa de estar solo y de sacudirse su pereza, si no puede cobijarse como un número más en un conjunto (y en este sentido vale infinitamente más que un francés o que un inglés), descubrirá sus fuerzas, se volverá peligroso, malo, profundo y audaz, y sacará a plena luz el tesoro de energía latente que lleva en su interior, tesoro en el que, por otra parte, nadie —ni él mismo— cree. Cuando, en semejante caso, un alemán se obedece a sí mismo —lo que siempre es una rara excepción—, lo hace con la misma torpeza, con la misma inflexibilidad, con el mismo sufrimiento con que obedece generalmente a su soberano y cumple sus deberes profesionales. Entonces estará en disposición de hacer grandes cosas que no corresponderían en modo alguno a esa

debilidad de carácter que se atribuye a sí mismo. Sin embargo, en circunstancias normales, le asusta depender

sólo de sí mismo, le da miedo

improvisar; por eso en Alemania se utilizan tantos funcionarios y tanta tinta. El alemán desconoce la ligereza de carácter; es demasiado tímido para abandonarse a ella, pero en situaciones nuevas que le despiertan de su letargo, se vuelve

casi frívolo. Disfruta entonces de lo raro de su nueva situación, como de una borrachera; en materia de borracheras es toda una autoridad. Por eso el alemán actual es casi frívolo en política, y si en este terreno le preocupa también la profundidad y la seriedad y hace uso de ellas abundantemente en sus relaciones con las otras potencias políticas, sin embargo, en el fondo, está lleno de una secreta presunción por haber tenido una vez el derecho de exaltarse, y ser una vez innovador y caprichoso, de cambiar de personas, de partidos y de esperanzas, como si fueran caretas.

Los sabios alemanes, que hasta ahora parecían ser los más alemanes que los alemanes, eran —y tal vez siguen siendo— tan buenos ciudadanos como los soldados alemanes, en virtud de esa tendencia suya arraigada y casi infantil a obedecer en todas las cosas exteriores, a causa de la necesidad que tienen de aislarse en la ciencia. Todavía cabe esperar mucho de ellos si saben mantener su actitud orgullosa, sencilla y paciente, y su independencia de las locuras políticas en tiempos en los que el viento sopla en dirección contraria. Tal y como son (o como eran) representan el estado embrionario de algo

superior.

La ventaja y la desventaja de los alemanes —incluyendo a los sabios— es que hasta hoy han estado más cerca de la superstición y de la necesidad de creer que el resto de los pueblos. Sus vicios principales siguen siendo la embriaguez y la tendencia al suicidio (este último es señal de una torpeza de espíritu que se siente impulsado fácilmente a abandonar las riendas). Su peligro radica en todo lo que paraliza las fuerzas de la razón y desata las pasiones (como, por ejemplo, el uso excesivo de la música y de las bebidas alcohólicas), porque la pasión alemana se vuelve contra lo que es personalmente útil, es autodestructiva, como la del borracho. El propio entusiasmo tiene menos valor en Alemania que en cualquier otro país, ya que es estéril. Cuando un alemán hace algo grande, es siempre en situaciones de peligro, en un arranque de valor, con los dientes apretados, con el espíritu tenso, y muchas veces con una inclinación a la generosidad. Es aconsejable mantener una relación estable con un alemán, pues todos tienen algo que dar, si se les sabe impulsar a que caigan en la cuenta de ello, ya que son esencialmente desordenados.

Cuando un pueblo de este tipo se ocupa de la moral, ¿qué moral será la que le satisfaga? Ante todo, pretenderá que en ella se idealice su inclinación a la obediencia. Una forma alemana de razonar y de sentir, que encontramos en el fondo de todas las doctrinas morales alemanas, consiste en creer que, necesariamente, ha de haber algo a lo que el hombre pueda obedecer de una manera absoluta.

¡Qué impresión tan distinta nos produce toda la moral antigua! Todos los pensadores griegos, dentro del aspecto múltiple que presentan sus imágenes, como moralistas, se parecen al profesor de gimnasia que le dice a un joven: «Ven, sígueme; entrégate a mi disciplina. Puede que así llegues a alcanzar un premio frente a todos los helenos». La virtud antigua consiste en la distinción personal. La virtud alemana consiste en someterse, en obedecer pública o íntimamente. Mucho antes que Kant y que su imperativo categórico, Lutero, llevado por el mismo espíritu, había dicho que era necesario que existiera un ser en el que el hombre pudiera confiar plenamente; en esto consistía su forma de

demostrar la existencia de Dios. Lutero, más vulgar y más tosco que Kant, pretendía que se obedeciera ciegamente, no a una idea, sino a un ser, a una persona. Pero, en última instancia, Kant tomó el rodeo de la moral para llegar a

la obediencia a la persona, pues a esto es a lo que rinde culto un alemán, por imperceptible que sea la huella de culto que subsiste en su religión.

Los griegos y los romanos tenían otros sentimientos, y se habrían burlado de esa idea de que es

necesario que exista un ser. Su libertad de sentimiento, totalmente meridional, les llevaba a defenderse de

confiar de una forma absoluta, y a conservar siempre, en lo más íntimo de su corazón, un cierto escepticismo respecto a todo, ya se tratase de dioses, de hombres o de ideas. El filósofo antiguo va todavía más lejos:

Nihil admiran («No hay que admirar nada»). Esta frase encierra toda una filosofía. Un alemán, Schopenhauer, llega a afirmar lo contrario:

Admiran est philosophari («Filosofar es admirar»), ¿qué pasará cuando, como sucede muchas veces, alcance ese estado de ánimo en el que es capaz de grandes cosas, cuando llegue la hora de la

excepción, la hora de desobedecer? No creo que tenga razón Schopenhauer cuando dice que los alemanes aventajan claramente a los otros pueblos por el hecho de que entre ellos hay más ateos que en ninguna otra parte; pero sí estoy seguro de que cuando un alemán se encuentra en situación de poder hacer grandes cosas, se

sitúa siempre por encima de la moral. ¿Cómo no iba a hacerlo? En tales casos, se encuentra en situación de hacer algo nuevo, es decir, de mandar (de mandarse a sí mismo o a los demás). Y la moral alemana no le ha enseñado a mandar. ¡Ha descuidado el arte de mandar!

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