Aurora

Aurora


Libro cuarto

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fingido. Pero esto es un burdo error, y lo mismo sucede con el estilo de un escritor que tiene hábitos distintos a los de todo el mundo. Para él, esa forma de expresarse resulta

natural, y lo que él considera

ficticio en su expresión, por haber cedido alguna vez a la moda y al

buen gusto, será lo que gustará y lo que le acreditará.

293

El exceso de agradecimiento. Una dosis mínima de más de agradecimiento y de compasión, hace sufrir tanto como un vicio. Por mucha independencia y voluntad que pongamos, empezaremos a no tener la conciencia tranquila.

294

Los santos. No hay individuos más sensuales que quienes huyen de la mujer y se ven obligados a mortificar su cuerpo.

295

Servir con sagacidad. Uno de los aspectos más difíciles del arte de servir consiste en servir a un individuo que, teniendo una ambición incontrolada y siendo un egoísta en todo, no quiere que se le tenga por tal (esta es, precisamente, una de las manifestaciones de su ambición), y exige que todo se haga según su voluntad y su capricho, pero siempre de un modo que parezca que es él quien se sacrifica y que no quiere nada para sí.

296

El duelo. Alguien decía que consideraba una ventaja poder provocar un duelo, cuando sentía una necesidad imperiosa de batirse, pues siempre había a su alrededor individuos valientes. El duelo es la única forma honrosa de suicidio que nos queda. La pena es que constituye un medio poco directo y no siempre seguro.

297

Algo nefasto. Se echa a perder a un joven con toda seguridad cuando se le enseña a apreciar más a los que piensan como él que a los que piensan lo contrario.

298

El culto a los héroes y sus fanáticos. El fanático de un ideal, al ser un hombre de carne y hueso, suele tener razón cuando

niega, y negando es terrible. Conoce lo que niega tanto, como a sí mismo, por la sencilla razón de que viene de ello, de que lo ha considerado como su casa, y de que teme interiormente tener que regresar, por lo que trata de hacerse imposible la vuelta a base de negarlo. Pero cuando afirma algo, entorna los ojos y empieza a idealizar (con frecuencia sin otra finalidad que la de hacer daño a quienes siguen en la casa que él ha abandonado).

Puede que su forma de afirmar resulte artística, pero, no obstante, habrá en ella algo de desleal. Quien idealiza a una persona la sitúa a una distancia tal que ya no puede verla con precisión, y entonces interpreta como hermoso aquello que percibe, esto es, su simetría, sus líneas desdibujadas, su falta de precisión. Como quiere adorar ese ideal que flota en la lejana altura, ha de construir un templo para rendirle culto y para protegerle del profano vulgo. Allí lleva todos los objetos venerables y santificados que tiene para que su encanto dé más relieve al ideal y este crezca o se divinice progresivamente con semejante

alimento. Por último, logrará perfilar a su dios; aunque, ¡ay!, siempre existe alguien que sabe lo sucedido (me refiero a su conciencia intelectual), y alguien que protesta inconscientemente: el propio ser divinizado, que, a consecuencia del culto, de los panegíricos y del incienso, se hace tan insoportable, que revela del modo más claro y lastimoso que no tiene nada de divino y que sus cualidades son demasiado humanas. Entonces no le queda al fanático más que una alternativa: la de dejar pacientemente que le maltraten a él y a sus semejantes, interpretando también esta desgracia «a la mayor gloria de Dios», como una forma más de autoengaño y de mentira noble; tomará partido contra sí mismo, e interpretará el hecho de verse maltratado en términos de martirio, lo que consumará su presunción. En torno a

Napoleón, por ejemplo, había hombres de esta clase, y tal vez fue él quien sembró en el alma de este siglo esa adoración romántica del

genio y del

héroe, que resulta tan ajena al espíritu racionalista de la centuria anterior. Byron no se avergonzó de decir que se consideraba «un gusano al lado de semejante hombre». (Quien dio con las fórmulas para expresar una prosternación así, fue Tomás Carlyle, aquel viejo gruñón, embrollado y presuntuoso que dedicó su vida a la inútil tarea de volver románticos a los ingleses).

299

El heroísmo aparente. El hecho de lanzarse en medio del enemigo puede ser un signo de cobardía.

300

Benevolencia para con los aduladores. Una muestra definitiva de prudencia por parte de los ambiciosos insaciables, consiste en ocultar el desprecio al ser humano que nos inspiran los aduladores, mostrándose, por el contrario, benévolos con estos, como un dios que no pudiera ser malévolo.

301

Todo un carácter. «Lo que digo, lo hago»: esta forma de pensar parece revelar todo un carácter. ¡Cuántos actos realizamos, no por lo que tienen de racionales, sino porque, cuando se nos ocurrieron, excitaron de un modo u otro nuestra ambición o nuestra vanidad, y esto nos hizo ejecutarlos ciegamente! De esta forma aumentan en nosotros la fe en nuestro carácter y tranquilizan nuestra conciencia, incrementando, en consecuencia, nuestra

fuerza; mientras que la elección de lo más racional fomenta un cierto escepticismo respecto a nosotros mismos, lo que constituye un elemento de debilidad.

302

Una, dos y tres veces cierto. Los hombres están constantemente mintiendo, pero luego no se acuerdan de que han mentido ni creen que lo hayan hecho.

303

Pasatiempo del que conoce a los hombres. Creo que me conoce y se considera sutil e importante cuando se comporta de una forma u otra conmigo. Procuraré no desengañarle, pues no me lo perdonaría; mientras que ahora me quiere mucho, porque le proporciono un sentimiento de superioridad consciente. Otro individuo teme que crea que le conozco, lo que le hace sentirse inferior. Por eso se comporta de una forma brusca e inconsecuente conmigo y trata de engañarme respecto a su persona, para volver a situarse por encima de mí.

304

Los destructores del mundo. Hay quien no es capaz de hacer algo, y termina diciendo rabioso: «¡Ojalá no queden del mundo ni los cimientos!». Esta forma tan odiosa de pensar es el colmo de la envidia, que razona así: «Como yo no puedo conseguir

tal cosa, que el mundo entero no posea

nada, que

deje de existir».

305

Avaricia. Cuando compramos algo, nuestra avaricia es mayor cuanto más bajo es el precio del objeto en cuestión. ¿Se deberá esto a que las pequeñas diferencias de precio aguzan los ojos de la avaricia?

306

Ideal griego. ¿Qué admiraban los griegos de Ulises? Ante todo, su arte para mentir y para tomar represalias de una forma astuta y terrible; en segundo lugar, saber estar a la altura de las circunstancias; parecer, llegado el caso, más noble que el que más, saber qué era lo que

se esperaba de él; ser heroicamente terco; hacer uso de cualquier medio; tener ingenio —el ingenio de Ulises causaba admiración a los dioses, que sonreían cuando pensaban en él—. Todo esto forma parte del ideal griego. Lo curioso es que no se percibiera totalmente la contradicción que existe entre

ser y

parecer, y que, en consecuencia, no se le diera importancia a esta diferencia. ¿Ha habido alguna vez mejores comediantes?

307

Facta! Si facta, ficta! El historiador no tiene que considerar los acontecimientos tal como se han producido, sino como él cree que sucedieron, pues así es como ejercen un

efecto. Lo mismo ocurre con los presuntos héroes. Lo que llamamos historia universal no es más que la exposición de opiniones presuntas sobre hechos también presuntos, que, a su vez, han generado opiniones y hechos cuya realidad se esfuma de inmediato, no

obrando más que como un vapor. Es un constante producir fantasmas entre las espesas nubes de una realidad impenetrable. Todos los historiadores cuentan cosas que no han sucedido más que en su imaginación.

308

Es distinguido no saber comerciar. Vender el mérito propio lo más caro posible, e incluso hacer usura con él, como profesor, funcionario o artista, convierte el talento o el genio en una mercancía. Hay que procurar no ser

habilidoso con el saber.

309

Miedo y amor. El miedo ha hecho que progrese el conocimiento general de los hombres más que el amor, ya que el miedo nos hace intuir qué es el que tenemos delante, qué sabe, qué quiere y qué puede. Si nos equivocamos en esto, correremos un gran peligro o nos causaríamos un mal. El amor, por el contrario, nos inclina íntimamente a ver en el prójimo hermosas cualidades y a elevarle todo lo posible; para él sería un placer y una ventaja engañarse en este aspecto; por eso no lo hace.

310

Los bonachones. Los individuos bonachones han adquirido esta forma de ser por el temor constante que inspiraban a sus antepasados los excesos ajenos: atenuaban las cosas, trataban de tranquilizar a los demás, pedían perdón, prevenían, distraían, adulaban, prodigaban miramientos, se humillaban, disimulaban su dolor y su despecho, leían en los rasgos de la cara, y acabaron transmitiendo todo ese mecanismo sutil y bien ajustado a sus hijos y nietos. Estos han tenido la suerte de no vivir ya en una situación de constante temor, pero siguen tocando el mismo instrumento.

311

Lo que llaman alma. Lo que llaman alma es el conjunto de movimientos internos que le resultan fáciles al hombre y que, en consecuencia, realiza de buen grado y con gracia. Se dice que un hombre no tiene alma cuando da muestras de que los movimientos del alma le resultan duros y penosos.

312

Los olvidadizos. En las explosiones de la pasión y en los delirios del ensueño y de la locura, el hombre reconoce su historia primitiva y la de la humanidad; reconoce la

animalidad y sus gestos salvajes; su memoria se retrotrae a un pasado muy lejano, mientras que su estado civilizado se ha desarrollado, por el contrario, a partir del olvido de estas experiencias primitivas, es decir, en relación inversa con esa memoria. El individuo que, al ser un olvidadizo de un tipo superior, se mantiene constantemente lejos de estas cosas,

no comprende a los hombres, individuos engendrados, en cierto modo, por los dioses y traídos al mundo por la razón.

313

La amistad que ya no deseamos. Deseamos más bien tener como enemigo al amigo cuyas esperanzas no podemos satisfacer.

314

En la asamblea de pensadores. En medio del océano del devenir, nosotros, aventureros y aves viajeras, nos despertamos en un islote no mayor que una barquichuela, y miramos por un momento en torno nuestro con toda la prisa y la ansiedad posibles, ya que un golpe de viento puede arrastrarnos en cualquier instante o una ola puede barrernos del islote, sin dejar el menor rastro de nosotros. Pero ahí, en ese reducido espacio, encontramos a otras aves viajeras y oímos hablar de otras más antiguas, y de este modo disfrutamos de un delicioso minuto de conocimiento y de adivinación, gorjeando juntos y agitando alegremente las alas, mientras que nuestro espíritu vaga por el océano, con no menos orgullo que el propio océano.

315

El desprendimiento. Ceder algo que nos pertenece, renunciar a un derecho agrada cuando es señal de grandes riquezas. En este terreno es donde hay que situar la generosidad.

316

Las sectas débiles. Las sectas que disminuyen en número se esfuerzan en captar adeptos inteligentes para suplir con la calidad lo que les falta en cuanto a la cantidad. Esto constituye un peligro para la inteligencia, digno de tenerse en cuenta.

317

El juicio realizado de noche. El que reflexiona sobre el trabajo que ha llevado a cabo durante el día o durante toda su vida cuando ha llegado al final y se encuentra cansado, por lo general, se entrega a consideraciones melancólicas; pero esto no hay que atribuirlo al día ni a la vida, sino al cansancio. En medio del trabajo fecundo no solemos detenemos a juzgar la vida, y menos aun cuando estamos disfrutando; pero si por ventura nos paramos a hacerlo, no damos la razón al que espera el descanso del séptimo día para encontrarlo todo bueno; ha dejado pasar el

mejor momento.

318

No os fieis de los sistemáticos. Los sistemáticos representan una comedia: al tener que rellenar su sistema y redondear el horizonte a su alrededor, tienen que presentar sus cualidades débiles igual que las fuertes: quieren aparentar de una forma completa y uniforme que son caracteres vigorosos.

319

La hospitalidad. La costumbre de ser hospitalario ha de ser explicada como un intento de neutralizar la hostilidad del extraño. Desde el momento en que este deja de ser visto como un enemigo, disminuye la hospitalidad; florece mientras florecen los recelos.

320

El clima. Un clima muy variable e incierto hace que los hombres desconfíen entre sí y que estén ansiosos de innovaciones, por el hecho de que tienen que cambiar sus hábitos. Por eso a los déspotas les gustan los países con un clima uniforme.

321

Los peligros de la inocencia. Los individuos inocentes son siempre víctimas, pues su inocencia les impide distinguir entre el término medio y la exageración y, en ocasiones, ser precavidos respecto a ellos mismos. De este modo, las mujeres jóvenes que son inocentes, es decir, ignorantes, se habitúan a disfrutar con frecuencia de los placeres del matrimonio y los echan en falta cuando sus maridos caen enfermos o envejecen prematuramente; y, como su candidez y su confianza les llevan a pensar que dichas relaciones frecuentes son la regla y constituyen un derecho, terminan creándose una necesidad que las expone más tarde a fuertes tentaciones y a algo peor.

Pero si adoptamos un punto de vista más general y elevado, todo el que ama a alguien o algo sin conocerlos se convierte en víctima de algo que no amaría si pudiera conocerlo. En todos aquellos casos en los que se requiere experiencia, precaución y una actuación prudente, el inocente sufre cruelmente, pues se ve obligado a apurar el veneno que las cosas ocultan. Observemos cómo actúan los príncipes, las iglesias, las sectas, los partidos, las corporaciones: ¿No utilizan como cebo a un inocente en los casos más difíciles y apurados, como se valió Ulises del inocente Neoptolemo para quitarle su arco y sus flechas al viejo y enfermo ermitaño de Lemnos?

Con su desprecio del mundo, el cristianismo convirtió la ignorancia en virtud cristiana, tal vez porque el resultado más frecuente de la ignorancia sea el pecado, el dolor de haberlo cometido y la desesperación, virtud esta que conduce al cielo dando un rodeo por los alrededores del infierno, pues la promesa de una segunda

inocencia sólo se cumple cuando se abren los sombríos propileos de la salvación cristiana. ¡He aquí una de las más bellas invenciones del cristianismo!

322

Vivir en lo posible sin médico. Un enfermo sobrelleva mejor su enfermedad cuando le asiste un médico que cuando trata de curarse por sí sólo. En el primer caso, no tiene más que cumplir escrupulosamente las prescripciones facultativas; en el segundo, observa más concienzudamente aquello a lo que se refieren dichas prescripciones, es decir, su salud; aprecia más síntomas, se priva de más cosas y se impone más obligaciones de las que le privaría e impondría el médico. Todas las reglas producen este mismo efecto; nos apartan del fin que hay detrás de la regla y nos lo hacen más ligero. Pero la apatía de la humanidad hubiera llegado al desquiciamiento y a la destrucción si se hubiera abandonado total y sinceramente en manos de ese médico suyo que es la divinidad, de acuerdo con la frase «según la voluntad de Dios».

323

Oscurecen el cielo. ¿Sabéis cómo se vengan los tímidos que actúan socialmente como si les hubieran quitado sus miembros, las almas humildes (a la manera cristiana), que se deslizan furtivamente por todo el mundo, los que están siempre juzgando, aunque no se les dé nunca la razón, los borrachos de toda especie para quienes la mañana constituye lo peor del día, los enfermos, los achacosos y abatidos que no tienen la valentía de curarse? Sus venganzas son pequeñas y mezquinas; el número de estas personas y el de sus actos de venganza es incalculable; toda la atmósfera está constantemente surcada por las flechas y flechillas que lanza su malignidad, hasta el punto de que el cielo y el sol de la vida quedan oscurecidos, no sólo para ellos, sino también para nosotros, para todos, lo cual es peor que si estuvieran constantemente arañándonos la piel y el corazón. ¿No negamos muchas veces el sol y la tierra simplemente porque hace mucho tiempo que no los hemos visto? Por consiguiente, la soledad. Y a causa de esto también, la soledad.

324

Filosofía de comediantes. Los grandes actores se sienten felices ilusionándose con la idea de que los personajes históricos que representan tuvieron realmente el mismo estado de ánimo en que se encuentran ellos cuando los representan. Pero en esto cometen un grave error, pues su facultad imitativa y adivinatoria, que tratan de hacer creer que es una lúcida capacidad, vale sólo para explicar los gestos, el tono de voz, las miradas y, en general, todo lo externo, lo que quiere decir que captan la sombra del alma de un héroe, de un estadista, de un guerrero, de un envidioso, de un desesperado, llegando muy cerca del alma, pero que no penetran en el espíritu del personaje que representan. Sería, verdaderamente, un gran descubrimiento que bastara un actor perspicaz, en vez del pensador, del científico y del especialista, para esclarecer la

esencia misma de cualquier estado moral.

Cuando oigamos formular semejantes pretensiones, no olvidemos nunca que un actor no es más que un mono ideal y que, como mono, no es capaz ni siquiera de creer en la

esencia y en lo

esencial. Para él, todo se convierte en papel a representar, entonación, gesticulación, escena, bastidores y público.

325

Vivir aislado y con fe. Para llegar a ser el profeta y el taumaturgo de una época —lo mismo hoy que siempre—, hay que vivir aislado, con pocos conocimientos, algunas ideas y mucha presunción. De este modo acabamos creyendo que la humanidad no puede prescindir de nosotros, cuando lo

absolutamente claro es que nosotros no podemos vivir sin ella. En cuanto se apodera de nosotros esta creencia, surge la fe. Para terminar, daré un consejo destinado a quien lo necesite (el que dio a Wesley su maestro espiritual, Baehler): «Predica la fe hasta que la encuentres; entonces la predicarás porque la tienes».

326

Conocer nuestras circunstancias. Podemos calcular nuestras fuerzas, pero no nuestra

fuerza. No sólo son las circunstancias las que nos la muestran y nos la ocultan sucesivamente, sino que también esas circunstancias la aumentan o la disminuyen. Debemos considerarnos como un elemento variable, cuya capacidad productiva puede alcanzar su grado más elevado, en circunstancias favorables. Hay, pues, que reflexionar sobre las circunstancias y observarlas con la mayor dedicación.

327

Una fábula. Ningún filósofo ni poeta alguno ha descubierto aún al donjuán del conocimiento. No ama las cosas que descubre, pero tiene ingenio y voluptuosidad, y disfruta con las conquistas y las intrigas del conocimiento, al que persigue hasta las estrellas más altas y lejanas, hasta que, al final, ya no le queda por conquistar más que el aspecto totalmente

doloroso del conocimiento, como el borracho que termina bebiendo amargo ajenjo. Por eso acaba deseando el infierno, cuyo conocimiento es el último que le

seduce, aunque quizá le desengañaría también, como el resto de las cosas que ha conocido. Entonces no le quedaría otro recurso que detenerse durante toda la eternidad, clavado en la decepción y convertido él mismo en convidado de piedra, deseando una cena del conocimiento en la que ya no podrá participar, pues no habrá cosa alguna que pueda servir de manjar a un hambriento semejante.

328

Lo que dejan vislumbrar las teorías idealistas. Los hombres con sentido práctico son los que con mayor seguridad sustentan teorías idealistas, pues tales individuos necesitan para su reputación la aureola de dichas teorías. Se apoderan instintivamente de ellas sin caer en la hipocresía, del mismo modo que un inglés no es hipócrita al practicar el cristianismo y santificar el domingo. Por el contrario, a los caracteres contemplativos, que tienen que evitar todo tipo de improvisación y que temen que se les tenga por exaltados, sólo les satisfacen las duras teorías realistas, las cuales se apoderan de ellos en virtud de la misma necesidad instintiva y sin que ello suponga merma alguna de su sinceridad.

329

Los calumniadores de la serenidad. Los hombres a los que la vida ha herido profundamente, desconfían de la serenidad, como si fuera siempre algo pueril y revelase una sinrazón digna de compasión y de lástima, a la manera del sentimiento que nos produce el niño que está a punto de morir y acaricia sus juguetes por última vez. Los hombres así ven tumbas ocultas debajo de las rosas; los placeres, el bullicio y la música les parecen las ilusiones voluntarias de un enfermo irrecuperable que tratara de seguir aturdiéndose durante un minuto más, con la embriaguez de la vida. Pero este juicio respecto a la serenidad no es otra cosa que el reflejo de esta sobre el fondo oscuro del cansancio y de la enfermedad; se trata de algo conmovedor, insensato, que incita a la compasión; algo pueril, que procede de esa

segunda confianza que sigue a la vejez y que antecede a la muerte.

330

No basta aún. No basta demostrar algo; hay que convencer a los hombres de ello o elevarlos hasta ello. Por esto el iniciado debe aprender a

decir su sabiduría, y a veces de forma que

suene a locura.

331

Derecho y límite. El ascetismo es la forma verdadera de pensar para quienes tienen que destruir sus instintos carnales, porque esos instintos son bestias feroces. ¡Pero sólo para ellos!

332

El estilo ampuloso. El artista que no logra proyectar sus sentimientos sublimes en una obra para aliviarse de ellos, sino que, por el contrario, quiere hacer ostentación de sus sentimientos elevados, se vuelve hinchado, y su estilo resulta ampuloso.

333

Humanidad. No consideramos a los animales como seres morales. (Pero ¿creéis que los animales nos tienen a nosotros por seres morales?). Un animal que sabía hablar, dijo: «El humanitarismo es un prejuicio del que los animales, afortunadamente, nos vemos libres».

334

El individuo caritativo. El individuo caritativo satisface una necesidad anímica al hacer el bien. Cuanto mayor sea esta necesidad, menos se pone en el lugar de aquel a quien ayuda y que le sirve para satisfacer dicha necesidad; en algunos casos, hasta resulta duro y ofensivo. La beneficencia y la caridad judaicas tienen esta reputación: se sabe que son un poco más violentas que las del resto de los pueblos.

335

¿Por qué se considera que el amor es amor? Hemos de ser sinceros con nosotros mismos y conocernos bien para ejercer con los demás esa benévola simulación que se llama amor y bondad.

336

¿De qué somos capaces? Un padre al que un hijo suyo malo y rebelde le había estado atormentando durante todo el día, lo mató al llegar la noche, y dijo al resto de la familia, con un suspiro de alivio: «¡Por fin vamos a poder dormir tranquilos!». ¿Sabemos adónde nos pueden llevar las circunstancias?

337

Lo «natural». Ser «natural», por lo menos en sus defectos, es quizá el único elogio que cabe dirigir a un artista que es afectado, comediante y ficticio en todo lo demás. Por eso, un individuo así dará siempre rienda suelta únicamente a sus defectos.

338

Compensación de conciencia. Un individuo puede ser la conciencia de otro, y esto es importante, sobre todo si el segundo carece de conciencia.

339

Transformación de los deberes. Cuando deja de ser difícil el cumplimiento de los deberes, cuando se transforman, tras una larga práctica de los mismos, en inclinaciones agradables y en necesidades, los derechos de los demás a los que se refieren tales deberes, varían también, esto es, se convierten en ocasiones de que experimentemos sentimientos agradables. Desde ese momento el

otro, es decir, el que ostenta los derechos, se convierte, en virtud de esos mismos derechos, en alguien digno de ser amado (en lugar de ser alguien solamente variable y terrible, como antes). De este modo, cuando reconocemos y ampliamos el ámbito de su poder, lo que buscamos es nuestro placer. Cuando los quietistas dejaron de sentir el peso de su cristianismo y se limitaron a gozar de Dios, su lema fue: «¡Todo por la gloria de Dios!». Hicieran lo que hicieran en este aspecto, ya no se trataba de un sacrificio, sino que equivalía a decir «¡Todo por nuestro deleite!». Exigir, como hace Kant, que el saber sea

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